Caras tristes y desconcierto en Ferraz. Tal era el estado de ánimo que el sábado 25 de abril de 1998 se apoderó de la sede central de PSOE tras la sorprendente victoria de José Borrell en la primarias socialistas.
Muchos hubieran dado dinero por escuchar lo que Felipe González debió decirle a un atribulado Almunia en las tres horas —de doce de la noche a tres de la madrugada— que el «carismático líder» permaneció encerrado con él, mientras los militantes que abarrotaban los pasillos se preguntaban por qué el ex presidente había hecho mutis por el foro sin felicitar al ganador.
Sólo después de la «filípica», González, haciendo gala del descaro que le caracteriza, había preguntado en voz alta:
—Pero, ¿alguien sabe dónde está Pepe Borrell?…
A buenas horas. José Borrell había abandonado Ferraz haciéndose la misma pregunta, pero en sentido inverso: ¿por qué no ha venido a felicitarme Felipe González?
Era todo un indicio del vía crucis que le esperaba. Porque Borrell había ganado una batalla, pero no la guerra, y estaba claro que afincar su nuevo y rutilante protagonismo en un PSOE controlado desde Suresnes por el felipismo le iba a costar sangre, sudor y lágrimas.
El primer problema para el «aparato» era que Joaquín Almunia había anunciado su decisión «irrevocable» de dimitir si resultaba derrotado. Sin embargo, inmediatamente después de escrutadas las urnas comenzaron las presiones para impedir que hiciera efectiva la promesa. «El PSOE intenta parar la dimisión de Almunia», titulaba, el domingo 26 de abril, El País, aún no repuesto de la debacle de su protegido.
Ese mismo día, en majestuoso artículo a cuatro columnas, Javier Pradera («Almunia no debió haber comprometido su dimisión antes del inicio del proceso») impartía doctrina indicando al PSOE el camino a seguir en tan doloroso trance. El ideólogo del felipismo advertía al ganador que «sería seguramente un error, tras las dos décadas de liderazgo carismático de Felipe González, tratar de repetir ese mismo modelo cambiando únicamente al protagonista. Parece mucho más razonable buscar una alternativa diferente basada en la complementariedad de Borrell y de Almunia, es decir, del candidato a presidente del Gobierno y del secretario general del PSOE». Pradera remataba su homilía proclamando las bondades de la cohabitación: «La respuesta de los militantes avala la tesis de un ticket formado por el ganador y el colocado». Majestuosa fórmula destinada a minimizar los efectos del desastre para el felipismo y su aliado, el polanquismo. Pero Pradera sangraba por la herida. El titular de su artículo («La incierta victoria del PSOE») daba a entender que lo ocurrido no era bueno para el PSOE, o al menos para el PSOE que quería su patrón, Jesús Polanco.
Ante el Partido Socialista se erguía un horizonte plagado de incógnitas, con un candidato a la Presidencia del Gobierno que, en contra de lo ocurrido en las últimas décadas, no coincidía con la persona del secretario general, lo que abría la puerta a una estructura bicéfala a la que el PSOE no estaba acostumbrado.
La llave del futuro estaba en poder de Almunia. A él le correspondía, en su soledad de derrotado, decidir el camino a tomar haciendo efectiva su prometida dimisión, lo que hubiera hecho inevitable la celebración de un congreso extraordinario, o, por el contrario, aferrándose al cargo de secretario general, lo cual, al margen de dar gusto al aparato, implicaba aceptar el ingrato papel de segundón del nuevo líder.
Para José Borrell, por el contrario, sólo había un camino lógico: proceder a la convocatoria de ese congreso extraordinario para, aprovechando el desconcierto y la perplejidad del rival, hacerse de una tacada con todo el poder como nuevo secretario general, además de candidato a la Presidencia del Gobierno. Un asunto nada fácil, cierto, porque el felipismo no estaba dispuesto a rendirse y sólo habría aceptado entregarle la Secretaría General con condiciones, especialmente una: una Ejecutiva muy controlada por el aparato, lo cual habría hecho de Borrell un aspirante con plomo en las alas.
Desoyendo las recomendaciones del sector guerrista, que le hubiera apoyado sin reservas, Borrell rechazó la posibilidad de dar un puñetazo sobre la mesa y exigir ese congreso al aceptar más o menos resignadamente la «cohabitación». Y en ese momento se puso la soga al cuello.
Porque el candidato pretendió el imposible de mandar en el partido, paseando en triunfo su candidatura por España, sin correr los peligros de un congreso y teniendo al secretario general como chico de los recados, un esquema que, en todo caso, hubiera requerido un Almunia independiente, no un guiñol movido por Felipe González con mando a distancia.
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Desde la trinchera «popular», la elección de Borrell como candidato parecía a primera vista repleta de luces y sombras. Era evidente que el PSOE había designado un aspirante a la Presidencia con más gancho que Almunia, un hombre que, como candidato, se había demostrado manifiestamente mejorable, Sin embargo, Joaquín, honesto y consecuente, abría muchos menos flancos para el ataque que Pepe Borrell.
Desde el punto de vista doctrinal, el hijo del panadero de La Pobla de Segur, un tipo pagado de sí mismo, representaba un socialismo brillantemente expuesto pero muy antiguo, desprovisto del tamiz de realismo que impone el haber pasado por el Gobierno y haber desempeñado tareas relevantes como ministro y secretario de Estado durante casi catorce años.
Enemigo del Estado de las Autonomías en tanto que partidario de un Estado central fuerte, Borrell significaba mucho sector público, mucha presión fiscal, mucho subsidio. El leridano no es un socialdemócrata al uso, sino un socialista democrático, que es cosa bien distinta. Anclado en el 68, su perfil podía resultar inquietante para determinados votantes «culturales» del PSOE, capas urbanas con niveles de renta medio/alta dispuestas a respaldar un socialismo menos dogmático que el que él representaba.
Terco como una mula cuando de dar su brazo a torcer se trata, encarnaba, sin embargo, aspectos tan singulares como atractivos para el votante tradicional del PSOE: rápido de reflejos, brillante polemista, gran comunicador, con capacidad para caer simpático cuándo quiere serlo, y con el plus, en el resto de España, del anti-pujolismo del que hacía gala cuando se desempeñaba en Madrid.
«Tranquilos, que este hombre deja muchos flancos —trataba Pedro Arrióla de apaciguar a la feligresía del PP reunida en los “maitines” de la calle Génova—, y como deje el espacio de centro vacío y sepamos movernos por ahí con soltura va a tener muy difícil ganar unas elecciones».
Apenas unos días después de su deslumbrante victoria en las urnas, Borrell publicó un artículo en el diario El País, una especie de carta abierta a Aznar sobre la reforma del IRPF en la que, por si alguien lo había olvidado, él mismo se encargó de recordar a tirios y troyanos su condición de hooligan de los impuestos. Fue un artículo que alarmó al mundo económico y que obligó al Grupo Prisa a posicionarse de forma inmediata. Jaime García Añoveros, un especie de private dancer de Jesús Polanco, se apresuró a darle un buen rapapolvo. Pepe Borrell ponía así al descubierto otro de sus flancos, importantísimo tratándose de España, cual era su dificultad para «ligar» con el mundo de Polanco, un mundo acostumbrado al trato con neofabianos tipo Rubalcaba, Solchaga, Solana, Maravall, etc., pero radicalmente reñido con la corriente jacobina por él representada. El leridano había cometido uno de los errores más graves de su corta andadura como candidato a la Presidencia del Gobierno: convertirse en una amenaza para la cartera de don Jesús Polanco Gutiérrez.
«¿Un peligro para la buena salud de la economía española? Que nadie se equivoque —aseguraba un ex alto cargo de Hacienda que durante años trabajó a su lado—. Él será lo que le interese ser. Su vena inicial es izquierdista, desde luego, pero si le conviene jugar a thatcheriano se convertirá en admirador de doña Margaret y venderá que eso es lo mejor para los pobres. Él es, por encima de todo, un pragmático dispuesto a buscar su nicho».
El mundo del dinero, sin embargo, se había asustado. Frente a la incógnita Borrell, Almunia ofrecía para los ricos una clara imagen pro-sistema. Ese mundo había invitado a cenar a Joaquín durante la campaña de las primarias. «Es una reunión que tenemos una vez al mes en la sede del BBV en Azca, en la que intercambiamos opiniones y a la que a menudo invitamos a un speaker». Almunia cenó con Emilio Ybarra, Isidoro Álvarez, Jaime Carvajal, Arturo Gil, José María Cuevas, Carlos Ferrer, Espinosa de los Monteros, García Diez, Joan Rosell, Pérez Nievas y algún otro. Una cena que hubiera pasado desapercibida si los responsables de la campaña de Almunia, mayormente Pérez Rubalcaba, no se hubieran encargado de filtrarla, sin duda para dar a entender un nivel de interlocución con los poderes financieros del que carecía Borrell.
El recuerdo de la experiencia del primer Gobierno Mitterrand en la Francia de 1981 y el efecto devastador que tuvo para la economía francesa estaba en las mentes de muchos empresarios. Es verdad que «un jacobino, ministro, nunca es un ministro jacobino», pero muy pocos parecían fiarse de él. «Este es un loco doctrinario —aseguraba uno de los ilustres invitados a la cena de Azca—, que se cree lo que dice y que, de entrada, puede colocarnos la semana de treinta y cinco horas por decreto».
Felipe, Polanco y el mundo del dinero. Una poderosa alianza se iba a poner en marcha para acabar con la carrera política del candidato Borrell a la Presidencia de la nación.
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La primera tarea que se impusieron los «felipancos» consistió en evitar a toda costa la dimisión de Joaquín Almunia como secretario general del partido, para lo que contaron con la sorprendente ayuda del propio Borrell, que, al coincidir en ello con los deseos de Felipe, creyó ingenuamente ganarse el favor del chamán socialista.
Había que establecer un estrecho mareaje en torno a la estrella errante del ganador de las primarias, y mantenerlo atado en corto para minimizar los eventuales riesgos que para el aparato y para la cartera de Polanco pudieran derivarse de un candidato que iba por libre.
Parece que en la mañana del sábado 25 de abril, horas después de conocido el veredicto de las urnas, Almunia presentó su dimisión a la Ejecutiva del PSOE, pero la realidad demostró que había puesto sobre la mesa la amenaza de dimisión sólo para asustar a los militantes, suscitando el voto del miedo. La dirección del partido, empleándose a fondo, consiguió congelar la renuncia hasta la reunión del Comité Federal del 9 de mayo, ganando unos preciosos quince días de maniobra.
Con los candidatos enzarzados en una soterrada pelea por el control del aparato electoral y la elaboración del programa con el que acudir a las próximas generales, ambos se embarcaron al mediodía del miércoles 29 de abril en el AVE con destino a Sevilla, como las parejas de tronío se embarcaban antaño en el Queen Elizabeth para pasar su luna de miel. Tras un corto paseo por el real de la Feria de Abril hispalense, ambos volvieron a sentarse frente a frente en el AVE, a las cinco de la tarde, camino de regreso a Madrid.
Y parece que el cha-cha-cha del tren cruzando media España a 280 kilómetros por hora contribuyó, al menos, a derretir el hielo, haciendo posible que un par de horas después de llegar a Atocha ambos se encerraran en la sede de Ferraz para, en la madrugada del jueves 30 de abril, dar a luz un acuerdo en torno al reparto del pastel socialista. De acuerdo con la versión oficial, Borrell pasaba a ser el «campeón» indiscutible del PSOE como líder de la oposición, mientras Almunia quedaba relegado a las domésticas funciones de la dirección política y orgánica del partido. El modelo bicéfalo se instauraba en el PSOE.
El candidato, sin embargo, había salido de aquella encerrona nocturna despidiendo un inconfundible tufillo a perdedor: Almunia se reservaba la presidencia del grupo parlamentario y de la comisión que habría de redactar el programa electoral, de modo que difícilmente el ganador de las primarias podía erigirse en «líder de la oposición». El corolario era que González, Bono, Chaves y el «cañón Bertha» de Polanco le habían tendido una trampa para elefantes, en la que el candidato había tardado menos de una semana en caer. Con tan poderosos enemigos dispuestos a segarle la hierba bajo los pies, a Borrell le esperaban días muy difíciles.
El acuerdo, en efecto, provocó la satisfacción indisimulada de los Polancos: «El factor Borrell (y Almunia con él)» tituló Pradera en rima su editorial del sábado 2 de mayo. Los prebostes de Prisa acababan de descubrir las bondades del refrán castellano que asegura que no hay mal que por bien no venga. El árbol de las primarias había dado un fruto perverso que, bien aprovechado, podía, sin embargo, ahorrar al PSOE la larga y penosa travesía por el desierto de la regeneración que habían tenido que realizar los partidos hermanos del Reino Unido (veinte años había tardado el Partido Laborista en volver al poder), Alemania (dieciocho años) e incluso Francia.
Tal vez nada estaba perdido. Tal vez un Borrell bien cogido del ronzal por Almunia y el aparato podía hacer más fácil el tránsito por el atajo que debía conducir al PSOE de nuevo al poder, sin necesidad de cambiar nada ni a nadie.
Las fuerzas vivas del PSOE, sin embargo, no estaban dispuestas a olvidar la derrota de las primarias ni «el pasado» del candidato. Para ellas, Borrell era «un cuerpo extraño, un añadido espurio que distorsiona, retuerce y enloquece la estructura normal del partido», aseguraba un economista muy cercano a Carlos Solchaga. «El problema es que no sabe nada de nada. No sabe de economía, fuera de los cuatro trucos que ha aprendido, y tampoco sabe de sanidad, ni de obras públicas, ni de… Y cuando habla, mete la pata y dice lo contrario que Almunia, y todos nos llevamos las manos a la cabeza porque la gente se va a dar pronto cuenta de lo que muchos sabemos hace tiempo: que es un bluff».
