EPÍLOGO
«LA POLÍTICA DE LO POSIBLE»

En las peores circunstancias imaginables, un partido sumido en luchas internas, cuyo candidato a la Presidencia había presentado la renuncia apenas unos días antes de la cita electoral, con una cabeza de lista casi desconocida, tan llena de buenas intenciones como de lagunas conceptuales, luciendo en las vallas una simpática sonrisa de chica next door, fue capaz de arrancar en las elecciones europeas, municipales y autonómicas del 13 de junio del 99 unos resultados francamente buenos, espectaculares si se toma en consideración el punto de partida, resultados que la proverbial habilidad para la comunicación de los Rubalcabas de turno se encargó de vender a la opinión pública como una aplastante victoria. O casi.

Ese «efecto victoria» se agrandó a consecuencia de los consiguientes pactos postelectorales con fuerzas muy heterogéneas, que dieron al PSOE la presidencia de algunas comunidades (Aragón, Baleares) y bastantes ayuntamientos que, hasta entonces, habían estado regidos por «populares».

Un sentimiento de derrota se instaló en el inconsciente colectivo de un Partido Popular que, sin embargo, había ganado las elecciones por un margen superior a los cuatro puntos. Era una sensación de desesperanza nacida de una reflexión tan vieja como elemental: ¿cómo era posible que el PSOE, en las más adversas condiciones, hubiera logrado unos resultados tan satisfactorios?

Los damnificados del XIII Congreso, celebrado apenas seis meses antes, sacaron entonces a relucir el hacha de guerra. En enero del 99,

Aznar había presidido un akelarre destinado a lanzar al estrellato al ministro Piqué como encarnación del centro político, a los sones de un himno cuya letra hablaba de sosiego, tranquilidad, ausencia de perfiles ideológicos y renuncia a la confrontación con el felipismo y su hermano siamés, el polanquismo. Un centro reivindicado contra la derecha tradicional más que contra el PSOE y sus desafueros, que dejó a muchos militantes sumidos en la perplejidad ideológica y los indujo a quedarse en casa a la hora de ir a votar.

Las tropas de Aznar, acogidas al bello estandarte del centro, volvieron a sus cuarteles con la impresión de haber sido derrotadas y la obligación de hacer examen de conciencia. Como ocurriera en la Navidad de 1996, después del envite de Polanco y su famoso «pacto de Nochebuena», de nuevo se imponía un análisis de los errores cometidos.

El travestismo había valido para muy poco. El presidente, desasistido, y el partido, desideologizado, se habían embarcado en un viaje al centro que no había pescado votos en otros caladeros pero los había perdido en el propio. Y es que ese centrismo que consiste en la asepsia, en que nada huela, nada sepa, nada tenga color, no haya aristas para que nada roce, sólo favorece a los enemigos del cambio, a esa generación de políticos contaminados que, a la sombra de Felipe González, hace tiempo pasaron por la estación de las bellas intenciones y sólo buscan retomar el poder para volver a las andadas.

El PSOE, que había aderezado el convite del 13 de junio con un escándalo de aurora boreal como el del lino, gozó, sin embargo, de una campaña casi idílica. González apareció en el proscenio acusando a Julio Anguita y a José María Aznar de «ser la misma mierda» (sic) y nadie le salió al paso. La chica de las vallas del PSOE pidió un debate con Loyola de Palacio y la ex ministra, displicente, renunció a fajarse. Y eso, en un país de toreros, donde hay que demostrar que se sabe parar la embestida antes de templar y mandar, acaba pasando factura. Resultó que la bella de las vallas, la «chica Benetton», arrastró consigo muchos votos.

Eran los frutos del «arriolismo», la doctrina del sociólogo y asesor presidencial Pedro Arrióla, el estratega de la «lluvia fina». El PP necesitaba elevar el punto de mira, Había que volver a dar batalla, porque la gran lección del 13 de junio es que si el PP quiere ganar las generales del 2000, tendrá que bajar a la arena y fajarse con el PSOE. Haciéndolo muy bien, Aznar está condenado a jugárselo todo a una carta en las dos últimas semanas de campaña electoral.

* * *

Envalentonado por el plebiscito del 13-J, el PSOE pretendió, después de la campaña del lino, hacerle un roto al Gobierno Aznar allí donde más ufano se mostraba: en la gestión de la economía, en la creación de empleo y riqueza, en el superávit de la Seguridad Social. ¿No dicen ustedes que estamos creciendo muy por encima de la media europea y que el Estado ha ingresado casi 800.000 millones más de lo presupuestado? Pues, ¡ea!, abramos la caja y repartamos lo que hay dentro entre los españoles más humildes. Que se note que la bonanza es para todos.

A tomar vientos el «pacto de Toledo». Estaba claro que, con el telón de fondo de las generales a poco más de seis meses vista, la batalla política a la vuelta de las vacaciones de verano iba a estar centrada en las pensiones, terreno abonado a todas las demagogias. Cogido entre la espada del populismo socialista y la pared del respeto a la ortodoxia financiera exigible a todo gobierno de centro-derecha, ante el Partido Popular —todavía no repuesto del susto del 13-J— parecía erguirse un otoño muy caliente, muy tenso, muy duro.

Y así empezó septiembre, con Almunia y el PSOE al ataque, siguiendo fielmente el libreto diseñado durante el verano por el «comando Rubalcaba». Había que castigar las defensas de un gobierno «derechoso» y antisocial con la bandera de las pensiones. Había que subirlas por decreto, reclamaba Almunia. Poco importaban los jubilados. Lo realmente importante era ganar esa batalla para poder llegar a la cita del 2000 enarbolando esa victoria por bandera electoral.

Pero cuando más engolado andaba el gallito, más embebido en su trino parlanchín, el Gobierno firmó casi por sorpresa un pacto de pensiones con los sindicatos que dejó a Joaquín Almunia sumido en la congoja. Aznar, como un Alejandro I en réplica doméstica, había dejado progresar confiado al Napoleón socialista hasta el corazón de todas las Rusias sin oponer ningún obstáculo a su avance arrollador hasta que, a la vista de las murallas del Kremlin, le descabalgó, de acuerdo con la técnica del judo, de un golpe certero aprovechando el propio impulso del invasor, dejando al mariscal socialista y a su estado mayor hundidos en el descrédito político.

Y ahí quedó Almunia, perplejo y arrugado como una ciruela pasa, entrando y saliendo del «pacto de Toledo» como un caballito de feria, sin entender todavía lo ocurrido. El candidato a la Presidencia del Gobierno que incumplió su promesa de retirarse si perdía las primarias a manos de José Borrell parecía a primeros de octubre del 99 achicado por la quincena más arrolladora desde el punto de vista político del Gobierno Aznar en toda la legislatura: firma del acuerdo sobre pensiones, mejora —con apoyo sindical de nuevo— del poder adquisitivo de los funcionarios y presentación de unos Presupuestos Generales del Estado (PGE) para el 2000 de claro tinte socialdemócrata, unas cuentas del Reino sin flancos, que ponen una vela al Dios de la derecha más ortodoxa continuando la pelea contra el déficit mientras abren la mano en el gasto social, especialmente sanidad y educación (las niñas bonitas de todo socialista que se precie), inversión pública e investigación y desarrollo. Casi la cuadratura del círculo.

Y es que es muy difícil luchar en política contra el llamado welfare factor, el factor de bienestar, el dinero en la calle, el primer empleo, la mejora general de las condiciones de vida y trabajo en un clima de paz social. Una mejora representada en España por ese coche que se vende cada veinte segundos y ese empleo nuevo que se crea cada treinta.

En realidad, el pacto de las pensiones ha sido una demostración fehaciente de que la mayoría de la población española, después de haberle visto las orejas al lobo en el 96, no quiere aventuras, no desea poner en riesgo el equilibrio financiero de la Seguridad Social, como lo demuestra el hecho de que una parte importante del electorado natural del PSOE desautorizara su estrategia con las pensiones. ¡El hecho cierto es que el PP le había ganado esa batalla gracias, precisamente, a los sindicatos!

Una demostración, en suma, de lo mucho que ha cambiado España en los últimos cuatro años. En marzo del 96 éste era un país estancado, con una fórmula de Gobierno agotada, pero al mismo tiempo terriblemente reacio a la búsqueda de alternativas. La España confiada y resuelta que en el 82 decidió jugárselo todo a la carta del cambio socialista se había transformado casi catorce años después de un paisaje gris, apelmazado, tenso. Sabía que la fórmula González, además de no solucionar los problemas pendientes, se había convertido en un tapón que ponía en peligro el futuro, pero una gran parte de la población, por razones de miedo a la «derechona» o de ligazón sentimental con la izquierda, no se atrevía a dar el paso al frente y buscar una salida, y ello a pesar de la situación económica, francamente decepcionante, y de la pérdida de valores éticos consecuencia de la corrupción galopante, de modo que Juan Español no tenía más horizonte que el tradicional «joderse y aguantarse», intentando al tiempo sacar alguna ventaja personal de la miseria moral imperante.

Hubo un momento a finales de los ochenta, con el punto de inflexión marcado por la famosa huelga general del 14 de diciembre del 88, en que el país, que parecía caminar en la dirección correcta después de la transición y los primeros años del PSOE, viró drásticamente de rumbo para adentrarse, seguramente como consecuencia de la llamada «cultura del pelotazo», por un camino de recelo y desconfianza hacia el futuro, un camino de corrupción presidido por el convencimiento de que «estos señores van a estar veinticinco años en el machito y aquí pintan bastos; esto es el PRI y no hay más salida que el sálvese quien pueda».

