México D. F., 26/7/80
Lleno de una nerviosa expectativa por el grito agudo que salía de las cabezas de peyote al ser licuadas, a las trece horas, ingiero la cantidad aproximada a cuatro botones.
Media hora después no puedo precisar con certeza si el peyote ha comenzado a hacer algún efecto en mí. Salvo por la mediana sensación de rareza en el estómago y el asco persistente en mi garganta, no experimento ningún cambio dentro o fuera de mí; por el contrario, me siento seguro en mis incertidumbres de siempre, amurallado en mis propias limitaciones totalmente consciente del lugar donde me encuentro situado, inquietamente fijo. El hecho de hallarme encerrado en el departamento aparece como una gran desventaja, percibida, sobre todo, en la estática presencia del entorno: esa presencia insistente de las cosas, envuelta por la callada atmósfera de la sala que se va tiñendo de sombras. Aparte de esto no hay nada fuera de lo normal.
a la hora nada todavía, sólo esporádicas sensaciones de infinito estremecimiento, de revolvimiento interno, como la vez anterior en Maroma. Una marea indefinida me recorre por dentro. Una ensoñación que proviene de la superficie de las cosas, me aletarga; no obstante, mi conciencia permanece activamente despierta. Con asco encendido como otros cuatro botones (sé que esa única palabra puede traducir este momento mezclado de bruma y nitidez en el que me encuentro abatido sin razón, nublado, y, a la vez, íntimamente despierto: contradictoriamente entero y demolido). Me siento en una silla, frente a la mesa, con intención de escribir. De a ratos, espaciadamente, como una oleada de extrañamiento[5] que se retira y vuelve, desconozco el lugar y lo que veo habitualmente deja de serme familiar. Incluso D., sentado detrás de mí, me es extraño. Luego, al cabo de unos minutos imprecisos, apenas noto un cambio cualitativo en la luz —un opacamiento en la ya velada luz de la sala, una disonancia de sombras en los colores más intensos— el extrañamiento se torna continuo. Las cosas de todos los días adquieren un aspecto inquietante. No es simplemente que desconozca el ambiente, los cuadros, los muebles, el aparato de música y los discos que se amontonan sobre la mesa junto a los libros, sino que es algo así como un cambio de óptica, como si de pronto, de una manera lentamente súbita —oh contradicciones— estuviera trasplantado a otro lado del mundo, estuviera desfasado, movido de lugar, y no pudiera reconocer ni comprender lo que siempre ha estado ahí, cada día, enfrente de mí, inmutable, y es que ahora veo todo en su inquietud, sorprendido por el hecho de que aún pueda escribir en medio de esta fugacidad, tratando de transcribir esta extrañeza y esta fugacidad de mí en la inmutabilidad de las cosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . una extracción, una desconexión total de los sentidos como la vez anterior en Maroma: esa extracción que de pronto me arrancaba del circuito de las imágenes, ese silencio absoluto, ese instante vacío, esa nada. No puedo decir cuanto tiempo dura —quizás no sea más de un segundo—, pero en ese breve intervalo parece estar el infinito. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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extracciones… desconexiones… las extracciones se suceden, cada vez con más frecuencia. Observo, alejado, la penumbra de la sala, los claroscuros mates de los muebles, la bella reproducción de la danza de Matisse, el rojo mantel de la mesa y de pronto nada. Miro nuevamente hacia la ventana, el cuadrado negro que forma la entrada del pasillo y otra vez nada. Breves choques de nada, de afuera nada, de adentro nada. Nada: ni oscuridad, ni luz, ni dimensión, ni forma: nada. Ni tiempo ni lugar: nada nada. Sencillamente nada. Golpes de nada, ahora rítmicos. Golpeteo de nada en aceleración. Intermitencia constante[6]. Oscilación vertiginosa entre lo que puedo instantáneamente percibir y el vacío total de la mirada, de los sentidos, del pensamiento del mundo. No es un movimiento pendular: es y no es. Soy y no soy yo. Veo y no veo. No es una ceguera momentánea, es nada. Y esa nada no es definible, ni decible, ni transmisible, ni mensurable con nada, ni con la misma y abstracta nada. Esa intermitencia desaforada me marea, me da náusea. De golpe (parece que el peyote hace todo de golpe, por cambios bruscos, por detenimientos y sacudidas), la oscilación cesa. El es y no es se nivela en un grado medio en el cual estoy aún sin ser enteramente yo. La intermitencia da paso a la manera de percibir el entorno, abstracta y aislada, y el sólo hecho de mirar más allá de mí, me agota físicamente, mentalmente me desagota y me vacía. Me agota sobre todo ese movimiento entremezclado de luces y sombras en el que he quedado atrapado. Pienso que el mundo es una circunstancia que hay que vivir. Los sonidos dispersos, que no puedo detectar exactamente de dónde provienen, me adormecen. Me vacío de todo pensamiento por la mirada.
