México D. F., 18/8/80
Antes que el peyote trastoque mi capacidad normal de percepción y movimiento; antes que se modifiquen las relaciones del espacio y mis estructuras mentales sean arrasadas, me recuesto en uno de los sillones y espero. Me relajo y espero. Esta vez he comido siete cabezas de peyote sin que haya tenido mayores dificultades. Son las ocho de la noche.
Primero fue el cuerpo; ahora es la conciencia la que va cayendo en esta especie de letargo dinámico y desvelado, en este reposo figurado… (extraño estimulante que alienta una inercia activa); después todo —todo es una forma de llamar lo que abarco con la mirada dormida—, todo ese impreciso exterior va entrando, junto conmigo, en una ensoñación vacía. El «mi alrededor» está ensoñado. Pero no es un sueño. Parece la antesala de una pesadilla.
Llega un momento en que tanto la atonía del cuerpo —no puedo mover siquiera un brazo— como el entumecimiento mental y la quietud externa se vuelven absolutos. Inmovilizado, asisto a una escena sombría —a pesar de que todas las luces estén encendidas— pesada, pétrea; vislumbro un escenario vacío, velado, muerto.
Latente también en su quietud, la masa de peyote amenaza con mi destrucción. Lo comprendo: esa virtual inacción que se infiltra en todo pronto dará rienda a la trepidación celular, al tráfago general…
… empiezan los pequeños temblores, los ínfimos cataclismos a través de los huesos, los músculos, las venas; las microscópicas y punzantes sacudidas que al emerger a la superficie, me hacen vibrar. Tiemblo de punta a punta, desbordado. Trato mentalmente de parar esta progresión de reverberancias que tienden a desquiciarme. ¿Cómo detener esta exasperación en aumento? ¿Cómo calmar este caos orgánico en el que me convierto?
Nervios: nervios irrefrenables. Jamás había padecido un estado de nervios tan insensato, tan incontrolable: un manojo de nervios sobrealterado. De pronto, la imagen del manojo, como una fulminante descarga eléctrica que se consume en el aire, sale de mi cuerpo. Un segundo después, comienza la licuefacción; el atado de cigarrillos, la cassetera, mi mano, el velador, parecen licuarse —estar a punto de licuarse, pero sin llegar a disolverse jamás—. Las paredes se ondulan como livianas cortinas y el suelo se encrespa levemente como un denso líquido oscuro. Ya nada se queda quieto. La solidez y la consistencia de cada cosa empiezan a cuestionarse y todo —la luz, el ambiente, los objetos—, flota en agonía. No hay tregua. Comienzo a caer. En realidad, no es una caída interminable y lenta entre las sillas, las paredes que se pandean, las puertas que se cimbran y aparentemente se alejan, sino que es un traslado de mi cuerpo detenido en el sillón, a través de diferentes zonas de espacio. Según la zona que atravieso, noto un imperceptible cambio de temperatura. Enseguida, o la conciencia térmica se modifica, o finalmente creo entender a qué responde este insólito traslado de mi ser inmóvil: tengo la improbable certidumbre de que este movimiento ideal es la traslación de la tierra. Paralela a esta traslación —o rotación— aquella misma caída que inició este irreal desplazamiento, ya no es una simple caída, sino un terrible hundimiento; un descenso ininterrumpido hacia un agujero insospechado de mí mismo. Me pierdo en la noche expansiva de mi estómago-agujero
el tiempo transcurre muy lentamente, o se ha detenido. Tarde o temprano sé que voy a vomitar, pero me resisto. Luego, quiero hacerlo y no puedo. Esta ambigüedad entre el deseo y su imposibilidad perdura indebidamente, pienso, para mi propia seguridad. Con sumo esfuerzo me levanto del sillón y me dirijo hacia el baño, convulso. Me observo en el espejo, con los ojos atravesados (es la primera vez que me miro en un espejo tras haber ingerido peyote): mi rostro aparece desfigurado por un rictus de asco y desesperación contenida. Las facciones tensas, los rasgos deformados por una mueca desarticulada, dura, distante. El borde de los párpados enrojecido, la boca amoratada y la piel lívida. Advierto que mis ojos, el iris de mis ojos, se han vuelto sólo pupilas y que a través de esa dilatación prodigiosa, negra, sin fondo, regresa la imagen cetrina y demacrada de mi ser revertido. Sin embargo, el crecimiento de las pupilas no se detiene, continúa hasta comerse enteramente el blanco de los ojos. Ya no tengo ojos sino abismos. No veo. Todo esto me sobrepasa. Descontrolado, regreso al sillón (siempre el refugio del sillón, sobre todo ahora que estoy espantado y excedido) y me derrumbo en él como una pesada roca.