El mundo del dinero, los inversores, los grandes empresarios sabían ya en 1993 que las reformas no se harían mientras el PSOE siguiera gobernando y necesitara seguir tirando del gasto público para mantener su clientela electoral. Era el drama de una España rehén de un político lleno de resentimiento, enfrentado a un dilema del siguiente tenor: o dejaba quebrar el país por no hacer las reformas, o si hacía las reformas dejaba quebrar un partido por el que ya nadie se desvivía pero del que vivía mucha gente. La cultura del pelotazo no podía acabar mientras no se fuera el pelotari.

Todo lo cual generó una sociedad muy cainita, muy recelosa, muy instalada en los valores del franquismo sociológico. Una sociedad vuelta sobre sí misma, encerrada en las peores tradiciones de aversión al riesgo, de miedo a la iniciativa privada, volcada hacia el Estado como panacea para todos los males, acostumbrada al «todo gratis, para todos, para siempre», convencida, como puso de manifiesto una llamativa encuesta, de que el Estado tenía obligación de resolverle hasta sus problemas personales.

Una sociedad reñida con el valor de la iniciativa y el esfuerzo personal, donde un diario liberal-conservador como el ABC publicaba portadas, inmediatamente después del 3 de marzo del 96, conminando al Gobierno a cerrar Hunosa y al mismo tiempo abrir fábricas en Asturias para dar trabajo a todos y cada uno de los mineros redundantes como si de un Estado de economía planificada se tratara. Con unas elites —si se les puede llamar de este modo— carentes de dimensión ética, que siguen haciendo buena, muchas décadas después, esa ausencia de «hombres de Estado» que denunciaba Azaña o de «minorías selectas» que lamentaba Ortega. Un establishment de vuelo corto, muy pegado al terreno, acostumbrado a esconder permanentemente el ala, a callar en público lo que con grandes dosis de cinismo habla en privado y a tirar balones fuera mientras mira hacia otro lado para no llamar la atención, convencido de que guardando silencio y asintiendo es posible sacar algún provecho en el pantano de la mediocridad general.

* * *

La siguiente historia ilustra como pocas el funcionamiento de esa honorable alta sociedad madrileña entroncada por espurios intereses con el felipismo. Tuvo lugar durante el intento de instrucción del sumario sobre el caso Sogecable, abortado finalmente por los Polancos. Ocurrió que el arquitecto Miguel («Miquelo») Oriol invitó una noche a cenar a su casa a una serie de personas, un encuentro entre amigos en el ambiente relajado de un fin de semana, un ilustre periodista por aquí, un juez en la cresta de la ola por allá y algunas gentes más. Todo hubiera quedado en el silencio discreto de los partícipes de no haber sido porque el ágape quedó reflejado en la columna de Umbral «Los placeres y los días»: fui a cenar a casa de Miquelo Oriol y allí estaba el juez Liaño, y María Dolores Márquez de Prado, y…

Miquelo Oriol empezaba su particular vía crucis. Porque resulta que Carlos March, casi un hermano para el arquitecto, diseñador de la casa sevillana del millonario, todo el día cazando, viviendo, compartiendo juntos, le retiró bruscamente el saludo, al tiempo que empezaron a lloverle noticias de lo terriblemente enfadado que estaba Carlitos, no me lo va a perdonar nunca, en qué lío me he metido, porque además su mujer y la mía son muy amigas, dolido, apesadumbrado.

—Pero deja de preocuparte, ¡coño, Miquelo! —Le espetó un buen amigo—, que eso va en tu honor: invitas a tu casa a quien te da la gana, pero ¿quién es éste para decirte a quién tienes que invitar y a quién no?

Pero, a los pocos días, el afectado se vio con Emilio Ybarra, presidente del BBV, amigo desde la infancia del arquitecto.

—Fíjate lo que me ha ocurrido: Carlos March me ha llamado para preguntarme si tienes créditos en el BBV, y si los tienes que te los quite y que además deje de verte…

Hasta que, no tardando mucho, se topó también con Su Majestad el Rey.

—Pero, Miquelo, ¿que te ha pasado con Carlos?

—Pues a mí nada.

—Es que me ha pedido que te retire el saludo…

Un March, una de las mayores fortunas españolas, se había molestado en hablar con el presidente del BBV, y con el Rey de España y, lógicamente, con mucha más gente para que, a la voz de ¡ar!, todo el mundo retirara el saludo, quitara los créditos y mandara al averno al ciudadano que había cometido el delito de invitar a cenar a su casa al juez que estaba instruyendo un sumario en el que figuraban como imputadas las fuerzas vivas, los más ricos y poderosos del país.

Era el mismo March que, la noche del día en que compareció ante el juez para prestar declaración, lloró ante un grupo de amigos relatando su experiencia, porque era muy duro para un «amo del prao» verse de pronto en los papeles como presunto delincuente, o el mismo March que el día de la celebración de su cincuenta cumpleaños, en su impresionante finca de la sierra sevillana, pronunció un emotivo brindis ante más de cien invitados en el cual mencionó a su hermano, a su padre, ya fallecido, a su madre, allí presente, y a Jesús Polanco, «mi mejor amigo, a quien tanto debo».

* * *

Estaba claro que esta onorata società instalada en la hipocresía permanente, embridada por la mentira y el miedo a hablar, donde todo él mundo tiene cogido a alguien por los faldones de la corrupción, no iba a dejar escapar vivo al juez Gómez de Liaño.

Contaminados por catorce años de felipismo, con el que vivieron y convivieron con gusto, todos transitan de espaldas al gran público, fundidos y confundidos en la interminable saga de cacerías que, con la presencia del Monarca como máximo trofeo, organizan en lo que eufemísticamente llaman «el campo» (enormes fincas y casas en los Montes de Toledo, en Jaén, en el norte de Sevilla, en Extremadura), juntos y revueltos en ese «madrileñeo» cortesano y corrupto, y todos, o casi, rendidos ante la capacidad de intimidación de Jesús Polanco, unidos en el respeto reverencial al «yayo».

A la altura de marzo del 96, el Grupo Prisa se había convertido en un factor decisivo de reacción al cambio, poniendo de relieve la llamativa deriva de un grupo que había realizado una contribución esencial al asentamiento de la democracia, siquiera formal, en los años setenta y una contribución igualmente importante con ocasión del fallido golpe de Estado del 23-F y que, sin embargo, desde finales de los ochenta se había convertido, como baluarte ideológico del felipismo, en muro de contención en el que se estrellaban las ansias de cambio y progreso de una amplia mayoría de la población urbana española. En los últimos años, el grupo Polanco se había convertido en el verdadero partido conservador —en el sentido etimológico del término— español.

Una alta sociedad que, de cuando en cuando y como excrecencias del sistema, acostumbra a producir sus propios chivos expiatorios, sus Mariano Rubio, Javier de la Rosa, Mario Conde, a quienes mete en la cárcel para, a continuación, seguir a lo suyo como si nada hubiera pasado, nada hubiera cambiado, porque ellos sólo están interesados en el mantenimiento del statu quo. Como dicen los franceses, plus ça change, plus c'est la même chose.

Algunos, los menos, trataban de buscarle una explicación al clima enrarecido que, al inicio del 96, se respiraba en ese gran patio de colegio, tan pequeño, tan estrecho, tan mísero a veces, tan ridículamente pueblerino que es Madrid, y hablaban del agotamiento de un sistema que, en esencia, seguía siendo primo hermano de aquel franquismo caracterizado por el miedo y el silencio de los corderos, franquismo cuyo final físico fue reemplazado por una cosa llamada consenso que sedó el verdadero afán reivindicativo de la mayoría de la población. A partir del 82, España vivió una ensoñación de cambio que pronto acabó machacada por el rodillo socialista, para desembocar directamente en la pura y simple corrupción extendida desde la raíz a la más alta rama.

Durante años no se pudo hacer un negocio, realizar una inversión importante, acometer un proyecto de altura sin pagar el correspondiente peaje, consultar al oráculo del poder, escrutar sus vísceras y retribuir al mago/conseguidor de turno. El felipismo dejó una España sin clase dirigente, sin sociedad civil, con unas pocas grandes empresas dirigidas por un núcleo de ricos en el que todo se mezcla, en que no hay decisiones empresariales puras porque todo está contaminado por la vida social, los encuentros y desencuentros, los dimes y diretes, las filias y fobias… Una clase poco seria que confía más en la amistad, el compadreo y la conmilitancia que en sus propias capacidades, y que por eso se considera obligada a asistir a fiestas y cacerías, dispuesta a complacer al poderoso que invita y paga la cuenta.

¿Qué haría José María Aznar? ¿Se avendría a servir de zapatero remendón de un sistema que hacía agua, un sistema agotado, que claramente parecía haber entrado en crisis total o, por el contrario, se decidiría a cortar por lo sano abordando la tan cacareada «regeneración democrática» que demandaban muchos de los sectores que le habían aupado al poder? Ni lo uno ni lo otro. Pragmático por encima de todo, Aznar se iba a echar en brazos de «la política de lo posible».

* * *

El 3 de marzo del 96 iba a significar el intento de volver a retomar la línea perdida a finales de los ochenta. El requisito imprescindible para que un gobierno de derechas y en minoría pudiera, al menos, intentarlo, era «durar», y de ahí la pasión de Aznar por alargar la legislatura. Durar y gestionar. Porque el arma utilizada para hacer posible el cambio iba a ser la gestión económica.

