Tercera ingestión

México D. F., 4/8/80

A las tres de la tarde, en ayunas, licuamos treinta cabezas de peyote, siempre bajo ese doloroso grito del cacto triturado. Con la ayuda de té amargo, ingiero casi la tercera parte de la pasta.

Sentado en el sillón, con abandono, con recogimiento; con una parálisis casi inmanejable, que nace en la garganta y se extiende hasta el abdomen, espero —ahora sí lo presiento— mi irreversible transformación. El día, afuera, apenas percibido, penetra por la ventana e inunda todo el departamento con una luz extraña. En esta penumbra como de tormenta, en esta especie de cerrazón que envuelve todo, siento cómo el día, el departamento —y yo mismo— se ensombrece, se aleja, se aparta. La espera es repulsiva como siempre; insoportable como siempre, descendente y pesada; se mezcla a la náusea, y a este esforzado abandono que procuro mantener desde cada punto de mi cuerpo. Me hundo en la náusea, me hundo y lo único que voy percibiendo es ese alejamiento indefinible, crepuscular y quieto.

Los pensamientos, apenas pensados, también se alejan, grávidos. Nacen como palabras, no como imágenes; aparece la palabra intolerable y el mismo pensamiento —ya no sólo la palabra— se vuelve intolerable; surge, a mitad del pecho, la arcada de asco (por el peyote metido en el fondo del estómago) y el asco se encarna en el pensamiento, —no es una metáfora: realmente se encarna en mi cerebro, (es como un circuito cerrado: palabras ———— arcadas de conciencia; sensaciones ———— evacuación de pensamientos). Las palabras brotan desde algún punto indeterminado de mi cerebro, pero ¿quién o qué las pronuncia en ese abismo de materia? De pronto, los pensamientos ya no son sensaciones sino voces que se suceden con demasiada rapidez sobre el trasfondo de mi mente, iluminada como una pantalla cinematográfica: no hay imágenes —el operador de imágenes se ha dormido—, sólo murmuraciones ininteligibles. Inmóvil, asisto al nacimiento espontáneo de esas voces-pensamientos que vienen, tal vez, de los impulsos exteriores que rozan, constantemente, el tejido reverberante que es mi cuerpo; es como una subpercepción (o introspección en el cerebro) de la materialidad imaginaria de los sonidos que recorren mi cráneo por su reverso. Pronto me veo aturdido por ese veloz contrapunto de voces que no puedo retener, que no puedo detener, que apenas dichas sobre el blanco de la pantalla, se evaden, se olvidan, pasan. Luego, las voces ya no llegan desde el centro sino desde algún lugar periférico de la cabeza (a los costados y detrás de las orejas) como esas voces que se escuchan en un estado de semivigilia.

… aquellas sensaciones anfetamínicas de la primera experiencia (alteración del tiempo, aceleración del pulso, energía subjetiva —ésta, en cambio, contenida—), vuelven a repetirse. Esta vitalidad es potencial ya que no me muevo, ya que no quiero moverme, aunque en estos momentos dude que sencillamente no quiera moverme por un acto voluntario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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y esa desconexión otra vez… esas extracciones… aquellos choques de nada, aquella intermitencia entre el mundo y la nada. Cuando las extracciones concluyen —habrán sido tres o cuatro— advierto que el departamento se ha vuelto mucho más sombrío aún, recubierto de una densa niebla de náusea.