La atención interna se centra ahora en los borboteos de materia tiesa, en sus fricciones frías. Me encuentro entumecido otra vez, en una especie de estado de coma corporal que paradójicamente me mantiene despierto: un absoluto dormir del cuerpo —sueño de plomo (por un breve instante experimento la plomicidad del cuerpo)— que, no obstante, no me aletarga en su detenimiento sino que permite que algo en mí se constate encarcelado en el cuerpo, contemplando lo que en ese afuera sombrío sucede: percibo —¿seguirán siendo mis ojos esos agujeros negros?— una brumosidad en el entorno; un eclipsamiento, como si la sala se hubiera velado aún más que al principio. Lo que está cerca aparece indefinidamente lejano. Este contorno de separación con lo habitual es inusitado e incomprensible; y en tanto la luz se oscurece por completo, las perspectivas, las líneas imaginarias que trazo tratando de calcular la distancia contradictoria de las cosas, se curvan, como si pertenecieran a una esfera invisible cuyo centro se encontrara en un lugar infinitamente lejano. Yo mismo soy un punto de esa esfera inconmensurable, una suerte de corte que percibe pardo, ya que el espectro de los colores, a causa de una lenta vibración de luz, se reduce únicamente a la escala tonal de los sepias, de tal modo que la visión del comedor se vuelve una especie de bajorrelieve alabeado, de matices ocres, marrones sucios y amarillos apagados —quizás por esa opacidad que envuelve todo, se produzca esta sensación de agonía que no se disipa… (pienso que) mis ojos se han convertido en ópticas rudimentarias que apenas son capaces de captar una sola variedad cromática. Luego, el escenario se ensombrece totalmente, dejando ver, en uno de los ángulos del espacio nocturno, un trapecio lejano de luz amarilla.
Una estridencia de escalofríos me recorre las vértebras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
(algo muy extraño me ha sucedido)… siento ahora una liviandad indescriptible, como si me hubiera desprendido de mi cuerpo adormecido. Tras esa separación sin desgarramiento, la escena del comedor se ilumina de nuevo, recobrando su apariencia ordinaria. Precisamente en el momento en que advierto que la luz, la forma y la textura de los objetos, han adquirido su aspecto normal, el cuerpo, no obstante su sopor, escucha que en una de las habitaciones —la de la luz amarilla— cae un pequeño objeto de metal, en tanto que esa liviandad conciente, esa ingravidez de materia ideal que soy yo, ve cómo, en esa misma habitación, un anillo se escapa de las manos de R. y golpea contra el piso. El leve sonido del metal al chocar contra el suelo de madera, me arranca del grave ensueño corporal en una reacción súbita que, al devolverme en mí, hace que fugazmente me vislumbre aún recostado en el sillón. (¿Se puede hablar de una separación entre el cuerpo y el alma, o todo eso no habrá sido más que una instantánea alucinación? — lo cierto es que el anillo cayó y que yo vi esa caída mientras mi cuerpo permanecía dormido en un lugar desde el cual le era imposible).
Al volver, constato que todas las mutaciones de lo real, experimentadas con anterioridad al letargo y a la aparente escisión, han concluido. Sin embargo ahora me hallo distinto, sobre todo revuelto y azorado. Sin tiempo siquiera para pensarlo, me levanto y corro hasta el baño. La manera tan repentina de vomitar me desconcierta. En el fondo del inodoro, nadando en un líquido color café, aparecen unas pequeñas pelusas de algodón como diminutos corales desintegrados. Restos del peyote o vestigios de mi hígado. Me tiro en el piso del baño con una sensación de fracaso y, a la vez, de triunfo. A pesar de encontrarme sin consistencia, deshecho y vulnerado, tengo la inexplicable certeza de haber vencido algo.
Estado de viscosidad general: disuelto, resinoso, diluido, desparramado. Desde un punto ubicado a la altura del vientre, asciende otra energía, otra especie de ingravidez, distinta a la ocurrida en la separación del alma, que arrastra con ella al cuerpo y lo levanta. No tengo peso y me conduzco desde ese punto de energía.
La ondulación del mundo —si es que en algún momento se ha detenido— ya no es terrible como antes. Me maravilla ahora, en cambio, poder ver esa fluctuación constante de las cosas, esa absurda endeblez de lo sólido.
De nuevo en un estado pendular, de oscilaciones inmanejables.
Me deslizo al frío. De golpe —y estos golpes han sido siempre extremos, nada de términos medios—, siento un frío tremendo. Desmedido. Me abandono (¿qué otra cosa podría hacer?), a todo el desmesurado frío que sería capaz de sentir, como si de esta forma me asegurara de que este desenfrenado descenso al hielo en algún momento pudiera detenerse por el mismo hecho de dejarme llevar. Un viento glacial entonces me atraviesa helándome la sangre, solidificando el aire interno: es un aterimiento ciego, una congelación que me paraliza. Rigidez de témpanos, huesos de hielo. Nada de escalofríos, sólo un frío negro y extenso. Las ventanas se escarchan. Yerta energía de lo gélido es la voluntad contraída ahora bajo cero. Me encuentro retraído hasta la molécula del hielo. Como en una hibernación, me cristalizo. Si no logro romper esta inercia polar me voy a quebrar en un millar de partículas destempladas. Busco todo lo que pueda darme algo de calor, todo el abrigo que pueda sacarme de este congelado desasosiego. Me pongo dos pulóveres, una chamarra, un poncho salteño; me envuelvo en una gruesa manta de viaje y, poco a poco, nuevamente comienza a ascender la temperatura interna. Sobre la mesa, un fugaz espejismo de agua desaparece.