«El PP tuvo dos grandes aciertos como punto de partida —asegura José Luis Feito, embajador de España ante la OCDE—. El primero fue la decidida apuesta de Aznar por Maastricht. Dos meses antes de las elecciones había gente de muchas campanillas que le aconsejaba que se olvidara del tema, porque lo que tenía que hacer era un programa de crecimiento (como si cumplir los criterios de Maastricht no fuera el mejor programa de crecimiento posible). Aznar, que callaba como muerto, no dudó un instante, al contrario que los franceses, que Maastricht era la apuesta. Eso fue un gran acierto, porque, al final, la moneda única no era más que un instrumento, una coartada si se quiere, para acometer los ajustes que era necesario hacer de cualquier forma. El segundo acierto, vital a mi juicio, es que no ha habido la más mínima fisura en la política económica del Gobierno del PP, cosa que el PSOE no consiguió nunca. Boyer se las vio y deseó con los guerristas; Solchaga dijo aquello de que «estos Presupuestos no son míos», y luego vino Borrell y su demagogia, de modo que Solbes hizo lo que pudo, que fue muy poco, a pesar de su buena disposición para poner orden en la casa».

No ha habido fisuras porque Aznar, en contra de las prácticas de Felipe, a quien aburría solemnemente la materia, ha dirigido personalmente las operaciones de su armada económica, ha monitorizado, ha presionado, ha vigilado a ministros y secretarios de Estado cuantas veces ha sido necesario.

Esa unidad de criterio en torno a lo que había que hacer resultó fundamental en la recuperación de la confianza. Naturalmente, de la mano de medidas concretas, la más importante de las cuales fue la firme determinación de controlar el déficit público (fijado en el 0,8 por ciento del PIB para el 2000, el equilibrio presupuestario será una realidad en los PGE del 2001, lo cual constituirá sin duda un hito en la Historia de España), unido a una serie de estímulos productivos concretos, tal que la modificación en la tributación de las ganancias de capital, todo lo cual se tradujo en una paulatina bajada de los tipos de interés, la subida de la Bolsa (a lo largo de 1997 hubo días en que se negociaron 375.000 millones de pesetas, cifra equivalente al negocio de todo el año 1985) y el referido repunte generalizado de la confianza.

Junto a la ortodoxia presupuestaria, el Gobierno se embarcó enseguida en un programa de privatización de empresas públicas y de liberalización que iba a tener su inmediato refrendo en la caída de la inflación. «Eso de liberalizar está muy bien —asegura Cristóbal Montoro—, pero sabiendo que nadie que esté instalado quiere liberalización, de modo que hay que tener mucha voluntad política para enfrentarse a los grupos de presión y meter el bisturí allí donde los poderosos venían haciendo su agosto. La política económica no es un juego de hacer amigos».

A primeros del 98, el Gobierno se atrevió al fin a hincarle el diente a la más significativa de sus promesas electorales, la bajada del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), sin duda la decisión más difícil, pero que muy pronto se convertiría en uno de los mayores aciertos, si no el mayor, en política económica, a pesar de la zapatiesta que la orquesta del profesor Polanco pretendió montar, con la ayuda del PSOE, durante unas semanas. Callaron muy pronto y para siempre, porque el asunto —más dinero para gastar en el bolsillo de Juan Español— no tenía vuelta de hoja.

Durante el puente del primero de mayo de 1998, España ingresó por méritos propios en la primera velocidad europea. Nadie le había regalado nada. Para José María Aznar, «el euro no es una estación término, sino un punto de partida. Llegar aquí es haber pasado el examen de acceso a la universidad, pero aún no es estar diplomado. Este es un desafío para España en términos de adaptación económica, y en términos de mentalidad nueva como país. Es el punto de referencia innegable para nuestro inmediato futuro».

La España dinámica que el PSOE captó en el 82 y que perdió con la cultura del pelotazo, la España emprendedora, seria, profesional estaba otra vez «cachonda» e ilusionada, dispuesta a tirar del carro de la Europa del euro. «Creo que hemos retomado el discurso de la modernidad que el PSOE abandonó en algún momento —asegura Rodrigo Rato—, hemos recuperado el norte perdido y eso significa hacer un país mucho mas civil, más plural, más flexible, más abierto y, en suma, más moderno».

Todo el proceso vino refrendado —tras una reforma del mercado laboral que puso de manifiesto la capacidad de diálogo y el sentido de la responsabilidad de los sindicatos españoles— por un regalo de inestimable importancia para la sociedad española: la creación de empleo. Con un dato ciertamente llamativo, nuevo en nuestra historia, y es que la tasa de creación de empleo pronto iba a ser superior al ritmo de crecimiento económico. Tradicionalmente, cuando se daban incrementos de afiliación a la Seguridad Social del 3,5 o el 4 por ciento, la economía estaba creciendo por encima del 5 por ciento, como ocurrió en el boom de los ochenta. Ahora, por el contrario, con el PIB creciendo al 3,5 por ciento se registraban porcentajes de afiliación incluso superiores, lo cual parecía indicar que la economía española se estaba moviendo sobre bases nuevas.

Ello abría la puerta a algo que, apenas unos años antes, era simplemente un sueño: la posibilidad de que, con un ritmo de crecimiento sostenido en el tiempo, España pudiera colocarse en tasas de paro homologables a las de su entorno en un período no excesivamente largo. Un asunto de enorme trascendencia social y, naturalmente, política.

Corolario de la creación de empleo es que la Seguridad Social, que en 1996 se encontraba en práctica quiebra con un «agujero» superior a los 800.000 millones (parte del cual se financiaba con una línea de crédito concedida por la banca privada a tipos de interés del 15 por ciento, lo que explica el contento de algunos con la situación), alcanzó el equilibrio presupuestario en 1999, estando previsto un ligero superávit durante el ejercicio 1999-2000.

* * *

«El éxito ha sido indiscutible —señala José Luis Feito—, como lo ha sido la mejora de la imagen de España en el exterior. Dicho lo cual, no conviene perder de vista el cuadro general, porque, para impedir los terribles efectos en términos de paro que tradicionalmente ha tenido todo cambio de ciclo en España, hay que meterle a la economía una dosis de medicina de verdad, hay que abordar reformas todavía mucho más audaces y profundas. Con los mimbres que tenía, el PP ha hecho un cesto magnífico; le van a dar el primer premio en cualquier exposición, pero es un cesto, no nos engañemos, no una escultura de Rodin o una pintura de Matisse, no es una obra de arte, y ése es el problema de una economía como la española, que cuando se deprime lo hace a conciencia, y cierra empresas y expulsa del mercado de trabajo a cientos de miles de personas».

El Gobierno Aznar, sin embargo, apostó desde el principio por «la política de lo posible». «Inmediatamente después del 3 de marzo dije que las reformas estructurales radicales harían imposible la recuperación económica y, por tanto, la aplicación de esas reformas», asegura Cristóbal Montoro. En ausencia de ese radicalismo reformador, los españoles hemos asistido en estos últimos cuatro años a una verdadera revolución, pues como tal cabe calificar esa nueva «cultura de la estabilidad» que significa vivir con baja inflación, con bajos tipos de interés, con creación de empleo y con la certidumbre de que es posible cambiar las cosas mediante el consenso.

Tendrá que pasar algún tiempo antes de que podamos valorar en toda su importancia el cambio provocado por el comportamiento de las variables macroeconómicas en un país acostumbrado a vivir con alta inflación desde siempre. La imposibilidad de hacer previsiones sólidas a medio y largo plazo hizo que en España echara raíces la «cultura del pelotazo», que es la cultura de una economía con inflación donde la gente se lo juega todo a la carta de los comportamientos especulativos. Y ello por la ausencia de un marco de referencia explícito y estable, tarea esencial de todo gobierno que se precie, al que todos puedan atenerse y en el que se pueda operar con libertad.

«Hemos cambiado el chip de confianza —asegura el secretario de Estado de Presupuestos, José Folgado—, y un ejemplo de ello es que, en un mercado libre y globalizado, el Gobierno español financia su déficit al mismo precio que el de los Estados Unidos, ni una peseta más. España paga por el dinero que necesita tomar prestado lo mismo que el Tesoro norteamericano. De manera —prosigue Folgado—, que para esos capitalistas que arriesgan sus duros algo muy importante ha cambiado con respecto a España. Y ha cambiado también para el español de a pie, porque la caída de tipos ha sentado las bases para inversiones productivas, puesto que ya no compensa tener el dinero en el banco».

Los progresos realizados en esta legislatura van a permitir, por lo demás, acometer en el futuro y sin dramatismo las citadas reformas de base que de otra manera hubieran resultado muy difíciles de llevar a la práctica. «Hemos entrado en un modelo de crecimiento con baja inflación donde es posible financiar los costes fijos del sistema y al mismo tiempo que quede dinero para invertir en infraestructuras, en I+D, en la profesionalización del Ejército, etc., algo que no se podría hacer con una economía parada —señala Montoro—. En estas circunstancias, con un déficit que permite una financiación más holgada de la economía, será la propia sociedad la que pida al Gobierno que acometa esas reformas, lo cual implica un cambio cultural muy profundo».

Para José María Aznar, que a primeros de noviembre pasado anunció un plan de infraestructuras hasta el 2007 por importe de 18 billones de pesetas, «el secreto de este Gobierno ha consistido en combinar la disciplina presupuestaria con el impulso reformador. Este es un país que ha universalizado la sanidad, las pensiones y la educación, que tiene una política de vivienda encomiable y que está en condiciones de alcanzar grandes objetivos, el más inmediato de los cuales es igualar su renta a la media de los países de la UEM, objetivo que, como el del pleno empleo, está a nuestro alcance si somos capaces de seguir manteniendo el equilibro entre lo políticamente deseable y lo económicamente posible».

