Cuarta ingestión

Maroma, 16/8/80

(Después de haber comido siete botones frescos): las mismas sensaciones de siempre: el estómago que se cierra; la lengua y el paladar que se arquean —reacciones espasmódicas, náusea, asco—. Al terminar el último botón el padecimiento se hace insostenible. Miro fuera de la casa, con ojos rígidos; sé que ya tengo esa expresión dura y perdida del mescal. Miro fuera de mí, y ahí, apenas el mínimo espacio más allá de mí, aparece el día luminoso y diáfano; pero acá, apenas una milésima de milímetro más acá de mi piel, se suceden las pequeñas sacudidas, el desasosiego físico, la epilepsia celular. De pronto, automáticamente, salto del banco donde comenzaba a entumecerme y salgo a caminar. (Durante unos instantes —el tiempo que tardo en llegar hasta la parte posterior de la casa—, se dibuja en el fondo de mis ojos, la imagen de D. y los chicos ante mi reacción imprevista): atrás, restallante y calmo, se extiende el desierto de San Luis Potosí: el rotundo desierto gris reverberante, brotado de magueyes, espinosos nopales y peyotes ocultos.

Camino sin dirección definida. Sólo quiero caminar por esa tierra serena, sagrada, que me llama a perderme en ella, a entregarme a una experiencia de lo real intransferible e inédita. Jamás había tenido una percepción tan real de un paisaje: tan presente, tan sensible en sí mismo, tan esencialmente vivo. Sería inútil explicar esta visión; nada podría expresar la armonía de lo que se da, ninguna palabra podría traducir la evidencia de lo que es. Nada ha cambiado, y sin embargo todo es distinto. No es solamente que el paisaje aparezca más intenso, vibrante y claro, sino que mi propia percepción ha tomado otra sensibilidad: no es sencillamente ver, es una fusión con el mundo a través de la mirada.

Escondido entre el polvo, encuentro un peyote, y unos metros más adelante, semioculto por la hojarasca, otro peyote resalta por su particular color verde-mate. Me arrodillo para verlo de cerca y lo tomo entre mis manos, con devoción. Late, respira; imperceptiblemente palpita con la tibieza de un cuerpo vivo. Lo acaricio; las yemas de mis dedos se colman con su áspera calidez. Dispersadas alrededor, advierto una gran cantidad de raíces de peyote, a las cuales alguien les arrancó las cabezas. Sin embargo, de cada una de las partes seccionadas, han vuelto a nacer, en vez de una, varias cabecitas nuevas. Esta insistencia por renacer, por renacer siempre, me conmueve.

Por momentos estoy en un estado de suspensión extática que ahora —porque pareciera que esta serenidad no puede durar mucho tiempo— da paso a la conocida suspensión revuelta. Entonces las sacudidas recomienzan, las ínfimas agitaciones internas, espasmódicas, epilépticas: estremecimientos que parecieran revertir cada molécula. Las sacudidas van en aumento hasta que de pronto, explosivo, involuntario, violento, surge el vómito: verde-fosforescente sobre el gris ceniza de la tierra reseca. Enseguida, también, la trepidación se detiene. Observo la consistencia del vómito: es una madeja fibrosa de un color verde amarronado. Me siento muy mareado, extremadamente mareado. Decido regresar a la casa para seguir comiendo peyote. El ritmo lento de mis pasos me vuelve a aquel estado de conciencia contemplativa: desde este otro aquí, desde este otro lado, en el cual me intuyo esencialmente abierto, puedo ver el paisaje en su clara quietud, en su plena realidad, tal como es, sencillamente, tal como es… (superponiéndose a ese estado de completitud el deseo de volver al peyote sigue creciendo. Cuando llego a la casa como otros dos botones).

Me recuesto en uno de los bancos de madera, junto a la puerta de la cocina. Escucho una conversación en el interior de la casa. Las voces suenan lejanas. Yo mismo me siento lejano, suspendido en la luz del día, cercano sólo a la claridad de la mañana. Termino finalmente por acostarme a lo largo del banco, con una leve sensación de éxtasis: quizás el éxtasis sea sólo esto: una leve sensación de fusión con la luz y el mundo en torno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

hasta que el cielo irrumpiendo en torbellinos me penetra, primero por los ojos, luego por la boca, la nariz, los poros de la piel y los oídos: es un puro borboteo de aire que llena mis órganos, una suave tromba que deslizándose a través de mi cuerpo sopla en los intersticios de mis huesos —pero no es la introvisión de un viento sino que es el mismo viento, el mismo aire, el mismo cielo que inundando mis pulmones y filtrándose por las venas, me besa la sangre, me eriza la piel, me impulsa fuera de mí, expandiéndome en la transparencia de la que ya formo parte: me vuelvo cielo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

aparece D., me mira y se sonríe largamente. No nos decimos nada —por mi parte hace mucho tiempo ya que no digo nada, que no necesito decir nada—, y como si nos moviera una fuerza telepática, empezamos andar en la misma dirección; y yo, al menos, camino como el viento que me inspira . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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me encuentro tendido en la tierra. Lo último que recuerdo es una pérdida, una desaparición dentro del paisaje, la súbita conmoción de la presencia de la luz en la mirada. Sólo puedo decir que iba abstraído por la claridad del mediodía cuando de pronto, tras una visión fulgurante del paisaje, me sentí perdido dentro de mi propia visión. No podría decir cuánto tiempo permanecí en esa inconsciencia deslumbrada pero de lo que sí me doy entera cuenta es de que ahora me encuentro tirado en la tierra y que D., a mi lado, aparece de la misma manera. No le pregunto nada; realmente no me importa en absoluto saber lo que nos sucedió.