El domingo 3 de mayo, Luis Yáñez, convertido en sorprendente mano derecha del candidato, y Cipriá Ciscar firmaban un acuerdo de nueve puntos que salvaba la legitimidad del 34º Congreso (Almunia era el secretario general) y la de las primarias (Borrell era el candidato a la Presidencia del Gobierno y el líder social y parlamentario).
Sólo las bases confiaban en él, un detalle que nunca ha significado gran cosa para las oligarquías de los partidos políticos españoles. Frente a Almunia, percibido como un fiel lugarteniente a quien González había recurrido para que le guardara la silla mientras bajaba a comprar tabaco al estanco de los GAL, Borrell era considerado por la militancia como una verdadera alternativa, sentimiento que tuvo su reflejo en las encuestas, las cuales, inmediatamente después de las primarias, le otorgaron hasta diez puntos de ventaja sobre Aznar en unas hipotéticas elecciones generales.
Para la inmensa mayoría de honrados militantes socialistas, el de La Pobla de Segur tenía la ventaja de actuar como «efecto esponja» sobre el pasado de corrupción de los últimos gobiernos socialistas. ¿Significaba Borrell el final del felipismo? La más elemental prudencia aconsejaba no entregarse a juicios precipitados. «Borrell no es enemigo del felipismo —aseguraba Federico Jiménez Losantos—, porque el felipismo es esencialmente una estructura de poder, y porque el polanquismo no está para hacer ninguna renovación».
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Ocurrió, sin embargo, que el ímpetu inicial del candidato se extinguió enseguida como cohete de feria. En efecto, a la altura de julio del 98 el «efecto Borrell» se había transformado en el «efecto gaseosa». Humo que en dos meses se llevó el viento.
¿Qué había pasado? Que al genio elegido por la militancia para poner a José María Aznar de patitas en la calle le habían puesto la cara del revés. El esperado cuerpo a cuerpo tuvo lugar con motivo del debate sobre el estado de la Nación, y allí, en la tribuna de oradores, donde se suponía que las innatas cualidades del candidato, su ademán fácil, su verbo inflamado, sus felinos reflejos acabarían con el presidente a las primeras de cambio, allí precisamente se llevó Borrell un revolcón que habría de resultar mortal de necesidad para el futuro de su carrera política.
Pocas veces un aspirante recibido con tanta expectación había quemado sus naves con tanta rapidez. El resultado del debate sirvió para envalentonar definitivamente a los muchos y muy poderosos enemigos de Borrell dentro del aparato socialista. Aquellos que albergaban alguna esperanza electoral con él, la perdieron. El porcentaje de los que pensaban que el PP ganaría las próximas generales subió de forma llamativa tras el espectáculo del Congreso de los Diputados. El candidato era un soldado al que habían enviado a la batalla con una sola bala en la recámara de su fusil, pero ¿le dejarían utilizarla o decidirían dar con él en tierra sin esperar siquiera a las elecciones generales?
El fiasco Borrell —que se iría acentuando en sucesivos debates parlamentarios— no hizo sino consolidar la idea de que la «derrota dulce» del 3 de marzo del 96 se estaba convirtiendo en una realidad más amarga de lo que muchos pudieron imaginar. En la primavera del 98, cumplidos dos años del Gobierno Aznar, con la economía en plena fase expansiva, el ciclo político parecía empeñado en regalar dos mandatos al austero y bigotudo castellano que a la sazón regía los destinos de España. Los ciudadanos, que durante años se habían mostrado encantados con la gracia sevillana de González, parecían ahora mucho más interesados en buscar empleo, comprar coche, pedir una hipoteca y prosperar. Se acabó la feria.
Y ocho años eran tiempo suficiente para que el país experimentara un cambio drástico. Incluso en el caso de que el PSOE volviera a ganar las generales del 2000, la España que tendría que gobernar sería muy distinta de la que dejó en aguda crisis económica e institucional en 1996.
El PSOE se convirtió en un gallinero. El binomio se transformó en terna. Almunia por un lado, Borrell por otro y, entre ambos, el fantasma de un González que, cual Júpiter tonante, aparecía cada dos por tres en escena con su dedo admonitorio levantado para recordar un ¡aquí estoy yo! crispado, agresivo, hosco. Un Felipe a quien sus preocupaciones judiciales volvían miserable, angustiado por el ingreso en la cárcel de José Barrionuevo, temeroso de que, privado de libertad, su antiguo subordinado pudiera un día comenzar a hablar, arruinando definitivamente su paso por las páginas de la Historia.
Los dos principales protagonistas del caso Marey, «Pepe» Barrionuevo y Rafael Vera, ingresaron en prisión a las siete de la tarde del jueves 10 de septiembre del 98, tras un par de bochornosas jornadas que culminaron en el lamentable espectáculo que algunos dieron en llamar «la batalla de Guadalajara bis».
González —que se jugaba mucho en el mantenimiento de la moral de los condenados— se había visto obligado a salir a la palestra y colocarse de nuevo al frente del PSOE, reduciendo la figura de Borrell a la de un pigmeo acobardado, dispuesto a contemplar el espectáculo desde una esquina. Aquella tarde, más de uno pensó que las aguas del PSOE habían vuelto a su cauce, y que no era aventurado pensar que Felipe, de nuevo en el puente de mando, volviera a ser el candidato socialista a la Presidencia del Gobierno.
El horizonte judicial del «carismático líder» no invitaba, sin embargo, a las alegrías. Las señales que llegaban del Tribunal Supremo no eran nada tranquilizadoras. Algunos jueces y magistrados parecían decididos, al margen de la ideología, a devolver el respeto a la Justicia haciendo una escabechina con todo lo que cayera en sus manos. Los acusados de Filesa, la Mesa Nacional de HB y Mario Conde, entre otros, ya habían resultado empitonados. «Hay que tener cuidado de no saltarse ni un semáforo —aseguraba un conocido político popular—, porque quien caiga ahora en manos de un juez va para el trullo. Aquí no se salva ni Dios, que decía Blas de Otero».
La preocupación de González, con todo, no estaba centrada tanto en el caso Marey como en los juicios del GAL que vendrían después, especialmente en el de Lasa y Zabala, unos asesinatos especialmente dramáticos, cuya mera descripción en pública audiencia podía tener un efecto devastador sobre él.
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Nadie tan desencantado con la pobre performance parlamentaria de Borrell como los Polancos. A la altura del verano del 98 pensar en González —dando por sentado un final feliz en la batalla judicial del ex presidente— como candidato a unas hipotéticas elecciones generales en el 2004 significaba para Jesús Polanco una espera de seis años, demasiado tiempo para remar enfrentado al Gobierno, casi una eternidad sin el favor político y un riesgo excesivo para el negocio. Aquéllos eran años suficientes para permitir la consolidación de grupos alternativos de comunicación capaces de competir con ventaja con Prisa. Una apuesta complicada, difícil de mantener hasta el final. ¿Esperar seis años cruzados de brazos? De momento, y mientras se decidía la suerte de Pepe Borrell, la única salida al alcance del grupo de comunicación más influyente del país consistía en tratar de impedir por todos los medios una nueva victoria del PP en las generales o, en todo caso, hacer imposible la mayoría absoluta. ¿Cómo? A base de la medicina tradicional: palo a la burra blanca, palo a la burra negra.
Al servicio de esa estrategia, Juan Luis Cebrián dimitió de su cargo de consejero delegado de Sogecable para volver a tomar las riendas periodísticas del Grupo, relanzando sus tradicionales puntos fuertes, aquellos que le habían dado dinero y fama a su dueño, es decir, la utilización de El País como máquina ideológica y de amedrentamiento del contrario, el uso del «cañón Bertha» contra las posiciones del Gobierno por dos vías: las acusaciones de corrupción contra miembros del PP, una estrategia que se pondría en marcha fundamentalmente a partir del verano del 98, y el fuego graneado contra los peones más significativos del presidente.
Como todo cazador inteligente, Cebrián se iba a echar al monte dispuesto a irse cobrando las piezas una a una: Pedrojota (o el principal apoyo mediático), que había quedado malherido como consecuencia del vídeo sexual; Villalonga (o los recursos financieros de Telefónica), un asedio que había cumplido ya su segundo año, y Francisco Álvarez Cascos (o la derecha sin complejos), a quien había que dar el empujón definitivo. Adicionalmente, había que preparar una operación especial para frenar en seco el impulso ascendente de Josep Piqué (o la nueva imagen del centro). Se trataba de dejar desprotegida la ciudadela del gran jefe, a quien había que privar de sus máximos apoyos.
Sólo una cosa podía alterar estrategia tan cuidadosamente diseñada, y era que el Gobierno, temeroso de las consecuencias sociales y electorales de la crispación creada por Prisa, enarbolara bandera blanca y ofreciera a Polanco una negociación favorable que le sacara del atolladero de Sogecable, y abriera la puerta a un trato de favor similar al que había disfrutado con los gobiernos de González.
Si durante la primera mitad de la legislatura la tarea del binomio PSOE/Prisa como oposición al Gobierno Aznar se había centrado en intentar su liquidación por la vía rápida, durante la segunda mitad, el matrimonio de intereses Felipe/Polanco se iba a ver abocado a una estrategia de desgaste mucho más lenta, ingrata y dura. Con el PSOE convertido en un gallinero, la labor de oposición iba a recaer definitivamente sobre las espaldas de Cebrián, quien, desde las páginas de El País, convertido de hoz y coz en un periódico de partido, se disponía a marcar día a día, a través de sus editoriales y noticias relevantes, la labor de oposición del PSOE en el Parlamento. Nunca como hasta ese momento iba a quedar tan en evidencia la condición del PSOE como partido gregario de un grupo de comunicación.
Alguna gente podrá argüir que eso fue precisamente lo que hizo El Mundo con el PP durante el último Gobierno González. Con una pequeña diferencia: que durante la legislatura Aznar el director de la Guardia Civil no se ha fugado a Laos; que el gobernador del Banco de España no ha engañado al Fisco; que el ministro del Interior no se ha metido en el bolsillo los fondos reservados; que el Estado no ha organizado una banda terrorista; que la Inspección de Hacienda no ha robado, y así sucesivamente.
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Francisco Álvarez Cascos encabezaba la lista de los potenciales objetivos. Es proverbial la animadversión que los «felipancos» sienten hacia el vicepresidente primero del Gobierno, un sentimiento que parece estar sustentado en la total ausencia de complejos ante la «progresía» de izquierdas de la que tradicionalmente ha hecho gala.
Cascos, en efecto, se ha convertido en esta legislatura en martillo del felipismo y de su soporte mediático, el polanquismo. Y ambos, en justa reciprocidad, le han distinguido con un ensañamiento especial. Con escasos resultados, porque sus enemigos no han comprendido que al asturiano no le importaba terminar en la cuneta política. Al contrario que Rodrigo Rato, primer candidato a suceder un día a José María Aznar, Álvarez Cascos no participa en ese juego. Él, como ocurriera con Alfonso Guerra durante los primeros gobiernos González, está en esa trinchera para llevar a cabo una serie de trabajos ingratos. Sabe que se puede quemar, pero no le importa. Es un papel que tiene asumido y que está dispuesto a desempeñar hasta el final.
En los días previos al inicio del juicio Marey, el felipismo y sus altavoces mediáticos sacaron a relucir la historia de su entrevista con Pedrojota y el abogado de José Amedo en el despacho del director de El Mundo, en la cual el entonces secretario general del PP habría prometido el indulto al ex policía si cambiaba el sentido de su declaración ante los tribunales inculpando a González.
El asunto llegó al Parlamento el 22 de abril del 98, días antes de las famosas primarias. Pero, como ya ha quedado relatado, Cascos no sólo se defendió, sino que contraatacó con dureza, apuntando a Felipe como jefe de la trama político-policial de los GAL. González llegó a referirse a él como «el perro rabioso de ayer, que sabe todo sobre los servicios secretos, y él sabe que yo lo sé, pero no sabe cuánto sé y puedo decir que ayer mintió, pero que le va a costar seguir mintiendo». Al margen del tono, el fondo de la diatriba revelaba lo que desde el año 82 ha sido un secreto a voces: que el felipismo utilizó el Cesid, los servicios secretos, no para defender al Estado, sino para hurgar en la vida privada de las personas con fines partidistas e incluso personales.
Pero el vía crucis de Álvarez Cascos no había hecho más que empezar. En realidad, el vicepresidente del Gobierno contaba con todas las papeletas para ser objeto de las iras de Polanco desde que, tras el famoso 24 de diciembre del 96, había bajado a la arena para dirigir personalmente las operaciones de la «guerra digital» contra un grupo de presión que le había echado un pulso al Gobierno legítimo de la nación.
Sobre Cascos había caído, además, una desgracia inesperada cual era la sublevación del presidente regional asturiano, Sergio Marqués, un hombre que había sido precisamente cooptado por él a la Presidencia del Principado. Un «accidente» político mortal de necesidad. Podría haber hecho mutis por el foro al hacerse patente el cariz de un personaje que devino en una especie de reyezuelo, un jefe de bandería de esa tradicional derecha levantisca y montaraz, pero Cascos se dio por aludido, porque Marqués era una «criatura» política suya, de modo que, muy en línea con su carácter, entró a ese trapo con la energía de un toro de lidia causando muy serios destrozos. «Vamos a perder Asturias —aseguraba un líder del partido—, porque la imagen de prepotencia, de aplastamiento, de dureza que ha dado Cascos se compadece mal con esa idea de centro edulcorado que quiere vender Aznar. Lo de Asturias nos ha hecho un daño enorme».