* * *

El Gobierno Aznar ha hecho los deberes en materia económica teniendo que lidiar con un socio tan complicado como CiU, que, si bien ha enseñado al PP a gobernar en coalición, aprendizaje muy importante en términos de convivencia, con frecuencia ha practicado un doble juego consistente en dar su visto bueno en privado a medidas que implicaban un desgaste político y querer al mismo tiempo quedar bien en público, forzando al Gobierno Aznar a cargar con el coste electoral en solitario. Un socio que, enfeudado con determinados grupos de presión catalanes, a menudo se ha convertido en un elemento retardatario del proceso de liberalización de la economía española. Y es que, desde tiempo inmemorial, CiU ha funcionado en Madrid como una especie de gestoría —con Miguel Roca como cabeza visible— de intereses económicos privados catalanes.

Por fortuna, Aznar ha contado en casi todo con apoyo sindical. «Hemos hecho lo mismo que el Partido Laborista británico —asegura Rodrigo Rato—. Tony Blair hace una política de centro-derecha desde el centro-izquierda, y el PP hace lo mismo pero al revés, y eso tiene al PSOE confundido y a los sindicatos básicamente contentos, porque, al margen de que les guste más o menos la alternativa que el PP representa, ven que las cosas marchan, que llaman y se les contesta, que son interlocutores respetados. Al final, son los resultados los que hacen posible que un Gobierno de centro-derecha que lo hace bien se entienda mejor con los sindicatos que otro de izquierda que lo hace mal».

«En la generación del clima de confianza que se respira en España ha resultado fundamental la capacidad del Gobierno para llegar a acuerdos con patronal y sindicatos —sostiene Folgado—, que han demostrado mucho valor y una gran altura de miras. Esos acuerdos han operado como “estabilizadores sociales” capaces de asegurar paz social y laboral, moderación salarial y contratos de trabajo estables».

«Dentro de unos años nos asombrará ver en la distancia la aceleración que determinados procesos han sufrido en esta legislatura —asegura Josep Piqué—, Desde el rigor macroeconómico hasta el impulso reformista, pasando por el diálogo social, la tregua etarra… toda una serie de temas que han conocido un salto cualitativo enorme, lo cual contrasta con el paréntesis de los dos últimos gobiernos de González, dos legislaturas totalmente perdidas en términos de futuro de país, siete años ad maiorem gloriam de la soberbia del líder, con una recesión galopante en el 92/93 que ni se supo ni se quiso paliar, y es que hay ex ministros del PSOE que te lo cuentan sin pelos en la lengua: no se movía nada, no hacían nada, no despachaban con nadie, todo el mundo sentado en su silla viendo pasar el tiempo…».

El 28 de diciembre del 98, Telecinco abrió su noticiero de las ocho y media comentando que se había perdido ya la costumbre de las inocentadas, pero que no hacía falta ninguna, porque si un par de años atrás un telediario hubiera abierto con algunas de las noticias del día la gente no se habría creído ninguna, a saber: los «batasunos» apoyando en Vitoria la investidura de Ibarretxe, los tipos de interés al 3 por ciento, el Banco de España fabricando los primeros euros… Tal ha sido la aceleración histórica vivida en estos años, aceleración que la sociedad española, que se ha olvidado ya de la gesta que supuso ingresar en la Unión Económica y Monetaria, descuenta con una naturalidad impresionante.

* * *

Junto a las realidades económicas, en esta legislatura han cambiado también, y de manera evidente, las relaciones entre el poder político y el económico. «Hay menos injerencia en la vida económica —asegura Ángel Corcóstegui, consejero delegado del BSCH—, y eso es bueno por definición. A mí no me llaman de Moncloa o del Ministerio de Economía para esto o lo otro, y eso significa un cambio muy evidente con respecto a anteriores gobiernos, eso te da mucha tranquilidad, porque no ves a nadie intentando moverte la silla».

En la batalla planteada desde marzo del 96 entre el binomio Prisa+PSOE y el Gobierno Aznar estaba en juego, entre otras cosas, la posibilidad, por primera vez en nuestra historia, de una convivencia pacífica entre el poder político y el económico, una convivencia sin interferencias mutuas, un sistema de relaciones en el que los poderes económicos no necesiten el favor del poder político, caso de Jesús Polanco, para prosperar y hacer empresa y donde el poder político no se vea con derecho a intervenir en las operaciones económicas, grandes o pequeñas, que se planteen, respetando las reglas del mercado y la legislación vigente.

La conquista de esa separación entre poderes es otro hito en un país donde, desde hace siglos, todo el mundo se ha acostumbrado a temer al poder político y a vivir pendiente del dedo amenazador del padre Estado. «Desde el principio dejamos claras las reglas del juego —asegura el propio presidente del Gobierno—. Dedíquense ustedes a lo suyo, hagan lo que tengan que hacer, completen su saneamiento, aborden su expansión internacional y estén tranquilos porque a mí no se me va a ocurrir mover la silla a nadie, yo no me voy a meter en casa ajena. Esta es una parte importante del cambio: la separación entre las esferas de lo público y lo privado. Haga usted banca, que es lo suyo, porque de la política me encargo yo. Cumpla usted la legislación vigente, y si tiene algo que decirnos aquí estamos para escucharle y, si podemos, ayudarle».

«Lo cual ha producido una buena dosis de desconcierto —asegura el primer ejecutivo de un importante grupo constructor—, porque lo normal era que te llamaran para decirte lo que tenías que hacer, o que fueras tú mismo a preguntar qué es lo que les gustaría que hicieras. Ahora, el poder te dice, más o menos, que hagas lo que te salga de los cojones, y eso despista mucho».

¿Quiénes son los banqueros de este Gobierno? Ninguno, ni siquiera Emilio Botín. El santanderino fue el único que en 1987, con Aznar recién llegado a Madrid, se negó a dar una peseta de crédito al neonato Partido Popular, lo cual no fue óbice para que luego se convirtiera en el primer supporter del programa económico del PP en la oposición.

El propio Aznar no olvidará el día en que, cuarenta y ocho horas después de sufrir el atentado de ETA con coche bomba, hallándose en una sala de la sección de vuelos privados en Barajas, situada entonces en la terminal de carga, en espera de emprender un viaje, se topó de repente ante un impetuoso Emilio Botín que evidentemente había errado de puerta. Frente a frente con Aznar, el banquero se paró en seco, se llevó las manos a la cabeza, y exclamó: «¡Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios!…». Sin embargo, eso no se tradujo en un apoyo explícito o una relación especial con el Aznar presidente. Como demostró en los primeros meses de Gobierno (venta de su paquete en Azucarera Ebro a intereses franceses, en contra de los deseos de Loyola de Palacio), Botín sólo se compromete con su bolsillo.

En cualquier caso, es evidente que Emilio Botín está mucho más cerca de este Gobierno que Emilio Ybarra. Pero ¿es ésa una relación comparable a la que mantenía el propio Ybarra con el PSOE? Rotundamente no. La diferencia estriba en que José María Aznar llegó al Gobierno sin deberles nada a los banqueros, lo que hace que no se sienta inclinado a consultarles ni a dorarles la píldora, porque no va con su carácter. «Gracias a Dios», que diría Botín.

* * *

Tras la victoria electoral del 3 de marzo del 96, Aznar tenía como objetivo desmontar los aspectos más negativos del felipismo, las manifestaciones más patológicas de un sistema de gobierno personalista asentado sobre cuatro pilares básicos:

  1. El poder empresarial, centrado en las llamadas «joyas de la corona» del sector público, a saber, Telefónica, Repsol, Endesa, Tabacalera y Argentaría.
  2. El poder mediático, focalizado en RTVE y su influencia sobre las cadenas privadas, Antena 3 y Telecinco, sin olvidar, obviamente, el Grupo Prisa.
  3. El poder político, concretado en las mayorías parlamentarias y, después, en los acuerdos con CiU, más el poder en comunidades autónomas, diputaciones y ayuntamientos.
  4. El poder judicial.

Desmontar esta estructura no iba a resultar tarea fácil. La pata del poder empresarial ha desaparecido por obra y gracia de la política de privatizaciones llevada a cabo. El Gobierno ha actuado en este sentido con rapidez, eficacia y transparencia.

Bancos, eléctricas, petróleo, gas, telecomunicaciones… todo está privatizado. Y eso significa, para el gobierno de turno, perder una gran cantidad de poder, capacidad para intervenir, mediatizar y coartar el funcionamiento de los agentes económicos imponiendo tesis y políticas. «Si yo quisiera decirle algo ahora al presidente de Repsol, puede que me escuchara o puede que no —asegura Rato—, porque a los únicos que tiene que rendir cuentas es a sus accionistas. Y es que un Feliciano Fuster mandaba antes mucho más que el ministro de Industria, lo que explica que se hiciera la política eléctrica que convenía a Endesa, no a España, y que fuera imposible bajar el precio de la luz».

De modo que, incluso en el caso de que el PSOE volviera a ganar las próximas elecciones, el poder que emanaba del sector público empresarial ya no estaría en sus manos. De ahí la reacción airada de Felipe González en relación con este proceso. «El tenía dos palancas de poder en las empresas públicas Endesa y Telefónica, por encima de las demás, que eran fuente de empleo y de favores para su gente y al mismo tiempo un instrumento para llevar a cabo la política del palo y la zanahoria con el sector privado».

