Sexta ingestión

México D. F., 23/8/80

A las tres de la tarde, en ayunas, ingiero cinco botones.

Como siempre la náusea, la arcada física, la torsión de angustia, la batalla incesante entre el peyote y mi cuerpo, el tenaz forcejeo que se dilata a lo largo de tensos minutos nublados, que se perpetúa a través de los segundos, en una crispación contenida. Por sobre la contienda, detenido fuera de ella, atento, permanezco a la espera de alguna representación visual —al menos de la guerra que en mí se lleva a cabo. Pero nada sucede, nadie hace su aparición en escena; ningún síntoma, salvo la constatación de la fuerza violatoria del peyote, la invulnerabilidad de mi cuerpo y mi resistencia mental.

a la hora indiferente a los choques entre uno y otro, como si estuviera realizando un acto rutinario, mecánico y normal, camino hasta el baño con deseos de vomitar: la sensación de placidez que siempre ha sucedido al vómito esta vez ha sido apenas fugaz, no me ha devuelto bienestar alguno sino que me ha expuesto a una violenta agitación, a un temblor que me saca de cauce y que no tiene nada de placentero o sensual. Sin embargo, nada hay en el espacio, en los colores y las formas de las cosas, o en mis propios movimientos, por lo cual se pueda decir que todo eso se agita. La agitación externa es, paradójicamente, interna y subjetiva, y se transmite, inversamente al ordenamiento lógico de la percepción, de adentro hacia fuera, envolviendo la atmósfera de la sala en una vibración sorda y sin freno, desde donde vuelven a mí sus desaforadas reverberaciones. Es a la vez trágico y maravilloso…

… sobreexcitado, con tres personas que desconozco, entra de pronto R. al departamento. La nueva situación me molesta enormemente: a través del aire, a una velocidad extremada, fulminante, siento venir (no es una experimentación visual), modulada por cada uno de los alterados gestos de R., una serie ininterrumpida de ondas nerviosas que al tocarme me sacuden con la insoportable descarga eléctrica que su cuerpo despide. Funesta electricidad. Cambiante. Las ondas se solidifican en el aire, se adhieren a mis brazos y a mis piernas transmitiendo los impulsos sobrealterados de R. Golpes rítmicos, intermitentes. Pulsaciones histéricas; electrólisis de mi ser: me encuentro atrapado en una maraña tentacular de filamentos nerviosos que de seguir así me hará saltar en mil pedazos carbonizados. Grito: le pido a gritos que se vaya, que su presencia allí me está haciendo mucho daño. Apenas se va, el cambio es sorprendente: me calmo, la agitación externa y el desequilibrio eléctrico amainan y sólo permanece una luminosidad gris que se infiltra en la nueva virtualidad del ambiente: mirando alrededor, por esa extrañeza ya vivida, ya conocida, que tiene el entorno, me doy cuenta de que estoy metido de lleno en la mescalina. Inexplicablemente, me sonrío con D. y con lo que veo: ¿por qué esta sonrisa entre tantas contradicciones? —en la inmanencia de dos silencios, pareciera que la respuesta se hubiera diluido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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al pararme y caminar por el comedor, advierto que, como en la experiencia anterior, no tengo peso: mi cuerpo me transporta pero no lo siento. Reparo también en una conciencia corporal, distinta de la pensante, que se maneja independientemente de las decisiones que el yo toma: me había levantado para abrir las ventanas y, en cambio, me estoy dirigiendo hacia la cocina, casi en la dirección contraria. Al notar que decididamente voy para un lado cuando en realidad quería ir para otro, trato de acomodarme a las decisiones de esa voluntad que pareciera no necesitar de mí. Sin embargo, me estoy dirigiendo hacia la ventana como era mi deseo original. (Tal vez haya habido un desfasaje entre la orden inicial del cerebro y la respuesta tardía de mis piernas, de tal modo que otra orden, inconsciente, fue anulada y sustituida por la nueva sin la coordinación necesaria para efectuar un solo movimiento, abriendo entre las dos un intervalo de incertidumbre. Tal vez ese desfasaje sea menos de un segundo, no obstante, yo he sentido cómo esa discordancia de movimientos se prolongaba el tiempo suficiente para dar tres o cuatro pasos imaginarios en una dirección, luego repensar automáticamente la orden, girar y desplazarme, finalmente, hacia la ventana; todo esto visto como a través de una cámara lenta: la cámara lenta de un breve instante).

Aparte de estas descoordinaciones motrices —que también compruebo en otras ínfimas desobediencias de las manos, en otros pequeños desórdenes de los dedos— y de la inefable sensación de la falta de peso, no hay cambios importantes tanto en lo físico como en lo psíquico.

Eso creo, ya que al mirar por la ventana el único rectángulo de cielo que se distingue desde el departamento, advierto que la noche está llegando y comprendo entonces que todas estas oscilaciones por las que he pasado, han durado más de tres horas.

* * *

El encierro me agobia, me comprime. R. ha regresado sin sus acompañantes, se lo ve preocupado por nuestro estado. Le pedimos que nos acompañe a la calle. En el ascensor el agobio asfixiante y el temor se acentúan: vislumbro el horror de haber sido enterrado con vida. Me prometo no llevar adelante nunca más experiencias así, en lugares cerrados: necesito lo abierto, necesito fluir, expandirme, salir de mí, desaparecer en lo abierto. En la puerta de calle nos cruzamos con la hija menor de la portera. Me agacho para saludarla y su sonrisa «cómplice» me llena de una ternura indecible. Ella parece entender, más allá de las trabas de la educación, de los comportamientos, los repentinos cambios de estado, las fluctuaciones entre el éxtasis y el estupor, los saltos de humor a los que me hallo sometido. Me siento a su lado y la abrazo. El contacto de mi cuerpo con su inagotable pureza, el roce de mi enajenación con su inmensa pequeñez, me arrebata, revierte mi ser en un arrobamiento amoroso tan intenso que por un momento me vuelve puro como ella. Vivo su fragilidad en la fortaleza de su inocencia; la amo y quisiera resguardarla por siempre: mi mirada se disuelve en sus ojos de transparente silencio.

