Notas del 6/8/80
¡Cómo transmitir al orden normal de los pensamientos ese otro lado de la realidad! ¡No se trata sólo de que falten palabras —habría que inventar nuevas— para traducir lo vivido, todo eso visto que escapa al lenguaje y a la razón, que no tiene puntos de contacto con lo que percibimos habitualmente, aunque sea parte de la misma realidad! No hablo de alucinaciones —en verdad tuve pocas, pero ¿las tuve?— sino de esos intervalos que en el texto aparecen como líneas de puntos y en los cuales sucedía algo que aún ahora no puedo precisar. Por otra parte, en varios momentos de la última experiencia, sentí la completa inutilidad del lenguaje. No hablaba y mucho menos podía escribir. El lenguaje, la escritura, aparecían como instrumentos ajenos e incapaces para traducir la convulsión en la que me encontraba, y mucho menos aún para decir algo de la exaltación que me suspendía.
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En primer término, debo señalar ese repudio físico e inconsciente del cuerpo al peyote. Un abroquelamiento orgánico contra su violación. Después, la desesperada fortificación mental construida por el yo ante el irreversible avance del peyote. Y, sin embargo —paradojas de la experiencia— esta defensa tenaz del yo no se oponía a su deseo desdoblado de transformación: cuánto más quería ver, tanto más me costaba franquear esa puerta que no se abría por el solo hacho de desearlo. Las reglas del juego se habían invertido: el peyote ahora me rechazaba. Debí ser yo el entregado, el que por una suerte de abandono total de sí mismo, se convirtiera en el objeto de experimentación.
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En Las enseñanzas de Don Juan, Castaneda dice que Mescalito toma una apariencia benigna o maligna ya sea si uno es aceptado o no por él. ¿Era una personificación del peyote lo que se presentó en la máscara? ¿Era Mescalito el que sonreía sangrante mientras observaba el cataclismo en que me estaba convirtiendo? — Causalidades del peyote: según Artaud, el peyote es llamado entre los tarahumaras «Ciguri», el Hombre antes que Dios lo asesinara; y fue precisamente en una máscara tarahumara donde se encarnó, en donde el Hombre se me mostró amputado, torsionado en la circunstancia perpetua de la sangre. Ese rostro era el mío, era el de cada uno de nosotros, naciendo en la sangre, creciendo en la muerte, alimentándose de muerte en la historia de la sangre. Sin embargo, ese instante de sufrimiento absoluto pronto se me reveló como un paso a atravesar, un umbral a traspasar y que daba acceso a otra percepción del mundo, a otra realidad. En Viaje al país de los Tarahumaras, Artaud escribe que antes de llegar a ese otro lugar se experimenta «un desgarramiento y una angustia, después de lo cual uno se siente volteado y revertido al otro lado de las cosas y ya no se comprende el mundo que se acaba de abandonar». No se entra al peyote sin antes haber muerto.
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No se entra al peyote sin antes haber muerto; quiero decir: no se entra a esa otra realidad, a esa otra vida sin que antes se haya dejado de ser uno, sin que antes haya un despojamiento absoluto, una disolución total del ser uno: ¿no es lo que afirman, de una manera u otra, todas las tradiciones, desde los misterios eleusinos hasta el cristianismo, desde las prácticas asiáticas a ciertos rituales chamánicos de America? —Tengo necesidad de remarcarlo: lo más importante hasta ahora ha sido la experiencia de la muerte. Ese terremoto psíquico que fui sobre mi historia y mi vida, esa implosión física de mi conciencia, esa trituración del ser. El cuerpo devastado. El paso bautismal. El alumbramiento en la muerte.