El PSOE se ha dedicado en los últimos meses de 1999 a lanzar una teoría, apenas un esbozo, según la cual el Gobierno ha creado una nueva clase empresarial ligada al PP y asentada en las grandes empresas públicas privatizadas. La realidad es que los actuales presidentes de tales empresas, incluido Villalonga, ya eran empresarios y/o profesionales ricos y reconocidos, y todos y cada uno de ellos, además de compararse favorablemente en términos de currículum con sus predecesores, no han hecho sino convertir las empresas que dirigen (por supuesto Martín Villa) en multinacionales, algo de lo que ciertamente adolecía nuestra economía.

En el terreno mediático, la tarea ha quedado a medio hacer. Efectivamente, se hurtó a Jesús Polanco el monopolio del cable en un primer momento y después se puso freno al nuevo monopolio que pretendía con la televisión digital, lo cual le ha supuesto un duro castigo, un lucro cesante muy importante que explica la reacción del Grupo Prisa, porque naturalmente Polanco arremete contra quien le hace daño, no contra quien le tira flores.

En el renglón político, las cosas van por su orden. El PSOE está en la oposición y, a pesar de los pactos —algunos contra natura— surgidos tras las elecciones municipales y autonómicas de junio pasado, ha perdido mucho poder territorial.

El fracaso más notorio del Gobierno Aznar se llama, sin duda alguna, Justicia. Después de trece años y pico de infiltración y control, el poder judicial sigue siendo un reducto felipista (plagado de Ancos, Villarejos y Bacigalupos) donde funciona un eficaz reparto del trabajo: los Belloch, Moscoso, Sala y compañía pastorean el Tribunal Supremo y el Constitucional (siete filosocialistas seguros, y alguno más probable, de doce posibles), mientras el grupo Polanco, con Clemente Auger, controla la Audiencia Nacional.

«Antes podía hacerte una profecía, con un ligero margen de error, sobre cuál iba a ser la solución jurídica que prevalecería en un asunto dado —asegura un miembro del Tribunal Constitucional—. Ahora también te la puedo hacer, pero ya no es una profecía, sino una predicción, y ya no es una solución jurídica, sino política, consistente en saber la filiación de los magistrados que componen la sala y echar cuentas. Es como una oposición a cátedra: sabiendo la adscripción partidaria del tribunal se sabe el resultado. Tantos señores que sirven al PSOE frente a tantos que sirven al PP. Con una matización: que los afínes al PP suelen dar cierto margen para la sorpresa, cosa que no ocurre con los del PSOE, que, a la voz de ar, sólo funcionan en clave política. Muy triste, porque ésta es la negación de la garantía de imparcialidad que podíamos ofrecerle al ciudadano».

«Lo que está ocurriendo en la Justicia es de aurora boreal —asegura un destacado miembro del Gobierno Aznar—. La Justicia está podrida, pero eso no es responsabilidad del Ministerio de Justicia, sino de unos magistrados a quienes les importa un bledo todo. Nadie cree en la Justicia, lo cual es uno de los grandes problemas del país. Subimos el sueldo a los magistrados del Supremo, porque era una promesa del Gobierno anterior para igualarles con los del Constitucional, y a los cinco días los vocales del Consejo General del Poder Judicial se lo subieron por las bravas, algo impresentable en gente que ha sido puesta ahí a dedo por los políticos y que demuestran así que la opinión pública no les importa nada».

Fue una batalla que el Gobierno Aznar perdió muy pronto, nada menos que en junio del 96, cuando el grupo parlamentario popular pactó con el PSOE una renovación del Consejo General del Poder Judicial que resultó un trágala. «Porque ellos votaron a los suyos y nosotros no votamos a los nuestros —asegura un alto funcionario del Ministerio de Justicia—, Y el Consejo es una pieza clave, porque es allí donde se reparten las carreras de los jueces, al fin y al cabo unos funcionarios que se mueven por instintos muy concretos, entre otras cosas por ganar cuatro duros más».

La Justicia es, sin duda, el gran reto pendiente para el gobierno que salga de las próximas elecciones generales. Porque no se puede hablar de un país ni de una economía moderna sin una Justicia digna de tal nombre, rápida, eficaz e independiente, neutral, libre del cepo de la servidumbre política.

Otro fracaso no menos llamativo, aunque con mucha menos influencia en la vida diaria de los ciudadanos, es el del Cesid, los servicios secretos españoles que Aznar prometió democratizar a poco de llegar a La Moncloa. Al rendir viaje la legislatura, «La Casa» sigue siendo, por desgracia, un Estado dentro del Estado, una taifa no sometida a criterios de funcionamiento democrático, un nido de víboras donde se siguen pisoteando muchos derechos fundamentales y de donde sigue fluyendo información reservada hacia Felipe González, al frente del cual continúa un Javier Calderón que guarda algunos de los secretos más llamativos del golpe del 23-F.

La situación del Cesid es ingrediente fundamental en la acusación que algunos sectores de opinión formulan contra un Aznar que llegó al poder avalado por el deseo de amplias capas de población urbana de proceder a un saneamiento radical de las instituciones tras el paso del tornado felipista. Para los que tal sostienen, el fracaso de Aznar con la llamada «regeneración democrática» no admite paliativos, aunque el presidente, refugiado también aquí en la «política de lo posible», argumenta que la regeneración se demuestra andando: se demuestra con un director de la Guardia Civil que no huye al extranjero con el dinero público, con un ministro del Interior que no reparte los fondos reservados entre sus subordinados, con un gobernador del Banco de España que no defrauda al fisco, con un…

Los mismos sectores de opinión reclamaban también de Aznar el fortalecimiento de la vigencia de España como nación y la consolidación del Estado de las Autonomías, con la definición de una conciencia nacional civilizada, democrática, racional, tolerante, moderna, europea… pero no tribal. Una conciencia nacional que no aplaste la pluralidad sino, al contrario, la respete e integre en un proyecto colectivo común.

El fracaso ha sido también aquí evidente, con un Jordi Pujol que sigue inquebrantable a lo suyo, aferrado a una ley de política lingüística, entre otras medidas de un dirigismo insoportable, claramente lesiva para los derechos de los castellanohablantes y un PNV que definitivamente parece haberse echado al monte del radicalismo abertzale.

* * *

Dar una definitiva oportunidad a la paz en el País Vasco será, sin duda, uno de los grandes retos de la nueva legislatura.

Por desgracia, ese logro de la sociedad española en su conjunto y de la política de firmeza del ministro Mayor Oreja que fue la tregua etarra, se ha ido al traste hace escasas fechas, finales de noviembre pasado, con la decisión adoptada por la banda terrorista de volver a matar. De modo que la pacificación definitiva del País Vasco se yergue, de nuevo, como la gran tarea política pendiente para el Gobierno que salga de las elecciones de marzo del 2000. El objetivo último, además de acabar con la serpiente etarra, debe ser integrar a los nacionalismos vasco y catalán en un proyecto colectivo nuevo que no puede ser otro que el de la Europa del euro, logrando que, si se engancharon al mensaje de Maastricht, se enganchen también al reto que supone transitar por la UEM.

Madrid ya no puede seguir siendo culpable de todos los males, reales o supuestos, de los nacionalismos melancólicos. Las comunidades históricas disponen del nivel de autogobierno que les garantiza la Constitución, y tanto la Generalitat como Ajuria Enea son plenamente responsables de lo que ocurre en sus respectivos territorios. Se acabó el agarrarse al clavo ardiendo del «dame» ante Madrid. Ha llegado el momento de proporcionar al esquema entero una nueva dimensión, empezando a hacer política en un marco más amplio, complejo y difícil, pero también de mayores oportunidades para todos.

Ya no tiene sentido discutir entre Madrid y Vitoria, cuando todo se va a discutir en Bruselas y Estrasburgo. Pero, en el nuevo marco continental, los interlocutores van a ser pocos, y es evidente que en lo que a España concierne esa función recaerá en el Gobierno central, a quien corresponderá después compartir información y motivar a las comunidades autónomas en la búsqueda de soluciones comunes. Conducir a los nacionalistas por la senda de la Europa del euro, incluso logrando su participación en el Gobierno de la nación, además de ser un precedente revolucionario rebajaría tensiones internas al mismo tiempo que daría a España un horizonte de estabilidad que resultaría definitivo para el desarrollo económico, lejos del tradicional regateo al que hemos asistido en estos años.

Es evidente que esa participación de los nacionalismos no se va a conseguir apelando a la idea de España, porque eso supondría para ellos renunciar a su discurso político, pero sí podría lograrse apelando a la necesidad que vascos y catalanes van a tener de jugar sus cartas en un marco más amplio que el del propio Estado español, el marco de la Europa del euro, cuyo interlocutor reconocido es el Gobierno de Madrid.

La sociedad española está abocada a una transformación a la que había venido dando esquinazo durante los últimos gobiernos González y que la UEM va a hacer inevitable. Un cambio que supondrá enterrar de una vez los viejos fantasmas familiares, los izquierdismos inútiles heredados del franquismo, la pasión por lo público, la aversión al riesgo, el recelo hacia la iniciativa privada y la libre competencia. Una transformación que dependerá, indudablemente, del resultado de las próximas generales.

«El nuevo Gobierno estará obligado, le guste o no, a acometer la segunda fase de las reformas si quiere que la economía española siga siendo competitiva», asegura Feito. Para el ex jefe de la Oficina del Presupuesto de La Moncloa, José Barea, esas reformas («asignatura pendiente del centro-derecha español»), que implican una modificación estructural del gasto público, se dividen en dos grandes bloques de problemas que han quedado postergados en esta legislatura para mejor ocasión:

- Empresas públicas (asuntos como ese despilfarro, insulto permanente a la racionalidad, que es RTVE).

- Protección social (sanidad y pensiones).