El vicepresidente primero, por otro lado, se había convertido en el principal valedor del PNV ante el Gobierno Aznar. Frente a las posiciones de firmeza de un Mayor Oreja, el «malo» oficial de Arzalluz, Cascos —con el visto bueno del presidente— había querido desempeñar el papel de interlocutor privilegiado con el nacionalismo vasco, ser el «bueno» del pope euskaldún, hasta el punto de que entre ambos se estableció una línea de afinidad, una relación de confianza que, en el nuevo escenario político propiciado por el Pacto de Estella y la declaración unilateral de tregua de ETA, no era precisamente la mejor tarjeta de visita hacia el futuro.
Last but not least, el asalto a la fortaleza de Cascos por parte del Grupo Prisa iba a tener lugar sobre un campo de minas que, según creencia generalizada, el propio vicepresidente había ido dejando a lo largo del tiempo entre sus propios compañeros de partido. «Durante sus años de secretario general, Cascos ha laminado y humillado a muchos compañeros, de modo que ahora hay demasiada gente dispuesta a subirse al carro de la venganza, gente que hasta ahora no ha movido un dedo por puro miedo. Cascos lo tiene jodido…», aseguraba un significado miembro del PP.
Ninguno se habría atrevido a enseñar la oreja si Paco Álvarez Cascos no hubiera tenido en frente a un grupo tan poderoso como Prisa y si, mucho antes, no hubiera hecho añicos el gran negocio que Jesús Polanco pensaba hacer con la televisión por cable, primero, y la digital, después. Porque, cuando a la altura de julio del 98 comenzaron los más duros ataques contra él, Polanco era un señor que había pasado de ganar 10.000 millones de pesetas limpios en el 96 con su Canal Plus a perder más de 3.000 millones al mes por culpa de Canal Satélite Digital (CSD), y todo para conseguir apenas 72.000 nuevos abonados, puesto que la gran mayoría eran producto de la migración desde Canal Plus a CSD. Estaba claro que los Polancos no le iban a perdonar nunca.
Una obcecación que sorprendía al propio afectado, «porque yo no he pretendido perjudicar al señor Polanco, es más, recuerdo que uno de mis primeros actos públicos, recién formado el Gobierno, fue acudir a la celebración del 20 aniversario de El País, el 3 de mayo del 96».
«No me dedico a fabricarme enemigos. Ahora bien, si alguien imagina que un gobierno puede estar sometido a las decisiones de un grupo de comunicación, por importante que sea, está equivocado. Yo tengo muy claro dónde empiezan y terminan las responsabilidades del Gobierno y de los agentes económicos. Es posible que los señores de Prisa no entiendan eso, porque, acostumbrados a tener al Gobierno a su servicio, quieren que también éste sea su lacayo. Eso no puede ser, de modo que si por tal motivo me convierten en su enemigo es su problema. No estoy dispuesto a tener aquí abierta una oficina de intereses para nadie».
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La ocasión de cargar contra él se presentó con motivo del «viaje al centro» de José María Aznar, en el verano del 98. A la cacería, como demostración de la fuerza de arrastre que ejerce El País, se sumaron casi todos los medios de comunicación, generalmente con tanta convicción como ausencia de base informativa.
Para unos y otros, el anuncio de que Cascos dejaría la Secretaría General del PP en el Congreso a celebrar en enero del 99 no era sino la prueba del nueve de que el vicepresidente había caído en desgracia, y de que el viaje al centro de Aznar se iba a cobrar, tras la dimisión de Miguel Ángel Rodríguez, su segunda víctima de importancia.
El propio interesado había manifestado en diversas ocasiones su deseo de abandonar el cargo. En marzo del 97 lo había hecho en una entrevista aparecida precisamente en El País, y cuantas veces había sido preguntado al respecto había respondido en la misma línea: «Efectivamente, quiero dejarlo, pero sin ánimo de convertir eso en noticia, simplemente como algo normal. Tan normal que ese deseo mío no fue nunca titular de periódico durante el año 97, ni durante la mayor parte del 98, excepto cuando a alguien le convino sacarlo a colación».
Ya antes del verano del 98, cuando comenzaron a florecer los primeros rumores en torno a su situación, Aznar, en el curso de un despacho rutinario, abordó la cuestión en términos coloquiales:
—Oye, Paco, ¿sigues manteniendo lo de dejar la Secretaría General?
—Por supuesto. Ya sabes que quise que mi último mandato fuese el del 93. Me pediste que siguiéramos hasta el 96 y creo que ya es hora de pasar página.
—De acuerdo, de acuerdo. Te lo pregunto porque habrá que ir tomando algunas decisiones previas.
—Que sepas que no lo hago sólo por mí, sino porque considero que te viene bien a ti y le viene bien al partido, al permitir ir haciendo los ajustes necesarios.
Pero la ola del «casquicidio» fue ganando cuerpo, hasta convertirse después del verano en una verdadero maremoto. El lastre que el presidente del Gobierno pretendidamente quería soltar incluía, además de al vicepresidente primero, a toda una serie de personajes de la vieja guardia, caso de Gabriel Cisneros, Martín Villa, Ortí Bordás y algún otro. Era como si, además de un tirano despiadado, Aznar fuera una suerte de Rambo que, metralleta en mano, estuviera dispuesto a fumigarse a todo aquel que le hubiera ayudado a llegar hasta la cumbre.
El líder del PP habló por fin en la Junta Directiva Nacional del partido celebrada a principios del otoño. Acostumbrado a reírse con muchas de las cosas que se publicaban, consideró que el asunto había rebasado ya los límites de la lógica:
—Habréis visto en las últimas semanas que, al hilo del supuesto giro al centro, mucha gente anda diciendo que me voy a cargar a Fulano y a Mengano y a Zutano, todos de golpe, hasta el punto de que, en realidad, lo único que no ha salido publicado todavía es en qué cementerio los voy a enterrar… Ni que decir tiene que todo es un dislate, y que, sobre este asunto, sólo quiero recordar a la Junta Directiva y a todos los que me conocen un poco que yo siempre he hecho las renovaciones por adición.
Una explicación que casaba con la línea argumental del asturiano, según la cual se equivocaban quienes creían que ese giro significaba que Aznar iba a mandar a galeras a quienes hasta entonces habían estado a su lado para sustituirlos por nuevos y taumatúrgicos descubridores de un nuevo centro. Y se equivocaban porque la filosofía de Aznar es la de la «renovación por adición».
Pero la tormenta parecía imparable. En aquel ambiente desquiciado, unas cortas vacaciones del vicepresidente dieron lugar a un embrollo de dimensión casi nacional. La verdad es que las vacaciones de Álvarez Cascos (que suele tomar en septiembre u octubre, en función de las de Aznar) han dado mucho juego periodístico a lo largo de la legislatura.
En efecto, a finales de septiembre del 96, el vicepresidente se largó aquella frase, plena de finura, del «terrorismo de bodeguilla», de modo que cuando, en la primera semana de octubre, aprovechando la ausencia de sesiones parlamentarias, Cascos se fue de viaje, los felipistas encontraron una explicación muy ad hoc: «Aznar ha mandado al lenguaraz éste de vacaciones…».
Los divertidos episodios provocados por las vacaciones de Cascos en octubre del 96 y del 97 iban a quedar en nada comparados con la marimorena que se armó en el 98. A petición socialista, las vacaciones parlamentarias de la primera semana de octubre fueron trasladadas a la segunda, lo que obligó a Cascos a hacer otro tanto con su tradicional escapada otoñal. Pero la segunda semana del mes incluía la festividad del 12 de octubre, de modo que no compareció en las celebraciones correspondientes. ¡Gran crisis de Gobierno! Es verdad que también faltaba Rodrigo Rato, pero Rato no contaba para los fines que se perseguían. En plena vorágine especulativa, alguien llegó a mencionar que había viajado a Houston para hacerse una revisión. Algunos estaban dispuestos a matarle, y no sólo metafóricamente.
Cascos y su esposa, Gema, no estaban en Houston, sino en Miami. En el viaje de ida había ocurrido una curiosa anécdota. Una azafata, primero, y el comandante del avión, después, les invitaron a pasar a primera clase, donde había asientos vacíos. Ante la negativa de los agraciados, el comandante volvió a insistir con un argumento definitivo:
—¡Es que en el avión mando yo!
—En el avión mandará usted —respondió Cascos—, pero en el Congreso de los Diputados las preguntas las contesto yo.
Entre bulos que a menudo rozaban el mal gusto, una mañana, con esa forma casual que tiene de abordar los temas, Aznar le sorprendió con una pregunta:
—Oye, Paco, no estarás preocupado con lo que se está publicando estos días, ¿verdad?
—José María, ¿tú has dicho algo por lo que yo tenga que preocuparme?
—Ni una palabra, que yo sepa.
—Pues olvídate, porque el día que yo tenga unas décimas de preocupación te lo plantearé directamente.
La conversación acabó entre risas. Y, como es norma en el presidente, en el silencio contiguo. Los que confían en que Aznar cierre una conversación con una frase rotunda pueden esperar sentados. Es una forma de ser que provoca no poco desconcierto entre quienes acuden a plantearle un problema y creen irse de vacío porque el presidente no ha rematado la faena con una media verónica. En tales ocasiones, es Cascos quien oficia de acreditado hermeneuta:
—Pero, vamos a ver, ¿qué os ha dicho Aznar?
—Nada. Sólo nos ha escuchado.
—Suficiente.
* * *
A primeros de octubre, el presidente invitó a almorzar a cuatro directores de periódico y, en presencia de Pedro Antonio Martín Marín, abordó el inevitable caso Cascos:
—Sólo os voy a decir una cosa sobre este asunto —anunció—, porque no quiero entretenerme en esta clase de especulaciones, y es que estáis meando fuera de tiesto, porque mientras yo esté aquí Cascos va a estar en su despacho, de modo que allá vosotros, pero que sepáis que este señor estará conmigo hasta que él quiera,
La tormenta, sin embargo, no había pasado. El miércoles 11 de noviembre, la Junta Directiva Nacional del PP puso en marcha el XIII Congreso del partido, dejando en evidencia la ausencia de Álvarez Cascos de cualquier papel protagonista. José María Aznar, en gran maestre de ceremonias, dio los nombres de los elegidos para la gloria del siglo XXI: el vicepresidente económico, Rodrigo Rato, y el ministro de Trabajo, Javier Arenas, encargados de la redacción y defensa de las ponencias más relevantes. Como aspirantes fueron nominados Eduardo Zaplana, Luisa Fernanda Rudí y Ángel Acebes. Pío García Escudero recibió el encargo de presidir la comisión organizadora del evento.
Ni una sola mención a Álvarez Cascos. Ni una referencia a su desaparición de las tareas congresuales. Una actitud que muchos consideraron una crueldad innecesaria, porque una sola frase de recordatorio en labios del presidente hubiera servido para salvarle la cara y evitar el chaparrón de especulaciones que de nuevo se avecinaba. Cascos parecía definitivamente muerto, y el silencio de Aznar era su peor sudario.
«Aznar margina a Cascos y apuesta por Rato y Arenas», tituló El Mundo a toda plana. Los medios de comunicación se lanzaron sobre los despojos del vicepresidente primero del Gobierno. Era la hora de la revancha para todos aquellos que guardaban en el armario de la memoria alguna afrenta del todavía secretario general.
Cascos partió a las pocas horas para Centroamérica, acompañando al príncipe Felipe en visita a las zonas devastadas por el huracán Mitch, dejando sobre la piel de toro su carrera política atacada por los cuatro puntos cardinales. «Da asco ver cómo gente que tiene la lengua marrón de adularle, corre ahora a manifestar su adhesión inquebrantable a Pío García Escudero —señalaba Juan José Lucas ante un grupo de periodistas—, y todo porque Pío se va a encargar de confeccionar las listas electorales para las próximas generales».
En Madrid, el entorno de Álvarez Cascos asistía alucinado al festín. «Ya sabíamos lo que iba a pasar al acercarse el Congreso. En realidad, sabíamos lo que iba a pasar cuando, hace ya más de un año, Paco anunció su intención de dejar la Secretaría General, y lo sabíamos porque hay muchas facturas que la gente se quiere cobrar en esta hora… —señalaba su jefe de prensa, Florentino Alonso—, y esto va a seguir así hasta que se celebre el Congreso».
Especialmente llamativo resultó el tratamiento dado por El Mundo al apartamiento del vicepresidente, «porque Pedrojota es un hombre al que Paco ha ayudado mucho, más de lo que pueda imaginarse». Pero el propio Cascos decía seguir bastante tranquilo, «y también bastante alucinado, entre otras cosas porque yo nunca he participado en la redacción de las ponencias de los congresos del PP».
Cercana ya la Navidad del 98, el Partido Popular celebró un acto multitudinario en el hotel Eurobuilding de Madrid, con cena incluida. A los postres, el presidente tomó la palabra para, casi al final, sorprender al respetable con un sereno alegato en favor de su vicepresidente primero. Y entonces, a punto de levantarse la reunión, cuando alguna gente abandonaba ya sus asientos, con Aznar citando a Cascos, hablando elogiosamente de Cascos, pudo observarse, con la escasa discreción que la situación permitía, cómo algunos de los que ya le daban por muerto trataban de reubicarse cerca del supuesto «cadáver» para darle sus más fervientes parabienes. La política.
Sin embargo, la marejada del Congreso pasó. Álvarez Cascos abandonó la Secretaría General y aquel cadáver que muchos creían bien muerto sigue vivo y coleando. «¿Pero es que alguien pensó que Aznar iba a cambiar de golpe su método de trabajo? —se pregunta uno de los “fontaneros” de Moncloa—. La semana siguiente del Congreso volvieron a reunirse de nuevo, como todos los lunes del año, en la sede de Génova o en el palacio de La Moncloa, las mismas personas, los Aznar, Rato, Arenas, Mayor Oreja, Rajoy, Piqué, Martín Marín, Acebes y Arrióla para los “maitines” de los lunes. Y allí estaba, naturalmente, Paco Cascos».