De golpe, el silbido de una locomotora de plátanos fritos, me arranca de los profundos ojos de la chiquita. (Me prometo también no seguir con estas experiencias en la ciudad de México). Tengo la horrorosa impresión que ese inoportuno chiflido me ha trepanado la cabeza, taladrado los tímpanos, dejando abierto un agujero por donde ahora se cuelan todos los ruidos y la vocinglería de la ciudad. Cuando levanto la vista, desorbitado por la tromba de estrépitos que resuenan en mi interior, me percato de un leve crecimiento en las cosas a mi alrededor (percepciones macroscópicas) y que en ese agujero perforado en mi cabeza hay, de pronto, un vórtice de ausencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

tras la momentánea pérdida de conciencia tengo la absurda idea de que N. ha muerto (¿causalidades del peyote?), y si bien esto es un hecho inverosímil e improbable, para mí se convierte en un suceso absolutamente real y que ya ha acontecido. Entonces no importa que los autos se agiganten, que la vereda bajo mis pies se eleve, que la chiquita crezca perdiéndose infinitamente dentro de sí; no me asombra que la puerta se ensanche y que las paredes del vestíbulo se alarguen en una perspectiva sin final, no me angustia que D. y R. asciendan por encima mío, irreconocibles; nada de todo ese descalabro enloquecedor me importa, salvo esos presentimientos fúnebres que me asaltan y que no me dan respiro.

Subimos a su departamento, tocamos el timbre. Golpeamos. Me hundo en una espera destemplada y autodestructiva. Estoy desencajado. Volvemos a la planta baja. La calle irreal preanuncia una verdadera pesadilla. No puedo caminar, me tambaleo y en derredor la marejada nocturna de luces me revuelca con su torbellino, en una caída interminable (todo gira).

Durante la caída: pierdo las perspectivas; veo simultáneamente diversos planos y ángulos de la calle sin mover los ojos: ojos de mosca —las imágenes se deforman como si fueran vistas a través de una esfera de vidrio, pero aquí la esfera es mi propio ojo.

Alcanzo a percibir todo el posible campo visual sin tener que mover los ojos: es una omnivisión, inaudita. Según dirija, con un movimiento torpe (estoy en el suelo) la cabeza, las imágenes se alargan, se curvan o se aplastan, ya sea que mire hacia arriba o hacia los costados. (Me alzan). Precisamente cuando me están levantando del piso, comprendo que la distorsión de la mirada no resulta de un movimiento acelerado de las pupilas, como en un momento llegué a pensar, sino que respondo a una extrema ampliación de la conciencia visual de cada uno de mis ojos. A estas alturas he perdido toda capacidad de relacionar.

Todo se derrumba. Ese exterior y yo… ¿Cómo explicar que todo se derrumba? ¿Cómo decir que todo se reduce a nada?

Tras haberme levantado. D. y R. me sostienen con sus propios hombros, por debajo de las axilas. A pesar de que me siento muy mareado y aturdido, escucho que uno de ellos dice que N. puede estar en el cine. Me arrastran hacia allá, a través de una calle de luz ficticia: ante mi vista trastornada (aún debo tener los ojos de mosca), ante mi propio estupor, pasan flotando una serie de rostros grotescos, esponjosos, hinchados. No veo sus cuerpos, que parecen estar sumergidos en esa especie de suspensión líquida que forman las luces y la humedad de la lluvia. Máscaras de un carnaval torturado, hasta los más bellos rostros se transforman al potencializarse alguno de sus rasgos más groseros. El camino es, en el verdadero sentido de la palabra, nauseabundo. Al llegar al cine, miles de rostros similares brotan de la marisma amarilla. Gracias a que hay más luz, veo con claridad que esa deformación de los rasgos corresponde al carácter particular de cada persona. Me dan ganas de llorar: ¿acaso toda esta escenificación dantesca no me está señalando mis propias monstruosidades, mis íntimas deformaciones? A pesar de todo, hay cierta inocencia en esas expresiones, cierta especie de compadecimiento por nuestro mutuo infierno.

De pronto, como girando sobre una bisagra imaginaria, el suelo se alza. Las paredes tapizadas de afiches y los cristales acuosos de las puertas del cine, me acorralan con sus destellos de luces, con su torpedeo infinito. El mundo se abalanza sobre nosotros, y el único que pareciera tener conciencia de ello soy yo. Ensordecido por el murmullo de la gente me aferro a D., con desesperación. El espectáculo que ofrezco debe ser bastante escandaloso, porque me apartan unos metros, hasta apoyarme en un auto estacionado en la zona más oscura de la vereda…

… y ese cielo de pizarra como una masa de plomo y hormigón es un aplastamiento que no llega: la gravedad nocturna me aplasta sólo en la posibilidad de su caída: esa verticalidad del vacío pudiera ser el desenlace de esta eterna pesadilla.

Entre la gente que sale del cine, aparece N. —¡Está viva!—. Inmediatamente, al verla, la marea de angustia se detiene. Me hundo en sus brazos y lloro, agradecido, bajo las resonancias de su afecto.