Esférica, caliente, sólida y pesada, la masa de peyote se hace notar en el fondo del estómago, en tanto que una sustancia líquida, pero indeterminada, parece subir por el esófago; una sustancia en proceso de fermentación y que no es, por cierto, la volcánica pasta —a ésta la siento como una bola candente, como una roca fundida, como un centro generador de ínfimos estremecimientos que se dirigen, atravesando órganos y capas de tejidos, hacia todas las partes de mi cuerpo. El vómito parece inminente; lo presiento, sobre todo, por la tensión estomacal. Me relajo, trato de poner la mente en blanco, de no pensar en nada, de quitarle importancia a esta nueva situación que me sobresalta. Es evidente que el rechazo proviene ahora sólo del cuerpo: cuanto más intensas son las ganas de vomitar antepongo un mayor relajamiento. En mi interior, en esa porción de espacio que debe ser mi cabeza, se establece un mecanismo de oposiciones que, desdoblándose, se reitera hasta el infinito. De pronto, el peyote (la masa, la bola) adquiere una forma humana dentro de mí, toma un aspecto inmanente, como si otra persona estuviera ocupando mi lugar, llenándome hasta el borde de mí mismo, buscando la manera de sacarme de mí. Es un estado contradictorio: intenta echarme a la vez que quisiera escapar de mí. Yo no niego ni rechazo esta rara lucha o representación que en mi teatro interno se realiza y a la cual asisto y vivo como si fuera un actor y un espectador a la vez. Batalla indefinible entre el peyote —¿o quién de mí?— y yo, que hace peligrar el funcionamiento normal de mi cuerpo; oscuro escenario de mis múltiples fracturas donde otro está por arrasarme a pesar de que lo deseo en mí —y es en este deseo que su presentida presencia se desvanece, su violenta acción desaparece y quedo, al menos momentáneamente, en completa calma.

Los pies me hierven. Esta especie de calcinación comienza en las plantas de los pies y de allí, lentamente, asciende por las venas y los vasos de la piel. Cuando el calor llega a la altura del cuello se vuelve intolerable y estalla hacia el interior de la cabeza: siento crepitar la corteza cerebral. Un momento después, tal vez sea un momento después, logro evadirme del ensimismamiento corporal al cual el desarrollo del calor me está sometiendo y veo, a la distancia —mi visión es puntual, carezco de lo que se llama visión panorámica—, una sensación circular de luces que se entremezclan, fluctúan y agitan las sombras pesarosas de los objetos. Fuera de este círculo de luces, lo que resta fuera de él y lo enmarca por contraste, hay sólo sombras. El calor empieza a surgir por los poros. No lo veo así sino que lo experimento de esta forma a lo largo de cada poro del cuerpo; y en tanto esa fiebre mental emerge a la superficie, gradualmente, me enfrío.

Me falta el aire. Por otra parte, compruebo que la asfixia es un producto de una idea de encierro, proveniente, en principio, del hecho de encontrarme en medio de cuatro paredes; pero lo que me encierra no es sólo el departamento sino todo el cuerpo.

Regresan los mareos, el hervidero de sangre que era ha cesado, dejándome en este continuo ciclo de la náusea. Tengo la impresión de que voy a devolver. Me levanto, pero no puedo mantenerme en pie. Vuelvo a sentarme. Me reprimo: una serie interminable de negaciones surcan mi cabeza como si fuera un cielo nocturno y estrellado. Nuevamente me encuentro luchando contra mi cuerpo caldera cruzado de inagotables convulsiones. Tiemblo, giro, no puedo contenerme. Trato de tranquilizarme. Las pocas cosas que alcanzo a ver en mi extrema confusión me presionan. En el fondo de mis ojos veo un espejo que me devuelve la imagen fragmentada de mi desasosiego: es una imagen mental, sin forma, abstracta, sin sentido. El cuerpo, definitivamente desdoblado de mis voluntarios esfuerzos, se me parte, al no poder controlar ya esas revoluciones de asco. Y aunque trato de relajarme, de aclarar y ordenar mis sensaciones, mis pensamientos, aunque sepa que en el centro de estas desarticulaciones, de estas reverberancias sin fin, esté yo manejando los últimos hilos de mi voluntad, el cuerpo se empecina en contra mío: se enloquece. De improviso, lo que deseo —ese deseo de transformación, de ser otro— bloquea el centro motriz de esta penosa efervescencia desaforada y, así como hace unos momentos me vi bajando por un declive, me vi hundiéndome en un foso de tormentas en el reverso de mi cuerpo, me sentí enajenado en mi ser físico, comienza ahora un proceso de inevitable distensión por el peyote que me arrastra en sus vaivenes. Los brazos y las piernas, los músculos faciales, se flexibilizan; las fricciones estomacales se aplacan, la cabeza se aquieta. Ya no tiemblo y me encuentro en una calma contraria. Permanezco consciente de todo lo que ha sucedido, sé que me he estado comportando de una forma bastante extraña (ahí están O. y D., con los cuales he estado hablando casi automáticamente, a pesar de la tromba interna), pero también sé que no hice nada que no supiera que hacía. Vuelvo a sentirme medianamente normal, confundido por lo que ha pasado, bajo una presión insistente de todas las cosas que me rodean. La presión parece estar ligada a la inmovilidad de los objetos y esto, inexplicablemente, me preocupa; es una inmutabilidad que me sobrepasa.