* * *
El mismo Congreso en el que Francisco Álvarez Cascos dejaba la Secretaría General del PP con cierto aire de político amortizado asistía a la consolidación de Josep Piqué como valor en alza dentro del partido y del Gobierno. La estrella que durante años alumbró la dura travesía del desierto del PP se ponía por el ocaso mientras en el horizonte político español emergía un astro llamado a brillar muy pronto con luz propia.
Piqué, presente en la foto a la derecha del Dios padre Aznar, aparecía como el triunfador indiscutible de un Congreso que había puesto broche de lentejuelas al «giro al centro». El ministro de Industria y portavoz del Ejecutivo, que aprovechó la ocasión para oficializar su militancia en el partido, aparecía a los ojos de mucho observador sagaz como un candidato capaz de competir un día por la sucesión, sin duda un caso de inusitada precocidad en un hombre que dos años antes había entrado en la política casi por la puerta de servicio.
En realidad, Josep Piqué era la sorpresa de la política española, el visitante inesperado, la carta que Aznar se había sacado de la manga para ponerle rostro —dialogante, persuasivo, «centrado»— al famoso giro de su Gobierno. La comparación, simplemente gestual, con Miguel Ángel Rodríguez no podía resultar más llamativa. El PSOE, sorprendido por una aparición con la que no contaba, tardó en reaccionar. Y fue, como de costumbre, el Grupo Prisa quien advirtió el peligro que este hombre entrañaba.
La tregua concedida por el PSOE a la «cara amable» del Gobierno del PP duró exactamente cinco semanas. El 17 de agosto, la cúpula socialista, martirizada por las consecuencias de la sentencia del caso Marey, se lanzó contra la yugular de Piqué. Se acabo lo que se daba. El ministro portavoz había dicho que el Gobierno mostraría altura de miras con Vera y Barrionuevo siempre que hubiera «una asunción de las consecuencias y del contenido de la sentencia», afirmación que desató la furia del felipismo. Según Rubalcaba, el hombre que con Cebrián, y a las órdenes directas de Felipe, iba a dirigir el cañoneo contra el catalán, «esto lo sitúa en la línea más chantajista del Gobierno. Va a acabar haciendo bueno en poco tiempo a Miguel Ángel Rodríguez».
Recién llegado a la portavocía, Piqué recibió el encargo del presidente de intentar establecer una relación normal con todos los medios de comunicación.
—¿Eso significa que tengo que hablar con Polanco?
—Naturalmente. Ya sabemos que El País va a hacer todo lo posible para que no ganemos las próximas elecciones, pero vamos a tratar de establecer al menos una relación civilizada, a ver si podemos acabar de una vez con este período de hostilidades.
Piqué llamó entonces a Polanco, y el dueño de Prisa, un caballero, le invitó a cenar en su casa de Méndez Núñez. El mes de julio caminaba aceleradamente hacia su final, con la promesa de unas vacaciones inmediatas. En un ambiente relajado, Polanco y Piqué cenaron mano a mano, se tantearon cordialmente y se emplazaron para un nuevo encuentro que tendría lugar después de las vacaciones, «como a finales septiembre», propuso el editor. Una cena elegante, donde no se tocó ningún tema que pudiera provocar riesgo de chispazo.
Y, en efecto, en septiembre ambos entraron de nuevo en contacto para repetir el ágape de julio, tan agradable él, pero esta vez Polanco preguntó al ministro si tendría inconveniente en que acudiera también Cebrián, y el ministro respondió que ninguno, Jesús, faltaría más, pero que si iba a estar presente Juan Luis él acudiría acompañado, si no te importa, claro, por el secretario de Estado de la Comunicación, Pedro Antonio Martín Marín, y Polanco que nada, estupendo, haremos una cena a cuatro, ¿queréis venir a casa?, no hay ningún problema, Jesús, pero creo que me toca invitar a mí, de modo que te propongo que os vengáis a cenar aquí, ¿dónde?, ¿a Moncloa?, sí, a Moncloa, si no tienes inconveniente, no, no, en absoluto, mira, será la primera vez que vaya allí con Juan Luis desde que gobierna el PP, ¿no me digas que no habéis estado en Moncloa desde abril del 96?, sí, hemos estado, pero no juntos, ah, pues mira, magnífico, ya es hora de arreglar eso…
De modo que un viernes de principios de otoño del 98 los hombres fuertes de Prisa ponían pie en el recinto presidencial para cenar en compañía del ministro portavoz y el secretario de Estado de la Comunicación.
Fue un ágape distendido, agradable, manejado con habilidad por ambas partes, dispuestas a evitar que los escollos que pudieran surgir en el camino impidieran un final feliz.
Allí estaba el nuevo centro derecha español compartiendo mesa y mantel con otra derecha rancia, falangista, travestida de izquierda afrancesada y snobisb, izquierda «progre» que, con el felipismo por muleta, se había adueñado a partir del 82 de gran parte del pastel patrio y se creía tocada por el dedo de Zeus para reinar muchos años sobre las parameras de España, porque aquí, decía Polanco a la altura del segundo plato, aquí la izquierda no ha gobernado nunca y la derecha siempre, bueno, vamos a ver, sí, la izquierda ha gobernado algo más de trece años, pero es que la derecha lo ha hecho siempre.
—Pues eso no es verdad, Jesús, porque, si me permites una reflexión…
—Sí, sí, claro, cómo no.
—Es verdad que la izquierda democrática ha gobernado, y habría que decir que con tics autoritarios muy fuertes, esos casi catorce años, pero ya gobernó con anterioridad, y mejor que no nos acordemos de la experiencia.
—¿Qué quieres decir?
—Que mejor que no nos acordemos del Frente Popular en el 36, mejor que tampoco nos acordemos de lo que hizo en octubre del 34, cuando no se le ocurrió cosa mejor que montar un golpe de Estado en toda regla, y mejor que nos olvidemos del 31 y Casas Viejas y la Primera República.
—Si te metes por esos caminos, ministro, cualquier estudiante de Historia podría sacarte los colores con mil ejemplos de…
—Es que ahí quiero ir a parar, porque es verdad que la izquierda democrática no gobernó hasta el 82, pero también es verdad que la derecha democrática tampoco ha gobernado hasta el 96, ojo, no digo la derecha, sino la derecha democrática, porque, si hacemos abstracción de la UCD, que fue un fenómeno muy peculiar, es la primera vez que gobierna la derecha democrática. Lo mismo que la izquierda.
—Hombre, no deja de ser una interpretación interesante…
—No es una interpretación, Jesús, es la realidad, y si la izquierda democrática ha gobernado esos trece años largos, ¿no vamos a concederle a la derecha democrática la misma oportunidad, o es que le vamos a negar a esta nueva derecha la posibilidad de transformar el país? El drama del PSOE es que, en el fondo, piensan que el hecho de que no estén gobernando no es sólo una anomalía, sino una intolerable injusticia histórica…
—Bueno, bueno, que todos los gobiernos creen que nadie hizo nada antes que ellos.
—Pues a la vista está lo que está haciendo éste… y, la verdad, a veces no os entiendo, porque lo que debería hacer un grupo como el vuestro es criticar a este Gobierno porque el proceso vaya tan lento.
* * *
Gracias a Dios era viernes y al día siguiente no había que madrugar, de forma que los cuatro comensales se arrellanaron en otros tantos confortables sofás para una larguísima sobremesa en torno a una botella de whisky de malta y mucho hielo.
A Polanco y su lugarteniente les interesaban muchas cosas, como el modelo de televisión pública, los criterios de reparto de frecuencias de FM, el proceso de concentración de medios, las ideas en torno a la renovación de las licencias de televisión privada…
Y Piqué, decidido a aprovechar la oportunidad que le brindaba una partida en la que se jugaba mucho, entró a fondo remontándose aguas arriba a la victoria electoral del PP, una victoria raspada cuando las encuestas habían pronosticado otra casi aplastante. Ese resultado, aseguró el ministro, provocó no poca decepción en las filas del partido y un sentimiento de que no se conseguiría ampliar el margen en tanto en cuanto no se lograra alterar el desequilibrio existente en los medios de comunicación, claramente favorable al PSOE. Una alternativa era decir, bueno, ahora que tengo el poder voy a configurar el anti-Prisa…
—¡Que es lo que intentó hacer Rodríguez! —apostilló un sardónico Cebrián.
—Bien… No voy a entrar a valorar lo que hizo gente que ya no está aquí. Repito, la alternativa era hacer el anti-Prisa y meter en un mismo saco a todo lo que se había opuesto al felipismo y quedaba fuera del ámbito de Prisa, con lo esquemático que eso pudiera resultar, porque, ciertamente, la sociedad española es mucho más diversa y compleja que todo eso, pero bueno, alguien podía tener esa tentación juntando a la COPE, a El Mundo, a Pedrojota, a Ansón…
—¡Pero, ministro, si eso es lo que está haciendo Telefónica!
—Mi opinión personal es que eso no se puede meter en un mismo agujero, porque la derecha española es plural, de modo que el intento de aglutinar eso estaba condenado al fracaso, en mi modesta opinión. Al margen de que quien pretendiera crear un gran grupo anti-Prisa debía ser consciente de que eso no podía liderarlo el Gobierno, porque los grupos de comunicación siempre duran más que los gobiernos.
—Una interesante constatación que parece haber olvidado el tuyo, ministro.
—La otra alternativa, que es la que desde aquí vamos a tratar de impulsar, es la de ayudar, en la medida de nuestras posibilidades, a construir y consolidar una pluralidad de medios, para que cada uno juegue después el papel que tenga que jugar. Y que los diferentes grupos que se puedan consolidar tengan su periódico, su televisión, su radio, de modo que frente a Prisa no haya un anti-Prisa, porque la sociedad española no se puede organizar a contramano, no se puede organizar «contra Polanco»…
—Que es, como ha dicho Juan Luis, lo que ha tratado de hacer este Gobierno desde el principio —intervino Polanco.
—Yo no sé, Jesús, si este Gobierno ha tratado o no de…
—Pues si no lo sabes, ministro, te lo digo yo. Este Gobierno ha llegado a legislar en contra de un grupo de comunicación como el nuestro simplemente porque no estábamos dispuestos a plegarnos a sus intereses, y ha llegado a poner en peligro la existencia misma del grupo, bueno, por intentar, ha intentado hasta meternos en la cárcel, inventándose un…
—Jesús, yo no quiero convertir esta reunión tan grata en un memorial de agravios. Lo que pretendo es mirar al futuro y exponeros cómo vemos desde aquí ahora las cosas. No queremos frentes contra nadie, y si en la izquierda hay un solo grupo, porque el PSOE así lo ha querido, ése es su problema, porque la izquierda también es plural, y si la sociedad es plural y los partidos son plurales, pues bien, ¡dejemos que se exprese esa pluralidad!
—De acuerdo.
—Por tanto, primera conclusión: no queramos meter en el mismo saco aquello que no es compatible. Dejemos que la gente se exprese con libertad, y que Pedrojota vaya por un lado, y Prensa Española por otro, y el Grupo Correo por el suyo, y así sucesivamente… Y que sea el mercado el que diga quién ha de ser más o menos fuerte.
—¡Espléndido, dejemos que sea el mercado quien diga la última palabra —intervino un aparentemente divertido Juan Luis—, pero el mercado ya ha dicho desde hace tiempo quién es el más fuerte, qué emisora es la más oída, qué periódico el más leído, y lo que no se puede hacer es perseguir o legislar para alterar la ley que ha dictado vuestro sacrosanto mercado!
—Estoy de acuerdo. Pero sigamos adelante y establezcamos unas reglas del juego: con total honestidad quiero deciros que este Gobierno no es ni quiere ser beligerante contra un grupo de comunicación per se; el Gobierno es beligerante en favor de la libertad de expresión y la pluralidad en los medios. Pero, ojo, eso significa que se acabaron los tratos de favor para Prisa, como ocurría en el pasado.
—¡Ya estamos con la historia de siempre! —rechazó, con disgusto, Cebrián.
—Sí, Juan Luis, ningún privilegio para Prisa, pero tampoco para los de enfrente. Por lo tanto, allá Prisa y su mundo. Ninguna ventaja para nadie. Igualdad para todos. Lo que queremos es apuntalar la pluralidad, porque creemos firmemente que la competencia es buena para todos. Nuestra divisa es: liberemos las fuerzas, dejemos que fluyan y no predeterminemos desde el Gobierno quién va de ganador, porque lo contrario sería felipismo puro.
—Pues no parece que estéis siguiendo este criterio, que suena muy bonito, la verdad, a la hora de conceder las nuevas frecuencias de radio, porque en las comunidades con gobiernos del PP a la SER no le están concediendo ni una…
Eso no es así, Juan Luis —intervino un Martín Marín, que, procedente del mundo de la radio, se consideró llamado a parte—. Si esos gobiernos no están dando frecuencias a la cadena SER es por una simple razón de equilibrio, por la necesidad de asegurar el pluralismo en la radio, en línea con lo que acaba de decir el ministro.
—Pues más parece que el pluralismo del que habláis se reduce a cumplir las instrucciones de Cascos… —replicó Polanco.
—Mira, Jesús —se revolvió Pedro Antonio—, no puedo entender vuestra obcecación con que aquí hay instrucciones «contra» cuando sólo las hay «a favor», pero a favor de que exista pluralismo en los medios, respondiendo al pluralismo de la sociedad española. Ese es el proyecto y a eso vamos a jugar.
