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AL SERVICIO DE LOS INTERESES DEL AMO

El miércoles 23 de julio de 1997 a primera hora de la noche, Antonio Eraso llamó por teléfono a Javier Babiano, el hijo pródigo que abandonó la casa del padre tras enfrentarse a Juan Luis Cebrián por la primogenitura de Polanco, para decirle que Telefónica estaba a punto de anunciar la compra de Antena 3 Televisión.

—Eso es imposible —replicó, contundente, un Babiano vuelto al redil de Prisa.

Era la manifestación de la sorpresa que el golpe de mano de Juan Villalonga estaba a punto de producir en muchos despachos.

El rumor comenzó a correr como la pólvora en los ambientes periodísticos madrileños a media tarde de ese miércoles. Para entonces, las redacciones de los periódicos y de los programas nocturnos de la radio echaban humo tratando de indagar detalles en la sede de Gran Vía 28.

Los primeros en llamar habían sido los medios del grupo Polanco, seguramente alertados por el BBV, cuyo presidente acababa de almorzar con Villalonga. Prisa había movilizado todos sus efectivos en busca de información: «Están nerviosos —aseguraba una fuente de Telefónica—, porque compramos también el 40 por 100 de GMA y por tanto tomamos una posición en el fútbol. El desembarco es inmediato». No les faltaba razón para estarlo, porque aquél era un golpe que alteraba de forma sustancial el equilibrio de poderes existente en el mapa español de la comunicación.

A las ocho de la tarde el acuerdo parecía hecho. «Estamos en la recta final —afirmaban en la operadora—. Tenemos un principio de acuerdo por el que nos quedamos con el 25 por 100 del capital de manera directa, y con el apoyo de BCH y Santander nos hacemos con la gestión. La operación se puede rematar a lo largo de la madrugada».

—¿No se volverá Asensio atrás?

—Sería muy difícil que lo hiciera, aunque no nos fiamos un pelo; por eso hay que amarrarlo hoy mismo, sin dar tiempo a que maniobre Polanco.

Sin embargo, en torno a la medianoche las cosas experimentaron un giro de ciento ochenta grados. «Esto se está complicando. Han surgido dificultades. Este es un tío muy peligroso y Juan se acaba de poner en camino hacia sus oficinas dispuesto a echarle un órdago: o se firma ahora o se rompe el acuerdo».

Estaba ocurriendo lo que tanto se temían en Telefónica: Asensio andaba ya sometido a todo tipo de presiones. En la más depurada técnica polanquil, las siete plagas de Egipto iban a caer sobre su cabeza si se atrevía a «vender Antena 3 al Gobierno».

Pero había también otro tipo de dificultades derivadas de la redacción de los acuerdos, porque Villalonga, conocedor de la heterodoxia contable del editor catalán y deseoso de evitar cualquier tipo de sorpresas una vez instalado en la cadena, quería tomar sus precauciones mediante la adopción de una serie de garantías. Y Asensio, que se las sabe todas, se defendía cual gato panza arriba contra los eventuales resultados del inevitable due diligence.

Alertado por sus abogados, Villalonga efectuó una llamada perentoria a la sede madrileña del Grupo Zeta:

—¿Tú quieres el acuerdo, Antonio?

—Sí, Juan, lo quiero, pero es que tu gente está…

—Antonio, te lo pregunto de nuevo, ¿tú quieres el acuerdo?

—Que sí, pero que…

—No me digas nada más: salgo para tus oficinas, y si quieres lo firmamos ahora mismo.

Pasadas las doce de la noche, y en compañía de Javier Revuelta, encaminó sus pasos hacia la calle O'Donnell de Madrid, dispuesto al todo o nada.

Su situación no podía ser más apurada. Suelta la liebre, necesitaba aquel acuerdo casi con desesperación, porque, aunque Telefónica pudiera, él no podría resistir otro desaire parecido al del 24 de diciembre del 96. Había ido ya demasiado lejos con Asensio como para volverse atrás. Un sentimiento de pánico le embargaba al acercarse al despacho del editor, consciente de que estaba a punto de quedar de nuevo con el culo al aire.

* * *

La preparación del golpe había comenzado semanas atrás, y había madurado durante el periplo sudamericano que Villalonga, con parte de su estado mayor (Marcial Pórtela, Pedro Arrióla, Francisco de Bergia y su entonces mano derecha y responsable de Comunicación, José Antonio Sánchez) realizó a partir del lunes 7 de julio.

Su salida de Madrid no había podido ser más lúgubre. El proyecto de Vía Digital parecía no terminar de arrancar; se habían perdido, en la puja con Sogecable, los derechos de Disney y Warner y el Gobierno Aznar, por boca de algunos de sus ministros, le había hecho saber la decepción que la situación de impasse le producía.

España se había convertido en una especie de El Dorado para la industria de Hollywood, y todo porque dos grupos de nuevo cuño, enzarzados en una pelea suicida, estaban dispuestos a pagar entre cinco y diez veces más por su cine de lo que se pagaba en Francia o en Italia. La estrategia de Prisa era sencilla: consistía en sacar a Vía del mercado dejándola ayuna de contenidos para, barrida toda posible competencia, renegociar precios con los proveedores.

Hasta que, la tarde del domingo 13 de julio, Villalonga se confesó ante su amigo José Antonio Sánchez en un hotel de Cuzco: no podemos entrar en ese juego, porque comprometeríamos no sólo el futuro de Vía Digital sino probablemente el de Telefónica. ¿Cómo rentabilizar tales compromisos de pago? Que compre Polanco lo que quiera. Puede que a los Ybarra, los Botín y los March no les importe perder dinero. Vayamos a lo nuestro. Salgamos con un paquete menos competitivo, orientándonos hacia un segmento de mercado de menor poder adquisitivo, compitiendo con CSD en precio, que tiempo tendremos de mejorar nuestra oferta.

La decisión final se tomó unos días después en Nueva York, cuando llegó el momento de tirar de chequera y firmar un talón por importe de 150.000 millones de pesetas por los derechos de Columbia Pictures, la última major en juego, que, subida al carro de sus colegas de Hollywood, reclamaba los consabidos 1.000 millones de dólares por un contrato a diez años. Definitivamente, los españoles eran un chollo.

Villalonga se guardaba una carta en el bolsillo. En la ciudad de los rascacielos había almorzado con Rupert Murdoch, insípido pollo asado frío como plato fuerte del menú y agua clara por todo combustible, para comprobar la actitud distante del magnate de la comunicación, para quien Telefónica no pasaba de ser una modesta teleco más, con ínfulas de querer poner un pie en el terreno de los contenidos televisivos.

Un lince para los negocios, Murdoch había, sin embargo, enarcado una ceja al responder a una pregunta que, en tono aparentemente distraído, le había formulado el español:

—¿Estarías interesado en entrar en Antena 3 conmigo?

—Ahora mismo.

También almorzó con Emilio Azcárraga Jr., un joven en el que descubrió más talento del que algunos le adjudicaban.

—Antena 3 es una máquina de hacer dinero, aunque bien gestionada, claro —aseguró el mexicano.

Sin embargo, el jueves 17 de julio, cuando, a la puerta del hotel Four Seasons, Villalonga despedía a Sánchez, que regresaba a Madrid antes que el resto de la expedición, le hizo un anuncio en tono críptico que más parecía un intento de levantar los ánimos de su subordinado que otra cosa:

—No te preocupes, chiquitín, que voy a dar un buen golpe…

El «golpe» tenía nombre y se llamaba Antonio Asensio, un hombre asediado por las deudas y convencido a esas alturas de haber jugado el 24-D la carta mala, uniendo su suerte a la de un Polanco con quien no le unía ningún afecto y del que le separaba un océano de incomprensión.

Contando con los buenos oficios del periodista José María García, Villalonga había quedado a almorzar con el editor catalán el lunes 21 de julio en Madrid. El de Telefónica quería comprarle el fútbol, indispensable para poder «pasar el corte» de la simple supervivencia frente a Canal Satélite, pero en su cabeza bullía una aspiración de más altos vuelos. Había decidido jugárselo todo a una carta.

El domingo 20 de julio del 97, el matrimonio Villalonga cenó a solas en los jardines de Moncloa con los Aznar. Ambiente relajado, buena cena y mejores vibraciones. Casi al final, el telefónico adelantó sus intenciones para el día siguiente: iba a comprar Antena 3. El presidente, nada entusiasmado con la forma en que su amigo había llevado hasta el momento la «guerra digital», le miró de arriba abajo lleno de escepticismo, eso no te va a salir de ninguna manera, Juan, pero Juan insistió, Asensio está maduro, y tantos detalles proporcionó sobre la marcha de los contactos que Aznar le pidió que le contara la novedad al vicepresidente primero del Gobierno. Cosa que Villalonga hizo en la mañana del lunes, 21 de julio, desplazándose de nuevo a Moncloa para entrevistarse con Álvarez Cascos. El asturiano no concedió ninguna credibilidad al inesperado visitante. Antes al contrario, pensó que el amigo del presidente era víctima de alguna extraña alucinación. «Es muy difícil que te salga esa carambola, Juan».

Para Cascos, Villalonga debía limitar sus aspiraciones a algo tan realista como meter la cabeza en el fútbol, ¡ah!, la importancia del fútbol, porque «para Vía Digital se trata de jugar el partido, no ya de ganarlo…!».

Tras regresar de Moncloa, el de Telefónica recibió en su despacho a Ángel Corcóstegui, consejero delegado del BCH, a quien la tarde anterior había pedido que acudiera a visitarlo con los números de Antena 3 bajo el brazo. Y Corcóstegui, que conocía la situación de la cadena hasta dormido, diseccionó la empresa con finura de experto cirujano, la estructura de la deuda, el riesgo del banco, la posición de Amusátegui, la de Botín, la insostenible situación de Asensio, las posibilidades de futuro…

—Todo lo que pagues, valorando el cien por cien de la sociedad por debajo de los 100.000 millones, es negocio seguro —afirmó el banquero.

* * *

Sentado frente a Antonio Asensio en un pequeño comedor de la planta novena de Gran Vía, el presidente de Telefónica puso en marcha su propia estrategia de acercamiento, postergando los consejos de algunos amigos de ocasión.

—Olvídate, Antonio: no hay ninguna posibilidad de que este Gobierno te perdone, eso no lo vas a conseguir nunca.

—Pero, ¿por qué?

—Porque tienes que entender que lo tuyo ha sido una traición en toda regla, o eso creen ellos, acrecentada por el espectáculo de tu comparecencia en el Congreso, donde nada menos que dijiste…

—Oye, oye, Juan, a mí me llaman y yo no puedo…

—Que sí, Antonio, que muy bien, que no tuviste más remedio que ir al Parlamento, pero allí dijiste que el Gobierno te había amenazado, y eso es muy fuerte, compréndelo.

—Ya, ¡pero es que Rodríguez me amenazó!

—Antonio, que no hay nada que hacer, desengáñate… Ahora bien, yo puedo ayudarte a salir de ésta.

El deseo de reconciliarse con Aznar se había convertido en una obsesión para el dueño de Zeta. Y no por culpa de algún tipo de fractura emocional o ideológica con un Gobierno de centro-derecha al que por clase social podía pertenecer, sino porque Asensio, un hombre siempre en el filo de la navaja, sabía de sobra lo arriesgado que resulta transitar por el negocio de la comunicación enfrentado al Gobierno de turno. Aldo Olcese, su amigo y asesor financiero en Antena 3, había tenido que soportar el mismo lamento en numerosas ocasiones: «¿Qué tengo que hacer para reconciliarme con este Gobierno?».

Todo, o casi, se podía arreglar, según un Villalonga que, para sorpresa de su interlocutor, también entonó su mea culpa.

—Yo también me equivoqué entonces.

—¿Qué quieres decir?

—Que sí, que todos nos equivocamos en diciembre. Quizá yo no supe escucharte y por eso pasó lo que pasó.

—Hombre, me alegra oír eso…

Era la primera vez que Asensio, un corazoncito machacado durante meses por las más acerbas críticas, oía unas palabras de afecto de la otra parte. No todas las culpas de lo ocurrido eran suyas. No era el único que había pecado. Y eso le gustó. Ese reconocimiento de las responsabilidades compartidas resultó el más eficaz de los argumentos para conducirle hacía donde Villalonga pretendía.

—Bueno, ¿qué podemos hacer a estas alturas? —preguntó interesado el editor.

—Pues muy fácil: ayudarnos mutuamente.

—¿Qué quieres decir?

—Que yo te ayudo a ti y tu me ayudas a mí, porque yo también tengo un problema con la televisión digital, ahí me juego mucho.

—¿Y cómo te puedo ayudar?

—Ya lo sabes: vendiéndome el fútbol.

Y como en un cesto de cerezas, pronto salió a relucir el futuro de la propia Antena 3. La situación que, con las cifras aportadas por Corcóstegui, describió el de Telefónica no parecía fácil, pero aquello tenía solución en otras manos, y una solución ventajosa para el editor: venderle a la operadora su 25 por 100. No había en ello ningún planteamiento excluyente, no se trata de echarte del negocio, Antonio, antes al contrario, creo que podemos hacer muchas cosas juntos en el futuro, hay otros negocios en el terreno de la comunicación en los que podemos ir de la mano en España y, todavía más, en Sudamérica…

A la hora del segundo café, sobre la mesa había quedado fijado un precio para el cien por cien de Antena 3 Televisión: 92.500 millones de pesetas.

En presencia de su invitado, Villalonga llamó a Claudio Aguirre, de Merrill Lynch, para que, a la mayor brevedad, efectuara una valoración de la cadena que, lógicamente, coincidiera con la cifra pactada por los jefes.

Se despidieron a las siete de la tarde con un apretón de manos y un abrazo que simbolizaban la reconciliación y el acuerdo. Los abogados debían ponerse a trabajar de inmediato.

* * *

El martes 22 por la mañana, Juan se entrevistó con Emilio Botín, un aliado natural de gran peso cuyo respaldo resultaba esencial para llevar a cabo la operación. Y por la noche cenó con José María Amusátegui y Ángel Corcóstegui, los hombres fuertes de la otra entidad financiera que debía acompañar al Santander y a la propia Telefónica en la nueva singladura de Antena 3.

Al día siguiente informó de la operación en marcha al Comité Ejecutivo y al propio Consejo de la operadora. Ante la sorpresa de los representantes del llamado «núcleo duro», Villalonga describió la filosofía de una compañía que tenía que entrar en los contenidos, «porque no podemos limitarnos a ser un carrier». Según él, el mundo de las telecos camina hacia una oferta de paquetes de servicios que integran voz, ocio, televisión, acceso a Internet… De esa lista, la televisión es el rey. Había que estar presente en la televisión en abierto, en la digital vía satélite y en el cable. «Es lo que está haciendo nuestra competencia internacional, y es lo que vamos a hacer nosotros».

Después del Consejo, Villalonga almorzó con Emilio Ybarra. Unos días antes lo había llamado desde Nueva York, cómo estás, hace un montón que no hablamos, muy bien, respondió el banquero, contento con la marcha de su inversión en Telefónica, la compañía va como una moto, pero quería decirte una cosa, Juan, llevo tiempo dándole vueltas y creo que habría que pensar en unir las dos plataformas digitales, ¿no te parece?…

A Emilio, que en el otoño del 96 se había opuesto a la compra del fútbol propiedad de Asensio, le preocupaba ahora perder dinero en Sogecable y quería reducir el riesgo metiendo en la aventura una razón de tanto peso como el cash flow de Telefónica.

Días atrás, Juan había recibido una llamada en el mismo sentido de Guillermo de la Dehesa, otro de los planetas menores que giran en torno a Polanco; habría que intentar llegar a un acuerdo, todos con la misma historia, todos intentando ayudar a Polanco a salir con bien del lío financiero en el que se había metido.

Pero, sentado frente a Villalonga, el de Neguri se mostró retraído, despistado, desconcertado, ¿qué opinas? le preguntó Juan, nada, le respondió, no tengo opinión, es que así, tan de golpe… Parco en palabras y escaso en ideas, la comunicación con Ybarra resultaba tarea de cíclopes.

La compra de Antena 3 suponía la cristalización del divorcio entre Villalonga y el BBV de Emilio Ybarra, uno de sus accionistas de referencia. Al banquero le había salido la criada respondona.

En efecto, fueron BBV y La Caixa quienes interesadamente le habían propuesto como presidente de la operadora. No lo eligieron por sus capacidades, a pesar de que su currículum pudiera compararse favorablemente con el de cualquiera de sus antecesores, sino porque Villalonga era el mejor amigo de Aznar y, por tanto, el hombre adecuado para la nueva situación. Él debía asegurarles una perfecta comunicación con el nuevo Gobierno y permitirles, en la perspectiva de la privatización total, el mangoneo del cash flow de la compañía en su particular provecho.