«El Gobierno ha adquirido unos compromisos con los sindicatos que tiene que cumplir —asegura Barea—, pero es evidente que ahí se va a producir un desequilibrio permanente, porque si la población jubilada crece al ritmo del 2 por ciento anual y además las pensiones se indician a la inflación pongamos que a un 2,5 por ciento anual, ahí ya tenemos 4,5 puntos de crecimiento anual de los compromisos financieros del sistema de Seguridad Social, porcentaje al que habría que descontar el crecimiento de la recaudación vía nuevas afiliaciones, de manera que el imbalance anual, que tendrá que ser financiado vía PGE, puede oscilar entre los 2 y 3 puntos de PIB. Por eso no habrá más remedio que meter mano en un sector público empresarial que todavía genera un déficit de 1,2 billones de pesetas anuales».

Al mismo tiempo, el nuevo Gobierno deberá continuar profundizando en el terreno de las medidas liberalizadoras, para lograr esa efectiva competencia cuya ausencia en muchos sectores gravita como una losa sobre el IPC.

«¿Liberalizaciones? Conviene aclarar que la economía española es más abierta que la francesa y tanto o más que la alemana —asegura Rodrigo Rato—. Dicho lo cual, ahora hay que terminar lo empezado y hacer que las medidas ya adoptadas funcionen. Por ejemplo, hay que ampliar la competencia entre gasolineras y hacer que funcione en el sector eléctrico, además de liberalizar de modo efectivo el gas y continuar presionando sobre el sector servicios, para lo cual tenemos que dotarnos de un Tribunal de Defensa de la Competencia muy ágil, que pueda actuar de oficio, buscando y poniendo de relieve las prácticas monopolísticas que puedan existir, porque, al final, los pactos sobre precios en este sector condicionan el comportamiento de la inflación. Y, por supuesto, hay que meter mano de una vez al problema del suelo».

* * *

Muy probablemente, España se va a jugar el futuro del primer cuarto del siglo XXI en las próximas elecciones generales del 2000. «Para el PP, disponer de una legislatura adicional supondría apuntalar definitivamente el cambio iniciado en los últimos cuatro años —asegura Aznar—. Yo estoy absolutamente convencido de la oportunidad de oro que tiene España para convertirse definitivamente en un país moderno y aún más atractivo, consolidando los cambios de mentalidad (el otro día le pregunté a Martín Villa: “¿Cuántos accionistas tenía Endesa cuando tú llegaste?”, “Doscientos mil”, me dijo. “¿Y ahora?”, “Dos millones, me respondió”) que se han operado, abordando definitivamente las reformas pendientes para seguir creciendo y creando riqueza y empleo. Si hemos sido capaces de entrar en la Europa del euro por derecho propio, vamos a ser capaces de hacer muchas más cosas».

Una nueva victoria del Partido Popular colocaría al PSOE en una posición muy difícil, abocándolo definitivamente a esa catarsis que el aparato de Ferraz trata de evitar desde 1993, porque ese proceso implica un cambio que debería culminar en un relevo generacional radical. Ahí está el problema: se trata de una generación que lleva más de veinte años viviendo de la política, que no sabe hacer otra cosa, que todavía es joven y que no quiere irse a casa. Al final, ésa fue la razón última de las famosas primarias, el intento de volver al poder por un atajo, dando esquinazo a la dura travesía del desierto que significa dar paso a nuevos líderes, nuevas ideas, nuevo lenguaje.

Del mismo modo, ese nuevo triunfo de Aznar supondría el final definitivo de la carrera política de Felipe González, por más que él mismo o el entorno de los Polancos puedan estar soñando con un eventual ritorno al final de la próxima legislatura. En primer lugar, porque resultaría muy difícil mantener taponado el PSOE después de una nueva derrota sin abordar la renovación, y no hay renovación posible en el socialismo español que no pase por la definitiva desaparición del «carismático líder». Y, en segundo lugar, porque, en la primavera del 2004, España y la sociedad española tendrán poco que ver, si algo, con la España que Felipe dejó en marzo de 1996.

La continuidad de Aznar en Moncloa supondría, igualmente, un duro golpe para ese poder fáctico que es Jesús Polanco, el único que puede ser considerado como tal en España a las puertas del nuevo milenio.

El 24 de diciembre del 96, un error de cálculo del editor le llevó a echar un pulso en toda regla a un Gobierno democráticamente elegido, lo que obligó a Aznar a hacer explícito un gesto de autoridad que acabó con el cántabro contra las cuerdas, como no podía ser de otro modo. Ver al Gobierno tenérselas tiesas con el poder de este nuevo «Kane» ibérico y ponerlo en su sitio no pudo menos que producir satisfacción entre los amantes de la libertad que sólo aspiran a verle competir en igualdad de condiciones, salir a pecho descubierto sin la cota de malla del Gobierno amigo, sin que del Ministerio del Interior o del Banco de España le lleguen las exclusivas con motorista, sin que de Focoex le lluevan las ofertas sudamericanas, sin que del Consejo de Ministros le manen los negocios, las radios, las televisiones, los cables, porque, como dice Galbraith, «el monopolio es la fuente de poder de una sociedad pobre; un país rico invita a la gente a buscar alternativas».

Tras la dura batalla que en estos años ha enfrentado al Gobierno con la trama de los «felipancos» se adivinan dos formas de entender y abordar el futuro de España: por la senda de un país abierto, enemigo de la corrupción y el clientelismo, que funciona y crece y crea puestos de trabajo bajo el imperio de una ley igual para todos, o el país del amiguismo y la corrupción, el país de unos pocos, el país del miedo a discrepar y del silencio cómplice. Era una guerra que el Gobierno tenía que ganar, porque aquí, por una vez, valía el dicho del siniestro Stalin según el cual «la única guerra inmoral es la que se pierde».

A la altura de abril del 97, cuando ya estaba claro el resultado de la pelea, José María Aznar dejó de interesarse por Polanco. Su política con el editor ha sido una repetición de su estrategia en la oposición con González. Frío, cerebral, calculador, capaz de desarrollar el movimiento que más le conviene en cada momento, Aznar no vio en Polanco nada más que un buen sparring y, de la misma manera que en la oposición pasó del histriónico «váyase, señor González» a la componenda de los conciliábulos secretos en Moncloa, ahora ha pasado de tenerlo asediado y a punto de doblar la rodilla a salvarlo de las consecuencias judiciales del caso Sogecable.

Al margen de la cuenta de resultados del Grupo Timón, asunto ciertamente nada baladí, la capacidad de presión del cántabro no se deriva hoy tanto de lo que publica El País o transmite la SER como de lo que, al día siguiente, repican la COPE o el diario El Mundo, enganchándose, a veces con una ingenuidad que sólo puede explicar el glamour que sigue ejerciendo la izquierda «progre», a las campañas que inicia Prisa. A eso se reduce el éxito de Jesús «del Gran Poder» Polanco.

«Hay que comprender la reacción de un hombre de setenta años (que celebró con gran pompa el pasado 7 de noviembre en un hotel de lujo de Tenerife en compañía de casi un centenar de grandes empresarios) que ha tenido un Gobierno a su disposición y que de repente se encuentra remando contra corriente —asegura uno de sus más notorios socios en Sogecable—. Y es que Polanco ha perdido protagonismo y poder en este país en los últimos cuatro años, y eso es verdaderamente lo que saca de quicio, más que el dinero dejado de ganar, a un hombre que fundamentalmente es orgullo en estado puro, porque el dinero le importa menos que la defensa del estatus que había alcanzado con el felipismo».

Que nadie se equivoque: Jesús Polanco Gutiérrez sigue siendo la mayor amenaza que se yergue frente al futuro de esa España abierta a que aspira gran parte de la población española. El editor está crecido tras su demostración de poder frente al juez Gómez de Liaño. Tanto él como su «cuate» González han protagonizado un verdadero outing en los últimos meses, haciendo pública exhibición de una amistad que hasta el momento habían mantenido en una más que discreta reserva. Ahora, por el contrario, se exhiben juntos sin remilgos en la juerga flamenca del cantaor Rancapino, en Casa Lucio (celebrando la «muerte» de Liaño), o en el hotel Jardín Tropical de Tenerife, por citar los casos más llamativos.

¿Qué hará Polanco en caso de una nueva victoria electoral de Aznar? ¿Seguir remando contra corriente durante otros cuatro años, atado al carro del felipismo, o intentar un pacto con el Gobierno de centro-derecha al que por clase social pertenece? La respuesta sólo está al alcance de quienes están en el secreto de los verdaderos lazos que unen al editor con Felipe González, lazos que parecen mucho más fuertes que la simple ideología.

* * *

¿Sigue siendo España el país de centro-izquierda que proclama el tópico? Son muchos los signos que apuntan a que del felipismo se está saliendo hacia una sociedad más liberal, más moderna, con un componente muy importante de solidaridad, menos dispuesta a aferrarse a lo público como tabla de salvación, que ha cambiado radicalmente de opinión en el debate de los impuestos (hasta el punto de rechazar la idea sindical de que bajarlos significa poner en peligro el Estado del Bienestar) y en la que comienza a abrirse paso una nueva mentalidad emprendedora, como demuestra el boom de la iniciativa privada. ¿Una sociedad distinta?