—Bien —retomó Piqué la palabra—, esto es lo que, grosso modo, yo os quería transmitir en esta cena: la intención del Gobierno de proceder a un cambio radical de su política de relaciones con los medios, un cambio que sin duda nos traerá disgustos con la gente teóricamente más cercana a nosotros, y seguramente a mí más que a ningún otro, pero yo creo firmemente en esa idea. Éste es el camino: Pluralidad. Igualdad para todo el mundo. Privilegios para nadie.
—¡Te habrás percatado de que por ahí te puedes ganar la enemiga de Ramírez! —señaló Cebrián.
—No me importa. Sé que nos acusarán de haber pactado con vosotros para que nos ayudéis a ganar las próximas generales. ¡Qué le vamos a hacer! Lo que queremos es fijar una relación con todos los grupos en términos de igualdad. Repito: igualdad de trato con todos. Olvídense ustedes de mí, Gobierno, que yo me olvidaré de ustedes. Se acabaron los interlocutores privilegiados. Nunca más. Este Gobierno no va a perseguir a nadie, porque no está obsesionado con nadie.
En un momento determinado, Jesús Polanco, con el segundo whisky en la mano, puso sobre la mesa su bomba de relojería, sacó su «cañón Bertha» a pasear abordando el tema de la renovación de las licencias de televisión privada que tendrá lugar en julio del 2000. Al dueño de Prisa no le cabe duda de que el Gobierno Aznar renovará la licencia de Canal Plus, pero ésa no era la cuestión. La cuestión era que, puesto que el acuerdo para la fusión de CSD y Vía ya estaba firmado, de modo que Canal Plus iba a ser «canal premium» de esa futura plataforma única, «queremos plantearos la renovación de la concesión, pero para emitir en abierto…».
Ha sido la frustración del Grupo Prisa en estos años, porque Canal Plus da beneficios (no sin los enjuagues financieros que llevaron a sus rectores ante los tribunales por el caso Sogecable), pero no influye. Los telediarios de Canal Plus, a pesar de emitirse en abierto, no tienen audiencia y por lo tanto no cuentan políticamente, y un grupo como el de Polanco, un opinion maker que vive de emitir ideología, necesita una televisión que, además de ganar dinero, sea ideológicamente relevante. Por si fuera poco, las dos televisiones privadas en abierto han empezado, bien gestionadas, a mostrarse como dos máquinas capaces de ganar más dinero que todo el Grupo Prisa junto.
* * *
La petición de Polanco era el precio del acuerdo de paz que el cántabro estaba dispuesto a firmar con el Gobierno Aznar. Asegurada la rentabilidad de la televisión digital y diluidos, gracias al cash flow de Telefónica (el acuerdo entre las plataformas se rompería meses después), los riesgos contraídos en CSD, una televisión en abierto vendría a ser la clave del arco que cerraría la composición de Prisa como grupo integrado, presente en todas las áreas del negocio de la comunicación, además de asegurar un salto del orden de los 10.000 millones en los beneficios anuales netos del cántabro. Y no hay que olvidar que el dinero es la única ideología de Jesús Polanco o, dicho de otra forma, la ideología es la forma que Jesús Polanco tiene de ganar dinero. La gran oportunidad del Gobierno para pactar con el editor había llegado.
Sin embargo, Polanco iba a descubrir muy pronto que Aznar no parecía dispuesto a renunciar a sus principios. Piqué, en efecto, se felicitó porque Telefónica y Prisa hubieran llegado al acuerdo de fusionar sus plataformas, abriendo una etapa de convivencia en los medios, aunque, carraspeó, había un punto que preocupaba al Gobierno como socio que era de Vía Digital a través de TVE, porque, «aunque no pondremos ninguna objeción a los acuerdos económicos a que se lleguen, sí queremos dejar claro que el control de los informativos no podrá quedar exclusivamente en vuestras manos».
—Pero bueno —prosiguió Piqué—, eso ya se verá. Más difícil me parece atender esa petición para cambiar la licencia de Canal Plus por una concesión en abierto, porque, entre otras cosas, habría que cambiar la legislación y seria un lio. Por otro lado —señaló, con gran sorpresa de sus invitados—, el Gobierno tiene casi a punto un decreto para licitar una nueva licencia de televisión de pago que tendrá catorce canales y que emitirá con tecnología digital terrestre.
Polanco no pareció tomarse a mal la negativa inicial del ministro. Había tiempo por delante. Gran bebedor de whisky, se había servido su tercer trago cuando un incidente inesperado vino a alterar radicalmente el clima distendido de la reunión. Fue una intervención en la que un Pedro Antonio con menos mano izquierda que Piqué criticó la natural tendencia, casi una vocación, de los grupos mediáticos a condicionar la acción del Gobierno, «a querer decirles a los gobiernos lo que tienen que hacer, cosa de la que se os ha acusado a vosotros en el pasado», y esa afirmación, que entrañaba una crítica directa al matrimonio de intereses entre felipismo y polanquismo, sentó a don Jesús a cuerno quemado.
El editor, que llegó a llamar «niñato» a Martín Marín, esgrimiendo un «qué te has creído» como argumento de autoridad, saltó como picado por el alacrán, surgió el Polanco del «no hay cojones», volcán iracundo dispuesto a negar la mayor, jodido por la vieja y constante atribución de esas relaciones incestuosas con el felipismo, «yo nunca he intentado influir sobre nadie, nunca, y esos favores que se dice me ha hecho el Gobierno socialista es una patraña inventada por gente envidiosa y resentida que sólo busca desacreditarme».
De modo que la cena, que se pretendía como un intento de confraternizar, acercar posturas, dulcificar perfiles entre una «derechona» que se reclama centrista y esa progresía adinerada que se arroga el título de haber traído la democracia a España, resultó en vano, devino en fiasco por culpa de la súbita explosión de ira del cántabro, estallido de cólera, arrebato de orgullo herido que mandó a tomar viento las buenas intenciones de Piqué. Y es que Polanco es mucho Polanco, y si él se las ha tenido tiesas con presidentes de gobierno de medio mundo, ¿qué coño iba a venir a decirle, y además en su cara, un politiquillo de tres al cuarto?…
El ministro portavoz, que no conocía al Polanco jupiterino, quedó muy impresionado por una reacción típica del cacique que, sobrado de dinero y soberbia, no entiende que el resto de los mortales no se avenga a reconocer su patronazgo. Curiosamente, fue Juan Luis quien trató de atemperar la salida de tono de su jefe, de acuerdo con unas pautas de comportamiento según las cuales es Cebrián el que generalmente suele hacer de hombre bueno cuando acude como escudero al lado de su señor.
La cena acabó en medio de un clima pesado, agridulce, precursor de tormentas que el propio Piqué no podía ni siquiera imaginar, a pesar de que Cebrián intentó que el ave del consenso remontara de nuevo el vuelo, ea, que no sea motivo de distanciamiento, hay que repetir esta cena, la próxima invitamos nosotros, de acuerdo, invitáis vosotros.
El ministro, además de fracasar con el encargo presidencial de establecer un nivel de convivencia aceptable con Polanco, iba, sin saberlo, a labrar su desgracia echándose encima al Grupo Prisa, tras abrir una nueva vía de agua en los intereses empresariales del cántabro.
* * *
Tres o cuatro días después del happening de Moncloa, el teléfono móvil de Piqué recibió una llamada de Augusto Delkader, director gerente de la SER. La cadena disponía de una información relevante sobre supuestas irregularidades cometidas en la concesión de ayudas mineras por parte del Ministerio de Industria y quería chequearla antes de lanzarla por antena. Pero el ministro estaba viajando en automóvil y era ya noche cerrada, «de modo que, Augusto, me gustaría darte una explicación, porque la hay, pero estoy fuera de Madrid, te hablo desde el móvil y son las diez de la noche, ¿no puedes esperar hasta mañana?».
«Vi que llamaban para cubrir el expediente». El caso es que desde primera hora de la mañana, la SER comenzó a voltear la noticia como apertura de sus informativos, y El País, como es norma, la recogió en sus páginas al día siguiente con gran alarde tipográfico.
Era el inicio de la campaña de acoso a Piqué, un ministro que, además de negar el cambio de licencia de Canal Plus, había anunciado que la televisión de pago iba a tener, por primera vez en España, competencia (los catorce canales adjudicados a Retevisión). Polanco tuvo constancia oficial a través del Real Decreto 2169/98, de 16 de octubre, por el que se aprobaba el Plan Técnico Nacional de la Televisión Digital Terrenal. Y el impulsor de la idea de acabar con el monopolio de Canal Plus había sido, de nuevo, el malvado Álvarez Cascos, aunque el mensajero fuera Piqué. Había que arremeter por igual contra ambos.
Al quebranto para el bolsillo del cántabro se unía la constatación de un giro radical en las reglas del juego, giro que, personificado en Piqué, dibujaba los contornos de una realidad mucho más difícil de sobrellevar para un grupo decidido a remar a la contra.
En efecto, el cambio de estrategia formulado en la cena de Moncloa anunciaba una batalla mucho más dura, por sutil, que la conocida hasta entonces. Para los Polancos había resultado fácil oponerse a la política de Rodríguez. Carente de finezza, a Cebrián le bastaba con pregonar a los cuatro vientos un mensaje muy simple: «Estos señores quieren acabar con Prisa y la libertad de expresión, y nosotros nos defendemos. C'est tout».
Ahora, por el contrario, el Gobierno les animaba a competir en libertad, pero en igualdad de condiciones, sin privilegios. Polanco podía dormir tranquilo: nadie iba a buscarle las cosquillas; nadie le iba a discriminar en contra, pero tampoco a favor. Era una estrategia que privaba al Grupo Prisa del arma favorita de Cebrián: la politización de sus relaciones con el Gobierno. Y un sistema de relaciones para el que Polanco no estaba preparado, porque el verdadero Polanco es el del escatológico «no hay cojones en este país para no darme una televisión de pago…».
Una política con la que no todo el Gobierno estaba de acuerdo y que implicaba ser extremadamente coherentes, lo que se perdería en cuanto el Ejecutivo introdujera algún elemento de agresividad. Aznar lo tenía tan claro como Piqué: «Que diga lo que le dé la gana. Que nos dedique editoriales y portadas: no nos va a mover».
De modo que, tras varios meses de amigable trato, los Polancos decidieron cambiar bruscamente de estrategia con Piqué, porque era Piqué quien personificaba ese cambio de política, mucho más peligrosa que las divertidas baladronadas de «MAR». El catalán se convirtió en el objetivo a batir. Álvarez Cascos representaba el pasado del Partido Popular; Josep Piqué era su futuro. La batalla se anunciaba extremadamente dura. «Me lo dicen mis amigos: ármate de valor, porque éstos mienten como bellacos y además tienen una potencia de fuego impresionante, y sobre todo no entres al trapo, porque ése sería un gravísimo error».
* * *
José María Aznar había tenido la habilidad, o la suerte, de colocar en la portavocía del Gobierno a un hombre de gesto serio, que se hacía respetar, que era creíble, que tenía don de gentes, que parecía inteligente y que se había convertido en el rostro amable del giro al centro de Aznar, encarnando, en definitiva, esa imagen de moderación que la derecha llevaba tiempo buscando para tirar definitivamente del voto hacia arriba. Había que erosionarlo.
Moncloa pretendía expandir una sensación de sosiego por doquier. La gente caminaba tranquila por la calle y las expectativas de futuro de la mayoría de la población estaban mejorando. Pero la tranquilidad, la paz social, más aún con dinero fresco en el bolsillo para gastar, sólo podía beneficiar al Poder de turno. A la alianza PSOE+Prisa no le convenía la calma chicha. A los Polancos les interesaba, por el contrario, la confrontación, la crispación social que impidiera la consolidación de la alternativa «popular».
La campaña de acoso a Josep Piqué puso de nuevo en evidencia el patronazgo del Grupo Prisa sobre el PSOE. Quien hacía oposición, enseñando a las huestes de Ferraz el camino a seguir, eran los medios de comunicación propiedad de Jesús Polanco. Lo cual forzó a Prisa a efectuar un sensible cambio en su filosofía periodística. En efecto, un grupo dedicado durante muchos años a blanquear, cuando no ocultar, los desmanes del felipismo, se vio obligado a alterar radicalmente sus hábitos de trabajo para ocuparse de perseguir los trapos sucios de Aznar y su gente. Es una tarea para la que hace falta una cierta musculatura crítica, gimnasia que muy pronto llegaría a dominar la plantilla de grandes profesionales que compone el Grupo.
La primera embestida corrió a cuenta del ex consejero de Economía y ex vicepresidente de la Junta de Castilla y León Pérez Villar, a quien habían ido a parar algunas de las subvenciones concedidas por Industria para reactivar las zonas afectadas por la crisis minera. «Industria subvenciona con 48 millones a un ex consejero de Aznar condenado por prevaricación —titulaba El País el 25 de noviembre de 1998—. Pérez Villar obtiene una ayuda de Minas para un taller concesionario de vehículos».
Piqué salió en defensa de las subvenciones concedidas por su Ministerio, pero los socialistas no le aceptaron la explicación. Casi al tiempo, Prisa se enganchó con habilidad a una historia que, desapercibida durante meses, reunía, sin embargo, grandes posibilidades desde el punto de vista de la controversia política: la titulización del billón y pico de pesetas de los llamados Costes de Transición a la Competencia (CTC) del sector eléctrico, un asunto en el que no parecía haber hallado antes el menor interés informativo. Sólo después de la oposición al proyecto, por motivos claramente partidistas, de Miguel Ángel Fernández Ordóñez, el famoso «MAFO» del periodismo económico, militante del PSOE y presidente de una fantasmal Comisión del Sistema Eléctrico Nacional (CSEN), El País cayó en la cuenta del gran potencial que el tema ofrecía. Estaban en juego nada menos que 1,3 billones de pesetas que un Gobierno de la derecha quería «regalar» a los barones de la carcundia eléctrica, los Orioles y demás familia. Una cuestión, en definitiva, susceptible de aprovechamiento múltiple.