Me incorporo un poco, sin levantarme. Con una de las manos tomo un puñado de ese finísimo y cálido polvo y lo dejo caer sobre mis piernas. El desierto se vuelve un ondulante y cadencioso oleaje de opaca ceniza. Me revuelco en la suave marea de la tierra. Tomo otro puñado: el hecho de jugar con la tierra caliente me llena de un intenso e indescriptible placer. Juego y actúo como un niño de dos o tres años. Dejo caer el puñado que guardaba en mi mano y su caída, centelleante por la luz del sol, resuena como una cascada al chocar contra el mar terrestre donde floto. Tomo tierra una y otra vez, echándomela en los brazos, las piernas, la cabeza: resonancias sordas de la piel, sensualidad infinita. Este retozo infantil me fascina. Atrás —lo percibo por un rápido movimiento de la mirada—, los chicos me observan completamente extrañados (ellos siempre han sido un punto de referencia para mí). Les sonrío, pero no puedo detenerme a pensar lo que se estarán diciendo; en este momento, sólo pertenezco al juego, al placer de esta caricia. Al gozo de este contacto entre mi cuerpo y la tierra.

Cuando intento pararme, los músculos de las piernas no me responden. Además, el aire pesa. La influencia de la gravedad —es la razón por la cual puedo explicarme esta nueva situación— me inmoviliza a ras del suelo, me impide cualquier intento de volver a la verticalidad humana. Luego descubro que la única forma que dispongo para moverme, es girando sobre mi eje corporal. Regresión absoluta: ya no son dos años sino apenas unos meses de vida. La tierra me da seguridad y me contiene al igual que la placentera pesantez del aire:

mientras lo físico vuelve a caer, lo grávido a bajar, la materia a inmovilizarse, mi mente (¿qué es mi mente?) se suelta y remonta al cielo: a ese azul sin azul que es azul por su infinita profundidad vacía, a ese territorio sin límites aparentes que se vuelve visible en su azulada transparencia de espacio vacío. Tibios borbotones de vapor empiezan a ocuparme, pequeñas e innumerables partículas en incesante revolución me llegan a través de ese puente arrojado fuera que es mi mente. Comprendo que esas condensaciones de agua y aire que me invaden son las nubes que cruzan el cielo, pero lo que en verdad me sorprende y maravilla es que la percepción de algo tan lejano sea experimentado en mi cuerpo con todas sus propiedades físicas. Esto es «ver», me digo. Esta fusión de mi totalidad física y mental con la totalidad física y sensible del mundo es el ver. (¿Quizás el éxtasis místico?). La iluminación es esta plenitud del ser en la presencia, es este gozo de contemplar la creación constante de cada átomo en cada cosa, es este ver el centelleo esencial de cada planta, este sentir el vacío azul del espacio que es materia densa y que llena el universo. La iluminación es este intuir la marea estática de la tierra (¿cómo explicar esta contradicción que no contradice nada?); es este presentir la no-turbulencia de las montañas lejanas: es este desborde de sí que no desborda de la forma. Es esta certeza sobre la nada. Yo mismo soy parte de esta sustancia de cambios continuos que danzan, se arremolinan, saltan, se evaden y se expanden sin salirse de sí mismos y que mis ojos, desdoblados hacia dentro y fuera, perciben, fascinados. Y sin embargo no se podría decir que veo todo esto, porque éste es un ver más allá de lo que se da, sin por eso dejar de ver la absoluta evidencia de lo que sencillamente se da. (¿Cómo podría existir el dolor en esta comunión con lo real?). Pero, lo he pensado, y en ese instante de quebrantamiento, en esa fisura del pensar, la sombra del dolor me ha cruzado

regreso entonces al discurso de la realidad, a sus fragmentos encadenados. Esta realidad discurre, aquélla simplemente ocurre.