¡Esa mezcla de estar a un solo paso de entrar y, no obstante, quedar siempre afuera!

a la hora con los ojos cerrados sigo con el ejercicio del abandono… trato de comprender eso que sucede allí dentro (hablo como si fuéramos dos). De golpe, percibo una planitud; me encuentro insertado en un plano, viendo solamente en dos dimensiones: ancho y altura. Las perspectivas han desaparecido y lo que veo, aparece tan cerca de mis ojos que me siento adherido —o incrustado— en ese plano, aplanado yo también junto con los muebles, las paredes y las cortinas. La escena se presenta como si fuera el grabado de un inmenso libro, como si en el centro de una página de proporciones extraordinarias (los bordes se me escapan) hubiera sido hecho un pequeño dibujo de la sala, donde las sillas se superponen a la mesa, O. y D. se proyectan sobre la pared y ésta despega (ya que la sensación de la página ilimitada proviene de un brusco movimiento de la mirada que no se realiza) hacia arriba. Aunque en ese plano yo no me vea, sé que esencialmente pertenezco a la representación aislada que tiene lugar en esa página, que mi suerte está ligada a lo que ocurre en esa lámina y que si, un hipotético lector la volteara, o cerrara el libro, sería mi desaparición instantánea. No resisto el vacío, no el vacío asfixiante de un montón de páginas abruptamente cerradas sino la nada: esa ausencia que se desliza hacia mí con pasos imperceptibles, ese definitivo y silencioso paso hacia la nada. El hecho de que haya un momento donde ya no pueda pensarme y de que mi existencia dependa del tiempo en que el libro permanezca abierto, me llena de un indescriptible e inconfesable horror. Sin embargo, sé que por debajo de esas imágenes congeladas que parecieran venir para aplastarme, por detrás de esa ausencia latente, lo que verdaderamente está en juego —y es lo que me desespera— es ese yo que no quiere detener el borboteo de palabras y pensamientos que subyacen bajo la gran imagen plana del departamento que, desde algún otro lugar de mi cerebro, percibo; y es que ese temor al vacío es el miedo del yo controlador que se instala en el flujo de los pensamientos y las palabras, que indefinidamente se rearma en su constante monólogo interior, que a toda costa quiere mantenerse de este lado de la conciencia, que no me permite abandonar el ámbito de la razón, de los discursos lógicos que, ante mi ser desolado, pasan, se repiten, se encabalgan uno tras otro, sin solución de continuidad… abro los ojos.

¿Es posible que haya visto todo el departamento, hasta en sus más mínimos detalles, teniendo los ojos cerrados? ¿O ha sido una alucinación interna? O. regresa del baño, acaba de vomitar. En la alucinación interior, lo había visto estampado contra la pared, junto a D., ambos como siluetas graficadas en un papel penumbroso. Comprendo, entonces, que en la oscuridad de mis párpados cerrados proyecté una imagen fotográfica de la sala que estaba retenida en mi memoria y que, por un tiempo más o menos prolongado, ocupó el lugar de la realidad, llevándome a esas tribulaciones sobre el Libro. Sin embargo, me encuentro como al principio, o peor, ya que me siento totalmente desanimado, decepcionado por mis resistencias. Hasta ahora nada ha pasado, a no ser esas reverberancias, esos estremecimientos, esa conciencia doliente de la escisión entre mi cuerpo y mi voluntad. No puedo atravesar esa puerta —¿habrá alguna puerta?—, esa abertura hacia una transformación trascendente quizás. La armadura abstracta del yo parece indestructible. Fumo de un cigarro de marihuana que me pasa D.

