Séptima ingestión

Tecolutla, 17/10/80

Anoche llegamos a Tecolutla, un pueblo de pescadores totonacas situado a unos doscientos kilómetros al norte de Veracruz. Esta mañana O. limpió los peyotes y preparamos la pasta de la cual sólo él y M. comieron. A las diez y media salimos en el jeep en busca de un lugar apartado y solitario de la playa donde pudiéramos llevar a cabo la experiencia sin interferencias. Recién allí, y bajo la templada sombra de unas palmeras, ingiero la cantidad aproximada de ocho cabezas de peyote.

El sabor viejo y reseco de los botones (hace más de dos meses que los hemos recogido con D.) me repugna como nunca antes había sucedido. Pero no sólo su regusto acerbo me asquea —cerca de la fuente quedan algunos peyotes sin moler— sino todo en él: su color pardo achicharrado, su textura rugosa, su forma consumida y su fuerte olor. A la vigésima cucharada abandono.

El calor sofocante, la quietud de la playa, la franja de arena hirviente, su silencioso resplandor, la metálica luminosidad del mar, el murmullo salino de las olas, la caldeada brisa del mediodía, en un suave vaivén, en una rumorosa confluencia, en una cálida ensoñación que se mezcla al permanente asco de mi cuerpo revuelto, me adormecen.

Velada ensoñación. Ardoroso y largo sopor… De golpe, como impulsado por un mecanismo de miles de resortes, salto para vomitar: es el despertar de una pesadilla física donde no hubo imágenes de pesadilla sino sensaciones de pesadilla; la súbita reacción de un cuerpo atenazado por la fiebre, escaldado en la médula, abrasado por el mescal y el calor. Ácido y violento, candente y sensual, el vómito no da alivio a los espasmos corporales sino que los acentúa: estremecimientos en los huesos, percusiones de martillo en las encías, repercusiones de angustia en el corazón.

Después, apenas unos minutos después, el «miserable milagro» ya está: la aparente realidad del mundo se transforma, la ilusoria apariencia de lo real se descompone: flujos en movimiento —ya no es el mar y la arena sino una coalescencia de mar y arena.

Camino hasta el jeep donde M. y O. conversan animadamente: es una lenta travesía por la zona más estática de la fluencia: la marea de arena. Cuando miro profundamente dentro de ella, se me revelan los mundos de la arena: cada piedra una diminuta incandescencia a través de su universo compacto de luz, cada pequeño grano un mundo suspendido en el espacio de su marea, cada partícula o residuo en fuga un destello que no acaba. En la orilla, las galaxias de arena se fusionan al mar; entonces vislumbro el mar

el mar de fosforescencias malvas, de contra-sombras grises y metálicas: la materialidad elemental del océano presentida en el apagado centelleo de su perpetuo cambio: una continua variación tonal de masas verdes y reflejos blanquecinos, entremezclándose en la constante secuencia de las olas, emergiendo de la densa opacidad salina del agua; y en la superficie, un resplandor espectral que reverbera y se encrespa suavemente bajo la velada fluencia de la luz solar. (Lentamente se ha nublado, y como si no existieran relaciones de causas y efectos, los cambios y conjunciones de luces se producen a la vez, paralelamente en el cielo y en el agua). La contemplación de esta escenografía viviente, la visión impresionista de la naturaleza en su plenitud fluctuante me fascina hasta el punto de perderme en la eclosión de su mirada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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(¿inconsciencia limitada?)… entonces vuelvo de una indefinible laguna de conciencia —¿cuánto tiempo habré pasado en esa pérdida de conciencia con otra especie de conciencia, en esa ensoñación despierta, en esa observación hueca?—

Allí, en ese lugar abierto, mirar ya era un ver sin mirada: una suspensión de los ojos en una imagen sin imagen, omnisciente y diáfana: una visión sin objeto, sin representaciones, sin nada: un ser en sí sin mí: la relación abstracta de unos ojos en la ausencia de la mirada; la relación concreta del ser en el espacio de la mirada: el umbral de la no-conciencia, la apertura al ser…

entonces volví en mí con la impronta de lo sagrado, con la certeza de que el único conocimiento viene de esa contemplación vacía: la verdadera sabiduría es un saber sin conocimiento, un conocimiento sin saber. —Lo sagrado es el Ser: los cangrejos que me rodean, M. y O. caminando a la orilla del agua, el perpetuo cambio del mar, el húmedo aire del día, yo mismo inmovilizado bajo la compacta masa de nubes, todo lo que se presenta, es el sentido de lo sagrado…

