Las experiencias con sustancias enteógenas han abierto un doble camino: uno hacia el conocimiento y el otro hacia la realización del espíritu. Al margen de toda parafernalia burguesa en relación con las «drogas», lo que se pone al alcance del hombre de una manera inusitada es la posibilidad concreta de acceder al espacio de lo sagrado. En este sentido el libro de Carlos Riccardo tiene la cualidad de brindarnos la interioridad misma de la experiencia con el peyote convertida en escritura. Aquí la escritura no es un medio para relatarnos algo ocurrido en algún lugar y en cierto tiempo sino que ella es la propia experiencia, no representada sino vivida por el autor y por el lector mancomunados, fuera de sus determinaciones, en la asunción de lo mismo, sin diferencias. Esta es su originalidad: quien lo lee participa de un misterio que abre tanto nuestra sociabilidad como nuestra intimidad hacia un más allá en acto, planteando de esta manera una cuestión decisiva en relación con una racionalidad que se considera la esencial constituyente de lo humano. Aquí, en el libro, hay sin embargo una grieta y a través de ella se accede, en el acaecer de una auténtica revelación, a la zona inefable de lo trascendente.
Se trata de pensar, entonces, fuera de las lógicas y las seguridades descarnadas de lo empírico, en el inicio de un camino hacia la región del despojamiento donde sea posible vivir, donde nuevamente los hombres puedan acceder a una comunicación amorosa, tanto con la naturaleza como con los prójimos. Y uno debe preguntarse, también, por qué el pensamiento filosófico jamás se atrevió a incorporar en su meditación el mundo «desfondado» de la droga, así como tampoco se preocupó, salvo escasas excepciones, de la locura y el dolor. Locura, dolor y alucinación constituyen lo reprimido por la razón de un Sistema que sólo tolera lo sensible ideologizado y cínico hasta lo inconcebible.
Se ha pensado la poesía y la mística, pero el pensamiento se detiene en el umbral de la alucinación como si con ella comenzara lo absolutamente otro de lo humano, desconociendo que los hombres siempre buscaron acceder al espacio de lo sagrado mediante la utilización de sustancias que le permitían romper la clausura de la individuación y acceder a un contacto íntimo con lo divino. Este es el problema mayor de una sociedad como la nuestra, cuyas formas hacen del hombre un ser separado y doliente. De la vuelta, de la necesidad del ser, nos advierte el libro de Riccardo, sin hacer, por otra parte, ningún tipo de concesiones a lo real: sus palabras son lo que es; no hay ningún sueño, ningún delirio o intento por lograr algo, solamente el itinerario. El «lector» debe entrar en el itinerario, participar en el recorrido y al mismo tiempo ser él quien lo recorre. La experiencia lo roza incitándolo a vivirla sin alteridad, ya que no se trata de una representación; si se entendiera el texto como una representación se quedaría prisionero de la vieja argucia que trata de filtrar toda potencia ajena en su singularidad mediante el encierro en una estructura esencialmente represiva.
Pero desligado del representar que menta algo extraño a lo que transcurre en el texto, ¿qué queda? ¿Se puede decir lo que queda? Un hacer sin nombre, sin posibilidad de ser nombrado ya sea para el goce estético o para el mandamiento de la ética. No hay palabra que pueda nombrarlo; cada uno debe desentrañar su parte, vivir su parte. Aquí hay un itinerario y un mundo, pero son mundos e itinerarios no repetibles; nadie puede ser Riccardo, ni hacer lo que él hace; él no puede decir este es el camino, puede simplemente mostrar el camino que recorre y la posibilidad de un recorrido, abstraído hasta de sí mismo, sin él mismo, pues quedó en puro olvido al comienzo de su ascesis.
¿Se advertirá la magnitud de lo que plantea un escrito por el que se accede a las ingestiones de un verdadero cuerpo-de-divinidad? Este tema, por otra parte, no puede pensarse, si es que se considera el pensar como acto separado; y al mismo tiempo no puede haber más pensar que este si el pensar es verdaderamente una devoción. Se trata de lo que está afuera del lenguaje, sí, pero no del lenguaje hacia el interior de sus límites, y tampoco del sentido del decir, sino de lo que está afuera indecible y sosteniendo el lenguaje en su íntimo más allá. En este afuera ilimitado es donde penetra este texto, este lenguaje. Por eso quienes se aventuren a través de su desierto, de sus aletazos oscuros, tal vez logren ver. Ver es el supremo don, y este libro pertenece a las dimensiones del don.
OSCAR DEL BARCO