Leves al comienzo, casi imperceptibles, luego en ascenso, pero siempre inadvertidos en el preciso momento en que ocurren, se producen ciertos desenfoques en mi visión: sencillamente, desconozco la realidad que, a través de esos ínfimos desfasajes, se vuelve extraña como la imagen de un sueño. Junto con este desconcierto en aumento, crezco, también gradual pero desmesuradamente, por sobre las cosas que me rodean. Me acentúo; crezco en mi inaudita acentuación: soy el acento que inflexiona la frase encadenada de percepciones en la que se ha convertido el mundo (otra abstracción imposible de explicar: soy el acento puesto en la frase sensible que permite la diferencia entre lo percibido y la percepción). Me vuelvo inmenso, inabarcable. Escucho que en la cocina N. abre la canilla. El claro sonido del agua golpeando contra el fondo de la pileta me atrae, me arrastra hasta la cocina y cuando traspaso la puerta, un chorro de luz amarilla que inmediatamente se disgrega en un sinfín de haces menores, de tonos cambiantes me fascina. Trato de hablar con N., o hablo (o me parece que hablo) sin saber exactamente que estoy diciendo, ya que de lo único que tengo conciencia es de esa oscilación de amarillos, de esa danza de haces fascinados también en su propio movimiento: todo crece iluminado por esa fluctuación que me ciega. (A N. la veo lejana, tanto más lejana cuanto más crece el entorno; ausente en su presencia, como si se quedara en otra dimensión de espacio y tiempo). Doy media vuelta buscando la penumbra del comedor cuando de pronto, como invocado por algo desconocido, atraído a un nivel supraconsciente, e impelido por ese llamado, empiezo a correr hacia mi habitación, a buscar algo, no sé exactamente qué, y sin saber siquiera por qué me deslizo así, tan irracionalmente, hacia el cuarto. Corro a grandes pasos y sin embargo, este corto recorrido que en escorzo se abre como una suerte de abismo es extremadamente largo y parece sin sentido. Cuando llego a la habitación, perturbado y confundido, miro en derredor, buscando alguna señal, algún punto de referencia que me permita aferrarme a algo y no sentirme expuesto y enhebrado a esta serie de acontecimientos que me sobrepasan, a esta idea que ha empezado a obsesionarme, de que no hay azar, de que todo lo que me sucede está anteriormente escrito. En mi desesperación, la mirada se vuelve un ruego: veo la cama, los planos intercalados de luces y sombras que penetran a través de las persianas, y en tanto mis ojos se pierden dentro del negro rectángulo del pasillo por donde hace apenas unos instantes he llegado, aparece ante mi vista la pared cebrada, la semiclaridad gris de la pieza, la ventana entornada, una máscara que se encabalga a la nueva percepción de la cama y entonces comprendo que estoy girando, girando desenfrenadamente y que ya no puedo distinguir con certeza cuál es el techo, el suelo o la ventana —veo a tres tiempos, a cuatro, a una cantidad innumerable de tiempos paralelos, en una visión circular, acelerada