La titulización de los CTC eléctricos topaba, sin embargo, con un problema importante, y era la dificultad de explicarlo para el gran público debido a la complejidad técnica del esquema. Un problema que no existía con las subvenciones para la reconversión de la industria minera.
Prisa había encontrado un verdadero filón en esas subvenciones y estaba dispuesto a aprovecharlo: La Carolina, el Ayuntamiento de Gijón, Hullera Vasco-Leonesa, Endesa-Andorra, Telecable, Torcidos Ibéricos, Castileón 2000, Ertoil… Piqué iba a probar otro tipo de cicuta: la que diariamente le enviaban desde las filas de su propio partido servida en el plato de la indiferencia: ninguno de los miembros del Ejecutivo parecía dispuesto a dar la cara por él, y, cuando alguno lo hacía, adoptaba tales precauciones que más parecía castigo que alivio.
Al doblar el año, la estrategia del bloque opositor ya era un secreto a voces. «El PSOE se fija como objetivo durante 1999 erosionar la imagen de Piqué», aseguraba El Mundo en su edición del 10 de enero.
* * *
Con el ministro sometido al cañoneo de las baterías de Prisa, Piqué recibió una llamada de Polanco.
—Ministro, ¿cómo estás?
—Pues estoy mal, ¿cómo quieres que esté?
—Y eso, ¿por qué? ¿Qué te pasa?
—¿Qué me pasa? Que la habéis tomado conmigo, y me estáis dando leña hasta en el velo del paladar.
—Para nada, para nada, Josep, ya sabes el aprecio personal que te tengo. Yo te monto una comida con la gente de mi grupo para que se expliquen y te expliques, y ya verás cómo todo se arregla.
En torno a mediados de enero, el ministro, en compañía del secretario de Estado de la Comunicación, acudió a un almuerzo en la sede de la cadena SER, Gran Vía 32. Allí estaba, rodeando al gran jefe, el estado mayor de Jesús Polanco, directores de la cadena, responsables de los distintos negocios del grupo, mandones de El País, Juan Luis Cebrián, Javier Díez Polanco, Augusto Delkader, Jesús Ceberio, Fernando González Urbaneja, Lluís Bassets…
Fue un intento que acabó mal, a pesar de los buenos deseos iniciales del editor, hemos invitado hoy al ministro Piqué, buen amigo mío, porque tiene la impresión de estar siendo objeto de una persecución injustificada por parte de los medios del Grupo. Yo le he dicho que eso no es verdad y espero que aquí se aclaren las cosas y…
Pero Piqué, en lugar de elegir la vía amable que sugería Polanco, decidió entrar a saco, no sólo es verdad lo que digo, que este grupo me está machacando injustamente, sino que a las pruebas me remito, el otro día sacasteis el tema de una subvención que no mereció la atención de nadie, excepto de El País, y a esa información vuestro periódico le dedicó la portada, la apertura de la sección de Economía y, por si fuera poco, un editorial, algo absolutamente desproporcionado, reñido con cualquier criterio de valoración periodística, pero ustedes son muy libres y verán lo que hacen.
Entonces saltó Ceberio, turno de réplica, dispuesto a lavar el honor mancillado del periódico que dirige y sus criterios de valoración periodística, no había cacería ni cosa parecida, lo que había, por el contrario, eran evidencias de irregularidades en Ercros y en las subvenciones mineras que el diario, haciendo honor a su condición de independiente, no podía ocultar.
El ministro no estaba dispuesto a poner en cuestión la independencia de nadie, es más, lo peor que nos podría suceder es que los grupos de comunicación fueran sumisos al poder, y lo digo con toda convicción, pero desde ese respeto todos tenemos que guardar unas reglas de juego mínimas, oiga usted, censure lo del billón de las eléctricas, critique mi acción política, tiene todo el derecho del mundo, ¡lo que no puede ser es que mezcle eso con dudas respecto a mi honorabilidad personal, metiendo por medio a De la Rosa, porque eso ya es juego sucio!
Le replicó Augusto Delkader, un hombre con cierta propensión a lo esotérico a partir de primera hora de la tarde. Por fortuna, el almuerzo acabó pronto, lo que evitó males mayores, El ministro tenía que salir de viaje, de modo que, a la hora de café, levantó el campo con un agradecimiento general por la invitación.
Quedó un Martín Marín de sobremesa que, lejos de la sombra protectora del ministro, recibió palos desde todas las demarcaciones. En busca de información, mercancía cara como todo lo escaso, los de Prisa querían saber qué pasaba con Cascos, qué había detrás del acuerdo de Pearson con Telefónica, quién estaba impulsando los movimientos que estaban teniendo lugar en las radios, y Martín Marín, sólo ante el peligro, se defendió con argumentos que añadían leña al fuego de un grupo con vocación de monopolio, porque según Pedro Antonio no pasaba nada malo, sino algo muy bueno y era que todo el mundo estaba tratando de buscar su lugar al sol, las empresas periodísticas se están haciendo fuertes, el Grupo Recoletos, El Mundo… y eso está bien, es bueno contar con empresas rentables, ¿está fuerte el Grupo Prisa?, pues yo me alegro, porque eso es saludable, ¿os parece bien que se fortalezca Prensa Española?, pues a mí me parece bien que el ABC sea un gran periódico, ¿y que Antena 3 funcione?, pues está bien que Antena 3 gane dinero… Pero a los chicos de Prisa esas razones no les convencían: lo que estaba ocurriendo era producto de una operación urdida desde el Gobierno para, con el dinero de Telefónica, atentar contra los intereses de Polanco.
—¿Cómo terminó eso, Pedro Antonio? —preguntó al día siguiente Piqué.
—Muy mal, ministro, muy mal. Mejor que no te cuente.
Menos de una semana después, Piqué recibió el feedback a través de un buen amigo. Tampoco los Polancos habían quedado satisfechos con el resultado del almuerzo, pero estaban decididos a ir a por él por encima de todo. «Ellos saben que no tienen razón, pero no importa: van a por ti. Pero no pierdas nunca el tono, porque ése es tu gran capital. Lo que les desarma es el tono».
Piqué ha intentado mantenerlo, aunque es cierto que, en determinados momentos, ha estado a punto de perder los nervios, «irritado por actitudes que no buscaban el esclarecimiento de los hechos, sino puramente el desgaste, de modo que explicar las cosas por enésima vez resultaba inútil». Y es que el matrimonio PSOE+Prisa no estaba dispuesto a pararse en barras, decidido incluso a invadir el terreno personal y familiar para menoscabar su figura. «He saboreado el componente más mezquino y miserable de la política, que es la mentira».
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El 14 de enero, el periódico de Polanco destapó uno de los puntos más calientes de la campaña contra el ministro: «Piqué presentó al Gobierno del PP el plan para sanear Ercros, empresa de la que fue presidente».
Según el diario, el ministro había presentado al Gobierno en junio del 96, poco después de haber sido nombrado titular de Industria, un plan para sanear la empresa química Ercros, que presidió hasta su paso a la política[25]. El PSOE se lanzó decididamente por la brecha abierta por Prisa, pidiendo la apertura de una comisión de investigación, además de la dimisión del afectado.
El catalán iba a saber lo que era sentirse acosado en lo político y en lo personal. Con cara de pocos amigos, el 19 de enero compareció ante la Comisión de Industria del Congreso a petición propia para explicar las subvenciones dadas por su Ministerio y su relación con Ercros. El ministro justificó la cancelación del crédito del ICO[26], y aseguró que no asistió a las reuniones de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos que dio luz verde a la operación.
Las razones dadas parecieron claras y suficientes, pero no para el Grupo Prisa. «La oposición pone contra la pared a Piqué por su política de subvenciones y ayudas», tituló El País. El editorialista del diario creía tener al ministro «contra las cuerdas».
Pocas veces la mala voluntad de un medio de comunicación puesta al servicio de un intento premeditado de tergiversar la realidad había aflorado con tanta claridad como ahora. Pero para el PSOE, meter el hocico en Ercros, empresa del Grupo Torras (KIO), significaba jugar con fuego, entre otras cosas porque quien había logrado el acuerdo con el ICO para liquidar el crédito era Antonio Zabalza, ex secretario de Estado y ex director de Gabinete de Felipe González, que precisamente había sustituido a Piqué en la presidencia de la empresa química.
A partir del XIII Congreso del PP, del que el catalán salió como gran triunfador, el polanquismo decidió redoblar sus esfuerzos contra el ministro. Quienes hasta entonces habían guardado ciertas formas se echaron al monte con renovado afán de cazadores furtivos dispuestos a rematar la pieza, tanto más codiciada tras el akelarre congresual. Los Polancos imaginaban que podía bastar un empujón adicional para descabalgar a quien se había convertido en pieza clave del Gobierno Aznar.
En efecto, un Piqué reforzado estaba llamado a desempeñar un papel adicional muy importante en una operación que podría significar un vuelco en el mapa electoral: Cataluña, una comunidad donde, en las generales de marzo del 96, el PSOE aventajó al PP en 800.000 votos. Como resulta que, en el cómputo general, el PP obtuvo 300.000 votos sobre el PSOE, cualquier mordisco que un renovado PP catalán, con el ministro portavoz como cartel electoral, lograra dar en el caladero de votos del PSC podría asegurar a Aznar una mayoría holgada a nivel estatal. El verdadero activo del PP a comienzos de 99 se llamaba, pues, Josep Piqué.
Una encuesta realizada inmediatamente después del Congreso concedía al Partido Popular 6,8 puntos de ventaja sobre el PSOE, distancia que prácticamente equivalía a la mayoría absoluta. Cebrián, muy enojado con un PSOE que seguía anímicamente haciendo guardia a las puertas de la prisión de Guadalajara, jaleando a un Barrionuevo que había sido ya puesto en libertad con la vista gorda del Gobierno Aznar, hizo sonar las trompetas de Jericó.
El académico «ruso», instalado en el puesto de mando de Prisa como general en jefe de los ejércitos de Polanco, estaba decidido a dar la vuelta a una situación política que se estaba tornando potencialmente muy peligrosa para los intereses del amo.
El PP, con la ayuda de CiU, se opuso el 9 de febrero a que el Congreso investigara a Piqué, y ahí el Gobierno cometió una grave equivocación. Y no sólo porque Aznar traicionó de manera evidente la promesa efectuada en 1996, según la cual cuando llegara al poder favorecería todas las comisiones de investigación sin necesidad de mayoría parlamentaria («lección de hipocresía», lo llamó El País), sino porque, al negarse, entregaba a Prisa munición para varias semanas de pelea, quizá meses, siendo así que el PSOE jamás habría tenido verdadero interés en entrar a fondo en Ercros, una empresa de aquel grupo KIO que sentó sus reales en la España del boom de los ochenta, con Carlos Solchaga al frente de Economía.
El Gobierno y Piqué lamentarían no haber aceptado la creación de una comisión que fue rechazada porque, según Javier Arenas, se trataba de «una cacería que sólo buscaba desacreditar y hundir políticamente» al ministro portavoz.
La exhibición de deshonestidad intelectual de que hizo gala el periódico de Polanco llegó al punto de incluir titulares en portada de este tenor: «Industria adjudica 900 millones de las ayudas mineras a 10 granjas de cerdos». Se intentaba hacer llegar al ánimo del lector no avisado la sensación de que ese Ministerio había estado dirigido por un loco o por un bandolero capaz de pergeñar las mayores arbitrariedades, cuando precisamente de lo que se trataba con las subvenciones mineras, de acuerdo con las directrices de Bruselas, era de convertir a los mineros en criadores de cerdos, torneros o informáticos, de forma que pudieran ganarse la vida lejos de la mina.
Aunque seguía manteniendo una apariencia de serenidad y un simulacro de sonrisa intentando desalentar a sus poderosos enemigos, Josep Piqué estaba tocado, y lo demostraba cuando, desde la tribuna del Congreso, se enfrentaba a la oposición, a la que comenzó a contestar en un tono desafiante, reflejo de una ira que empezaba a desbordarle. El corazón estaba pudiendo a la cabeza.
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Todo se tornó más difícil para él cuando, el 18 de febrero del 99, apareció en escena un actor que hasta el momento no figuraba en el reparto: Loreto Consulting, una sociedad patrimonial en régimen de transparencia fiscal de la que el ministro era propietario en un 98 por 100 (el resto pertenecía a su esposa). Las críticas ya no iban dirigidas hacia su actividad profesional como ministro o presidente de Ercros, sino contra su moralidad fiscal. La respuesta de Piqué se hizo más beligerante. El portavoz empezaba a sentirse de verdad contra las cuerdas.
«El ministro de Industria, Josep Piqué —aseguraba El País—, reconoció ayer que la empresa Loreto Consulting, propiedad suya, mantuvo hasta 1996 una relación con Ercros, grupo en que trabajó desde 1988 y que llegó a presidir». Y días después: «Piqué utilizó la sociedad Loreto para pagar menos impuestos, como algunos ejecutivos con altos ingresos».
¿Cuál era el misterio de Loreto Consulting? Durante su etapa como presidente de Ercros, Josep Piqué determinó recibir una parte de su sueldo a través de una nómina (como asalariado) y otra a través de una sociedad (como si estuviera facturando servicios a la compañía). Para ello se amparaba en la normativa fiscal vigente hasta el 1 de enero de 1996, herencia de la reforma de Francisco Fernández Ordóñez, que permitía a un profesional cobrar sus servicios a terceros a través de una sociedad, a condición de que un 5 por 100 de su capital fuera propiedad de otro socio. Numerosos profesionales liberales constituyeron durante los ochenta sociedades de este tipo, formadas, como en el caso de Piqué, por el perceptor de las rentas y la esposa. ¿Qué conseguían de esa forma? Reducir la tributación de sus ingresos desde un confiscatorio 56 por 100 (tipo máximo del IRPF) a un aceptable 35 por 100 (tributación del impuesto de sociedades). El reproche que formulaban algunos ciudadanos era de otro tenor: el esquema utilizado por Piqué para pagar menos impuestos era legal, puesto que la ley lo permitía, pero ¿era éticamente correcto que hubiera sido utilizado por un ministro?