La jugada podía salirles redonda, y para rematarla le dijeron, nada más tomar posesión del cargo, que no cambiara a nadie, que no tocara la estructura de mando heredada de Cándido Velázquez, porque a ellos les venía bien seguir utilizando a Germán Ancochea, consejero delegado, en su particular provecho, de modo que Juan debía limitarse a ser la figura decorativa que habían imaginado.

Y porque sabía de sus intenciones, la operación molestó a José María Aznar cuando llegó a su conocimiento. Una situación embarazosa para el nuevo presidente del Gobierno, que tampoco podía perjudicar a un amigo a quien habían ofrecido la oportunidad profesional de su vida, a pesar de los 200 millones de pesetas que estaba ganando como presidente de Bankers Trust para España.

El resultado fue que Aznar se enrocó en un silencio impenetrable durante casi dos semanas, días de zozobra para un Villalonga que no se explicaba la razón por la cual el Gobierno, todavía accionista mayoritario de la compañía, no terminaba de dar el visto bueno a su nombramiento.

Uno de los primeros en apoyar su candidatura fue nada menos que Jesús Polanco. Ocurrió que, mientras Aznar se mantenía insensible a los mensajes que con insistencia le hacían llegar tanto Vilarasau como Ybarra, Polanco se tropezó con el presidente en una recepción ofrecida por los Reyes en el Palacio Real, ocasión que el editor aprovechó para recomendarle que no pusiera trabas a la designación de Villalonga, con quien el cántabro había mantenido hasta entonces fluidas relaciones como presidente de Bankers España.

En poco tiempo, sin embargo, Villalonga se hizo con las riendas y puso en la calle a Ancochea, sorprendiendo a los ilustres banqueros que habían pensado utilizarlo cual perfecto mandao. Durante muchos meses, un hombre tan perspicaz como Josep Vilarasau haría patente su perplejidad comentando que «no entiendo lo que ha pasado ahí…».

En los últimos cuatro años han ganado mucho dinero con su inversión, pero eso no parece resultarles suficiente. «Les he dado un guiso muy sabroso, pero no les he permitido entrar en la cocina. Y es que tienen que entender que con el 5 por 100 del capital no pueden manejar la compañía a su antojo, como están acostumbrados a hacer en España. Yo gestiono Telefónica profesionalmente, y eso quiere decir que tengo que defender los intereses de más de dos millones de accionistas, y no sólo los de dos, circunstancia que a menudo te hace entrar en conflicto con algunos poderosos».

Lo que empezó siendo una pequeña grieta acabaría por convertirse en un abismo. Pronto el BBV comenzaría a propalar por el foro madrileño sus quejas contra Villalonga, a quien acusaba de dedicarse a «nuevas aventuras empresariales, mientras que el negocio de base no está siendo gestionado».

«Querían que Villalonga pusiera la compañía a su servicio —asegura un consejero independiente de la operadora—, de modo que el divorcio estaba cantado». Emilio Ybarra, un hombre anímicamente instalado en el felipismo, cosa harto curiosa tratándose de uno de los grandes apellidos de Neguri, tenía razones para sentirse defraudado.

* * *

Cerca de las tres de la madrugada del jueves 24 de julio del 97, cuando las primeras ediciones de la prensa madrileña con la noticia del cambio de propiedad de Antena 3 se habían agotado en los Vips, Juan Villalonga y Javier Revuelta abandonaban la sede del Grupo Zeta en la calle O'Donnell sin acuerdo. Y con el ánimo roto. Tras despedir a su chófer, el de Telefónica caminó calle Serrano arriba en dirección a su casa, junto a la plaza de la República Argentina. Necesitaba sentir el aire fresco de la noche. Algunos coches a gran velocidad, queriendo apurar el ámbar de los discos de tráfico, le rebasaban en dirección contraria. No había sido posible sacar el acuerdo adelante y se sentía destrozado. Una sensación de pánico le invadía pensando en las consecuencias inmediatas del fracaso.

Para alivio de Villalonga, una llamada de Asensio a media mañana de ese jueves desbloqueó la situación. La operación estaba hecha.

Para convencer al editor había sido necesario movilizar muchas influencias. Alguien, desde el recinto de Moncloa, se había encargado de llamar y animar al catalán, quitarle el miedo y asegurarle que la operación era bien vista por el Gobierno.

El propio Juan había hablado con Jordi Pujol, protector de Asensio en su virreinato catalán, que casualmente se encontraba en el extranjero. Con el Honorable al otro lado del hilo, el de Telefónica enhebró una larga parrafada enfatizando el carácter empresarial de una operación de la que iba a surgir una nueva Antena 3 decidida a respetar todo lo catalán, faltaría más, porque Cataluña iba a estar siempre presente en el corazoncito de la cadena, naturalmente, y si usted quiere colocar a un hombre de su agrado en el Consejo de Administración no tiene más que decirlo, podría ser el propio Vilarubí, que ya está en el de Telefónica, y como también le compramos el fútbol, quiero que tenga claro que los dos clubes de Barcelona seguirán estando donde están, en TV3, pero para eso necesito que me eche usted una manita, necesito que llame a Asensio y le anime, dígale que cuento con él para otros muchos proyectos, dígaselo porque es verdad…

Antonio Asensio respondió a los estímulos, pero la respuesta no fue gratis. Dispuesto a sacar tajada del pánico de Villalonga al fracaso, el editor logró obtener notables ventajas en el rush final, entre otras la de aumentar el precio de la cadena en 2.500 millones de pesetas, hasta los 95.000 millones.

A mediodía de aquel jueves, Juan Villalonga era un hombre al borde de la euforia. Su amigo Camilo José Cela le había remitido un telegrama, remedo de aquel otro famoso que el rey Alfonso XIII envió a su amigo el general Silvestre, previo al desastre de Annual, con un texto escueto: «¡Ole tus cojones!»…

También le había llamado, entre otros muchos, Marcial Pórtela desde Sudamérica:

—Enhorabuena, jefe, he de reconocer que si llegas a haber consultado esta operación con nosotros seguramente no la hubieras podido hacer.

Había sido un golpe de mano, un verdadero blitzkrieg empresarial hecho con la rapidez que demandaba la trascendencia del asunto, porque de otro modo no hubiera podido salir.

Con la compra de Antena 3, Villalonga ponía la segunda piedra de un gran grupo multimedia cuya estrella iba a ser la televisión en abierto, «algo a lo que nos han obligado las circunstancias y la presión de nuestros enemigos». Era, al mismo tiempo, una operación de enorme alcance político. En torno a Telefónica estaba surgiendo ese grupo de comunicación que, de hacer caso a los «felipancos», había pretendido desde el principio poner en marcha el Gobierno a través de Miguel Ángel Rodríguez, empeño en el que había fracasado estrepitosamente. Juan estaba, pues, rindiendo un servicio de primera magnitud al Gobierno Aznar, devolviendo a su amigo el favor que le había hecho con su nombramiento como presidente de la operadora.

Empeñado en enfatizar el carácter profesional de su cargo, había hecho oídos sordos durante muchos meses a las insinuaciones malévolas de quienes le calificaban de mera comparsa del Gobierno al frente de la operadora. Desconocedor de la sutileza del juego político, se había enfrascado en la gestión, olvidando las connotaciones que siempre rodearon a una empresa como Telefónica.

Dentro del entramado del poder socialista, la operadora ha sido siempre «la empresa» por antonomasia. Se trataba, sin duda, de la joya de la corona del sector público, la primera firma del país por facturación y una mina inagotable de gabelas que repartir entre altos cargos en cesantía, fuente de financiación ilegal y punto neurálgico desde el que controlar torticeramente vida y milagros de cualquier potencial enemigo. Todo lo cual explica el papel de Cándido Velázquez como mero peón de Rubalcaba bajo el Gobierno socialista, así como el estrecho mareaje al que, desde la oposición, el PSOE ha sometido a Juan Villalonga.

Hasta que tuvo que rendirse a la evidencia de que su continuidad en el cargo dependía del juego de la política en la misma proporción, al menos, que la calidad de su gestión. Le gustara o no, era un prisionero de la política, y su suerte estaba ligada a la de José María Aznar como la otra cara de una misma moneda, porque si Aznar resultara al final un pequeño interregno entre dos largos períodos de felipismo, Villalonga tendría muy escasas posibilidades de supervivencia al frente de Telefónica, por mucho que dispusiera de un Consejo diseñado a su medida.

No podía olvidarse, pues, del entorno político. Era, de nuevo y vuelto del revés, el viejo eslogan de la campaña presidencial de George Bush: «La política, idiotas, la política». Juan, en efecto, se jugaba mucho en la suerte del Gobierno Aznar, lo que era tanto como decir que ayudando a Aznar se ayudaba a sí mismo. «Hay que usar las migajas de ese superpoder que es Telefónica para tratar de alterar el actual equilibrio de fuerzas en los medios de comunicación —urgía uno de sus principales asesores externos—, porque la batalla política se riñe en los medios de comunicación y, frente a la flota de Polanco y sus aliados, ¿qué hay enfrente? Una cañonera arpillada llamada El Mundo, la cadena COPE y pare usted de contar. Un desequilibrio brutal».

Había que invertir la situación, aprovechando las sinergias derivadas de la compra de Antena 3 para asegurar el éxito de Vía Digital. Un reto importante, porque el fracaso de Vía, además de suponer un golpe muy duro para Villalonga, enviaría un mensaje muy desalentador para los poderes financieros, y no digamos ya para esos editores acostumbrados a hacerle el caldo gordo al felipismo: sería la demostración de que en España no hay más poder que el de Polanco.

En ese envite se jugaba mucho el propio Gobierno del PP, que quedaría sometido al castigo inmisericorde de un Grupo Prisa reforzado por el monopolio de la televisión digital y espoleado por el miedo y la sumisión general. Si un periódico como El Mundo fue capaz de derribar a un sátrapa como Felipe González, ¿cuánto tiempo podría resistir un Gobierno como el de Aznar enfrentado a la armada mediática de Polanco?

Lo que estaba, pues, en juego con Vía Digital era la posibilidad de que Polanco, en su nombre y el de González, pudiera cobrarse al mismo tiempo dos piezas por el precio de una: la de Villalonga y la del propio Aznar. Un peligro que en los últimos meses había obligado al «general Villalonga» a fajarse en la arena digital.

* * *

A la altura del verano del 97, el cántabro iba ganando la batalla de Bruselas. El realidad, el amo de Prisa había conseguido invertir la peligrosa situación en la que se encontraba unos meses antes: estaba comercializando cómodamente su «simulcript», en contra de las especificaciones de Fomento, tenía paralizado el caso Sogecable y había jugado a fondo la carta de dejar fuera de juego a Vía Digital privándole de contenidos.

Como era de esperar, la reacción de los Polancos al anuncio de compra de Antena 3 no pudo ser más virulenta. Los medios del Grupo Prisa decidieron pasar al ataque contra la operadora de forma airada, revelando la importancia de la herida abierta por la operación.

La rabieta del cántabro estaba justificada. Por su puerta había pasado un tren que no había sabido coger a tiempo. Durante siete meses, en la estación de Miguel Yuste había permanecido estacionado um dos mais grandes expressos espanhois que, al final, había terminado en poder de Villalonga.

Mucho se había especulado con el interés del editor por invertir sus posiciones televisivas, desprendiéndose de Canal Plus para entrar en una televisión en abierto, porque el Plus es —era— muy rentable pero escasamente influyente, y el negocio de Polanco se basa precisamente en la influencia y en la capacidad de intimidación, como bien sabe cualquier español con posibles.

Se hablaba incluso de que el magnate podría hacer el trueque sin necesidad de desprenderse de su paquete en el Plus. Necesitaría, eso sí, a alguien, dispuesto a prestar su nombre para obviar el obstáculo legal que impide a una misma persona física o jurídica participar al tiempo en dos cadenas, pero disponer de testaferros nunca ha sido un problema para Jesús Polanco, y de hecho todo apuntaba a que los elegidos iban a ser los venezolanos hermanos Cisneros, que por aquel entonces trataban de hacerse con el 10 por 100 de Telecinco en manos de Prensa Española.

La entrada de Polanco en Telecinco, sin embargo, chocaba frontalmente con los intereses del grupo Correo en la cadena. La solución ideal para Polanco era, sin duda, Antena 3, y mucho más desde el momento en que había logrado meter a Asensio en casa. Comprar Antena 3 hubiera supuesto hacerse con el control al cien por cien de los derechos del fútbol televisado en pago por visión, asegurando la exclusividad para CSD. Fue, sin duda, uno de los errores más graves cometidos por Polanco en los últimos años. Sólo Antena 3 ganó 13.143 millones de pesetas en 1998, casi un 40 por 100 más que los 8.247 millones de pesetas (en un año, por otro lado, excepcional para el editor) ganados por todo el Grupo Prisa.

Evitar que Polanco consumara el golpe del «pacto de Nochebuena» haciéndose con el control de Antena 3 implicó el trabajo de varias personas, entre ellas Aldo Olcese, que durante los meses que duró aquel matrimonio contra natura acunaron el corazoncito del catalán, alentando esperanzas de reconciliación con el Gobierno Aznar.

Haciendo gala de todo el oficio del mundo, los medios del Grupo Prisa se cuidaron muy mucho de arremeter de inmediato contra el socio al que tantas loas habían dedicado tras el 24 de diciembre del 96. Hasta que, justamente tres meses después de la operación de Antena 3, El País pasó por fin tarjeta de visita: «Admitida a trámite una querella de Canal Satélite Digital contra Antonio Asensio por estafa». Se acabó la elegancia. Se agotó el trato caballeroso con el «traidor». El dueño del Grupo Zeta no se iría de rositas. Según Prisa, GMA y GMAF habían transmitido a Audiovisual Sport los derechos del fútbol como si estuvieran libres de cargas, cuando habían sido pignorados por la propia Antena 3 en garantía de un préstamo de 12.500 millones.

En la tarde de aquel día tuvo lugar una reunión muy «caliente» en el despacho de Villalonga. Ante el propio Juan y José María Más se encontraba un atribulado Asensio, en unión de su abogado, Miguel Roca, y del periodista deportivo José María García. El catalán, francamente asustado por el anuncio de querella de Prisa, reclamaba de Villalonga un comunicado de apoyo a su gestión al frente de la cadena, mientras Roca, un manojo de nervios, se paseaba arriba y abajo exclamando:

¡Es que lo meten en la cárcel, Juan, lo meten en la cárcel!…

Asensio, además de ayuda, quería también dinero. A resultas del due diligence, Antena 3 le debía 6.132 millones, mientras que el propio Asensio adeudaba a la cadena en torno a 4.200 millones. El editor, dispuesto a maximizar el «pelotazo» hasta en las peores circunstancias, reclamaba con empeño tan sustanciosa diferencia.

* * *

Polanco se veía enfrentado a una situación nueva. De la posibilidad de tener a Telefónica como socio y aliado, con lo que eso implicaba en términos de tesorería —que no otra cosa significó aquel postrer regalo del felipismo que fue Cablevisión—, había pasado en poco más de un año a tenerla enfrente, convertida en cabeza de un grupo audiovisual alternativo.

El escenario de la «guerra digital» a la vuelta del verano del 97 había, pues, experimentado cambios sustanciales. El 15 de septiembre, lo que mucha gente había considerado una quimera se hacía realidad con la salida al aire de Vía Digital. Durante mucho tiempo, Prisa había alimentado la especie de que esa idea nunca vería la luz, entre otras cosas porque, desde el punto de vista técnico, era imposible, a juicio de Cebrián, que alguien sin la menor experiencia en televisión de pago pudiera levantar un proyecto como el de Vía en cinco o seis meses.

Pero las gentes de Pedro Pérez consiguieron ponerlo en marcha, y Telefónica Sistemas de Satélites fue capaz de construir en tres meses, trabajando veinticuatro horas al día y con los albañiles por medio mientras los técnicos tendían cables e instalaban ordenadores, un centro de transmisión de la señal que es uno de los más modernos del mundo, levantado en la llamada «Ciudad de la Imagen» de Madrid. Casi un milagro que convertía en crueldad la pretensión de que, además, la programación fuera buena.

Catapultado por la publicidad gratuita derivada de una «guerra» que había hecho correr ríos de tinta, el lanzamiento fue un éxito rotundo, hasta el punto de que el canal dispuso desde el principio de un número de potenciales suscriptores en lista de espera que rebasaba con mucho la capacidad de instalación.

Enfrente, un Canal Satélite Digital (CSD) en una posición competitiva muy ventajosa como heredero del know how y la lista de clientes de Canal Plus, pero inmerso en un horizonte financiero preocupante por culpa de los compromisos de pago asumidos, compromisos que presuponían la firme determinación de los socios bancarios de seguir tirando de chequera al ritmo que demandara Cebrián.