una detonación sorda: todo en mí se fragmenta violentamente, pero en un extremo silencio; es un mudo terremoto que naciendo en el fondo de mí mismo, tiende a devastarme. La sangre estalla. Tiemblo, ya no sé dónde me encuentro parado. En ese fondo desquiciado, en ese inmenso abismo reverberante que es mi cuerpo, el corazón (lo que sería el corazón en verdad es ahora el epicentro) es un lugar atravesado por fuertes, indecibles estremecimientos. El aturdimiento físico se prolonga, si no en la explosión que ha concluido, al menos en la continua sensación de su recuerdo, mientras que en una de las paredes descubro una cabeza guillotinada que ríe diabólicamente (no sé por qué uso esa palabra, pero es la única palabra que concuerda con esa cabeza colgada), que se mueve, oscila, se agita tal vez por esa misma risa —risa que repercute incesantemente en mi garganta— y que por la boca entreabierta y la roja base inferior de su cuello seccionado, chorrea una sangre viscosa, caliente y densa. Desorbitados, los ojos tienen la expresión perdida del ahorcado, y al mirarme me hipnotizan, me someten a algo que se va a decir, me oprime en la espera de un decir que desde siempre se retarda; en tanto la boca, que me va a hablar, en vez de hablar, vuelve a reírse con una carcajada horrible y contenida que solo pareciera concernirme a mí que solo yo pareciera escucharla. Ahí, en el eco de esa risa velada, en esa única resonancia que me lastima, comprendo de pronto que está todo lo que tiene que decirme, porque ella me devuelve, a través de los oídos y la boca torsionada, la imagen de mi propio ser escindido, amputado: es mi cabeza la que cuelga allí seccionada, es la máscara del hombre que, desdoblada de su propia muerte, siempre sangra. Entonces ya no puedo mirarme (mirarla); y sin embargo mis ojos se vuelven hacia ella una última vez. Imprevistamente, la alucinación cesa —¿era una alucinación o una lección absoluta?—, ya que al resecarse, la cabeza se ha convertido en una máscara: la máscara tarahumara que tengo colgada en la pared de la pieza; sin embargo, el recuerdo de su boca riendo en la angustia de mi muerte permanece en ella, la mantiene viva. En ese momento, todas las cosas al alcance de mi vista —muebles, libros, cuadros; el techo, la ventana; la máscara, sobre todo la máscara— se ciernen sobre mí, se abalanzan y me aplastan como si las leyes de la gravedad y las estructuras del espacio no existieran, como si de golpe hubieran sido abolidas, y las paredes, con la apariencia ahora de un tejido pulmonar que moldeara el lugar alveolado donde me consumo, se flexibilizan, palpitan, se cierran en un movimiento de exhalación que me succiona hacia ellas. Sin fuerzas, sin poder salir de allí, me ahogo en mi propia angustia: el aire se solidifica; el mundo se fosiliza en la escenificación de mi muerte: presencio, vivo, actúo mi muerte; mis órganos se retuercen en el aturdimiento de un desolado dolor, mis huesos se quiebran por un cataclismo devastador, mi corazón se paraliza, y la conciencia de lo que dejo de ser asiste, aterrada, a su propia muerte

es una implosión, una reversión del ser en el umbral de la muerte, una trituración del cuerpo ante la nada: desaparezco, y nada puedo hacer para detener esta disolución

abandonado todo, perdido todo: todo recuperado —en un espacio rojo, de un rojo monocromático, monorrítmico, monocorde—. Un monólogo rojo que envuelve cada volumen, que se infiltra en cada pliegue; un rojo sin matices, sin diferencias, que tiñe cada fractura y cada borde. Rojo sin tonalidades: nada más que un inacabable rojo a punto de arder - inmersión en lo rojo: imágenes de un rojo translúcido, de un rojo encarnado. Sangría del mundo, crepitación sanguinolenta, opresión sanguínea. El gran ojo rojo intrauterino se desangra, la visión roja se desluce, se enturbia, se apaga, en tanto mi nuevo cuerpo sale despedido de lo rojo por otra súbita explosión orgánica, por otro estallido celular que me impulsa hacia el túnel cuadrado y negro del pasillo, donde, gradualmente, pierdo temperatura. A pesar del desorden que me atraviesa, comprendo que voy hacia la sala, tambaleándome, y que debo apoyar las manos en las paredes para no caerme. No veo nada. Ruedo en lo negro y es en esta ceguera sin desesperación donde siento, como en la infancia, una absoluta soledad, una total orfandad…

… llego al sillón. El aturdimiento y la agitación que me poseían, se expanden alrededor de mí, en círculos concéntricos, como anillos de una sustancia densa y apenas perceptible, como ondas en las profundidades de un líquido. Yo soy el centro generador de esas ondulaciones, el núcleo del temor que a través de ellas se drena y declina. Un orden visual inédito se apodera de mí, y en una distancia temporal, en una lejanía inexplicable, vislumbro unas siluetas gesticulantes, sumergidas en un crepúsculo de luz lívida. Reconozco esos espectros: son O. y D. Sus voces resuenan lejanas, incomprensibles. Trato de comunicarme con ellos, pero no logro emitir ningún sonido. Afasia total. Mutismo expectante. Me recupero de una manera ciertamente inusitada, luego de ese paso atroz que he sufrido: soy otro. Me transformo extrañamente a todo…