«Yo creo que España ha sido un país de centro-izquierda que ahora camina en otra dirección —asegura Rodrigo Rato—. Se advierte en la valoración de la patronal (por encima de los sindicatos), en la falta de entusiasmo de la gente con la idea de las treinta y cinco horas, en la creciente aceptación de una sociedad abierta, con más iniciativa privada y menos Estado. Si éste es el caldo de cultivo en el que le gusta moverse a la gente, es claro que en las corrientes de fondo de la sociedad española se ha producido un cambio muy importante. Lo que pasa es que entre las corrientes profundas y las manifestaciones políticas en superficie hay todavía un trecho, porque hay lealtades históricas difíciles de romper, que necesitan tiempo para cambiar de expresión, aunque creo que estamos abocados a una batalla mucho más sociológica que política, que es, por otro lado, lo que está ocurriendo en todo el mundo occidental».

Ciertamente, España y los españoles han cambiado mucho a lo largo de esta legislatura. Lo han hecho, en primer lugar, recuperando la confianza en el futuro, y en segundo lugar, abandonando su tradicional propensión a la resignación. Este era un país resignado a seguir alejado de Europa en términos de renta per cápita, a tener una tasa de desempleo que doblaba la de nuestros vecinos, a entrar en la Unión Monetaria en el tren de la segunda velocidad —la de los torpes— y a que, en algún momento, la Seguridad Social se declarara en bancarrota dejando de pagar las pensiones.

«El gran logro de esta legislatura ha sido la confianza —asegura Cristóbal Montoro—, confianza en el futuro que se manifiesta en la predisposición al cambio, frente a la renuencia al mismo que se advierte en países vecinos mucho más ricos que el nuestro. Y ello porque los españoles han redescubierto sus capacidades para emprender, asumir retos y lograr objetivos. España vive ahora en la seguridad de poder convertirse en un país de cultura muy moderna, abierto a las innovaciones y los cambios».

Sobre este decorado, manifiestamente embellecido con respecto al triste panorama reinante en marzo de 1996, planea la figura de un José María Aznar que sigue siendo un misterio, una gran incógnita para la mayoría de los españoles, pero sobre el que existe general consenso en que es el amo del partido y del Gobierno. El que manda.

Dentro del propio PP hay gente que le considera un hombre «insultantemente mediocre», asegura un diputado popular. «Yo creo que Aznar se pregunta todos los días: ¿cómo un tío como yo ha podido llegar tan lejos?». Un político desprovisto de carisma, mal dotado para las relaciones públicas, gélido de puro frío, un témpano, cuya innata frialdad impone barreras al acercamiento.

Un «franquito» corto de palabra, imperturbable, introvertido, seco. Un solitario que produce a veces la sensación de vivir aislado en un castillo tan fantástico como evanescente, que escucha, pero que rara vez se manifiesta de forma clara y concreta, y que al final no consulta sus decisiones con nadie.

Este tipo de hombre y de político continúa teniendo serias dificultades para calar en el corazoncito de un pueblo que, sobre todo en las capas más modestas de la España rural, sigue añorando al líder, sigue anclado en aquel reflejo colectivo que Unamuno describió en la Universidad de Salamanca como la necesidad del amo: «El pueblo español necesita un mesías —digamos un cacique— y lo busca; y si no lo halla, lo inventa».

Todo lo cual explica la resistencia al despegue electoral del PP, a pesar de presentar un cuadro de realizaciones económicas globalmente encomiable. «El problema del PP no es otro que el propio Aznar, la falta de carisma del presidente del Gobierno, y eso no lo arreglan ni en Lourdes», señala el mismo diputado popular.

Un hombre frugal en sus hábitos de consumo, de vida sencilla, que llegó a La Moncloa sin hipotecas de ningún tipo, lo que siempre ha desconcertado mucho a las fuerzas vivas patrias. Un presidente de Gobierno en las antípodas de esos ricachones que cada fin de semana se disfrazan para pegar tiros en las grandes cacerías de los Montes de Toledo. Uno de sus amigos le preguntó un día si no le invitaban a tales saraos:

—Ni hablar, yo con esa gente sólo me trato por motivos estrictamente profesionales.

Pero un hombre que, en la intimidad, es otra persona muy distinta, un tipo seguro, confiado, cálido, abierto de gesto y de palabra. Nada que ver con el Aznar reservón, huraño, desconfiado que muchos creen conocer.

Un político que puede que no diga pero que, sin embargo, actúa. Ese es su secreto. Dotado de una voluntad de hierro y sin decir una palabra de más, ha sido capaz de vengarse de quienes vaticinaron que ni él ni su Gobierno durarían un año, agotando una legislatura que ha pasado a ser la más larga de la historia de la democracia.

Muy trabajador, le dedica muchas horas al despacho, lo que le permite monitorizar toda la acción de Gobierno y seguir en primera persona la gestión de la economía, en contacto directo con los distintos responsables, llamando a ministros y altos cargos, vigilando el cumplimiento presupuestario, poniendo firmes a quienes reclaman más capacidad de gasto.

A mitad de la legislatura, el propio Rodrigo Rato se confesaba a un amigo en una distendida cena de fin de semana:

—¿Es que crees que si no fuera porque el presidente está encima a mí me iban a dejar mis compañeros, por muy vicepresidente que sea, hacerles los recortes que les hago?

—No me lo puedo creer.

—Pues así es. Y cuando a Pepe Folgado intentan subírsele a las barbas, coge el teléfono y llama directamente a Moncloa sin pasar por mí… Y el ministro de turno recibe una llamada directa del presidente llamándolo al orden.

En este sentido, Aznar se halla en las antípodas de un Felipe González muy dado al dolce far niente y a dejar las cosas al albur de su ingenio improvisador. Cualquier ministro puede despachar con Aznar cuando necesite hacerlo, lo contrario de lo que les ocurría a muchos miembros de los distintos gabinetes González, que no conseguían verlo más que en la sala del Consejo de Ministros. Ex ministros socialistas hay que no llegaron a despachar nunca cara a cara con Felipe, que nunca hablaron a solas con él, lo que reconocen sin mayor problema. A González le importaban casi todos un bledo. Era un hombre que no trabajaba, convencido de poder superar los problemas con su simpatía, su brillantez y su chispa. ¿El desenlace? Está claro que así era imposible gobernar un país tan complicado como España.

«Aznar ha sabido ganarse el respeto de todos los líderes de la UEM sin distinción, un respeto basado en los resultados de su gestión», sostiene Josep Piqué. Es, sin duda, el descubrimiento de la política española de este final de siglo o, si se quiere, la gran confirmación. El líder idóneo para una sociedad adulta que reclama un eficaz gestor de la cosa pública y que no necesita ni mitos de «bodeguilla», ni picos de oro, ni líderes de cartón piedra, porque esa sociedad, madura y culta, dispone de los resortes culturales y económicos para buscar su ocio y su negocio, su poesía y su razón de vivir, sin necesidad de apelar a la imaginería de las pantallas de televisión.

* * *

Algunos dicen que José María Aznar cometió una equivocación política de grueso calibre cuando anunció su decisión de no permanecer más de ocho años en la Presidencia si los españoles le otorgaban su confianza, porque, en caso de volver a formar gobierno tras las generales del 2000, ello podría abrir anticipadamente una guerra de sucesión muy dañina para los intereses generales.

De momento, dos nombres figuran en todas las quinielas, muy destacados del resto, como potenciales aspirantes a la primogenitura de Aznar: Rodrigo Rato y Javier Arenas, con clara ventaja del primero sobre el segundo. Un tercero en discordia sería Alberto Ruiz-Gallardón, el chico con cara de velocidad que, desde la Presidencia de la Comunidad de Madrid, descubrió muy pronto sus cartas. Gallardón no parece contar con el menor respaldo dentro del partido para intentar la aventura, aunque, hablando de aventuras, podría en el 2004 exigirle al PP la celebración de «primarias» a la manera socialista, con la ayuda de su amigo Polanco.

Los apoyos de Rato proceden, fundamentalmente, del propio Aznar y de los empresarios, que lo ven como lo que es: uno de los suyos, un tipo educado e inteligente, un atleta de la moderación, lleno de lógica y sobrado para el diálogo, con capacidad para llegar a acuerdos con todo el mundo, incluido Jesús Polanco, a quien ha hecho más de un favor, naturalmente, a cambio de un tratamiento informativo plano por parte del «cañón Bertha».

Muy en la línea del «príncipe» al que hay que proteger de determinados conflictos, Rodrigo Rato ha estado durante toda la legislatura muy centrado, casi refugiado en la gestión de la economía, voluntariamente alejado de aquellas zonas de conflicto que enfrentaron al PP con la oposición socialista. Rato o al poder por los números. «¿Que me escondo y no me implico en la política del Gobierno? Eso no es verdad: llevo el Presupuesto, la financiación autonómica, doy respaldo a Arenas en las negociaciones con sindicatos y empresarios, ¿qué más quiere la gente? Claro, en lo que no estoy es en la política de comunicación…».

«Rato está donde tiene que estar el heredero —asegura Pedro Arrióla—. El es un político que sabe que su proyecto necesita sumar y no restar».

* * *

La conquista de la estabilidad ha abierto para España una agenda nueva de cara a la próxima legislatura. Desde el punto de vista internacional, nuestro país es ahora un inversor reconocido en todo el mundo, lo que inaugura una agenda muy novedosa, tanto en Iberoamérica como en el ritmo de las relaciones —siempre de la mayor importancia— con los Estados Unidos, relación marcada por esa fuerte presencia en los países de habla hispana, y que por primera vez no tiene que ser ya de colaboración seguidista. De ahí los riesgos del caso Pinochet (o el más reciente de la antigua Junta Militar argentina), asuntos que, al margen del perjuicio que puedan acarrear a las empresas españolas en la región, podrían retrasar la construcción de esa comunidad iberoamericana en la que España debe desempeñar un papel importante.

Además del Magreb como zona natural de expansión, España debe desempeñar también un papel importante en Europa como país emergente desde el punto de vista económico, político y cultural.