Estaba claro que CSD era en aquel momento imbatible, pero el peligro para Polanco residía en que, a pesar de todo, Vía consiguiera meterle un buen mordisco a un mercado todavía muy estrecho, haciéndose con una cuota del 25 por 100 del mismo, con lo cual se alejaba en el tiempo el break-even de la plataforma polanquil. Con la diferencia, además, de que Vía tenía un endeudamiento insignificante, lo que implicaba mayor capacidad para aguantar y perder dinero que CSD.

La salida al aire de Vía Digital supuso la ruptura del monopolio de la televisión de pago al que siempre había aspirado Jesús Polanco y la desaparición del «negocio chollo» consiguiente. El cántabro perdía en el envite mucho dinero. O, para ser exactos, dejaba de ganarlo. Algunos han calculado que la televisión digital de pago en régimen de monopolio podía dejar más de 40.000 millones de pesetas al año limpios de polvo y paja, lo cual le hubiera supuesto a Polanco 10.000 millones de beneficios por esta vía, más que todo el Grupo Prisa junto.

«Lo importante desde el punto de vista político —asegura Javier Revuelta— era evitar que Polanco monopolizara la televisión de pago en España, porque eso hubiera sido una fuente de poder casi absoluto para él, consolidando su posición de dominio en el negocio de la comunicación y del ocio. Nadie hubiera podido jamás hacerle la competencia en ese terreno, porque él era el dueño de los derechos sobre todo tipo de contenidos».

Se entiende el enfado sublime del editor cuando, en el curso de una cena de Navidad, año 1997, ofrecida a un grupo de amigos —entre ellos algún abogado del Estado que contó la anécdota— en su casa de Méndez Núñez, exclamó en un arranque de rabia:

—Al hijo de puta ése no le voy a perdonar nunca lo que me ha hecho.

El hijo de puta era José María Aznar.

En esa situación, a Polanco y sus aguerridos coroneles les quedaban dos salidas. O aceptar deportivamente la presencia de Vía Digital, tratando de derrotarla en el terreno de la libre competencia, o, como terminó ocurriendo, empezar a castigar todos los días a Telefónica desde El País, la SER, Cinco Días y demás navíos de la flotilla aliada, esperando que Villalonga, asustado, tirara de teléfono y llamara a Polanco pidiendo árnica.

Acabar con «el amigo de Aznar en Telefónica» se convirtió en una obsesión para los «halcones» de Prisa, con Cebrián a la cabeza. Una guerra santa en la que no parecía haber alternativa: había que pasar al enemigo a cuchillo o morir matando. Dos posturas que en el fondo buscaban un mismo objetivo: hacer doblar la rodilla a Villalonga. Y mientras corría el otoño y se adentraba el invierno sin que el afectado descolgara el teléfono para pedir un armisticio, Cebrián distribuía todas las mañanas el parte de guerra desde su puesto de mando: ¡más madera!

Ha sido la tónica que ha presidido los dos últimos años: el chantaje, inmisericorde, de un grupo editorial contra una sociedad y su presidente para obligarles a firmar la rendición. Y ello mediante la extenuante utilización de los distintos medios de comunicación del Grupo, puestos al servicio de los intereses económicos del amo. Pocas veces en la historia del periodismo europeo «serio» se podrá encontrar un caso de manipulación informativa tan flagrante como el del Grupo Polanco con Telefónica desde que Villalonga tuvo la osadía de acabar con Cablevisión. Nunca un espectáculo tan torticero como el protagonizado por Prisa en este tiempo. Jamás una utilización tan grosera de una cabecera como la de El País.

El ataque contra Telefónica, generalmente desprovisto de cualquier objetividad periodística, se ha visto, sin embargo, alterado por períodos de silencio casi tan llamativos como los de agresión, dependiendo de la marcha de la negociación entre Polanco y Villalonga, hasta el punto de que es posible seguir con precisión milimétrica los avatares de dicha negociación, sus avances y retrocesos, por los silencios o las erupciones de violencia en la epidermis de El País y demás medios del grupo. Todo un manjar para especialistas en semiótica.

En su afán por tumbarle, los Polancos no han escatimado medios, sin importarles siquiera poner en peligro la estabilidad o supervivencia de la primera compañía española (intentado dañar la cotización en Bolsa, atacando la gestión, la política de alianzas, las inversiones en el exterior), si con ello conseguían su objetivo.

* * *

Aquejado por mil problemas internos, el PSOE no reaccionó a la compra de Antena 3 hasta pasadas las vacaciones de agosto de 1997. Pero el 5 de septiembre, con las pilas cargadas, Alfredo Pérez Rubalcaba, el más listo de los fans de Polanco en la nómina del PSOE, encabezó el asalto a Telefónica asegurando que la compañía, «todavía vinculada al sector público, se ha convertido en ariete del PP para comprar cadenas de televisión». Rubalcaba, conocido en las filas guerristas por el alias de «Polancaba», aseguró que «cuando haya una mayoría progresista en el Gobierno, legislaremos contra Telefónica».

El domingo 7 de septiembre, Joaquín Almunia se sumó al coro denunciando que Telefónica «hace operaciones al servicio de Aznar y del PP». El nuevo portavoz socialista en el Congreso, Juan Manuel Eguiagaray, repetía días después el mensaje: «El Gobierno hace con la operadora lo que no puede con el BOE».

Pero el domingo día 14, en vista del aparente fracaso de la carga de la brigada ligera socialista, Jesús Polanco decidió sacar a escena a su prima ballerina: algo muy importante estaba ocurriendo entre bastidores que rebasaba en importancia incluso la compra de Antena 3 Televisión.

Ocurría que Juan Villalonga había viajado a Londres unos días antes para negociar un amplio acuerdo de colaboración con el Grupo Pearson. Los británicos, dueños de la mayoría de control del Grupo Recoletos, habían abandonado Vía Digital de forma poco elegante. Enterados de la operación de Antena 3, dieron inmediatamente marcha atrás pidiendo no sólo el reingreso en Vía sino planteando una operación de mucho más calado. Para Telefónica, Pearson (The Economist, la biblia de las revistas económicas del mundo desarrollado, y sobre todo Financial Times, el más prestigioso de los diarios económicos del momento) era un aliado de gran valor estratégico, un verdadero «caballero blanco» a la hora de protegerse, incluso internacionalmente, del asedio de los «felipancos», porque un editorial del Financial Times vale su peso en oro en cualquier plaza económica relevante.

El acuerdo con el Grupo Pearson era cualitativamente el movimiento más inteligente emprendido por Villalonga desde su llegada a Telefónica. Un aliado formidable, capaz de reducir con su sola presencia la figura de Polanco a la de un simple campesino cántabro.

El de Santillana, dándose cuenta de la importancia de la operación, intentó por todos los medios boicotearla. Tras la compra de Antena 3, aquélla podía ser la pieza que definitivamente rompiera el desequilibrio mediático que había presidido, a su favor, los catorce años de felipismo. Decidido a jugar su carta más fuerte, hizo entrar en la liza nada menos que a Felipe González, con unas declaraciones en la SER volteadas cada hora en los noticieros de la cadena.

Para el ex presidente del Gobierno, Telefónica era una gran empresa, pero Villalonga se la iba a «cargar», de manera que si yo fuera accionista, que no lo soy, me tentaría la cartera… González trataba de generar incertidumbre provocando el hundimiento del valor en Bolsa y, como consecuencia de ello, la dimisión de su presidente.

Al día siguiente, lunes 15, y dentro de la acrisolada técnica de la casa, El País abría su primera página con las declaraciones de Felipe a la SER. Ese mismo día, Eguiagaray volvió a salir a la palestra para reinterpretar las palabras de González en la radio y enviar un mensaje nítido a los banqueros: lo que Felipe había querido decir era que tenían que salir pitando de Telefónica y abandonar a Villalonga, porque, en caso contrario, lo pagarían caro a la vuelta del PSOE al poder. Y en el país del miedo, hubo alguno que llamó a Rubalcaba para disculparse, «tenéis que comprenderlo, hemos participado en la operación de Antena 3 por presiones del Gobierno», una iniciativa que no tardó en llegar a oídos del Ejecutivo.

Pero, en contra de las intenciones de los «felipancos», aquel lunes no sólo no ocurrió ninguna catástrofe en Bolsa, sino que la acción de Telefónica subió 75 pesetas, y al día siguiente, martes, volvió a subir otras 100 pesetas. En dos días, el valor de la operadora aumentó en 155.000 millones. El intento de voladura de una sociedad con más de dos millones de pequeños y medianos accionistas, había fracasado. Felipe, la última carta de Polanco, había demostrado tener tanta credibilidad como pegada.

Había sido, sin embargo, un ataque brutal, sin parangón en los países civilizados de nuestro entorno. Polanco y Felipe habían intentado, en una maniobra desesperada, desestabilizar a Villalonga forzando la caída del valor en Bolsa, lo cual estaba en perfecta sintonía con las amenazas vertidas en varias ocasiones por el editor y su segundo.

Ver al primer partido de la oposición tratando de hacer daño a la primera empresa del país, y amenazando de paso a buena parte de la banca privada si no le acompañaba en el empeño, no podía resultar más descorazonador.

En vista del revuelo levantado, británicos y españoles decidieron acelerar la operación, que quedó ultimada el martes 23 de septiembre[22]. Era la respuesta de Villalonga a las amenazas de González.

La operación iba a permitir al ciudadano de a pie asistir a una situación divertida, cual era ver a Carlos Solchaga, responsable editorial del Grupo Recoletos, disparando desde las páginas de Expansión contra Telefónica, cuyo presidente acababa de firmar una alianza estratégica con quienes le pagaban el sueldo.

Juan Villalonga sacó una lección de la fracasada intentona puesta en marcha por los «felipancos»: no había vuelta atrás para él. Polanco le quería de rodillas, de modo que, o se defendía adecuadamente, o sería sacado de casa al amanecer y ajusticiado contra una tapia cualquiera de esta España partida en dos, como mandan los cánones de nuestra peor Historia. Y para defenderse tenía que contar con cañones del mismo calibre que el «enemigo», porque, sin el apoyo de El Mundo, Villalonga y Telefónica lo hubieran pasado mal aquellos días de septiembre.

El grupo de comunicación que no supo o no pudo hacer el Gobierno Aznar lo estaba empezando a hacer Juan Villalonga, con la diferencia de que él, al fin y al cabo un empresario, estaba obligado a comprar activos sanos atendiendo los intereses de la cuenta de resultados y haciendo bueno el argumento de Friedman, para quien «los directivos de una corporación son los empleados de los accionistas, y como tales tienen la responsabilidad fiduciaria de maximizar el beneficio».

* * *

Precisamente por su condición de empresario, forzado a «desnudarse» cada tres meses ante analistas e inversores de medio mundo, Juan Villalonga estaba obligado a buscar una salida para un negocio como el de Vía, destinado a perder dinero durante mucho tiempo.

El escenario para un eventual pacto con Jesús Polanco había variado de forma sustancial. La operación de Antena 3 y el acuerdo con Pearson habían reforzado notablemente la posición negociadora del telefónico: ahora ya podía hablar de igual a igual con el cántabro en el terreno de los medios de comunicación.

Había, además, un tercer argumento de peso para buscar la paz, argumento que ni siquiera se atrevía a formular al hombre que por entonces compartía sus secretos, José Antonio Sánchez, y era la aprensión, el desgaste que suponía levantarse cada mañana dispuesto a soportar el bombardeo inmisericorde de los medios de Prisa.

Ya durante las vacaciones de agosto del 97, en su casa de Guadalmina, había comenzado a recibir recados de Polanco, generalmente transmitidos a través de Guillermo de la Dehesa, pero también de Ramón Mendoza, Pedro Ballvé y algún otro. El editor quería sondear la posibilidad de pacto y, para ablandar el corazoncito de Villalonga, escaldado por las experiencias vividas, don Jesús, en la mejor tradición de la casa, venía combinando con destreza la política del palo editorial con la zanahoria de enviarle recados y recaderos en busca del ansiado arreglo.

El de Telefónica hacía protestas de firmeza ante amigos y conocidos: «Desde que me amenazaron en mi despacho de Gran Vía se me quitaron las ganas de pactar con ellos, de manera que, si quiere llegar a un pacto, lo peor que puede hacer es intentar acorralarme con editoriales. No me conocen. Por las buenas soy fácil de llevar; por las malas, ni hablar».

La realidad parecía ser muy otra, hasta el punto de que Juan terminó escuchando los cantos de sirena de uno de tales mensajeros. El editor quería sentarse con él «este mismo mes de agosto». Polanco estaba quejoso, decía el intermediario, porque le había enviado ya varias ofertas y no le había contestado a ninguna.

La propuesta del cántabro, transmitida a grandes rasgos por el «hombre bueno» era, sencillamente, leonina: la mayoría del capital de la hipotética plataforma única debía corresponder a Prisa; la gestión, para Prisa; los contenidos, de Prisa y, además, Prisa entraría en el cable de la mano de Telefónica… En fin, lentejas. Una bofetada en el mejor estilo del Kane hispano, dispuesto a no apartarse un ápice del tradicional guión con Villalonga: el negocio de la televisión es mío, y en ese terreno no admito competencia; el tuyo es la telefonía, de modo que limítate a ser un carrier. Y punto en boca.

Villalonga, a pesar de todo, aceptó el envite:

—Dile que estoy dispuesto a sentarme con él.

Pero, para su sorpresa, recibió una respuesta que le dejó helado en pleno agosto: Jesús Polanco sólo estaba dispuesto a sentarse a negociar la fusión de las plataformas digitales con Francisco Álvarez Cascos.

En la escandalosa colusión entre lo público y lo privado que caracterizó al felipismo, Polanco quería negociar con el vicepresidente del Gobierno. De acuerdo con la interesada politización de la «guerra digital» realizada por Cebrián, Villalonga no era interlocutor válido.

«Este tío no me conoce», protestaba, encolerizado, el telefónico. El editor santanderino sufría un problema de adaptación al medio. Acostumbrado durante años a dar órdenes a Cándido Velázquez, actuaba convencido de que el mecanismo de toma de decisiones en Telefónica no podía haber cambiado por el simple hecho de que González no fuera ya presidente del Gobierno. Imaginar que Villalonga pudiera tener siquiera una mínima capacidad de iniciativa e independencia, a pesar de dirigir una compañía cien por cien privada, no entraba en sus cabales. La operadora era un apéndice de Moncloa y así seguiría siéndolo, con Aznar o con González en el poder.

* * *

Villalonga estaba, sin embargo, convencido en su fuero interno de que acabaría pactando con Jesús Polanco, aunque a largo plazo. «Primero hay que dejarle que pierda dinero, porque, cuando más aguante yo, más complicada será su situación».

En contra de la opinión de muchos altos cargos de la compañía, ese convencimiento era plenamente compartido por su entonces alter ego, José Antonio Sánchez. Para el responsable de Comunicación, «el pacto es indispensable para salvar la presidencia de Juan y el negocio digital». Según él, el problema de Villalonga no era tanto Polanco como la escasa entidad y calidad de los apoyos con que contaba. «Nuestros supuestos aliados son, con alguna notable excepción, una partida de guerrilleros dispuestos a sacar tajada de los dineros de Telefónica en provecho propio».

No era más sólida la posición de Villalonga dentro del Partido Popular. Sin un perfil ideológico definido, Juan ni entiende, ni valora, ni le gusta la política, actividad que considera carente de interés. En este sentido, es el anti-Mario Conde. La política le aburre, lo cual le ha mantenido de espaldas a ese universo «partidario» que a menudo implica la existencia de enemigos, pero que también presupone el respaldo activo de camarillas y conmilitones. El corolario es que el presidente de Telefónica contaba y cuenta con muy escasos apoyos dentro del PP.

Más importante aún: el hombre a los mandos de la Economía española, Rodrigo Rato, no era de su cuerda, a pesar de que el vicepresidente económico, hombre de tacto exquisito donde los haya, sabía tratar con guante blanco a uno de los escasos amigos del presidente.

Por si fuera poco, el telefónico estaba enfrentado al regulador, el ministro de Fomento, Rafael Arias-Salgado, de cuyas manos seguía dependiendo en gran medida la cuenta de resultados de la compañía.

En realidad, el único apoyo serio y fiable con que contaba era José María Aznar. Una bala muy valiosa, ciertamente, pero que sólo podía ser Utilizada una vez y no en fuegos de artificio. Su amistad con Aznar era, por lo demás, un tanto peculiar. Una relación de «afecto frío» que quedó tocada en el momento en que fue propuesto como presidente de Telefónica, situación políticamente embarazosa para el presidente. Desde entonces, una barrera se interpone entre ambos. Se diría que es una amistad en cuarentena o entre corchetes, una relación en libertad vigilada que no volverá a ser lo que fue hasta que ambos no abandonen sus actuales responsabilidades.