La carga de la brigada ligera PSOE+Prisa prosiguió en marzo con idéntica o mayor energía, en medio del desconcierto del Partido Popular, que parecía no encontrar explicación razonable a lo que estaba ocurriendo.
A estas alturas, ya no era sólo la cabeza de Piqué lo que estaba en juego, sino el buen nombre del propio Partido Popular. En efecto, un Cebrián tan inteligente como avieso había puesto a sus bien pagadas tropas de Prisa a rastrear por las cuatro esquinas de España en busca de escándalos, reales o supuestos, del PP. Y a José María Aznar le estaba cayendo desde los predios de Polanco una pertinaz lluvia de «casos» (Tenerife, Zamora, Guadalajara, Palma…) cuyo eco, amplificado por el PSOE en sede parlamentaria, expandían al unísono el resto de los medios de comunicación.
Prisa, con el PSOE de la mano, se había embarcado en una gran ofensiva para implicar al PP en la misma o parecida corrupción que había echado al felipismo del poder. Tan atrevida operación de prestidigitación trataba de equiparar los tres años de Gobierno Aznar con la gran corrupción de los dos últimos gobiernos González, que prácticamente afectó a todas las instituciones clave del aparato del Estado.
A primeros de marzo, los populares denunciaron que una empresa privada estaba indagando el patrimonio de sus diputados y altos cargos, no se sabía muy bien por encargo de quién. La política del «basura para todos» se había convertido en la estrategia del PSOE de cara a las elecciones municipales de junio del 99. Si el 97 había sido el año de la «crispación», y el 98 el de la «conspiración», el 99 debía ser el año de la «corrupción», la equiparación por abajo, la equivalencia en la indignidad, la igualdad de los corruptos, de uno u otro signo político, ante el aterido paisaje del pueblo llano.
Joaquín Almunia, todo un caballero, puso la guinda al pastel al asegurar que «allí donde el PP está gobernando, huele a podrido».
En todas partes, menos en la Comunidad Autónoma de Madrid. En efecto, mientras los españolitos asistían en silla de pista a la pedrea de la corrupción popular, algunos cayeron en la cuenta de una realidad tan obvia como apabullante al constatar la Arcadia feliz que parecía rodear al presidente autonómico madrileño, Alberto Ruiz-Gallardón, un hombre teóricamente del PP, pero cuyo nombre jamás figura en el cortejo de los maltratados por el Grupo Prisa. Milagro.
Dos episodios habían colmado el vaso de la paciencia del PP con Gallardón durante el 98: un convenio por él avalado mediante el cual Prisa se había hecho con la gestión del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y una entrevista secreta celebrada más recientemente con Felipe González.
Un somero relato de la secuencia de hechos en torno al Círculo de Bellas Artes ilustraba adecuadamente lo ocurrido: Ruiz-Gallardón lo había rehabilitado, lo había dotado con 1.000 millones de pesetas, le había concedido una emisora de radio y a continuación lo había puesto en manos de Polanco. El 1 de abril del 98, Gallardón apadrinó, junto al propio editor, la firma de un acuerdo entre el Círculo y Prisa que suponía la entrega al cántabro de una de las instituciones culturales más prestigiosas de Madrid. ¿A cambio de qué?
La entrevista con González, que tuvo por escenario la sede de la Presidencia madrileña en la Puerta del Sol, fue silenciada por el servicio de prensa de la comunidad, en el que cuarenta personas trabajan al servicio de la enfermiza obsesión de Ruiz-Gallardón por su imagen.
Pues bien, el presidente madrileño ocultó ambas cosas a La Moncloa. Naturalmente, el propio Felipe se encargó de filtrar el encuentro. Al sevillano le importaba un bledo Gallardón. Lo importante era dar la imagen de que el PP tenía —y tiene— un problema con el presidente madrileño, un líder, dicen en Ferraz, capaz de eclipsar al propio Aznar que, además, se daba el pico con Polanco y concedía a un gaznápiro como Joaquín Leguina la Medalla de Oro de la Comunidad de Madrid y, lo que es peor, ¡daba su nombre a la biblioteca de la propia comunidad!
El «encame» de Gallardón con Polanco es tan escandaloso que, mientras El País («mi periódico», asegura el presidente madrileño) arrea estera todos los días contra la gestión del alcalde Álvarez del Manzano, no dice una palabra de la de Gallardón en la comunidad. Sólo elogios. ¿Es que Ruiz-Gallardón y su equipo jamás cometen una equivocación?
Todo tiene una explicación: Ruiz-Gallardón es la inversión a largo plazo de «don Polancone». Es como esos futbolistas en ciernes que, con apenas dieciocho años, son fichados a cambio de grandes sumas por los clubes de fútbol importantes con la esperanza de que continúen su progresión y se conviertan un día en estrellas. Sería maravilloso que Jesús Polanco pudiera un día hacer con el PP lo que desde finales de los setenta viene haciendo con el PSOE, hasta el punto de poder determinar en cada momento qué presidente del Gobierno le conviene, si del PSOE o del PP, y cuándo cambiar de caballo. Un mundo feliz.
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En el fragor de la batalla contra Josep Piqué, alguien, tan sagaz como perverso, estaba poniendo en marcha desde la sombra una operación colateral que podía cambiar el curso de la política española en un inmediato futuro. Alguien estaba empujando a la pelea a un candidato socialista, José Borrell, que tenía muy poco que ganar en la estrategia del «mierda para todos». Alguien, en suma, estaba metiendo a Borrell en la cueva de los leones.
En efecto, cuando el 6 de marzo el leridano dijo aquello de «Piqué o estafó a Ercros o evadió impuestos», se estaba poniendo al cuello el cepo que pocas semanas después acabaría por estrangularle. En la oscuridad de las noches de marzo, algunos creían oír las risas de Felipe González resonando por los pasillos desiertos de Ferraz.
«Arrastrado por Rubalcaba y el Grupo Prisa (que preparan el retorno de González mediante la ósmosis de la ignominia de sus años de plomo con un vademécum de historietas en el que la estrella sigue siendo el “caso Zamora”), Borrell se encuentra tan dedicado a la demolición de Piqué que no parece haberse dado cuenta de hasta qué punto resulta negativo para él lo ocurrido», escribía Pedrojota en una de sus homilías dominicales.
Menos de un año después de su resonante victoria en las primarias ya estaba claro para los connaisseurs que Josep Borrell nunca llegaría a ser presidente del Gobierno. Un hombre que había despilfarrado el enorme capital político que el proceso de primarias le había regalado, que había demostrado su incapacidad para hacerse con los mandos al renunciar a la convocatoria de un Congreso Extraordinario, que luego había protagonizado el espectáculo de pelearse con el secretario general porque quería ser el interlocutor de Aznar, no podía ser presidente del Gobierno. En manos de semejante manirroto, capaz de echar por la borda en tan poco tiempo tantas ilusiones por su indecisión y falta de carácter, no se podía dejar el Gobierno de la nación.
Tras comprobar que el acuerdo del 3 de mayo del 98, suscrito entre Yáñez y Ciscar, le había dejado atado de pies y manos ante Joaquín Almunia, el candidato se empleó durante meses en una sorda guerra de pasillos en demanda de mayores atribuciones hasta que, en el Comité Federal del 21 de noviembre, se atrevió a echarle un pulso al secretario general. Lo ganó. El aparato le entregó todos los poderes, hasta el punto de que Almunia prácticamente desapareció de Ferraz. Pero entonces ocurrió lo que muchos se temían: que el partido le vino grande, Todo parecía desmoronarse para un patético Borrell empeñado de forma obsesiva, casi enfermiza, en lograr el refrendo de Felipe, el cariño de Felipe, una declaración de apoyo de Felipe que nunca llegó a materializarse porque, sencillamente, Felipe no le quería.
La situación de descomposición fue captada por los barones, especialmente por dos, Chaves y Bono, preocupados por poner a salvo sus respectivas taifas de un eventual desastre electoral, que, en contacto directo con González, comenzaron a maquinar una solución drástica. El candidato se disolvía como un azucarillo.
En La Moncloa estaban cada día más convencidos de que el leridano arrojaría la toalla antes de las generales. Para Borrell, aguantar el tirón hasta el final significaba ir a las elecciones para perderlas, lo que era tanto como poner abrupto punto y final a su carrera política. La alternativa era la dimisión, de forma que antes de someterse voluntariamente a lo que a todas luces parecía un suicidio político proclamara su renuncia cargando el coste de la decisión al aparato de Ferraz y a la imposibilidad de abordar la regeneración del partido con una Ejecutiva que, contaminada de felipismo, no dejaba de poner piedras en su camino. Borrell podría de esta forma salvar parte de los muebles, porque se iría dejando abierta una puerta para un eventual regreso al frente de un PSOE de nueva planta.
Sin embargo, todo parecía indicar que el candidato iba a aceptar desfilar mansamente hacia el matadero. Así hubiera sido de no haber surgido de entre la niebla, en el momento oportuno y en las páginas de El País, dos compañeros y amigos suyos en la Delegación de Hacienda de Barcelona que iban a pasar por encima del candidato como un ciclón tropical sobre un poblado caribeño.
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Piqué anunció el lunes 8 de marzo su disposición a querellarse contra Borrell si no retiraba lo dicho («o estafó a Ercros o evadió a Hacienda»), Una decisión que parecía indicar que los socialistas habían hecho presa, lo que era tanto como incitarles a seguir por ese camino, y que ponía de relieve un dato objetivo: el PP estaba a la defensiva ante las acusaciones de corrupción del PSOE.
Sumido en la perplejidad que les producía ver a los apóstoles de Filesa, de Ibercorp, del AVE y demás familia impartiendo lecciones de moral pública, los populares parecían incapaces de reaccionar. Para salvar la cara, el miércoles 10 de marzo, y con el apoyo de CiU, aprobaron en el Congreso la creación de una subcomisión[27] (en lugar de la comisión en toda regla que pedía el PSOE) para analizar la política de subvenciones del Ministerio de Industria.
Pedro Arrióla recomendaba no entrar al trapo por nada del mundo, aduciendo que entablar batalla en el campo de Agramante de la corrupción sólo podía tener un ganador claro, que era el que menos tenía que perder en el enfrentamiento. Pero el silencio tenía un coste de imagen que algunos intuían demasiado alto.
El desparpajo del PSOE llegó al punto de presentar un «mapa de la corrupción» del PP, en el que el ministro Piqué ocupaba honores estelares. Eran 160 casos de «irregularidades» en 73 folios elaborados por el Grupo Parlamentario Socialista. Se trataba de un catálogo de asuntos recientes y antiguos, la mayoría de escasa trascendencia, muchos traídos por los pelos y algunos, los más serios, en tránsito por el Tribunal Supremo, que afectaban mayoritariamente a ayuntamientos gobernados por el PP. «Es como comparar un tebeo con la enciclopedia Espasa», dijo Luis Herrero en Las mañanas de la COPE. «Es el Libro Gordo de Petete coproducido por Cebrián y Rubalcaba», rubricó Pedrojota en El Mundo.
Sólo en la segunda mitad de marzo el PP y Piqué empezaron a dar síntomas de reacción, aunque en realidad parece que se limitaron a tirar de archivo. «El Gobierno socialista repartió de forma irregular 250.000 millones de pesetas entre 1986 y 1996 en incentivos regionales destinados a recuperar el tejido industrial y el empleo», anunció el diario Expansión, adelantando las conclusiones de un informe del Tribunal de Cuentas remitido al Parlamento.
La estrategia de Cebrianes y Rubalcabas, ciertamente arriesgada, de buscarle escándalos al vecino recibió un duro golpe cuando se supo que las famosas primarias habían estado presididas por el pucherazo, con Jaén como caso estrella. Era el riesgo de mentar la soga en casa del ahorcado. Los partidarios de Almunia habían logrado amortiguar el batacazo del aparato, particularmente en Andalucía, mediante el artero sistema de introducir en las urnas más papeletas de las debidas en al menos diez circunscripciones electorales.
El ministro portavoz iba a protagonizar un poco edificante espectáculo a cuenta de su denuncia contra Pepe Borrell al convertir el conflicto en una demanda civil por intromisión al honor, que después degradó aún más transformándola en un acto de conciliación ante los tribunales. En una clara demostración de falta de cintura política, Piqué llegó a pedir el amparo a Federico Trillo, petición que el presidente del Congreso se vio obligado a rechazar por no caber en el Reglamento.
La política se estaba convirtiendo en un calvario para un hombre que reconocía estar dominado por «una cierta sensación de impotencia». Su situación se hizo tan apurada («En picado», tituló El País su editorial del sábado 13 de marzo) que Gobierno y partido llegaron a formar un «gabinete de crisis» para arroparlo.
El 27 de marzo del 99, Borrell aseguraba que «Josep Piqué es ya un cadáver político». El ingenuo candidato había mordido bien el cebo, y muy pronto el pescador sevillano iba a empezar a tirar del anzuelo.
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Al final, la «cacería Piqué» terminó con Pep Borrell cazado a manos de su propio partido, en una de las operaciones más maquiavélicas que recuerda la historia de la democracia española. El candidato estaba condenado desde que perdió el mano a mano frente a Aznar en el debate sobre el estado de la Nación. La sentencia fue rubricada a primeros de abril por Felipe González y Jesús Polanco en la casa del editor en Valdemorillo, a la que el líder del PSOE fue invitado al menos un par de fines de semana. De verdugo ejerció el diario El País, que tan complaciente se había mostrado durante años a la hora de mirar hacia otro lado con los escándalos del felipismo.