De puertas adentro, el futuro Gobierno deberá afrontar el desafío del mercado interior. A partir del año 2007 se acaba el estatus de «país protegido», lo que significa un drástico recorte en el volumen de fondos comunitarios que Madrid ha venido recibiendo hasta ahora. Ello quiere decir que, en los próximos siete años, España está obligada a dar el gran salto cualitativo que le permita alcanzar la renta media de la UEM, situándose en el pelotón de los países ricos.

Ese salto hacia adelante implica para España, en primer lugar, la necesidad de convertirse en un país con superávit presupuestario, de manera que el Estado pueda realizar una contribución positiva al desarrollo y al crecimiento. En segundo lugar, demandar una mayor eficacia del gasto público, lo que equivale a decir que habrá que seguir prestando los mismos servicios pero gastando menos, es decir, gastando mejor. Y, en tercero, reclamar culminar el proceso de liberalización emprendido y abordar sin titubeos el desarrollo tecnológico. España no puede llegar a finales del próximo decenio sin haber dado su gran salto adelante en el aspecto tecnológico, lo cual, además de requerir dinero, es fundamentalmente un problema de cultura.

«Estamos obligados a aumentar sustancialmente el esfuerzo inversor en investigación y desarrollo —asegura el ministro Piqué—. Sin política monetaria propia (en manos del Banco Central Europeo) y con un margen en la política presupuestaria ciertamente estrecho, nuestra competitividad dependerá cada día más de la capacidad de innovar. Es ahí donde España se va a jugar de verdad su futuro, teniendo en cuenta que los factores reales de competitividad residen en la voluntad de innovación y modernización del tejido productivo. Las variables macro y micro de la economía española son muy buenas, pero sólo son sostenibles a medio plazo si hay una constante predisposición al cambio tecnológico».

Desde el punto de vista de la política española, además de la necesidad, ya aludida, de articular definitivamente la cohesión territorial, la próxima legislatura debería conocer una mejora de las relaciones entre los dos grandes partidos políticos nacionales, que han sido incapaces, salvo en el País Vasco, de llegar a acuerdos significativos a lo largo de la legislatura. «El PSOE ha cometido un error estratégico muy grave, como ha sido llevar al terreno de la política el intento de destrucción de personas concretas —asegura Rato—, lo cual ha tenido un coste para todos, pero sobre todo para ellos. El escándalo del lino, por ejemplo, nos enseñó que pintaban bastos, pero bastos para todos…».

Con el permiso de los votantes, el reto de José María Aznar consiste en profundizar en las reformas emprendidas para poder seguir creciendo y creando empleo, y a partir de ahí distribuir más adecuadamente esa riqueza manteniendo el rigor, es decir, el respeto a la estabilidad presupuestaria, pilar fundamental para la credibilidad del sistema.

* * *

El horizonte electoral, sin embargo, se presenta más incierto que nunca, a pesar de esos 4,4 puntos que separaron al PP del PSOE en las pasadas europeas. De nuevo un halo de incertidumbre se ha extendido entre las filas populares tras el tropiezo en las elecciones catalanas del 16 de octubre del 99. Los 17 diputados del anterior candidato popular, Alejo Vidal-Quadras, quedaron reducidos a 12, los mismos que la independentista Esquerra Republicana de Catalunya, un empate que privó al PP del «premio gordo» de convertirse en la tercera fuerza política de Cataluña y llave de la gobernación de la Generalitat para tener que conformarse con una «pedrea» en la que Pujol, libre de marcas, podrá utilizar indistintamente a Esquerra o al PP para gobernar a conveniencia. ¿Puede ganar las generales un partido que en Cataluña no llega ni siquiera al 10 por ciento de los votos?, se preguntaba Joaquín Almunia.

Dos peligros, a izquierda y derecha, asaltan al PP de cara a las generales de la próxima primavera. Por la vertiente izquierda, la desintegración de Izquierda Unida (en la que tantos esfuerzos ha puesto el Grupo Prisa) en beneficio del PSOE, algo que ya fue muy perceptible en la jornada del 13 de junio del 99. ¿Cuántos de los 2.600.000 votos que en marzo del 96 se inclinaron por IU se mantendrán fieles a Julio Anguita en marzo del 2000? Por la derecha, la aparición de fenómenos electorales tan extraños como el de Jesús Gil, alcalde de Marbella —aunque ha terminado arrojando la toalla—, y más recientemente el de Mario Conde, que podrían ocasionar a los populares serios destrozos en algunas circunscripciones debido al sistema de restos. Dicho lo cual, los dos grandes escenarios de combate electoral van a ser Cataluña y Andalucía.

Es evidente que una parte significativa de la clientela electoral del PP en Cataluña cambia de bando y abraza la escarapela de CiU en las autonómicas catalanas, de modo que las aguas, aunque no se desborden, volverán a su cauce en las próximas generales. La acción y la pasión estará centrada en Andalucía, donde el PP ha elegido a una animosa Teófila Martínez, alcaldesa de Cádiz, para discutir la hegemonía que desde el 90 mantiene allí Manuel Chaves.

Llamativa situación la de este camaleón de la política, ocupado durante toda la legislatura en plantear desde Sevilla la oposición al Gobierno central que era incapaz de articular el PSOE desde la calle Ferraz. Como opositor a Aznar, Chaves ha logrado un notable, pero, ¿y como presidente de la Junta andaluza? Lo cierto es que, gobernada por el PSOE desde las primeras elecciones autonómicas, mayo de 1982, la región sigue estando en el furgón de cola en todos los escalafones nacionales y comunitarios tanto en renta per cápita como en educación o en atención sanitaria, lo cual incita a pensar que el secular retraso andaluz no se arregla con trenes de alta velocidad y autovías, porque el problema es más profundo, más serio, es algo que tiene que ver con el modelo de sociedad que patrocina el PSOE, sociedad amancebada con la subvención, reacia a la iniciativa privada, incapaz de crear un tejido empresarial a espaldas del cual vive una Junta convencida de que crear riqueza es aumentar la nómina de funcionarios (Andalucía tiene ya más que Madrid, Cataluña y el País Vasco juntos).

Chaves repite ufano que la región ha venido creciendo una décima por encima de la media nacional en los últimos tres años, cuando Andalucía debería estar haciéndolo al doble, en cualquier caso no menos que Irlanda (en torno al 7 por ciento), para poder superar un atraso que los gobiernos socialistas (cosa que también ocurre en Extremadura y, en menor medida, en Castilla-La Mancha) están haciendo crónico.

Por todo ello, cobra cada día más fuerza la idea de que los comicios de marzo se decidirán a cara de perro en las dos últimas semanas de campaña, y que el PP y José María Aznar necesitarán fajarse sin contemplaciones en la denuncia de la corrupción felipista, que sigue larvada en espera de una nueva oportunidad, si quieren salir vivos del envite frente a una estructura de poder formidable que, a pesar de los pesares, parece continuar intacta tras cuatro años de interregno felipista, como ha demostrado la atroz sentencia condenatoria del juez Gómez de Liaño.

Cuatro años de alternancia política no han bastado para desmontar la apisonadora engrasada durante más de trece años de felipismo. El trabajo ha quedado a medio hacer, de modo que el mayor peligro que sigue amenazando la libertad y la prosperidad de los españoles es la acción concertada de ese espurio matrimonio de intereses formado por Felipe González y Jesús Polanco, los «felipancos», una pareja que, empeñada en la reconquista del poder en provecho propio mediante el artero sistema de elevar a la categoría de verdades oficiales sus manipulaciones y mentiras, sigue teniendo —como lo ha demostrado con el escándalo de las stock options de Telefónica— una asombrosa capacidad para menear el árbol de la paz social y crisparlo hasta la extenuación.

«La sociedad española ha empezado a caminar por la senda buena —asegura Josep Piqué—, lo que nos obliga a decirle claramente al votante que la vuelta del PSOE supondría hacer almoneda de lo conseguido en estos cuatro años, poniendo en peligro el futuro colectivo. Espero que, cuando el Partido Socialista vuelva a gobernar, no tenga la oportunidad de meter la marcha atrás al país». De momento, Joaquín Almunia ya ha prometido un billón de pesetas más de gasto público si gana, lo que representa una amenaza en toda regla para el equilibrio presupuestario y la salud de la economía.

El Partido Popular tendrá que pelear el resultado hasta el último minuto. Es la paradoja de la política española o, si se quiere, de un partido, el PSOE, que en las peores circunstancias posibles tiene un suelo superior a los nueve millones de votos. Pelear y poner con toda su crudeza ante los electores la disyuntiva de volver a dar el voto a Aznar o echarse de nuevo en brazos del felipismo, con su cortejo de fracasos económicos y escándalos judiciales.

Una constatación que, en sí misma, encierra una crítica demoledora contra un Gobierno, el popular, que, después de la legislatura más larga de la democracia y de los logros obtenidos en el campo de la economía, no ha sabido encandilar el corazoncito del votante, no ha llegado a calar, y sigue siendo visto como un eficaz gestor de la cosa pública capaz de merecer un gracias, pero nunca de llegar a enamorar.

Con estos bueyes hay que arar. Por eso, en el trance de depositar la papeleta en la urna, muchos ciudadanos de esa España urbana que mira a Europa no tendrán más remedio que, con la mano derecha tocándose el corazón y la izquierda tapándose los ojos, desempolvar la vieja pregunta tantas veces formulada en tantos países que vivieron paradojas parecidas: ¿estamos peor, igual o mejor que hace cuatro años?, ¿tenemos hoy más esperanzas de futuro que entonces?