… de la penumbra malva-gris comienzan a surgir los primeros colores diferenciados del negro, y aunque en principio estén velados por las sombras, paulatinamente se tornan muy intensos. Una comunión con lo que aparece allí, con lo que está ahí, sustituye al dolor de la experiencia reciente, esa desgarradura del nacimiento. Es la improbable certeza de otra suerte de vida en cada objeto.

La mirada se ha tornado ilimitada y táctil: una visión material. Toco esa vida con los sentidos restaurados: toco el infinito (lo que llamo infinito es un continuo fluir dentro de las cosas) sólo con la mirada. Toco esa corriente ínfima que circula en el mantel morado, en el aparador lleno de libros, en las vetas de la madera del suelo. Miro extasiado esa dimensión que se me revela única, particular a cada objeto, esencial e irrepetible; toco ese infinito que llega a mí y que emerge de mí en un flujo constante que si bien sale, invisible, de mis ojos, sin regresar nunca, siempre vuelve desde lo que veo —el jarrón o la cortina replegada.

Atención y entrega, me digo: «la iluminación es esta sorpresa permanente ante lo que es, ante lo que se presenta en su simple evidencia, es esta entrega del ser por la mirada, es esta atención y esta entrega, nada más que esta atención y esta entrega».

De pronto, una forma deslizante, envuelta en un tenue resplandor, pasa delante de mí, y parte el aire; es D., recubierto de una leve aura blanquecina. Esta suave luminosidad se intensifica en la zona de la cabeza y de las manos y, por el breve instante en que D. se interpone ante mi vista, oculta esa otra claridad detenida que los objetos irradian. Lo miro entonces a O., sentado en el sillón: una áurea irisación lo bordea, resaltando sobre el estático claroscuro de los muebles y el entorno. D. vuelve a pasar: tengo la impresión de que se mueve a una velocidad inaudita si comparo su movimiento con esa especie de aproximación eterna de las cosas. Quiero hablar, necesito explicar lo que veo, pero las palabras no me dicen nada a mí y no puedo valerme de ellas para expresar lo que percibo y vivo, maravillado. Si hay un significado inteligente que circula por dentro de ellas, lo he perdido. Y sin embargo, hablo, poseído: el hombre es infinito (?), no eterno; está naciendo y muriendo a cada instante en una sucesión inextinguible de desfallecimientos y recomienzos fluorescentes; las cosas, inmanentes, perduran en su tiempo inmóvil, en su ciega luz detenida, y todo lo que es, sea visible o no, tiene una entidad material en el espacio: cada sonido, cada onda de luz, cada frecuencia de voz, cada modulación de palabra, cada amplitud de rayo, cada interferencia de sombra, cada intensidad de brillo, cada silencio, mientras hablo, ocupa su lugar en el espacio. Los cuerpos, como peces en una suerte de agua extremadamente sublimizada, transcurren a través del aire.

Vamos hasta el balcón. Hay una materialidad imperceptible del aire que es preciso romper para andar. Me asomo al vacío del patio interior del edificio y advierto que la sustancia aérea no es homogénea, que hay ciertas zonas, alargadas, de mayor densidad, que tienen una inconcebible solidez. Por un instante creo que podría descender o subir por esa insólita estructura tubular, por esas líneas de tensión extendidas horizontalmente de pared a pared. Regreso al interior del departamento: para caminar debo deshacer esa impalpable consistencia del aire: deshacer para nacer, deshacer para hacer, deshacer siempre: en el deshacer soy pleno.

al rato otra vez la asfixia, la opresión. Los cambios de ánimo son tan extremosos, tan pronunciados, que apenas en segundos, sin solución de continuidad, paso de una exaltación fascinada a una angustia dolorosa e incontrolable. Pero esta vez ese vértigo sucesivo de estados contradictorios y alternados no se prolonga hasta la extenuación; imprevistamente, el caos cesa (ya no puedo distinguir qué es real y qué alucinación: en todo caso, ésta sería una parte de la realidad que jamás se muestra) en una sola y tenaz opresión. Necesito salir a la calle, respirar.