Juan Villalonga se encontraba en el fondo bastante solo: a pedradas con Arias-Salgado, sin anclajes de peso dentro del PP y enfrentado no solamente a Polanco y a su armada, sino también a un PSOE que seguía mirando a Telefónica como a la Alhambra perdida en la añoranza de un espléndido pasado de poder sin cortapisas. Demasiados enemigos enfrente.

Por tener, tenía hasta la enemistad de Su Majestad el Rey de España. Manolo Prado había hecho correr en el entorno de sus amigos de cacería la especie de que, además del famoso vídeo de Pedrojota, había otro no menos escandaloso con dos actores principales, Juan Villalonga y el propio director de El Mundo, filmado en diciembre del 96 durante el periplo que realizaron por el sudeste asiático. Poco importaba el hecho de que ambos hubieran realizado ese viaje en compañía de sus respectivas esposas, además de Pedro Ballvé, Guillermo de la Dehesa y Javier Revuelta.

No era la primera vez que a Villalonga le llegaban comentarios poco favorables hacia su persona del entorno de la Casa Real y del propio Monarca. Juan no salía de su asombro ante la ausencia de motivos para ser depositario de la animadversión de alguien a quien solía elogiar en todos los foros. No podía haber más que una razón: José María Aznar. El presidente del Gobierno no gozaba de las simpatías de la Casa Real, no era querido en Palacio, y todos los que estaban a su alrededor eran pagados con la misma moneda.

Unas semanas después de la compra de Antena 3, la gerencia de la cadena acudió a cumplimentar a Su Majestad. Pasados los formalismos de rigor, lo único que interesó de verdad a don Juan Carlos I fue saber si recibían órdenes de contenido político desde Moncloa:

—¿Y nunca os han dicho nada?

—Pues no, Señor, lo único que el presidente del Gobierno nos dijo cuando fuimos a verlo fue que «mucho trabajo y mucha profesionalidad».

—¡Qué corto, qué corto!… —exclamaba, aparentemente escandalizado, el Monarca, componiendo un curioso escorzo consistente en agachar la cabeza mientras se llevaba las palmas de las manos a las sienes, imitando las orejeras del cabezal de una mula.

—Pero, ¿el Gobierno no os ha dado ninguna directriz? —volvía a insistir.

—Pues no, Señor… Hombre, al final el presidente nos dijo, riéndose, que, bueno, a ver si aquí habláis bien del PP, ¿eh?

—¡Pero qué corto, qué hombre tan corto!

* * *

«Ni Juan ni Telefónica pueden acabar con Polanco, y menos hacerle el trabajo sucio a un Gobierno que se ha lavado las manos en el caso Sogecable —aseguraba Sánchez—. Polanco puede tener dificultades financieras para aguantar la pelea, pero el desgaste de Juan podría llegar a ser insoportable. Necesitamos cerrar esa brecha, lo que además supondría empezar a ganar dinero enseguida con una sola plataforma digital».

Al inicio del otoño del 97, Villalonga visitó el despacho del presidente del Gobierno en compañía de un notorio empresario hispano, que asistió en directo a la siguiente respuesta de Aznar:

—No te equivoques, Juan; pactar o no con Polanco es asunto tuyo, independientemente de que le venga bien o no al Gobierno.

Para Sánchez, «Juan es un lobo solitario que, con los riesgos que ello implica, debe intentar por su cuenta el pacto con su principal competidor en el mundo mediático. Si lo logra, habrá quien quiera despedazarle, porque hay gente en ambos bandos interesada en que la guerra continúe. ¿Hasta cuándo? Hasta que a ellos deje de convenirles la pelea. Ese “ellos” incluye perfectamente a Aznar, y eso tiene un riesgo añadido para Villalonga, porque si el Gobierno firmara un día esa paz, su cabeza podría ser el precio del acuerdo».

La situación pareció tomar un rumbo distinto la noche en que, con motivo de la inauguración del Teatro Real de Madrid, Juan coincidió en el hall de entrada con un Polanco que, ágil de reflejos, se fue a saludarlo, un diálogo corto, como estás, muy bien, ¿qué tal todo?, bien, ¿y tú?, bien, gracias… Un intercambio tan intrascendente como anodino, pero que fue visto por mucha gente y valorado en su medida, es decir, de forma desmedida.

El 18 de septiembre del 97, el ínclito Ramón Mendoza, uno de los testaferros de Polanco a la par que notorio alcahuete, y Pedro Ballvé, presidente de Campofrío, se reunieron mano a mano para concluir que tenían que acabar con el desencuentro existente entre sus respectivos amigos, tenemos que juntar a esta pareja, podemos organizar una cena a cuatro e ingeniárnoslas para dejarlos solos, o bien se lo decimos por derecho, nosotros nos vamos, que tendréis que hablar.

La condición que ponía Polanco para asistir a un encuentro de esas características es que bajo ningún concepto se enterara Pedrojota, director de El Mundo.

El caso es que Pedro Ballvé llegó con el recado a Gran Vía 28, hemos estado hablando de esto, ¿qué te parece? Juan torció el gesto y escurrió el bulto sin decir ni pío, pero en cuanto el de Campofrío abandonó su despacho tiró de teléfono para, por primera vez en mucho tiempo, llamar al «yayo», como se conoce a Polanco en la operadora.

—Jesús, me dicen que un par de amigos van a organizar una cena para sentarnos juntos y luego dejarnos solos y, en, fin, al margen de que yo me siento a cenar con todo el mundo, creo que tú y yo no necesitamos intermediarios para vernos.

—Lo mismo pienso yo.

—Perfecto. Entonces yo te veo cuando quieras y sin condiciones.

—De acuerdo.

—Pues mira, para evitar sorpresas, te sugiero vernos fuera, en París o en Londres, donde mejor te venga.

—Me parece una buena idea, pero yo tengo un problema y es el juez, ya sabes que con esa historia de Sogecable tengo que presentarme cada quince días en el Juzgado y pedir permiso para salir de España.

—¡Ah!, ya…

—Mira, te propongo otra solución: vernos en mi casa de Valdemorillo. Más seguros que allí no vamos a estar en ningún sitio. ¿Qué te parece?

—Conforme. ¿Cuándo quedamos?

Quedaron el 5 de octubre del 97 en la finca del editor. Para preparar tamaño encuentro en la cumbre, los Polancos decidieron calentar el ambiente, castigando durante una semana de forma inmisericorde los flancos de Villalonga. Cebrián es como esos entrenadores de fútbol que obligan a sus jugadores a hacer precalentamiento antes del partido. Con la diferencia de que éste aplica el «calentón» al equipo contrario, para que sepa con quién se va a jugar los cuartos y lo bien que le vendría mostrarse complaciente.

Es una estrategia que Prisa ha utilizado en repetidas ocasiones a lo largo de la legislatura como una forma de mediatizar, condicionar e intentar romper la resistencia del adversario. De modo que encuentros que se presumían decisivos para el logro de determinados acuerdos se veían precedidos, para sorpresa de los telefónicos, por brutales campañas de intoxicación e intimidación orientadas a predisponer, mediante el miedo, a Villalonga para aceptar cualquier acuerdo, firmar la paz y acabar con el martilleo de los medios del Grupo.

La ocasión de poner en marcha una operación de este tipo, previa al encuentro de Valdemorillo, se presentó inopinadamente con motivo de la OPA de la operadora norteamericana WorldCom sobre MCI, con la que British Telecom y, más tarde, Telefónica, habían suscrito un amplio acuerdo de colaboración. El ratón (WorldCom), intentaba merendarse al gato (MCI).

«Una OPA hostil pone en peligro la red de alianzas de Telefónica», aseguraba el 2 de octubre El País en su portadilla. «Problemas para Villalonga», añadía a tres columnas en las páginas de Economía. Había empezado el enésimo asalto de los Polancos contra Telefónica. ¿Objetivo? El de costumbre: dañar en lo posible la cotización de la compañía, poniendo en dificultades a su presidente. Y esta vez, y sin que se sepa muy bien por qué, la especulación de que esa OPA hacía añicos las alianzas internacionales de la operadora tomó cuerpo entre los inversores.

Los medios del Grupo Prisa y su escolta parlamentaria, el PSOE, se lanzaron a fondo por la brecha abierta en la cotización. Durante varias jornadas, la operadora sufrió los efectos de una tormenta de diseño, montada y alimentada al margen de la realidad de la compañía. El País llegaba el martes 7 a afirmar que Villalonga había salido apresuradamente a pedir socorro a sus socios ante el batacazo bursátil, cuando la realidad era que había iniciado uno de sus trimestrales road shows ante inversores de Londres, Nueva York y Los Ángeles, entre otras plazas, un tipo de viaje que ciertamente no se podía improvisar de la noche a la mañana.

Ese mismo martes, el valor inició una lenta recuperación en Bolsa. El susto había pasado. Había sido uno más de los ataques de Prisa, pero algo flotando en el ambiente por la planta novena de Gran Vía 28 parecía indicar que, esta vez, los chicos de Telefónica se habían asustado de verdad. Polanco había realizado una demostración de poder en toda regla.

* * *

Con el hígado bien castigado por el trabajo previo de Cebrián, Villalonga se reunió con Polanco el domingo 5 de octubre en su casa de Valdemorillo. En realidad se habían visto la víspera en Barcelona con ocasión de la boda de la infanta Cristina. Las cámaras de la televisión les sorprendieron, uno detrás del otro, en la comitiva de notables que accedían a la catedral, y así aparecieron en El País del domingo, en una foto que suponía una sorprendente elección entre las miles de fotos disponibles ese día.

Al volante de su Audi, el telefónico estaba a las puertas de la finca del editor a las 11,30 de la mañana de aquel domingo. Fue un encuentro que duró hasta las tres de la tarde, tiempo sobrado para poner sobre la mesa un detallado memorial de agravios mutuos. «Nos lanzamos la historia de estos meses a la cara como paletadas de carbón, con educación, sí, pero sin escatimar detalles, tres horas y pico de discusión franca, sin necesidad de guardar las formas ante testigos incómodos».

Sobre la mesa estaba, inevitablemente, el problema del fútbol para la temporada 97/98, un plato demasiado caro que se estaba quedando frío porque ninguna de las plataformas podía comérselo sola por problemas jurídicos.

El objetivo de Villalonga se cifraba en lograr un acuerdo para compartir el fútbol[23] en pago por visión durante el quinquenio 1998/2003. A cambio, estaba dispuesto (además de poner sobre la mesa muchos de miles de millones de pesetas) a hacer lo propio con los derechos sobre los trece equipos que, propiedad de Asensio hasta la compra de Antena 3, le pertenecían para la temporada en curso. «Tenemos que poner orden en el fútbol —urgía Juan— coordinando iniciativas, porque no podemos permitir que los presidentes de clubes se hagan ricos a nuestra costa».

Para hincar el diente al asunto, Polanco nombró como interlocutor a Cebrián, y Villalonga a José María Más. Pero el cántabro, viejo zorro, estableció un orden de prioridades que fue ingenuamente aceptado por su joven invitado: se trataba de resolver, en primer lugar, la retransmisión de los partidos en pay per view para la temporada futbolística ya iniciada, para después, y sólo después, abordar la negociación del quinquenio 1998-2003.

Y Villalonga, un hombre en el fondo fascinado por el poder de disuasión del editor en la vida española, picó el anzuelo, convencido de que Polanco no podía engañarle, ni hablar, ¡mírame a los ojos, Jesús!, le dije, ¿sabes una cosa?, a mí los papeles me la sudan, de modo que te voy a hacer una pregunta: ¿vamos a llegar a un pacto para el quinquenio sí o no?

—Sí —respondió el cántabro.

—Pues eso ya me vale.

Tras el apretón de manos que siguió a esa especie de jura de Santa Gadea, Villalonga creyó haber iniciado una nueva etapa de diálogo y confianza con el editor, seguro de que la palabra de Polanco tenía algún valor. Tardaría varios meses en caerse del guindo.

* * *

En el nuevo clima de relaciones galantemente anunciado por Polanco en su fortín de Valdemorillo, noviembre y diciembre del 97 fueron meses muy tranquilos para los rectores de Telefónica, con el diario El País apaciguado, convertido en un inofensivo osito de peluche. Villalonga pudo así probar y comprobar en carne propia lo bien que se podía vivir a la sombra de Polanco, amigado con Polanco. En prueba de recíproca buena voluntad, la operadora levantó el castigo que tiempo atrás había impuesto a Prisa, comenzando a insertar de nuevo publicidad en el periódico.

La paz, sin embargo, fue breve. La entente cordiale duró el tiempo que tardó Polanco en convencerse de que Villalonga no estaba dispuesto a aflojar la «pasta gansa» que le pedía por que Vía Digital pudiera emitir fútbol en pago por visión durante el quinquenio de referencia: nada menos que 56.600 millones de pesetas, por algo por lo que Sogecable había pagado 15.000 millones diez meses antes.

La primera mitad del 98 fue, en consecuencia, un tenso tira y afloja entre ambas partes. Las negociaciones no se rompieron. Juan Luis Cebrián, Matías Cortés, Javier Revuelta y José María Más continuaron viéndose, juntos o por separado, a lo largo del invierno y de la primavera de dicho año, en un clima a menudo tenso y, con frecuencia, crispado. Una relación de permanente guerra fría, provocada por la reimplantada estrategia de asedio informativo contra la operadora.

«Estoy seguro de que si les soltáramos la mitad de lo que nos piden se acabarían los problemas, ea, ahí van 30.000 millones y amigos para siempre, pero eso sería ceder ante el terrorismo financiero que practica esta gente», aseguraba Javier Revuelta. La «doctrina de las cañoneras» de Polanco es tan sencilla como expeditiva cuando de dinero se trata. Por las bravas.

A mediados de la legislatura, marzo/abril del 98, la comunidad financiera madrileña asistía perpleja y asustada a la dieta de palo y tente tieso a la que el cántabro tenía de nuevo sometida a Telefónica: «No he visto quemar el fondo de comercio de un periódico tan rápidamente como lo está haciendo Prisa con El País», —aseguraba el consejero delegado del BBV, Pedro Luis Uriarte—. Naturalmente, a Uriarte, y mucho menos a su jefe, Emilio Ybarra, jamás se les hubiera ocurrido hacer una declaración semejante en público. El miedo a Polanco es libre. Era el problema de fondo de un Villalonga que asistía impotente al espectáculo de unos accionistas de referencia (BBV, La Caixa, Argentaría) agazapados de forma vergonzante, incapaces de mover un dedo, simplemente aterrorizados ante la idea de verse un día sometidos a un castigo similar. Contentos, en el fondo, porque, mientras Cebrián estuviera ocupado con él, a ellos les dejaba tranquilos. Hasta Miguel Blesa, presidente de Caja Madrid (socio de Sogecable) y amigo personal de Villalonga, parecía escondido.

«Sabed que en la batalla que estáis manteniendo con ese grupo estamos a vuestro lado —había asegurado Uriarte a Javier Revuelta—. Nuestra apuesta es Telefónica, entre otras cosas porque la inversión en la operadora nos ha reportado ya plusvalías de 110.000 millones de pesetas. Lo que pasa es que hay que tratar de guardar un equilibrio, porque lo que tenemos que evitar es que Prisa haga con Emilio lo que está haciendo con Juan…».

Un argumento que podría entenderse si no fuera porque eran precisamente ellos —más los Botín, los March, El Corte Inglés— quienes, con su apoyo y su dinero, estaban alentando la capacidad de intimidación del cántabro y financiando sus afanes monopolísticos, hasta el punto de que, si ellos quisieran, hace tiempo que se habría acabado la crispación derivada del deseo del editor de seguir haciendo negocios gracias al favor político y la ausencia de competencia. Y gracias, sobre todo, al miedo.

El enfado de Villalonga alcanzaba cotas de frustración al ver cómo distinguidos miembros del PP se las ingeniaban para situarse bajo el manto protector de San Polanco. El propio Rato se había dejado fotografiar sonriente a su lado con motivo de la publicación en El País de unos cuadernillos sobre el euro que Francisco González (FG), presidente de Argentaría, había financiado.

Juan tenía mil motivos para constatar su soledad en el entorno del PP. La nueva camada empresarial «popular» (el citado FG, Alfonso Cortina, Miguel Blesa, Manuel Pizarro), debiendo todos su sillón a Aznar, hacía ya tiempo que se las había ingeniado para hacerse «perdonar la vida» por el gran capo.

La guinda que coronaba el pastel de sus adversidades era un «enemigo» muy peculiar embozado en las filas del PP, un «quintacolumnista» investido de la condición de ministro, un social-demócrata de tanto pedigrí como Rafael Arias-Salgado.