Otra vez en las fragmentaciones de la conciencia: el mar ahí, las nubes en su paso, la acechanza de unos cangrejos a mi alrededor, las articulaciones de movimientos y palabras, y el peyote que parece no haber alcanzado su punto máximo porque asciende, asciende a través de mis células y me eleva, poseyéndome un vértigo inexplicable. De improviso bajo del jeep y rompo la muda comunicación que sin saberlo ya se había establecido entre los cangrejos y mi mente. Se apartan moviendo sus pinzas, y por unos instantes me quedo contemplando absorto esa bella y simple mecánica natural que la vida del universo inspira y habita.

Diviso, más tarde, al resto del grupo cerca de la orilla. Quiero unirme a ellos, deseo transmitir esto inefable que me sucede aunque sepa que no hay nada que decir, nada que comunicar. Camino lentamente, con dificultad, balanceado por ese vértigo que me traspasa, hasta que una barrera de cortezas de coco —por un momento las cortezas me parecieron una infinita frontera de calaveras despedidas por la creciente del mar— me impide el paso. Hay algo inaprensible en ellas que me lo impide; subconscientemente temo franquear ese límite. Si no fuera por el vértigo que físicamente me inhibe, trataría de saltarlo. Giro, empiezo a bordear la línea de cortezas podridas, busco alguna fisura en ella que me permita pasar al otro lado sin tener que levantar los pies. Finalmente encuentro una interrupción en la barrera y la paso. He andado tanto que desde el lugar donde estoy no logro divisar a nadie del grupo de mis acompañantes. Estoy solo. Completamente solo. Camino por la orilla. El reflujo de las olas borra mis huellas. Me abandono en esa franja indefinible, coalescente, cambiante, donde el mar y la arena se fusionan átomo a átomo: comprendo que ese borde es un territorio de energía infinita: me diluyo como las huellas. Pierdo los puntos de referencia de mi conciencia, las nociones que me sujetan, que me hacen sujeto: aquí, en este borde donde la materia del océano desaparece en el espacio de la arena, yo también me aparto de lo que era, me borro, yo se reabsorbe en la materia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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gozo con mi soledad hundiéndome en la arena: soy la caricia que me toca, el abrazo que me abraza, el placer que me eriza enteramente al invadir yo sin yo la arena: infinita sensualidad de una ausencia de cuerpo en el cuerpo de arena, penetrado de mar: soy una mujer y un hombre perdiéndose en la arena prenatal, disolviéndose en el cuerpo interno del cosmos justo en el beso del mar y la arena que me llenan, que me colman hasta lo imposible: es un coito entre mi hombre y mi mujer que me fusiona en la materialidad del tiempo: disuelto ya en lo extremo a mí me convierto en el continente del universo que me crea a la vez que yo creo su mirada; soy un átomo sensualizado en la placenta iridiscente del mar y la arena y desaparezco… en un espacio que desde mí se abre cada vez más: una interioridad externa de mi ser en el interior vivo de mi yo perdido: me vuelvo cielo, vacío denso; escucho ciclo allá abajo en la cavidad placentaria que me germina, en ese fulgurante borde erotizado de materia: me pierdo en una constelación de estrellas, yo mismo soy una constelación de presente eterno, sin memoria ni futuro: desdoblándome incesantemente me vislumbro puro espacio resplandeciente: una soledad conciente en el fluir del tiempo, una comunión inconsciente de materia en el espacio: intuyo el origen incesante de lo que Es: el cuerpo que sostiene el inicio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . estoy solo: recién creado. Un instante de visión: mirarse por fuera: verse en uno, con una mirada que es, antes que nada, la conciencia: la conciencia de la escisión, de la separación de lo Uno: ¿todo estaba en mí? ¿yo era todo? Conciencia de ser la pérdida. Conciencia de ser hombre: la separación iluminada da la sustancia que me crea. Asisto a la creación del mundo a través de mi conciencia: el universo está vivo. Indago maravillado el entorno y corro, corro, corro viviendo en mí la experiencia arquetípica del origen de esta conciencia de la separación que es el hombre, a través de un espacio murmurante y sensible, esencialmente vivo.