Llegamos a la esquina. Es de noche; las horas se han sucedido rápidamente (hasta ahora no había constatado esta aceleración del tiempo). Un torrente de luces que baja por la autopista me inunda con su fosforescencia; luego, ese aluvión de soles y faros se formaliza bajo la nebulosidad nocturna: pequeños soles que se deslizan dejando una múltiple huella de fluorescencias rojas y amarillas. Volvemos a la casa bajo la claridad ficticia de la avenida.

* * *

plenitud: me siento lleno de fuerzas contenidas que no necesitan soltarse. La plenitud está, antes que nada, en el placer de la inercia, en esta conjunción de fuerzas que se anulan, dejándome sumido en este no-hacer, en esta energía quieta.

momentos de abstracción: (consciente pero abstraído del afuera) mirando hacia mi campo interno. El afuera es abstracto y el interior —plena abstracción de lo abstracto— se ha vuelto una zona definida y concreta —espacio material de los pensamientos— que observo: un calmo paisaje iluminado por tonalidades anaranjadas y amarillas. Cuando abro los ojos, un torbellino de imágenes me traspasa con su fluencia de caleidoscopio.

* * *

nueve de la noche: (O. se ha ido) estado pendular entre planos internos y externos de conciencia, permanezco en una especie de exaltación interna que me suspende más allá de mí —todo es muy mental.

Han concluido —¿definitivamente?— los estados de desaforamiento interno. Ya no percibo el fluido acuoso del aire ni lo rotundo de los colores. Lentamente vuelvo a la estabilidad normal de lo cotidiano.

Anulada la voluntad, sin necesidad de moverme, continúo en este inconfesable placer de la inercia. La voluntad —la sola idea de la voluntad— me es hostil.

Calma contemplación de los haces luminosos que navegan en la masa de aire.

* * *

dos de la mañana: me siento en un estado de indefensión indescriptible, que me desestabiliza. Más allá de la puerta de la cocina donde desde ahora escribo —la luz divide la zona franca de la cocina del peligroso territorio de las sombras—, la transparente oscuridad de la sala parece llena de presencias que no se revelan. Me siento espiado desde allí; esperado, juzgado por esas presencias fugitivas que surcan el espacio nocturno.

Estoy cansado. Finalmente decido sumergirme en ese clamor no dicho de las presencias ocultas. Camino por la oscuridad con cuidado: tengo la impresión de que un zarpazo de esas entidades invisibles me robaría la conciencia —es un velado temor a la locura, a mi propia ausencia.

Recostado en el sillón, me concentro en lo que sucede allí sin manifestarse. De pronto me asalta la idea de la posibilidad y esto me desequilibra: me perturba enormemente la sola posibilidad de lo posible, de que algo necesariamente deba suceder en este momento, de que tenga que efectuar algún movimiento: dormirme, pensar, escribir, cambiarme, mirar la oscuridad, no mirarla, tener miedo, no tenerlo, abrir los ojos y no ver nada.

El silencio me aturde, me hundo en una ensoñación vacía.

* * *

diez de la mañana: he dormido sin sueños, como si no hubiera existido, aproximadamente cinco horas. A partir de algunas notas que tomé durante la experiencia, traté de reconstruir lo más fielmente posible, los pensamientos, los cambios de estado, las rupturas y las visiones a los que el peyote me llevaba. Pero sólo he podido escribir de una manera fragmentaria.

* * *

trece horas: el peligro de anoche no parece haber terminado. Tal vez todo comience de nuevo. Me siento observado, espiado, cercado como en la madrugada. Inexplicablemente humillado también, como si fuera culpable de algo, con un sentimiento de inferioridad sin referencia determinada. Temo la automatización. Temo haber perdido mis facultades mentales.