Una cierta sensación de desconcierto invadía los pasillos de la planta novena de Gran Vía 28 cuando se abordaba la actuación de Fomento. El ministro parecía disfrutar maltratando a Telefónica con un esquema de liberalización de las telecomunicaciones que iba a permitir a Retevisión, a base de invertir cuatro duros, hacerse con el 30 por 100 del mercado. El último «favor» había consistido en anunciar que la operadora tendría que poner a disposición de sus competidores la red o el bucle local, lo cual era calificado en Gran Vía de «expropiación lisa y llana, que debería ir acompañada de la presentación de una demanda contra el ministro ante los tribunales».

Las preguntas acudían en catarata: ¿a qué intereses estaba sirviendo Arias-Salgado? ¿Estaba dispuesto el Gobierno a dañar la posición competitiva de la primera multinacional española, obligada a seguir siendo rentable para afrontar las inversiones en las que se había embarcado? Y, a todo esto, ¿cuál era la posición de Rodrigo Rato? Era evidente que Arias no podría llevar adelante su política de «acoso» a Telefónica sin el visto bueno del vicepresidente económico. ¿Qué sentimientos albergaba Rato hacia Telefónica? ¿A qué jugaba Rato?

El juego de Rato, como el del propio Arias-Salgado, era tan simple como difícil de admitir por los responsables de la operadora: se trataba de acabar con el monopolio del que había disfrutado Telefónica desde hacía muchas décadas, y ello implicaba recortar drásticamente sus tradicionales privilegios para hacer posible la competencia.

* * *

Abrumado del martilleo de Prisa, hastiado, deseoso de buscar un punto de equilibrio, el martes 7 de julio del 98, Villalonga, respondiendo a la sugerencia de un emisario muy cualificado, invitó al «yayo» a almorzar en la terraza de la planta novena de Telefónica. Las negociaciones sobre el fútbol estaban suspendidas; la temporada 98/99, a la vuelta de la esquina, y Vía Digital, sin una brizna de fútbol que ofrecer a su entusiasta clientela. ¿Cómo resistir cinco años en esa situación?

Habían quedado en hablar del fútbol, pero Polanco («yo también he ganado mucho dinero con la acción de Telefónica»), elegante como todos los grandes, no quería entrar en harina, se negaba a arremangarse, a mí me han dicho que tenemos que dejar que negocien los técnicos, los abogados y todos ésos, que son los que entienden, y que tú y yo debemos quedar para darnos la mano al final y hacernos la foto, y Juan que no, que al revés, que o nosotros nos arremangamos, o no habrá acuerdo. Las cosas importantes han de ser resueltas por los máximos responsables, que saben lo que pueden y no pueden firmar, y sin intermediarios.

—Pues muy bien, de responsable a responsable, te voy a decir una cosa, y es que no va a haber acuerdos parciales: o negociamos todo, o no hay reparto del fútbol.

—¿Qué quieres decir con todo?

—Quiero decir que tenemos que ir a fusionar las dos plataformas.

Villalonga, cogido entre la espada y la pared a cuenta de una pesadilla llamada Vía Digital, vio de pronto las puertas abiertas de par en par a la esperanza.

—Bueno, ¿cuándo nos vemos? —preguntó Polanco.

—Cuando tú quieras.

—El día 21 en Valdemorillo.

Pasadas las nueve y media de la mañana del martes 21 de julio del 98, el Audi A6 de Villalonga, con el propio Juan al volante, Javier Revuelta a su lado y Arturo Baldasano en el asiento trasero, dejaba el edificio de Gran Vía rumbo a El Escorial. A las diez y cuarto llegaban a las puertas de la finca, escoltada por dos coches de seguridad, para penetrar por el camino que conduce a la gran casa del editor camuflada en el laberinto de piedra de la sierra madrileña, exuberante el paisaje en el arranque veraniego, verdes y amarillos sobre un fondo de piedra caliza moteada de encinas, el mismo panorama que Felipe II debió contemplar tantas veces desde su silla roqueña mientras veía avanzar la arquitectura imponente del Real Monasterio. La mansión, cuya fachada antigua ha sido respetada, domina el Guadarrama y se eleva sobre un horizonte calimoso al final del cual se adivina Madrid.

La casa, de una planta, está decorada con gusto, como corresponde a una de las primeras fortunas del país. Dos cuadros de Gordillo, de gran tamaño, enfrentados en el elegante corredor que conduce a un salón presidido por un impresionante Barjola, más una gran pantalla de televisión y una especie de porche acristalado al fondo donde Polanco, su segundo, Juan Luis Cebrián, y Carlos Abad estaban sentados cuando los telefónicos hicieron su entrada.

Anexo al salón, un comedor de grandes proporciones, con apacibles vistas a un bosquecillo de encinas, decorado en un estilo muy francés, carísimas alfombras por doquier, mucho antique en muebles y piezas y una afortunada mezcla de pintura moderna y tablas con motivos religiosos de escuela sevillana, siglos XVII y XVIII.

Una pareja de mayordomos filipinos bellamente ataviados, guantes blancos, blanca chaquetilla, tout magnifique, sirvieron café y un surtido de pastas finas a los dos jefes que, reunidos a solas en un mano a mano inicial, parecían empeñados en fijar unas normas de comportamiento civilizadas cara al futuro.

—Me importa un bledo no llegar a un acuerdo en el tema puntual del fútbol, Jesús. Para mí es más importante pactar contigo cuál va a ser nuestra actuación en caso de desacuerdo, cuáles van a ser las reglas del juego, porque lo que no podemos hacer es dar portazo y desaparecer otros seis meses.

—Tú fijas las reglas, Juan.

—Te he dicho siempre que yo estoy dispuesto a llegar a acuerdos contigo siempre que convengan a los accionistas de Telefónica. También te digo que tú y yo vamos a ser siempre competidores, pero dentro de ese escenario tenemos que tener un nivel de comunicación mínimo…

—¡Me encanta oírte hablar de los intereses de Telefónica y no de otro tipo de intereses!

—Lo sabes de sobra, Jesús, y ha sido vuestra equivocación desde el principio: yo estoy al margen de lo que pueda o no convenirle al Gobierno.

—Tú sabes que eso no es así, y no es que yo quiera politizar el asunto de forma gratuita, pero aquí están en discusión muchas cosas. Este asunto no sólo atañe a Telefónica y a Prisa: aquí hay otros intereses en juego.

—No te entiendo, Jesús, no te entiendo, porque yo quiero hacer de esto una negociación empresarial que puede acabar o no en acuerdo, porque hay miles de negociaciones en todo el mundo que se rompen todos los días sin que pase nada.

—A lo nuestro, Juan: ¿qué problemas tenemos para llegar a acuerdos?

Villalonga tenía varios. Uno, el calendario: la Liga de fútbol empezaba el 31 de agosto y era propiedad de Polanco para los próximos cinco años. Vía Digital estaba, pues, en la mayor de las indigencias. Y Polanco lo sabía.

—Eso es verdad, Jesús, pero este negocio es estratégico para mí, y estoy dispuesto a aguantar esos cinco años y a la vuelta nos encontraremos.

—¡A la vuelta te encontraré sin fútbol, sin cine y, lo que es peor, sin abonados!

—Mira, he reconocido públicamente que Vía va a perder este año 43.000 millones, sí, lo habrás visto en el folleto de la ampliación de capital, de manera que vamos en serio… Y no olvides que hasta ahora Telefónica no ha competido, hasta ahora todo ha sido un juegos de niños.

* * *

Pero había otro obstáculo de más peso a medio y largo plazo: como negocio estratégico que es, la operadora no podía renunciar a la gestión de la futura plataforma digital conjunta. Telefónica necesitaba añadir televisión a su oferta de voz y datos.

Sobre estas premisas, ambos capos comenzaron a negociar sin testigos y «sin una idea preconcebida; con la mente en blanco», que diría después Villalonga. Polanco, como el tiempo se encargaría de demostrar, sí tenía las ideas claras. Fue él quien condujo la conversación desde el fútbol, como pretendía Villalonga, hacia la negociación global: «Vamos a ver si podemos hablar de todo, y si no podemos, pues hablamos de fútbol…».

Hablaron de la fusión de las plataformas. Con los puntos básicos amarrados, pasadas las once y media de la mañana se incorporaron a la negociación los coroneles de ambas casas. Antes del mediodía el pacto era un hecho.

A última hora de la noche, las partes hacían público un comunicado. «El acuerdo es muy bueno para ellos, cierto —aseguraba Villalonga—, pero, dada la situación en la que nos encontramos, también lo es para nosotros. En primer lugar, porque compartimos la gestión. Nosotros nombraremos presidente durante dos años, y ellos harán otro tanto durante los dos siguientes. El consejero delegado será suyo (aunque necesitará el voto favorable del 75 por 100 del Consejo para aprobar los acuerdos) y el director general, nuestro. Todas las comisiones, paritarias. Todo compartido».

Eso creía Villalonga. También creía que el accionista de referencia iba a ser Telefónica, porque suya iba a ser la participación más importante en la nueva sociedad (nunca inferior al 30 por 100), teniendo en cuenta que los socios de Vía no iban a estar en condiciones de desembolsar el dinero necesario para la aventura, mientras que el 25 por 100 de Prisa en Sogecable quedaría reducido a la mitad en la sociedad conjunta.

Las partes acordaron encomendar a dos bancos de inversiones de gran renombre la valoración de ambas plataformas a los efectos de la oportuna ecuación de canje, fijándose la fecha tope del 30 de septiembre para la puesta en marcha de los acuerdos. Sin embargo, poco o nada se decía de la onerosa herencia que representaban los compromisos financieros asumidos por Sogecable con majors y clubes.

Los medios de comunicación asumieron con benevolencia una operación que, en cualquier caso, significaba el fin de la competencia en la televisión digital. Para Pablo Sebastián, era una operación forzada «por el dinero, por el volumen de las pérdidas de ambas plataformas y por las expectativas de beneficio de esa plataforma única».

Justo un año después del bombazo que, el 21 de julio del 97, supuso la compra de Antena 3, Juan Villalonga protagonizaba otro de sus sonoros golpes de efecto anunciando, en la tarde de un caluroso 21 de julio, el acuerdo definitivo con Sogecable.

«Hemos empezado hablando sobre el fútbol, y poco a poco hemos llegado al acuerdo total». Era la rendición de Breda de un hombre que «no iba a pactar jamás con Polanco», un hombre que había resistido el asedio de Prisa dos años y pico, una heroicidad, pero que al final había terminado enarbolando bandera blanca. Nadie podía resistir en la España de fin de siglo la potencia de fuego del «cañón Bertha» del cántabro, en su vigésimo segundo año triunfal.

Para el cash flow de Telefónica no suponía un gran sacrificio hacer frente a las pérdidas correspondientes a su 35 por 100 en Vía Digital, una plataforma que, por lo demás, no se había metido en inversiones significativas. Para Polanco y sus socios, por el contrario, resultaba muy difícil aguantar la presión de unos compromisos de pago cercanos a los 400.000 millones de pesetas.

¿Por qué cedía Villalonga? Por miedo. Porque no podía seguir soportando el desgaste diario al que le tenía sometido el Grupo Prisa. Villalonga compraba tranquilidad contra la cuenta de resultados de la multinacional. ¿Por qué ser el único en plantar cara a Polanco cuando todo el mundo transita rendido a sus pies? Ningún empresario español importante concibe vivir enfrentado, o simplemente enemistado, con él. Nadie lo quiere. Todos le temen. Cualquier cosa es buena con tal de gozar del favor del editor. Cualquier cosa antes que exponerse a ser blanco de las iras de su grupo mediático.

El telefónico estaba harto de recibir en su culo muchas de las patadas que el cántabro dirigía a Aznar. Una situación tanto más desquiciante cuanto que no pocos miembros del Gabinete llevaban tiempo haciéndole el caldo gordo sin ninguna clase de rubor. El «castigo» que la operadora había impuesto a Prisa suspendiendo la inserción publicitaria en los medios del grupo había sido compensado con creces por los González, Blesa, Cortina y demás «empresarios del PP», dispuestos a dejarse cortar una mano antes que granjearse la enemistad del cántabro.

Con el acuerdo de Valdemorillo, Polanco cerraba su único flanco débil, el de un endeudamiento al que le había conducido su propia soberbia, por un lado, y la estúpida visión ideologizada de los negocios que arrastra su segundo, Juan Luis Cebrián, un ex falangista reconvertido en paladín de la democracia.

Villalonga era ya «un amigo». Como. Emilio Ybarra, como los Botín, los March o Isidoro Álvarez. ¿Quién se expone a estar a mal con el capo di tutti capi?

Ni una palabra crítica por parte del PSOE a un acuerdo que suponía el fin de toda competencia en el mundo de la televisión digital. Ni un gesto de censura del inefable Rubalcaba. Ningún reparo que oponer a los negocios del amo. Lo que es bueno para Polanco es bueno para el PSOE. Business as usual. Villalonga podía por fin respirar tranquilo. De ahí a tomar huevos revueltos de madrugada en Valdemorillo, a los sones de un buen cuadro flamenco, sólo había un paso. El recuerdo de Mario Conde resultaba inevitable.

* * *

Aquella tarde, el despacho de Juan Villalonga parecía la estación de Atocha en hora punta. Todo el mundo parecía compartir de buen grado el júbilo de su presidente. El 21 de julio del 97 estaba en todas las bocas. Doce meses después, otro 21 de julio y otro gran golpe del jefe.

Se acababa la pesadilla. «Este acuerdo blinda a Juan de los ataques de Prisa», afirmaba Javier Revuelta con gesto de alivio. Fernando Abril, director financiero y uno de los hombres más decididamente partidarios de la entente con Polanco, parecía especialmente feliz, convencido de que la cotización iba a pegar de inmediato un tirón al alza: «A muchos inversores les asustaba la idea de que Telefónica terminara embarcándose en la inversión de 600.000 millones de pesetas en el cable, mucho más caro que el satélite, por lo que este acuerdo les tranquiliza enormemente».

A primeras horas de la noche de aquel 21 de julio, un Villalonga al borde de la euforia se dirigía, del brazo de Concha Tallada, al restaurante Jockey, el templo de las grandes componendas patrias, para, en compañía de Revuelta y Baldasano, celebrar por todo lo alto la buena nueva de Valdemorillo en unión de Polanco, Cebrián, Abad y señoras.

Al día siguiente, 22 de julio, el presidente de Telefónica se explayaba ante el Consejo de Administración de la operadora: «Nos hemos esforzado en señalar las razones estrictamente empresariales de la estrategia de entrada en el mundo de los contenidos, pero los prejuicios insalvables de Prisa han hecho hasta ahora inviable un clima de diálogo fluido y un posible entendimiento. Jesús Polanco ha visto en esta compañía el ariete de una actuación gubernamental dirigida a su desaparición. Lo más cómodo para nosotros sería abandonar toda posible área de fricción con ese grupo, pero la realidad es que la presencia en el campo de la comunicación (Vía Digital, Antena 3) es para esta empresa una cuestión estratégica, razón por la cual vamos a ser un competidor cada vez más importante de Prisa, porque el proyecto de Telefónica Media no va a variar un ápice a pesar de este acuerdo».

Para la operadora, el acuerdo tenía un valor añadido de extraordinaria importancia, en tanto en cuanto privaba a las futuras emisoras de televisión por cable (listas, también, para ofrecer servicios de telefonía básica) de la posibilidad de disponer de los contenidos propiedad de Polanco, lo cual hacía francamente difícil la viabilidad comercial del cable.

No era menor la alegría en la torre de Azca, sede del BBV. Para Emilio Ybarra se acababa la esquizofrénica situación de tener los duros en Telefónica y el corazoncito en Prisa. «No tenía la menor duda de que Villalonga lograría el acuerdo con tal de beneficiar a los accionistas», aseguraba don Emilio.

Sin embargo, la acción en Bolsa no se disparó como pensaban Abril y otros muchos, sino que cayó de forma significativa al menos en los tres días siguientes al anuncio del acuerdo. ¿Es que, por ventura, el mercado desconfiaba de Jesús Polanco?

El que sí subió, aunque en la Bolsa de París, fue Canal Plus Francia, y de forma muy notable. Era evidente que el acuerdo venía a rescatar a Sogecable (25 por 100 Canal Plus Francia) del laberinto financiero en el que lo había metido Cebrián. Y es que el único que verdaderamente tenía motivos para estar contento era Jesús Polanco.

La feria, en efecto, se estaba contando de forma muy distinta en Prisa. Los Polancos estaban convencidos de que entre ellos y Canal Plus Francia tendrían una cómoda mayoría en la sociedad resultante, consecuencia directa de la valoración de los activos de cada plataforma, y de que la gestión iba a quedar en sus manos. Cebrián consideraba que Telefónica había tirado, por fin, la toalla de la televisión digital para centrarse en lo suyo, la telefonía.