Mi capullo de lana me reconstruye, me renueva, me alimenta en su plácida calma: me nutro de la placenta de mí mismo. Solo. Solo, en una soledad anterior a toda relación humana (aunque allí esté D., pasando quizás por situaciones similares), con una absoluta prescindencia de las cosas del mundo y de los otros, como si aún no hubiera nacido, como si aún no existiera nada. En esta matriz que me contiene con su materia, que me regenera con su sustancia, incesantemente nazco: oh infinita calidez que surge sin alteraciones, que no me expone, y replegándose en mí, me resguarda: aquí, en este refugio ambulante, en este caparazón de energía, no necesito pensar aunque piense, no necesito sentir aunque experimente este placer indecible de deslizarme a través de la sala como si estuviera a la deriva por un océano, no tengo necesidad de hacer o desear aunque constantemente quiera ir más allá de mí en mí. ¡Si pudiera mantenerme en este estado para siempre, si me fuera posible, una vez que los efectos del peyote concluyan, hacer de esta vida una forma de ser!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . (laguna de conciencia)…
la visión del mundo regresa junto con el intento de reconstruir, mediante la memoria, mi historia personal —la memoria parece menos una facultad que un instrumento, ya que en su movimiento, planea sobre imágenes desenfocadas, en principio irreconocibles y sin significados, que por la manera en que se proyectan sobre la pantalla mental, parecen momentos de cuando aún andaba en brazos: gestos amortiguados por el tiempo, caricias deslucidas, escenas y recuerdos que hubiera creído abolidos para siempre. Imágenes imprecisas, circunstanciales, hundidas en la cima del olvido que ahora surgen entrecortadas, inconexas, intermitentes, sin sentido, pero con suma intensidad. Este mecanismo recordatorio funciona, sobre todo al comienzo, por medio de olores: el olor de la piel de mi madre, de unos títeres de goma, el aroma de ciertas comidas. Después los olores se asocian a sonidos y planos de colores: ruidos lejanos, indeterminados, escuchados en el fondo de la nuca, de puertas que se cierran, de pasos en la oscuridad del cuarto de la infancia, de resonancias de hambre. En cuanto a las imágenes —si son verdaderas evocaciones de la niñez esos planos abstractos de colores y líneas oblicuas— pienso que la manera de ver en aquella época era por completo distinta, ya que en ellas no puedo reconocer absolutamente nada. A esta sucesión de imágenes sin sentido lógico pero sí emocional, se enlaza el nítido recuerdo de un sueño que a los tres o cuatro años se reiteraba con una insistencia agobiante: un muñeco macizo de goma roja, calvo y diminuto, de ojos rasgados, que golpeaba rítmicamente mi mano, sin detenerse nunca, como si estuviera horadándola para enterrar en ella toda la desesperación nocturna de la eternidad. (Los rastros de este sueño me han angustiado siempre; sin embargo ahora, teniendo en cuenta que el peyote por un hecho trivial puede precipitarme en una angustia mucho mayor, el sueño llega a mí sin perturbarme y, como si no me perteneciera, lo observo objetivamente, — esto me sorprende). Luego se encadenan imágenes de otras pesadillas: sótanos de hoteles, escaleras donde me pierdo, paralíticos esperando cruzar una avenida. La sucesión de estas imágenes es fija, no es una continuidad en movimiento, un flujo, sino una progresión estática, como diapositivas, en las cuales cada sueño se condensa en una sola escena instantánea —verdaderos redescubrimientos de mi vida. Cuando el mecanismo onírico se detiene, vuelvo a ver aquellos planos de colores, esos fragmentos desfasados de otro tiempo, mezclados a aromas y sonidos dibujados en off. Todo esto ocurre mientras permanezco con los ojos cerrados: los recuerdos se intensifican hasta la escenificación auditiva y visual y se proyectan sobre la pantalla que forman mis párpados cerrados: ciertamente es una materialización de lo que ya no es en el interior de la mirada. El placer, el temor o la alegría que yo hubiera podido sentir en el momento en que ocurrieron, los revivo visualmente, sin que ese estado anímico influya en lo más mínimo en mi estado emocional actual.
Me esfuerzo por recordar algo de mi vida intrauterina, pero en vano. Blanco total. Hay una imponderable resistencia física y mental para traspasar esa última puerta. Experimento un borramiento absoluto. La idea del nacimiento me recuerda la experiencia de la muerte ya pasada: ese rojo, esa implosión, ese alumbramiento.
He cambiado. Soy otro. Ciertamente es otro el que del sillón repentinamente se levanta.