Me levanto. Caminamos hacia un espejo de agua que se ve a varios metros. El día madura en mí su silenciosa calma. En el estanque no hay nadie; sólo por un momento. Después aparece un pastor con sus cabras y tres perros. El grupo se detiene al borde del lago, los animales beben, toda la escena permanece bañada por un inefable resplandor. Las imágenes se suceden con rapidez. Quizás haya perdido el sentido o la noción del tiempo —quizás en este claro instante toda duración haya sido consumida— porque las cabras se han ido pero siguen allí, en la orilla, bebiendo eternamente, como si lo vivido y el presente se amalgamaran en un solo instante sin tiempo. Después, el improbable segundo ya pasado se borra y sobre el estanque nuevamente vacío llueve sin llover. Una ausencia de lluvia cae sobre la repujada superficie del agua. Pronto esta nueva ilusión también desaparece dejando sólo la cabrilleante magia del agua verdadera: la sustancia del agua es prestidigitadora. Me hipnotiza, actúa sobre mi ser, me despoja de palabras y recuerdos, me vacía de sensaciones y de pensamientos: me abandono a su fuerza, sin cuerpo fluyo hacia sus profundidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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inconscientemente siempre consciente, la imagen era abierta, circular, panorámica: viendo todo no veía nada; estaba ahí como una gota más —el lugar ideal de la conciencia envuelto por una membrana de inexistencia: una inconsciencia de mi consciente mente presente en la esencia del agua. Por unos instantes, el estanque resplandece fuera de mis ojos y rompe el hechizo— pero apenas por unos instantes, porque enseguida los destellos de la superficie vuelven a traspasarme, hundiéndome de nuevo en el fondo del agua: balanceos del ser, fluctuaciones en la conciencia acuática, ondulaciones de mi mente líquida: abiertas a una dimensión imprecisa, distingo diversas zonas cambiantes, distintos espacios de agua, atravesados por líneas de fuga, por senderos posibles de transitar, ya no sólo con la mirada sino con el alma. Podría irme por esos caminos sin regreso, pero ¿a dónde iría? —esas huellas de ida sin retorno sólo podrían conducirme a la locura. De pronto, algo en mi interior (pero fuera de mí), mucho más poderoso que la fuerza de atracción del agua, me impide que me deje arrastrar por aquello que en lo hondo del lago desea perderse. Entonces huyo hacia la superficie, me reencuentro conmigo en la orilla del estanque y con tranquila ansiedad observo el mundo que casi pierdo para siempre.

Contemplación: contemplar así, vacío de todo lenguaje y de mí, despojado de la palabra, el saber o la interpretación, suspendido en la presencia de una mirada que viniendo de fuera me ilumina con su tenue rayo de luz interior. Observación hueca. Más allá de mí, la vida transcurre sin interrupción de abismos, en la claridad de un instante que no termina, que no muere jamás.

Quizás la antigua idea del paraíso no sea más que esto: este desconocimiento de la muerte como término; esa no-conciencia, este absoluto desposeer: los cerdos con sus crías, revolcándose en el barro; el perrito que salta y ladra con una alegría sin razón; los pájaros perforando la invisible consistencia del aire; los nopales expectantes y los calmos magueyes detenidos bajo la tardía luz del sol. No hay entre ellos y el mundo un abismo de conciencia. Siento cómo sus cuerpos se abren a la transparencia del día, cómo sus patas, sus alas, sus escamas, se ramifican a través del aire, la tierra y el agua; cómo sus ojos, sus bocas, sus pasos brotan de un silencio sin muerte. Quizás la inconsciencia del animal sea el paraíso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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detengo el tiempo en este instante, en la completitud de este instante ínfimo: instantánea eternidad en la que me olvido de mí, en la contemplación de lo mínimo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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tiempo inmenso cómo ha pasado: el infinito es una apreciación de lo mismo.

No he dormido, pero no se podría decir que haya estado despierto. He visto, pero no mirado. He oído, pero no escuchado. Es casi de noche y, despaciosamente, con pasos sin sombra, regreso a la casa. No he tenido alucinaciones, tampoco visiones. No hay temor ni esperas, plantado aquí, en la clara penumbra, siendo yo mismo la hora traslúcida del crepúsculo, la calma primordial del desierto.

El mundo se reordena lentamente en su desorden habitual.

… ando entre cactáceas, vacío y sin cuerpo, bajo el profundo azul-negro de la noche fría. Busco un lugar para orinar. De pronto, de la cerrada oscuridad de las sombras bajas de los arbustos surge el perrito: una fosforescencia blanquecina que ilumina la hojarasca. Orino sensualmente: me fundo con la tierra, me distiendo y fluyo hacia la nada.

Debe ser medianoche. Nos hemos instalado en la cocina de la casa que la señora bondadosamente nos ha preparado con mantas. El fuego está encendido, me envuelve su presencia fulgurante.

Absorto, permanezco largo rato en su contemplación: sólo fuego. Un fulgor esencial, un calor elemental, una crepitación del ser.

Intento escribir pero un agudo dolor de cabeza que se sitúa entre los hemisferios cerebrales me lo impide. Tampoco puedo dormir aunque lleve ya más de treinta horas despierto.

Desde el exterior llegan unos ladridos que se clavan en mi nuca, como agujas. Reaparecen los nervios: cristales que se quiebran por esas agudas vibraciones, agudas más allá de toda explicación.

La armonía del día se ha trastocado en un malestar continuo y sonámbulo.