En la redacción de El País el acuerdo se recibió con justificado alivio. Entre la gente de tropa de Miguel Yuste existida un justificado interés por finiquitar una guerra que estaba suponiendo un gran desgaste para el periódico, obligado con demasiada frecuencia a enseñar la patita en defensa de los intereses del amo, desgaste que estaba teniendo un coste muy alto en términos de credibilidad.

* * *

Aquel 21 de julio del 98 fue un gran día para Polanco y sus negocios. También lo fue para Villalonga. Incluso es posible que lo fuera para Telefónica, aunque ello iba a depender de la firmeza de su presidente a la hora de negociar. La pelota estaba en el tejado. Todo dependía de que, una vez aceptado el pago del impuesto revolucionario, decidiera mirar para otro lado mientras don Jesús le robaba la cartera.

La incógnita se iba a despejar muy pronto. Apenas veinticuatro horas después de haber brindado en Jockey con el mejor champán francés, Villalonga descubría espantado, primera edición del diario El País del jueves 23 de julio, que Polanco decía «digo» donde había dicho «Diego». Aquélla era la presentación infumable de un acuerdo que debía ser paritario, un texto, al parecer obra del propio Cebrián, que rezumaba la arrogancia del consejero delegado de Prisa y en el que se hablaba con displicencia de «coger los elementos aprovechables» de Vía para la futura plataforma única.

El consejero delegado de Prisa venía a repetir lo ya sabido: nadie más que él sabe hacer televisión en España, por lo que el acuerdo consistía, en el fondo, en la retirada del mercado de Vía Digital, sumando a Canal Satélite la participación financiera de un socio tan importante como Telefónica, que de eso se trataba desde un ya lejano 1996. ¿Dónde quedaba la fusión paritaria? Alguien había interpretado al revés la película de Valdemorillo, o había alterado sustancialmente el guión en veinticuatro horas.

En casa del editor había pasado lo que era lógico que pasara: que tres expertos en televisión (uno de ellos, Carlos Abad, más que los otros) que llevaban la lección bien aprendida se habían llevado al huerto a otros tres señores que, aunque gestionando una teleco, de lo que realmente sabían era de banca de negocios.

El jueves 23 de julio, del «espíritu de Valdemorillo» no iba a quedar ni el rescoldo. Con los abogados enfrascados en la redacción del documento que se iba a someter a la firma a lo largo de la tarde, Javier Revuelta descubrió pronto que el consejero delegado de Prisa le había dado la vuelta a la tortilla. Juan Luis se las había ingeniado para otorgar a Telefónica la «gestión tecnológica» de la futura plataforma. Todo lo demás quedaba en sus manos. En suma, el viejo esquema de Cablevisión.

—Pero ¿dónde está la discrepancia? —urgía el de Prisa.

—En la gestión, querido, en la gestión compartida —replicaba Revuelta—, como se fijó en ese acuerdo paritario del que se habló en Valdemorillo.

—¿Y qué significa paritario?

—Que será un acuerdo en el que Telefónica tenga los mismos derechos que Sogecable. Ni uno más, ni uno menos. Segundo, que será equilibrado en cuanto al precio. Un precio de mercado. Y tercero, que será con gestión compartida sobre la totalidad del negocio.

«Fue una de las jornadas más intensas que he vivido en Telefónica», asegura José Antonio Sánchez. «O se busca una solución en la que no haya vencedores ni vencidos o no firmaré nunca», afirmaba un Villalonga a punto de partir hacia Barajas para embarcarse en un viaje a Brasil donde iba a realizar su mayor apuesta como presidente de la operadora (la privatización de Telesp). «No pienso bajarme los pantalones para que me den por el culo».

Estaba claro que se iría de viaje sin fusión. La sospecha de que no sería posible firmar un acuerdo paritario honorable con Prisa iba a significar para él un golpe anímico muy fuerte. La nave había embarrancado cuando ni siquiera había salido de la bocana de puerto.

Pedro Pérez se mostraba eufórico. «De momento, ya hemos conseguido algo, y es que hoy no se firme ni en broma. No hemos ganado ninguna batalla, pero al menos hemos evitado una derrota».

Fuentes de Prisa hablaban en voz baja del supuesto interés del consejero delegado por boicotear el acuerdo, temeroso de que pudiera entrañar una pérdida de su poder. Cebrián, un «señor de la guerra», no quería ni oír hablar de un pacto que no significara un trágala para Villalonga. En ello coincidía con Javier Pradera, partidario de la resistencia a ultranza, «y si hay que poner dinero, que lo ponga Polanco, que es quien lo ha ganado». Para el editorialista de El País sólo había una estrategia: aguantar hasta la vuelta del PSOE al poder. En la misma línea, El PSOE «vendía» que el resultado del partido había sido un diez a cero, puesto que «Polanco va de presidente y Juan Luis de consejero delegado».

* * *

La no firma, en cualquier caso, era toda una papeleta para el cántabro, que, al parecer, estaba ya retrasando pagos a proveedores de Canal Satélite Digital.

Un problema no menor para el editor consistía en explicar a sus socios bancarios que el acuerdo, recibido por todos con indisimulado alborozo, podía romperse a cuenta de la negativa de Cebrián a cumplir los compromisos suscritos. De ello se habían encargado los hombres de Telefónica, llamando uno por uno a los distintos socios de Sogecable para criticar la actitud del de Prisa y exponer las razones del brusco parón.

Los socios de Polanco, que habían venido soportando la guerra porque ninguno, incluido Miguel Blesa, estaba dispuesto a abandonarle en el trance del caso Sogecable, no estaban ya para bromas de ninguna clase. Los March (que se jugaban en la aventura más dinero que el propio editor), Ybarra (muñidor del acuerdo en la sombra) y Jaime Botín (el que más ganas había mostrado de abandonar la prueba) montaron en cólera a cuenta de la cabezonería de Cebrián y durante el fin de semana del 25/26 de julio se movilizaron para hacer ver al gran capo que la conducta de su segundo no tenía pase, y que si él y Villalonga se habían dado la mano en Valdemorillo en torno a unos términos concretos, había que respetarlos, dijera Cebrián o su porquero lo que quisieran.

Como resultado de esta iniciativa, el martes 28 de julio, con Villalonga al otro lado del charco, Cebrián y Revuelta mantuvieron una primera reunión en Gran Vía 28 que, al menos en teoría, significó el desbloqueo de la negociación.

El jueves 10 de septiembre, Polanco y Villalonga, acompañados por Revuelta y Cebrián, viajaron en avión privado a Bruselas para entrevistarse con Van Miert, comisario europeo de Competencia, viaje que los de Prisa aprovecharon para «trabajar» a conciencia a su nuevo aliado, insistiendo en lo conveniente que sería para él dedicarse «a lo suyo», es decir, a la telefonía, «y déjanos a nosotros la gestión de la plataforma, porque ése es nuestro negocio, nosotros sabemos de eso». Juan debía olvidarse de cualquier veleidad en el mundo de la comunicación. «Tú no necesitas televisiones, ni emisoras de radio, ni periódicos, porque ya nos encargaremos nosotros de protegerte. Eso corre de nuestra cuenta».

Ya estaba corriendo. En efecto, Telefónica y su presidente, investidos de nuevo del estatus de «amigos», venían disfrutando desde el 21 de julio de un período de sosiego mediático como no habían conocido otro igual. Los medios del Grupo Prisa parecían haberse olvidado totalmente de ellos, como si no existieran, a disfrutar se ha dicho, y ¡qué felicidad levantarse todas las mañanas sin miedo a lo que pudiera decir El País, porque seguro que El País no iba a decir una palabra que pudiera molestarle!

No menos feliz se sentía José Antonio Sánchez a cuenta del cambio radical de la línea del diario. A partir de entonces iba a poder vivir y hacer su trabajo mucho más plácidamente. O eso pensaba.

Cebrián estaba por aquellos días demostrando lo valiosa, lo efectiva que podía ser esa protección. En pleno crack bursátil (septiembre del 98) provocado por la crisis financiera del sudeste asiático, la cotización de la operadora se había desplomado en Bolsa, pero, ¡oh maravilla!, ni una sola vez había aparecido el nombre de Telefónica en la primera de El País, ¿Cabía mejor prueba de buena voluntad? ¿Qué clase de campaña no le hubieran montado de haber ocurrido la crisis en plena guerra con Prisa?

La recepción de Van Miert, que se quejó de que acudieran a visitarlo los primeros espadas del proyecto cuando no había recibido «un solo papel de lo que ustedes quieren hacer», resultó de una frialdad absoluta. El comisario, con todo, les recitó algunas exigencias que ponían muy difícil la fusión.

A las diez de la noche, Villalonga estaba de regreso en casa, muerto de cansancio y griposo, pero con una enfermedad más sutil que su mujer detectó muy pronto. Algo no había ido bien en el viaje de vuelta. Quizá es que los de Prisa (Revuelta había volado por su cuenta a Roma) le habían apretado las clavijas hasta pasarse de rosca, dándole ocasión para reparar de nuevo en la distancia que le separaba de ellos, una gente que jamás sería su gente, unos tipos con los que nunca comería huevos revueltos en los amaneceres veraniegos de Valdemorillo ni bailaría sevillanas, porque había descubierto que no era bueno bailar con lobos.

* * *

A mediados de septiembre del 98 era lugar común en los mentideros periodísticos que a fin de mes no estaría en marcha la plataforma única que las partes se habían fijado como objetivo el 21 de julio.

Pedro Pérez se manifestaba «convencido de que la fusión no se hace», y lo mismo pensaba la mayoría de los altos cargos de la operadora, desde Revuelta hasta Baldasano. Por un curioso error, el banco de negocios Goldman Sachs había remitido un fax a Vía Digital en lugar de a su cliente, Canal Satélite, en el que, entre otras perlas, aseguraba que «Vía abandonará el mercado en el año 2001, para pasar CSD a ocupar el 100 por 100 del negocio».

El 30 de septiembre, en efecto, la fusión no sólo no estaba hecha, sino que las conversaciones parecían, en el mejor de los casos, estancadas. Sin anuncio público de ninguna clase. Casi en secreto. Polanco justificaba la situación ante sus socios de Sogecable de esta guisa:

—Pero, ¿qué queréis que hagamos cuando Goldman Sachs, que es nuestro banco, asegura que la empresa fusionada valdría menos que Canal Satélite? He hecho lo que me habéis pedido, intentar fusionarme con Vía Digital, pero lo que no puedo hacer es ir en contra de los intereses de nuestra compañía.

Al anochecer de aquel 30 de septiembre, Villalonga conoció por fin la valoración que Goldman Sachs había realizado de ambas plataformas: Canal Satélite valía 500.000 millones de pesetas, mientras que Vía Digital apenas rozaba los 50.000 millones. Teniendo en cuenta que los famosísimos y carísimos investment banks dicen lo que quiere que digan quien les paga la factura, aquellas cifras sólo tenían una explicación: se trataba de una provocación de los Polancos. La ruptura estaba al caer:

—Estas cifras, Jesús, no tienen pase. Me podrán engañar en muchas cosas, pero en cuestión de valoraciones, ni hablar, a mí no me mete nadie un gol. Comprenderás que en estas condiciones hay muy poco que negociar.

—Las cifras de Goldman son igual de desproporcionadas que las de J.P. Morgan, que es vuestro banco, sólo que a vuestro favor. En eso estamos empatados, Juan.

—No, Jesús, no. Yo no he dicho a Morgan lo que tú a los de Goldman: que se las arreglen como quieran, pero que la operación le tiene que costar a Telefónica 100.000 millones de pesetas… Y yo te digo una cosa: la amistad por la amistad y la burra por lo que vale.

Villalonga acababa de regresar de Brasil, donde había estado acompañado por Revuelta y Pedro Pérez, entre otros. Los enemigos de la fusión habían vuelto a Madrid envalentonados. Su trabajo de zapa estaba a punto de dar sus frutos. El presidente de Telefónica estaba casi maduro para la ruptura con Polanco. Sólo les quedaba aislar a quienes, dentro de la operadora, eran decididos partidarios de la operación, caso de José Antonio Sánchez. «Juan no podrá nunca firmar un acuerdo que sea lesivo para los intereses de los accionistas y que no pueda defender ante los analistas —aseguraba Sánchez—. Dicho lo cual, tampoco puede volver a las andadas de una guerra a muerte con Polanco. En primer lugar porque el entorno político, que huele a pacto Gobierno-Prisa, podría dejarlo a la intemperie, enfrentado en solitario a ese Grupo mientras el Gobierno mira hacia otro lado. En segundo, porque la tarea de hacer morder el polvo a Polanco es misión imposible, al menos mientras éste siga teniendo como aliados a lo más granado del capitalismo español; y en tercero y último, porque la situación de Vía Digital tampoco es como para tirar cohetes».

* * *

Todo parecía preparado para escenificar la gran ruptura el jueves 1 de octubre. Tras desayunar en la sede de Gran Vía con la plana mayor periodística del diario El País (Jesús Ceberio, Félix Monteira y Miguel Ángel Noceda), Villalonga acudió al hotel Villa Real, junto al Parlamento, para encerrarse en un reservado con Francisco Álvarez Cascos, mientras Juan Luis Cebrián y Javier Revuelta se veían de nuevo las caras en un mano a mano cargado de los peores augurios. Y no sólo por la conversación que, a cara de perro, Villalonga había mantenido con Polanco la noche anterior, sino porque esa mañana El País salía anunciando que, a partir del próximo fin de semana, quien quisiera ver fútbol en pago por visión tendría que apuntarse en exclusiva a CSD. Se habían acabado los paños calientes con Vía Digital.

Un órdago en toda regla, propio de gente que sabe colocar al toro en suerte y castigarlo donde más le duele antes de recibirlo a la verónica. Para Pedro Pérez, aquello era un casus belli.

Pasado el mediodía, Canal Satélite emitió un comunicado de ruptura, volteado en todos los informativos de la SER, en el que, en un tono deliberadamente ambiguo, se hablaba de «conversaciones interrumpidas». Villalonga, reunido con su gente a primera hora de la tarde para preparar una respuesta, no se anduvo por las ramas. Nada de conversaciones interrumpidas: ¡ruptura sin paliativos y con todas sus consecuencias!

El País, sin embargo, apareció al día siguiente con una línea de moderación poco habitual. Estaba claro que los Polancos habían apostado por un perfil «bajo» de ruptura, quizá convencidos de que se trataba de un simple amago, un episodio inevitable en el camino de una negociación larga y compleja, llamada a conocer acelerones de potro jerezano y paradas de mulo manchego.

Tenían razón. Condenados a entenderse por exigencia de dos negocios de dudosa rentabilidad, Polanco y Villalonga iban a seguir negociando dentro de una pauta novedosa: discreción por encima de todo. En medio de un férreo pacto de silencio, ambos capos se vieron mano a mano el martes 20 de octubre, y volvieron a hacerlo el 27 del mismo mes.

Mucha gente en Telefónica seguía mostrándose contraria a la operación, «porque hemos invertido apenas 19.000 millones en Vía, no tenemos endeudamiento y podemos aguantar el tiempo que sea necesario, mientras que la fusión es esencial para Polanco, porque Canal Satélite podría llevarse por delante no sólo a Sogecable sino a Prisa». José Antonio Sánchez, por el contrario, opinaba que «yerran quienes insinúan que no se va a firmar, porque, por muchas hostias que se den los coroneles, los dos generales están decididos a acabar con una guerra que no les beneficia en nada».

En el deseo de mantener viva una relación amistosa por encima de las diferencias empresariales, Villalonga invitó a Polanco a asistir al espectáculo que, esponsorizado por MoviStar, protagonizó en el Palacio de los Deportes de Madrid el «mago» David Copperfield a las nueve y media de la noche del miércoles 4 de noviembre.

Y allí ocurrió una anécdota que rápidamente dio la vuelta al ruedo madrileño entre las risas del respetable. Ocurrió que, con Polanco sentado en silla de pasillo cercana al escenario, el showman lo eligió como protagonista de uno de sus números de «vuelo». El editor no es un personaje conocido para el gran público, pero buena parte de los que aquella noche habían pagado su entrada, muy cara, lo conocían de sobra y no podían creer que aquel tipo bajito y gordito, de lustroso pelo cano, con aspecto de pacífico abuelete dispuesto a recoger a sus nietos a la puerta del colegio, un verdadero «yayo», que no entendía nada, indefenso, inerme, «Jesús, have you ever dreamed of flying?», como perdido en un mundo extraño, era, nada más y nada menos, que el poderoso Jesús «del Gran Poder» Polanco, el hombre que tenía en un puño a medio país.