El aparato de Ferraz disponía de una encuesta («que la Ejecutiva guarda bajo siete llaves», aseguraba la periodista Anabel Díez, reconocida hooligan de Felipe), según la cual la intención del voto del PSOE estaba muy por debajo de los resultados alcanzados en las generales del 96. Los barones plantearon un ultimátum: Si el resultado de las elecciones europeas y municipales del 13 de junio era malo, un Comité Federal descabalgaría sin contemplaciones al de La Pobla de Segur.
Pero Felipe, en directa conexión con Polanco, decidió abreviar el tránsito. Dando las elecciones del 2000 por perdidas, ¿por qué alargar el proceso? ¿Por qué continuar atados a un candidato al que detestamos durante un año más? José Bono, presidente de Castilla-La Mancha, apuntó en la misma dirección: «En el PSOE se había extendido un sentimiento de resignación ante lo que parecía una inevitable derrota electoral».
Cuentan que la obsesión de Felipe con Borrell se había tornado enfermiza. Sencillamente, no lo podía soportar. La ex secretaria de Estado Margarita Robles, que almorzó con el «carismático líder» a finales de marzo, volvió a su juzgado de la Audiencia Nacional «horrorizada» con los calificativos que el ex presidente había dedicado al candidato.
Había que buscar una salida «limpia», con el menor coste político para el partido. Mejor un suicidio que un asesinato. Fue así como las gentes del PSC (los hombres de confianza de Borrell apuntan directamente a Narcís Serra) recibieron el encargo de bucear en su pasado como ministro de Hacienda en busca de argumentos con los que tumbarle. Y los encontraron. Nadie más que ellos sabían lo que había estado ocurriendo en la Delegación de Hacienda de Barcelona durante esos años con sus íntimos amigos Huguet y Aguiar. Nunca se habría sabido de no haber sido por ellos. Cuando Borrell entró al trapo acusando a Piqué de defraudar a Hacienda estaba firmando su propia sentencia de muerte.
Días antes de que El País decidiera poner punto y final a su carrera política, el propio candidato se encargó de consolidar su imagen de cantamañanas al denunciar, a través de su «oficina de apoyo», haber sido objeto de la apertura de una investigación fiscal por parte de Hacienda. Se trataba de una represalia del PP por haber calificado a Piqué de evasor fiscal, o así lo entendieron los escandalizados españolitos cuando recibieron la noticia. Pero resultó que no había tal inspección, y el leridano se vio obligado a dar marcha atrás: Hacienda sólo le había pedido información complementaria referida a su declaración del IRPF de 1997.
Lo peor estaba por llegar, y llegó el 9 de abril a través de una discreta noticia aparecida en la sección de Economía del diario de Polanco según la cual Ernesto de Aguiar, nombrado en su día por Borrell director general de Coordinación con las Haciendas Territoriales y amigo suyo, había recibido 40 millones de pesetas de Torras en una cuenta de la que era titular en Suiza, según declaración del abogado Juan José Folchi efectuada ante la Corte de Londres, donde se desarrollaba el caso KIO.
Ese mismo día, Borrell supo que había estallado una bomba bajo su frágil tejadillo político cuando, de buena mañana, su amigo Aguiar le confesó por teléfono que no había declarado al Fisco sus beneficios en Bolsa. Al día siguiente, 10 de abril, se supo que su compañero José María Huguet, jefe de la Inspección de Hacienda en Cataluña desde 1985 a 1994 y el más fiel servidor de Borrell en su época de secretario de Estado, también había recibido dinero en Suiza procedente de Torras.
Cinco días después, la Fiscalía Anticorrupción pidió la inculpación de ambos pillos, de quienes se supo que habían ingresado más de 1.000 millones del grupo kuwaití en sus cuentas suizas, dinero que atribuyeron a afortunadas inversiones en Bolsa. Horas más tarde, ambos reconocían públicamente haber ocultado a Hacienda 470 millones de pesetas por «un error de apreciación».
En la imparable deriva del escándalo, Hacienda acusó a un inspector jefe de Barcelona, Álvaro Pernas, que dirigía el «club de inversores» de Huguet y Aguiar, de exigir dinero a empresas a cambio de la «vista gorda» fiscal. El 17 de abril, en fin, se supo que el candidato era propietario de uno de los tres apartamentos que el trío Borrell-Aguiar-Huguet había comprado al unísono en Taüll (Lérida). El círculo se iba cerrando sobre el leridano.
Para entonces ya había dimitido el jefe de la Oficina Nacional de Inspección (ONI) de Barcelona, Josep Ramón Morató, que compartía inversiones con Huguet y Aguiar. La Inspección de Hacienda de la Ciudad Condal se había revelado como un nido de víboras. Un escándalo de enormes proporciones, equiparable a cualquiera de los grandes casos de corrupción del felipismo. La Hacienda Pública era el florón que faltaba en el escudo de armas de un «régimen» que acabó con el prestigio de casi todas las instituciones clave del Estado: Banco de España, Ministerio del Interior, Guardia Civil, Cesid, BOE…
Huguet y Aguiar eran los heraldos negros encargados de hacer realidad en Barcelona el celo fiscal incendiario del candidato Borrell. Eran los «luchadores de la igualdad» fiscal, remedo de aquellos «luchadores de la libertad» de Ronald Reagan. Todos iguales ante el Fisco… menos nosotros mismos. Una de las cosas más asombrosas que este par de pájaros se atrevió a declarar es que ordenaron al abogado Folchi llevar sus dineros a Suiza, y los de sus padres, y los de sus hermanos, y los de sus amigos más cercanos, «¡para que no tuvieran que declararlo a Hacienda!».
Es decir, que los discípulos de Borrell, jacobinos fiscales de Lola Flores et altri, encargados de velar por el cumplimiento de la ley, tenían por divisa el dar esquinazo a Hacienda, compartían como filosofía defraudar al Fisco, constatación de una de las perversiones morales que más daño pueden hacer a una democracia.
Con osadía rayana en la estulticia, al aspirante a la Presidencia no se le había ocurrido nada mejor que entrar en un jardín —el de la supuesta corrupción del PP— que no era el suyo. Agarrado al clavo ardiendo de Piqué, acabó quemado, porque si de hablar de comportamientos fiscales poco éticos se trataba, ningún ejemplo mejor que el de sus dos subordinados y amigos, en cuyo armario debía tener más de un cadáver escondido. ¿Cómo seguir hablando en el futuro de «los amigos de Aznar»? ¿Cómo seguir acusando a Piqué de fraude al Fisco?
Mientras Pep Borrell se debatía en la cuerda floja, para Josep Piqué empezaba a escampar. Las tornas habían cambiado de manera dramática. A finales de abril lo peor había pasado ya para el ministro portavoz, aunque la dureza del castigo lucía a flor de piel.
El ministro aguantó el temporal, monitorizado estrechamente por un Aznar que lo llamó sin falta todos los días durante las semanas más duras, «¿cómo estás?… oye, tranquilo, ¿eh?», como si temiera que la falta de experiencia política de su portavoz pudiera jugarle una mala pasada («Ellos buscaban mi hartazgo: a ver si éste, como no es político, se cansa y se va»), llevándole a arrojar la toalla y proporcionando así una sonora victoria al felipismo y un traspié muy duro de asumir para el Gobierno popular.
La efigie del Piqué triunfal del verano del 98 ha quedado, sin embargo, muy cuarteada. Es la victoria de Polanco. El sueño que el propio portavoz llegó a alimentar como potencial sustituto de Aznar, compitiendo en la parrilla de salida nada menos que con Rodrigo Rato y Javier Arenas, se ha difuminado, barrido por la realidad de unos meses de castigo inmisericorde.
Bien es verdad que en política nada es inmutable, y que Josep Piqué no ha dicho aún su última palabra. Gran parte de su futuro político se decidirá en Cataluña como cabeza de lista del PP por Barcelona en las generales del 2000. Será allí donde se lo juegue todo a una carta. El PSC lo sabe muy bien, y también CiU, lo que explica que los convergentes se hayan apuntado en más de una ocasión al bombardeo del ministro portavoz.
La operación tejida en torno a la supuesta corrupción del PP, puesta en marcha por la Cebrián & Rubalcaba Inc., según diseño de Felipe González, devino en fracaso no sólo para Borrell, sino para el PSOE. Al contrario de lo que ocurría en años anteriores, la corrupción había dejado de ser una de las preocupaciones prioritarias de los españoles, como lo reveló la encuesta mensual del CIS de marzo del 99. Los votantes no habían mordido ese anzuelo.
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La carrera política de José Borrell terminó el sábado 14 de mayo del 99 en una multitudinaria rueda de prensa en la que él mismo anunció su dimisión. Un millón de pesetas invertido por su ex mujer en el «club de inversores» impulsado por Huguet, más el apartamento en la estación de esquí de Taüll, fueron las razones esgrimidas para la espantada.
Borrell se vio obligado a reconocer que, siendo secretario de Estado de Hacienda, tuvo conocimiento de que su subordinado y amigo, a la sazón jefe del Fisco en Cataluña, había montado un tinglado financiero («club de inversores») con fines de lucro personal, pero en lugar de llamarlo al orden optó por participar en él.
La verdad, menos conocida, es que el candidato decidió arrojar la toalla tras una larga conversación con su hijo (de veintitrés años), que es al mismo tiempo su mejor amigo, la primera persona a la que confío su decisión. Su equipo de colaboradores más directo trató de disuadirle, había que pelear, plantar cara, en una intensa, dramática, inolvidable para algunos reunión celebrada la noche anterior. Su ex mujer le animaba en el mismo sentido: tenía que aguantar. Pero en plena madrugada, y con la certidumbre de que tras el escándalo de Huguet y Aguiar se encontraba Narcís Serra, Borrell decidió capitular para evitar males mayores.
Y de hecho los evitó, porque el anuncio de su retirada supuso prácticamente el final de las revelaciones respecto al caso. Quienes en la sombra manejaban los hilos de la trama se dieron por satisfechos una vez conseguido el objetivo. En muchos españoles ha quedado flotando una sombra de duda: ¿realmente Borrell se fue sólo porque su ex mujer puso en manos de dos granujas un millón de pesetas para que se lo invirtieran en Bolsa?
La estrategia de los Martínez Noval, Narbona y demás fieles del leridano se demostró un completo error. Embebidos en la montera que hábilmente manejaba Felipe desde el burladero, no acertaron a ver dónde estaba su verdadero enemigo. Escuchar a González, cuarenta y ocho horas después de anunciada la dimisión, hablar del ex candidato como del «compañero del alma» sólo puede producir rubor y un cierto miedo al reparar en la urdimbre moral del personaje.
El aparato socialista trató de «vender» la dimisión como algo digno de encomio, «actitud ética» dijeron, hasta que el propio interesado, en un rasgo de lucidez, les llamó al orden pidiendo que no utilizaran su nombre para tales menesteres. «No se puede atribuir a esta decisión caracteres sacrificiales —aseguró el “popular” Gabriel Cisneros—, ni calificar de grandeza lo que es una expresión de miseria».
El aparato se topó con el problema de encontrar un candidato dispuesto, en las peores circunstancias, a competir con Aznar en la primavera del 2000 y, muy en el corto plazo, a medirse con el presidente del Gobierno en el inminente debate sobre el estado de la Nación del año en curso. Joaquín Almunia —siempre hay un roto para un descosido— subió a la tribuna de oradores del palacio de la Carrera de San Jerónimo el 22 de junio de 1999 para caer también derrotado ante José María Aznar, según general coincidencia de todas las encuestas publicadas. Y es que un hombre tan poco dotado para la facundia, la labia y la verborrea, tan pobremente dispuesto para el oficio de parlero, les ha mojado la oreja sucesivamente a los tres picos de oro del PSOE, tres filateros con la labia de Felipe González, José Borrell y Joaquín Almunia,
Almunia, sin embargo, consiguió salvar los muebles con una performance más que aceptable, lo que le catapultó de inmediato, con el respaldo unánime del aparato, a la condición de candidato a la Presidencia del Gobierno de la nación con gran jolgorio de los Rubalcabas, que por fin volvían a campar por Ferraz a sus anchas sin la presencia de inquilinos indeseados.
Ver al secretario general derrotado en las primarias encabezando el cartel socialista a las generales del 2000 va a ser toda una exhibición de impudicia, pero así son las cosas en un partido dominado por una generación de políticos contaminados por los mil episodios de corrupción ocurridos entre el 89 y el 96, generación que se niega de forma contumaz a irse a casa para dar vía libre a la renovación de ideas y de personas en el PSOE.
La retirada de Borrell no fue una buena noticia para el Partido Popular desde el punto de vista de sus intereses electorales. A José María Aznar le interesaba enfrentarse a un Borrell disminuido en prestigio e imagen. Almunia, aunque de discurso perfectamente previsible, desprovisto de ese toque de genio que siempre cabía esperar en Borrell, es un candidato más sólido, con menos fisuras que el leridano, cuya derrota electoral, en todo caso, podría haber dado paso tras las próximas elecciones generales a esa inexorable renovación interna que la sociedad española, a la par que la militancia socialista, está demandando del PSOE por mor de la salud democrática española.
Piqué ha quedado muy tocado. Borrell, que seguramente siempre lo estuvo, resultó al final muerto en la refriega. Dos hombres y un destino. Ambos han sido, al final, víctimas de la perversión moral de la misma alianza político-mediática que desde los ochenta emponzoña la vida española. Almunia será el candidato que gestione la previsible derrota del PSOE en las generales del 2000. Con el socio González en la recámara del 2004, es lo que quería el Grupo Prisa. Polanco siempre gana.