Cuando lo que veo fuera de mí se estabiliza, intuyo, y luego constato, una diferencia de densidad entre el mundo que concluye en el borde externo de mis ojos, de mi piel, de todo mi cuerpo y algo, indeterminado, que está asistiendo a la presencia de ese mundo inmediato, pero que es inconmensurablemente ínfimo, invisible, casi inexistente, y que es mi conciencia. Me presiento como vacío. Más acá de esa línea invisible que es mi piel, mi cuerpo visible, no hay nada, pero, como decirlo, esta percepción es absolutamente mental, no es una sensación física (lo compruebo al sentirme lleno de órganos llenos de vacío) ni una certificación espacial del vacío sino que es la corporización en mí del vacío: me pienso como vacío —este hueco en el espacio que tiene presencia a pesar del vacío que es y que es por el hueco, no es un pensamiento, es la revelación de mí mismo.
Hay una insistencia en analizar (es así: hay, no soy yo ciertamente quien la dirige sino algo en mí y, sin embargo, fuera de lo que podría llamar yo) lo que acontece en ese interior completamente desconocido. Vacío que se llena de preguntas, hueco que se puebla de enigmas. Quiero concentrarme en ese otro yo incierto (yo parece haber regresado ante la posible sustitución de sí por el otro), en lo que no sucede en ese lugar y que, no obstante, accede a la superficie como ausencia, o como espera de algo revelador que no vendrá jamás porque no existe. Me doy cuenta de que me he quedado entrampado en estas abstracciones cuando, nuevamente, empiezo a sentir mi cuerpo, su reverberación lenta, extrema, perturbada por el peyote; su leve sacudimiento, esa náusea que me ocupa desde la garganta hasta la cabeza, esa contundencia de la materia arrasada que me ocupa otra vez. Automáticamente corro hacia el baño y, dejando de controlarme dolorosamente, vomito de una forma volcánica y sensualmente violenta, una sustancia verde, candente, pesada.
Vomité el peyote tal como lo había comido, sin que pudiera manejar la situación (pude controlar el vómito sólo el tiempo necesario para caminar los cinco o seis pasos que separan el comedor del baño). De entrada supe que nada habría que pudiera retenerlo por un momento más, cuando sentí en el fondo de mi cuerpo sus estremecimientos. Un bienestar inmediato vino a continuación. Tengo la sensación de que hubo (y aún ahora en cierta forma permanece) una escisión entre los mecanismos de mi cuerpo y mi voluntad, ya que hasta ese momento, aunque de una manera inconsciente a veces, había mantenido una lucha palmo a palmo para mantener el peyote en mi estómago, tratando intensamente de no ceder; sin embargo, de pronto mi voluntad fue anulada por esa reacción súbita de todo el cuerpo que, olvidado ya de mis órdenes conscientes, íntimamente violentado por el peyote, sobrepasó mis esfuerzos y lo rechazó. Ahora lo único que se hace notar con suficiente fuerza como para ser tenido en cuenta es el cansancio, y esta sensación de estar revuelto.
3/8/80
Leo en El infinito turbulento esta frase de Michaux: «Exaltación, abandono, sobre todo confianza: es lo que hace falta para acercarse al infinito». Sólo para acercarse: exaltación, abandono, confianza, quizás sean las llaves que finalmente me abran.