Al abandonar el Palacio de los Deportes, Villalonga era una olla a presión, a pesar de haberle pedido disculpas al menos un par de veces después del incidente, no sabes cuánto lo siento, Jesús, consternado, más abrumado que el propio Polanco, no lo he pasado peor en mi vida…

Su enfado lucía intacto a la mañana siguiente. Realmente apesadumbrado por lo ocurrido, despotricaba sin tino contra los encargados de la organización del evento. Su malestar tenía un motivo: que Polanco pensara que el incidente había sido producto de una maquinación, una provocación para dejarle en ridículo en público por el sistema de apalabrar el numerito con el sedicente «mago». «Quiero que el director general responsable del evento se vaya a la calle sin más contemplaciones, para que aprendan a hacer las cosas, ¡joder!, ¿es que tengo yo que estar pendiente de todo en esta puta empresa?… Es el mayor disgusto de mi vida».

La anécdota venía a poner en evidencia el poder de Polanco o, más propiamente, el miedo que en este país infunde entre el empresariado y la clase política. Resulta que el único hombre que en mucho tiempo se había atrevido a echarle un pulso estaba aquella mañana realmente acollonado pensando que el editor pudiera tomarse el incidente como una afrenta personal.

El telefónico, tras disculpas mil, exigió, además, que la organización diera al cántabro cumplidas explicaciones, haciendo intervenir al propio Copperfield para explicar el funcionamiento de su show. La sangre, para alivio de Villalonga, no llegó al río.

—Oye, Juan, asunto zanjado, olvídate del tema. Mira, he pensado que si al final no vamos a tener más remedio que llegar a un acuerdo con las plataformas dentro de cuatro o de cinco meses, ¿por qué no lo intentamos ya mismo?

En el horizonte de Sogecable se erguía un final de año 1998 muy duro a cuenta de la previsión de pagos de fin de año, y es que a los March o al BBV podía no importarles demasiado perder 10.000 millones por barba al año, porque ése era el precio de los «Seguros Polanco», pero había alguien que no podía permitirse tamaño lujo, porque su famoso grupo editorial no los ganaba, y ese alguien era el propio editor.

El resultado fue que el viernes 6 de noviembre Juan y Jesús se citaron a las 13,45 de la tarde para almorzar mano a mano en la casa madrileña del editor sita en la calle Méndez Núñez. La fusión cobraba nueva vida. Todo, sin embargo, fue un espejismo que duró hasta el 18 del mismo mes, día en que, en un tenso Consejo de Audiovisual Sport, los representantes de Telefónica (Baldasano, Enrique Ussed, Juan Ruiz de Gauna y Pedro Pérez) decidieron ponérselo un poco más difícil a los Polancos (Cebrián, Babiano, Carlos Abad y Leopoldo Rodés) proponiendo una elevación de los precios que CSD pagaba a Audiovisual por la emisión en exclusiva del fútbol, de modo que los partidos en los que intervinieran Barcelona o Real Madrid pasaban a costarle al abonado 1.825 pesetas, un incremento sustancial.

El enfado de Cebrián alcanzó cotas desconocidas para muchos cuando vio que Vilajoana, en representación del 20 por 100 de TV3, unía su voto a los de Telefónica.

—¡Si queréis la guerra, la vais a tener! —exclamó, congestionado por la ira y los efectos del tremendo constipado que arrastraba.

El de Prisa, como es tradición, amenazó a casi todo el mundo, especialmente a Pedro Pérez, con toda suerte de desgracias. Al final de la reunión fue Vilajoana quien recibió sus caricias:

—Quiero que sepas que hoy os habéis cargado entre todos la fusión de las plataformas.

—Mira, Juan Luis, ¡ya está bien, ya veo que cuando estoy a favor tuyo somos amigos y cuando voto en contra somos enemigos!…

Como era de prever, al día siguiente tanto El País como Cinco Días aparecieron en los quioscos con sendos editoriales demoledores contra Telefónica. Se había acabado el período de gracia con Villalonga y los suyos. Vuelta a empezar.

La Bolsa, sin embargo, no debió reparar en tan sesuda literatura, porque la cotización de la operadora experimentó aquel día una llamativa subida, dando al traste con el enésimo intento de Cebrián de castigar el valor.

En vista de que los inversores no respondían a los estímulos, Juan Luis puso en práctica una divertida variante, de claro contenido pedagógico, tratando de erosionar la cuenta de resultados de Telefónica: consistía en enseñar a los usuarios los mil trucos para llamar más barato por teléfono haciendo la llamada a través de otras operadoras. «Cómo ganar la guerra del teléfono», titulaba El País una doble página del domingo 6 de diciembre, cuyo subtítulo era igualmente didáctico: «La liberalización de las comunicaciones ha abaratado las tarifas, pero sólo para quien sabe usarlas».

Para entonces, Juan Luis había cesado como consejero delegado de Sogecable, siendo sustituido por Javier Díez Polanco, el «sobrinísimo». Se trataba de un simple cambio de peones destinado a reubicarlo en el hard core del negocio, el diario El País y la SER. Cebrián volvía a lo suyo: el control ideológico y doctrinal del imperio Polanco.

Al asedio de Prisa se había sumado por entonces el diario La Razón, si bien por distintos —aunque también poderosos— motivos: los 3.000 millones que, a consecuencia del due diligence, seguían estando en discusión entre Asensio y Villalonga como coletazo de la compra de Antena 3, dinero que el catalán quería cobrarse a toda costa y que, como era de prever, acabó cobrándose tras la llegada de Pedro Pérez a la dirección general de Comunicación de Telefónica en sustitución de José Antonio Sánchez.

* * *

La fusión parecía un poco más difícil, pero los contactos no estaban rotos, a pesar del terrorífico final de año de Villalonga, prácticamente fuera de España desde el 8 de noviembre hasta bien avanzado diciembre. De hecho, Polanco manifestaba en privado que «estamos muy lejos y muy cerca». Una distancia perfectamente cuantificable: los 100.000 millones limpios que había decidido sacarle a Telefónica como contrapartida a la fusión de las plataformas.

A primeros de diciembre, las conversaciones se trasladaron nada menos que a México D.F., donde Juan Luis Cebrián y Jesús Polanco se sentaron con Javier Revuelta y un representante[24] de Direct TV (el mayor grupo de televisión en pay per view del mundo), socio de Vía Digital. Villalonga había querido implicarles en la negociación para que los Polancos no pudieran presumir en la mesa de ser los únicos que sabían algo de televisión de pago.

La víspera del día de Navidad de 1998, Revuelta aseguraba que el acuerdo había avanzado mucho: «En los últimos quince días se han realizado más progresos que en los últimos seis meses, porque Sogecable ha hecho concesiones que hace un mes hubieran sido impensables».

En silencio, como quería Polanco, sin dar tres cuartos al pregonero, la fusión caminaba aceleradamente hacia un final feliz, hasta el punto de que en Prisa se hablaba de que podría anunciarse antes de fin de año, y Miguelito Gil, ex jefe de gabinete de Felipe González, ahora en la cuadra de Polanco, se había pedido el cargo de responsable de relaciones exteriores de la futura plataforma única. Que las cosas iban bien resultaba evidente para cualquier observador perspicaz. Bastaba con hojear El País, el mejor termómetro para medir el estado de situación, y ver el trato deferente que de nuevo dispensaba a Villalonga.

Tan felices parecían todos, tan amigos, tan confortablemente instaladas ambas partes en un mismo espíritu societario, que Villalonga llegó a contar a Jesús Polanco, como se cuenta a un copain de toda la vida, su nueva situación sentimental. El presidente de Telefónica estaba enamorado, ¡albricias!, había caído fulminado por el rayo de un tórrido amor con la sexta esposa del difunto Emilio Azcárraga, el «tigre», dueño del grupo mexicano Televisa, una espléndida mujer de veintiocho años, antigua «miss México», que a la sazón andaba en pleitos con los hijos del magnate a cuenta de la herencia del fallecido.

Juan era un hombre feliz. Durante las últimas semanas, por el tout Madrid habían comenzado a extenderse todo tipo de rumores. Nadie le había visto desde hacía tiempo, estaba missing, al parecer ocupado en permanente gira por las propiedades latinoamericanas de la compañía, y quizá en algo más.

Villalonga, un tipo bonachón y afable, amigo de sus amigos, es, sin embargo, hombre nada proclive a los mundanos comportamientos que impone la vida social. Cenas, saraos y actos varios le producen un entusiasmo perfectamente descriptible, hasta el punto de que procura evitarlos siempre que puede. Ha sido el hombre público menos visto en Madrid en estos años, lo que, tratándose del presidente de la primera empresa del país, implica necesariamente decir no a un torrente de invitaciones públicas y privadas. Y quedar mal. Ese retraimiento, como es de imaginar en un país como España, le ha traído más disgustos que alegrías. Juan Villalonga ha echado fama de «chulo» sencillamente porque su personal instinto no conjuga bien con las pautas de comportamiento social al uso.

El de Telefónica, sin embargo, celebró la Navidad en familia y en la estación invernal de Baqueira Beret, como si nada estuviese ocurriendo en su vida. Las familias Villalonga y Aznar compartieron la cena de Nochevieja en la casa que, en la misma estación, ocupaba el presidente del Gobierno. A preguntas de su amigo, Juan explicó en un aparte que su matrimonio con Concha Tallada estaba atravesando una profunda crisis, pero que no pasaba nada, no hay nada, José María, sólo cansancio mutuo…

Sin embargo, a la una y media de la madrugada, y tras abandonar la residencia del presidente, Juan dejó en su casa a mujer e hijos, cogió sus maletas y se largó raudo, seguido por sus escoltas, camino de Barcelona, donde un avión privado le aguardaba casi con los motores en marcha para trasladarle a Miami, donde los brazos amantes de Adriana Abascal le estaban esperando.

En menos de un par de meses, y como si de un veinteañero se tratara, Villalonga había sido capaz de dinamitar su matrimonio, abandonar mujer e hijos, romper con amigos de toda la vida y engañar al presidente del Gobierno. Todo un récord. Por el amor de una mujer.

Los amigos comunes, colegas de primera juventud, estaban escandalizados. Y un rumor incontenible, grande como ola de maremoto, comenzó a extenderse por el Madrid «enterado»: Juan Villalonga era «hombre muerto», se «había vuelto loco» y podía hacerle mucho daño no ya a Telefónica, sino a su amigo, José María Aznar. El espectáculo de verle paseándose por Madrid del brazo de Adriana, perseguido por una nube de paparazzi, podía resultar un manjar delicioso en boca de los «felipancos».

Por eso muchos pensaron que le quedaban dos días al frente de Telefónica, porque el primero en no consentir tamaña exhibición de pública impudicia iba a ser el presidente del Gobierno. La variable más feasible apuntaba a Ana Botella como el brazo ejecutor de la condena. En efecto, todo el mundo daba por sentado que en la defenestración de Villalonga iba a desempeñar un papel decisivo la señora del presidente, amiga íntima de Concha Tallada, con quien, en una clara demostración de afecto, había acudido a un concierto en el Teatro Real de Madrid.

En pleno mes de enero, el afectado acudió a visitar a su amigo en Moncloa para «desfacer entuertos» y contarle lo suyo con la bella mexicana. Juan anunció al presidente su intención de oficializar la relación mediante una foto en un medio de prensa que acabara con todas las especulaciones, y ¿qué te parece la idea, José María?

—Tú verás lo que haces…

Una respuesta que parecía dar la razón a quienes, en áreas cercanas al propio PP, aseguraban que el telefónico había perdido el favor no sólo de Aznar, sino de todo el Gobierno, especialmente de Rodrigo Rato, y como prueba exhibían el nuevo marco tarifario impuesto a Telefónica, una iniciativa que en Gran Vía 28 consideraban «un intento dirigido a cargarse a esta compañía». Las dificultades se multiplicaban. El amor llegaba con problemas bajo el brazo.

* * *

Aquella Navidad, Fernando Abril recibió el encargo de preparar los números para firmar la fusión de las plataformas en tornó al 10 de enero del 99, de modo que, en lugar de irse a esquiar, el hijo del añorado Abril Martorell pasó las fiestas haciendo los cálculos pertinentes para, al final, llegar a la conclusión de que, al margen de conveniencias políticas, aquélla era una operación ruinosa según estaba planteada, porque casar dos operadoras quebradas y además poner un montón de dinero encima de la mesa era algo que no había forma de justificar desde un punto de vista empresarial.

Abril, en definitiva, abortó un despegue que alguien intentaba realizar sin haber chequeado siquiera el panel de mandos de la aeronave.

Pero allí estaba Javier Revuelta, dispuesto a sentarse de nuevo frente a Cebrián a lo largo del mes de enero. Aquel plato, además de caro, estaba a medio cocinar. Había que ponerlo de nuevo, vuelta y vuelta, en la sartén.

El miércoles 20 de enero del 99, Villalonga volvió a cenar con Polanco en su casa de Méndez Núñez, esta vez en compañía de Revuelta y Cebrián. El acuerdo estaba al caer y don Jesús había puesto el mejor champán a enfriar en la nevera. «Una cena de lo más cordial, porque ellos querían cerrar el trato a toda costa, a toda costa», señala el vicepresidente de la operadora.

Villalonga quería dilatar el O.K. un poco más, aunque estaba decidido igualmente a firmar. Las diferencias eran de apenas 20.000 millones entre los 60.000 que reclamaba Polanco y los 40.000 que ofertaba él (cifras todas que incluían el fútbol), aunque, en el tráfago de una negociación muy compleja, con costes derivados de la renegociación con proveedores, reconducción de satélites, etc., Telefónica tenía que estar dispuesta a poner sobre la mesa los 100.000 millones que, a ojo de buen cubero, Polanco había pretendido sacarle a la operadora desde el principio a cambio de la paz mediática.

Pasadas las doce de la noche, Villalonga partió raudo desde el domicilio madrileño del editor en dirección a Barajas, dispuesto a volar a América.

—¿Qué tal ha ido eso, Juan? —preguntó Pedro Pérez al teléfono del coche.

—¡Champán, Pedro, champán!… Pregúntale a Javier, que ha quedado con Cebrián el viernes para rematar.

Jesús Polanco viajó al día siguiente, 21 de enero, a Barcelona para atender asuntos personales y, de paso, desempeñarse, del brazo de su fiel Leopoldo Rodés, como speaker en la tertulia que una serie de ricos burgueses, casi todos empresarios «familiares», gente muy conocida, suelen celebrar una vez al mes acogidos al título de «Tertulia 21», porque 21 son los socios/comensales que se sientan el último jueves de cada mes en el restaurante del Círculo Ecuestre de la Ciudad Condal.

Y resultó que aquel jueves, al final de la intervención de Polanco y con todo el mundo prácticamente de pie, don Jesús hizo un comentario ponderando lo mucho que le habían gustado cena y tertulia y lo mucho, también, que le había sorprendido el que «no me hayan preguntado ustedes por el asunto que ahora mismo monopoliza todas las conversaciones en Madrid».

—¿Qué asunto? ¿Qué asunto?… —quisieron saber varias voces al unísono.

—¿No están ustedes al tanto? ¡Pero, hombre, si no se habla de otra cosa en Madrid más que del lío de faldas de Juan Villalonga!…

—¡Aquí no nos enteramos de nada!

—Pues resulta que Villalonga se ha liado con una mexicana, que es nada menos que la viuda de Emilio Azcárraga, el de Televisa, una tía impresionante, por otro lado, y muy lista. Un cañón. Vamos, que éste es el típico caso del gilipollas del chiste. ¿Saben ustedes el chiste del gilipollas?…

—No, no, cuente.

—Es el tipo que va con una mujer impresionante del brazo y detrás siempre hay alguien andando que, después de elogiar a la tipa y muerto de envidia, suelta aquello de ¿y quién será el gilipollas que va con esa tía tan buena?… Pues en este caso el gilipollas es Villalonga, porque la tía es realmente espectacular.

Ahí estaba el señorito Polanco, promoviendo («de manera forzada», en opinión de uno de los asistentes a la cena) el runruneo público en torno a la vida privada de su futuro partner. ¡Un socio de fiar!

El origen de la marea de rumores que recorría Madrid contra el presidente de Telefónica parecía bastante claro. Como clara la ingenuidad de un Villalonga contando al editor su romance, quizá tratando de ganar su complicidad, lo que para algunos permitía adivinar una negociación a la baja en las conversaciones para la fusión de las plataformas.

No tardaría mucho en darse cuenta del riesgo que acarreaba fiarse del cántabro. En efecto, el viernes 22 de enero, el económico Cinco Días apareció en su primera página con una noticia envenenada para Villalonga: los bancos querían colocarle un consejero delegado en Telefónica.

«Me parece alucinante haber estado cenando con ellos tan amigablemente cuando ya tenían listo ese artículo para salir al día siguiente por la mañana [aunque al final lo retrasaron cuarenta y ocho horas], y todo para meterme más presión y hacerme firmar de una vez… Se equivocan, se equivocan de nuevo conmigo. Esta gente no me conoce».

El mismo día de la cena con champán, El País había obsequiado a Telefónica con una buena «pedrada» a propósito de supuestos fallos en Info Vía Plus, de modo que el toque de atención de Cinco Días (pactado, al parecer, entre Emilio Ybarra y Josep Vilarasau en una cena celebrada el martes 19 de enero) era la tercera en la frente. Polanco hacía honor a su inveterada forma de negociar, basada en la receta del palo y tente tieso, o la más clásica de «la letra con sangre entra», y que con tanta eficacia interpreta su segundo, Cebrián. Es lo que Pedro Pérez llama «la negociación de la metralleta».

* * *

Con Pérez al mando ya de las operaciones de comunicación en sustitución de José Antonio Sánchez, Villalonga oficializó su relación con Adriana Abascal mediante una gran foto aparecida en las páginas de huecograbado del diario ABC el sábado 23 de enero. «Juan Villalonga asiste al homenaje al presidente de la Bolsa de Nueva York», decía el titular, seguido de un largo texto, embarullado y reiterativo. En Nueva York tomó también la decisión de archivar definitivamente el proyecto de fusión entre Vía y CSD.

—Eso está muerto —aseguraba Pedro—. ¿Y sabes cuál ha sido la decepción de Juan con Polanco? Que pensó que podría llegar a ser su amigo, y se ha dado cuenta de que eso es imposible, y en esa toma de conciencia ha jugado un papel capital el incidente de Barcelona.

Unos días después, Telefónica anunciaba oficialmente a Bruselas la ruptura definitiva de las negociaciones para la fusión de las plataformas digitales. La cosa iba en serio.

«Estamos pagando el error de haber dado carta blanca a los Polancos como representantes únicos de Sogecable en la negociación —añadía Pérez—, cuando pudimos y debimos haber implicado al resto de los socios, porque cada vez que aceptábamos una comidita en Valdemorillo estábamos dando a Polanco un salvoconducto para que, con tranquilidad, reafirmara ante sus socios su condición de interlocutor en solitario. El hacía y deshacía, y los demás a callar».

Sería una ingenuidad suponer que «la guerra de las plataformas» ha terminado, fundamentalmente porque los números siguen diciendo que, con permiso de Bruselas, la plataforma única resultaría un gran negocio para ambas partes, y es arriesgado apostar en contra de la lógica de los números, pero, de momento, Villalonga ha resistido el asedio de los Polancos, a menudo en contra de las recomendaciones que le hacían esos empresarios que deben su puesto al PP y que nunca se hubieran atrevido a hacer algo semejante. «En la pelea contra el Grupo Prisa, todos sabemos cuál ha sido el juego de algunos ministros y el de algunos empresarios que deben su sillón a José María Aznar, y también lo sabe el propio Aznar —aseguran en Moncloa—, Por eso alguno se puede llevar una sorpresa a partir de abril del 2000».

Durante más de dos años, y utilizando El País (su famoso «cañón Bertha») con una falta de escrúpulos total, Polanco ha intentado forzar una negociación favorable para sus intereses que, con el dinero de Telefónica, le rescatara del atolladero de CSD. Sus desesperados intentos por dañar la cotización de la operadora y de todas sus filiales salidas a Bolsa (TPI primero y Terra muy recientemente) han devenido en estrepitosos fracasos, señal inequívoca de que los mercados se rigen por criterios muy distintos de los utilizados por el cántabro y su grupo editorial.

A Polanco le ha perdido un dato no por objetivo menos esencial: que Felipe González ya no está en Moncloa. «Yo creo que cometió un error de partida —sostiene un conocido empresario madrileño—, porque tuvo una oportunidad magnífica cuando, con Villalonga todavía virgen, se rompió el acuerdo de Cablevisión. Si ese día le dice, mira, esto se ha roto pero la vida sigue, tienes en América un capital estratégico impresionante y podemos hacer allí muchas cosas juntos, creo que hoy estaría montado en coche de caballos. Pero, en lugar de dimensionar sus diferencias como un asunto puramente empresarial, se dejó llevar por esa politización de guerra fría que alentaba un mequetrefe como Cebrián. “Yo soy aquí el que quita y pone gobiernos”, llegó a decir un día delante de mí. Y a Aznar, que es muy suyo, no le gustan nada esos pulsos. El resultado es que se han jugado 100.000 millones a una pareja de sietes».

Una de las lecciones que Villalonga ha impartido, sin pretenderlo, a la aguerrida comunidad empresarial patria es que se puede aguantar perfectamente el asedio de un grupo de comunicación como Prisa y lograr, al mismo tiempo, multiplicar por más de 5 veces el valor de la empresa, que, en el caso de Telefónica, ha pasado de valer 2 billones de pesetas a primeros de mayo del 96 —llegada del nuevo equipo gestor— a valer 11 billones a finales de noviembre del 99.

* * *

La primera decena de febrero de 1999 conoció días de una violencia extrema contra Juan Villalonga. Nunca se había visto llover tanto, tan fuerte y en tan poco espacio de tiempo. Ni siquiera durante las inundaciones que en diciembre del 93 se llevaron por delante a Mario Conde. A lo largo de varias semanas sobre su cabeza descargó un vendaval de violencia inusitada producto de un raro consenso o quizá de una genial operación de manipulación colectiva aliada con alguna extraña fobia contra el personaje. Un verdadero case study para cualquier experto en comunicación. Los mensajes eran coincidentes: Villalonga estaba sentenciado y sólo faltaba la rúbrica de Aznar.

En los mentideros se recitaba ya una lista de potenciales sustitutos, desde Juan Abelló —el nombre que sonó con más fuerza— al ministro Eduardo Serra, pasando por César Alierta y algún otro candidato de La Caixa. Y ello no por la cuenta de resultados, que seguía bien de salud a pesar del aumento de la competencia, único asunto que justificaría la situación precaria de cualquier gestor en su puesto. Tampoco por el envite de Brasil, una inversión que siempre hará honor al paso de Villalonga por la presidencia de Telefónica. La piedra de escándalo seguía siendo Adriana Abascal.

«A la sociedad española le fastidia que la gente se salte las normas y no guarde un cierto “luto” cuando se separa —asegura un empresario madrileño con amplio currículum de faldas—. Además, si Villalonga se hubiera liado con Emma Bonino no pasaría nada, la verdad, pero como lo ha hecho con un pedazo de mujer, pues eso jode mucho».

El sábado 13 de febrero, un Villalonga recién llegado de su enésimo tour iberoamericano visitó, en compañía de Adriana Abascal, a José María Aznar en la finca de Patrimonio, provincia de Toledo, a la que muchos fines de semana acude la pareja presidencial. Tras el almuerzo a cuatro y una distendida sobremesa regresaron a Madrid convencidos de que el presidente «bendecía» su unión y, lo que es más importante, seguros de que a Juan Villalonga le quedaba cuerda para rato.

O eso parecía entonces, porque la realidad es que el presidente de Telefónica vive instalado en un perpetuo rumor. Desde que, en el otoño del 98, conoció a Adriana Abascal, Villalonga es un hombre distinto, aunque no necesariamente mejor. Residente en Miami la mayor parte del tiempo, su aislamiento de la comunidad empresarial y financiera española es total.

Con la particularidad de que su tradicional querella con los accionistas del «núcleo duro» ha adquirido un sesgo nuevo desde la fusión entre BBV y Argentaría, en tanto en cuanto el nuevo banco que presiden al alimón Emilio Ybarra y Francisco González controla más del 9 por 100 del capital de la operadora, paquete que vale en Bolsa casi 1 billón de pesetas. Demasiado dinero para un accionista silente.

La pasión de Villalonga por la Abascal vino acompañada, en septiembre pasado, por un nuevo y llamativo shake up en la cúspide gerencial de Telefónica. El gran sacrificado, esta vez, fue Pedro Pérez, un hombre que había hecho un buen trabajo y que apenas llevaba 9 meses en el cargo, pero también Andrés Tejero, un «colega» de antiguas batallas, y el propio Javier Revuelta, al parecer también caído en desgracia. Antes había salido Fernando Abril, referencia obligada en la operadora en lo que a ortodoxia financiera se refiere, y mucho antes Juan Perea, Francisco de Bergia, Arturo Baldasano o el propio José Antonio Sánchez, todos víctimas de la vacuidad de un hombre que se «enamora» de sus colaboradores, los eleva a los altares y al cabo de unos meses los deja caer como si fueran kleenex de usar y tirar. Y sin explicación de ninguna clase.

Por fortuna, ha tenido la prudencia de no «tocar» a los hombres clave en el manejo del negocio, a saber, Luis Lada, al frente de Telefónica móviles, o Guillermo Fernández Vidal, responsable del negocio de datos y grandes empresas.

El nuevo hombre fuerte —junto a Luis Martín de Bustamante, consejero delegado de la filial Telefónica España, S.A.— en el entorno de Villalonga es Manuel García Durán, que ha monopolizado en su persona la gestión del marketing, la publicidad y la comunicación de la compañía, demasiado arroz para un pollo rodeado, desde hace tiempo, de todo tipo de especulaciones que, naturalmente, contaminan a quien lo ha nombrado para un cargo que maneja un presupuesto cercano a los 50.000 millones.

Los rumores sobre supuestas malas prácticas realizadas en la última etapa de Villalonga pueblan el ruedo madrileño. Se dice que el PSOE espera el momento oportuno (las elecciones generales de marzo del 2000) para empezar a airear información, cuando menos escandalosa, en torno a cuestiones relacionadas con el reparto de la tarta publicitaria, los gastos de la presidencia, el ir y venir en avión privado entre Miami y Madrid, etc.

El «escándalo» de las stock options, aparecido a finales del mes de octubre de 1999, puede haber significado una puesta en escena de cara a esas generales, donde, a falta de argumentos de mayor enjundia, el felipismo quiere atacar a Aznar a través de Villalonga et altri. Las opciones sobre acciones son un mecanismo de retribución complementaria utilizado hoy en buena parte de las grandes empresas del mundo desarrollado, como un sistema para fidelizar a los empleados más cualificados y comprometerles de manera activa en la buena marcha de la empresa.

El esquema implantado por Villalonga entre un centenar de sus ejecutivos, con vencimiento a febrero del 2000, implica el reparto de entre 30.000 y 45.000 millones de pesetas, aunque el coste para la compañía ha sido de 2.700 millones, cifra que arroja una media de 9 millones por ejecutivo/año. ¿Mucho dinero? Desde luego que sí, a pesar de que 45.000 millones representan el 0,005 por 100 de los 9 billones que, grosso modo, ha aumentado de valor la compañía en Bolsa desde la llegada del actual equipo gestor.

El Gobierno reaccionó con rapidez, anunciando, además de un aumento de la fiscalidad del 30 al 48 por 100, la inclusión en la Ley de Acompañamiento de los PGE de una enmienda que obligará a los directivos de las sociedades cotizadas en Bolsa a comunicar a la CNMV las stock options con que han sido retribuidos, que además tendrán que ser aprobadas por los accionistas de cada compañía.

José María Aznar tenía de nuevo motivos para estar encantado con su amigo de colegio. Y de nuevo la cabeza de Villalonga en danza. ¿Llegará vivo a la consulta electoral de la próxima primavera? Por Madrid comenzaban a extenderse de nuevo las apuestas.

* * *

La guerra del fútbol, que tantos ríos de tinta hizo correr durante casi tres años, se saldó en junio del 99 de una forma que Cebrián jamás hubiera podido imaginar.

En efecto, el jueves 17 de junio de ese año, Polanco y Villalonga firmaban el acuerdo para compartir la liga de fútbol profesional durante diez años. Pero, ¡oh sorpresa!, el general Polanco aceptó unos miserables 15.000 millones por lo que, durante mucho tiempo, había exigido 56.500 millones de pesetas. ¿A qué se debía tan drástica rebaja?

La carambola que dio pie a tan llamativo desenlace tuvo su origen en el golpe de mano de Vía Digital al hacerse con los derechos del F.C. Barcelona para las cinco temporadas comprendidas entre el 2003 y el 2008 a cambio de 65.000 millones de pesetas, un ejemplo más de las estratosféricas cifras que mueve el llamado deporte rey.

Sogecable acusó el golpe. «Sé que lo que voy a decir puede molestar a algunos —aseguró José Manuel Lorenzo, ex Antena 3, en la subsiguiente reunión del Consejo de la sociedad—, pero Telefónica ha movido ficha muy bien. Esta vez nos ha mojado la oreja. Nosotros vendemos futuro, y resulta que un competidor se acaba de quedar con una pieza fundamental para armar el negocio a partir del 2003. El resultado es que hemos perdido ese futuro».

Tan importante como ese tropiezo era el destrozo que los representantes de la operadora podían montar con Audiovisual Sport. «No tenemos más remedio que negociar el fútbol a la baja si queremos salir a Bolsa en paz con Sogecable». En efecto, esa salida se había convertido en piedra angular de la estrategia de los telefónicos en su intento de hacer doblar la rodilla a Polanco. Tras varias ampliaciones de capital, y acuciados por la falta de entusiasmo de los accionistas para seguir poniendo dinero, los de Prisa decidieron con la llegada de la primavera dar el gran golpe y sacarle los duros al mercado, anunciando la salida a Bolsa del 25 por 100 del capital de Sogecable. Era la huida hacia adelante del cántabro.

Ante los ahorradores se iba a presentar una sociedad que perdió dinero en el 97 y en el 98 y que volverá a perderlo en el 99. A blanquear tan inquietante fachada acudió con presteza un banco de negocios tan reputado como Morgan Stanley, dispuesto a certificar («operación Wilma») que la sociedad valía la friolera de 400.000 millones de pesetas, de donde se infiere que ese 25 por 100 equivalía a 100.000 millones, cifra que, curiosamente, se corresponde con la que Polanco quería cobrar, de grado o por fuerza, a Juan Villalonga por fusionar las plataformas.

¿Avalaría la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) la pretensión de Polanco? Aunque la SEC norteamericana jamás lo hubiera permitido, existían pocas dudas, por no decir ninguna, de que el amo de Prisa lograría salirse con la suya.

Pero la operación, muy cogida por los pelos, podía venirse abajo por culpa de la tormenta que estaba a punto de estallar entre los socios de Audiovisual Sport (AS). En efecto, AS acababa de cerrar su ejercicio a 30 de junio con unas pérdidas de 19.000 millones de pesetas, 7.000 más de los previstos (entre otras cosas por haber vendido el fútbol a una única plataforma), lo cual suponía que la sociedad se había comido más de las dos terceras partes de su capital, entrando así en una de las causas de disolución previstas por la ley.

Cebrián había intentado parar la inundación proponiendo una ampliación de capital de mentirijillas, porque las arcas de «don Polancone» no estaban para libros de caballerías: se trataba de capitalizar esa deuda en proporción a la participación accionarial de cada socio, lo cual sonaba a broma de mal gusto para una Telefónica que se había gastado una fortuna en la compra de su 40 por 100, había aportado los contratos heredados de Asensio, se había quedado sin fútbol para Vía y encima le pedían que pusiera más dinero para que los Polancos, que gestionaban la sociedad, siguieran dándole la exclusiva a CSD…

La operadora, en un movimiento muy estudiado, amagó con solicitar Junta General extraordinaria para plantear la disolución de la sociedad. El asunto, lógicamente, iba a terminar en los tribunales, pero el escándalo consiguiente hubiera alcanzado proporciones sobradas para haber hecho fracasar la salida a Bolsa de Sogecable.

José Manuel Lorenzo puso, pues, el toro en suerte y, para sorpresa de los reunidos, Polanco dijo que estaba de acuerdo, que la situación había variado drásticamente. Y, sorpresa sobre sorpresa, Juan Luis Cebrián, sin cuyo «v/b» no se pone un sello en Prisa, dijo que él también opinaba como el patrón, en contra de los franceses de Canal Plus, con Michel Toulouze a la cabeza, quienes argumentaban que negociar en esas condiciones equivalía a una rendición. Polanco cortó por lo sano: «Hace un año nuestra posición era una, y hoy es otra muy distinta. Tenemos que pactar». No había más remedio que autorizar a Javier Díez Polanco a negociar la venta del fútbol a Vía Digital.

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De manera que Vía ha pagado 15.000 millones por compartir la Liga de fútbol durante los próximos diez años, y ha llegado a un preacuerdo con los Polancos para que CSD pueda emitir la «Champions League», cuyos derechos fueron adquiridos por Vía a TVE. Para ello, CSD tendrá que dar 500 millones de señal el primer año y pagar además 4.500 millones por cada uno de los tres años siguientes, es decir, en total 14.000 millones.

Es decir, que don Jesús se ha metido en el bolsillo 1.000 millones de pesetas, lo que no está nada mal, cuando hace seis meses estaba pidiendo 56.500. The beauty of the thing es que Telefónica estaba madura, quería pagarlos, y fue el propio Polanco quien dio calabazas a Villalonga y le salvó de tamaño despilfarro cuando, en uno de sus ataques de arrogancia, dijo aquello de «o todo o nada». El precio de la soberbia.