El 18 de febrero de 1995, un día después de que Rafael Vera ingresara en la cárcel de Alcalá-Meco, Manuel Cerdán y Antonio Rubio, la acreditada pareja de investigadores del diario El Mundo, recibieron una confidencia de una de sus fuentes en la Seguridad del Estado, un tipo amante de la buena mesa, simpático y locuaz, que a menudo les «pega el cante» sobre situaciones variopintas.
Aquel mediodía de febrero, con las primeras páginas de los periódicos ocupadas por la foto de uno de los hombres más poderosos de la España del felipismo entrando en prisión, el tipo amante de la buena mesa, simpático y locuaz, con los codos apoyados sobre el mármol de una mesita de la cafetería Santa Bárbara de Madrid, les sorprendió con una revelación que les dejó fríos frente a una caña de cerveza helada.
—Oye, decidle a vuestro jefe que deje de jugar con negritas.
—¿Qué dices, Luisito, qué dices?
—Lo que habéis oído. Que a vuestro jefe…
—¿A qué jefe?
—A Pedrojota, que sepa que lo están investigando, y que han detectado que anda con una negrita que vive por la zona de Capitán Haya y Sor Ángela de la Cruz.
La vida política española vivía los sobresaltos del informe «Veritas» y de una serie de dossiers que, reales o supuestos, amenazaban la vida privada de gente que molestaba al Régimen. En los Ministerios de Interior y Justicia se había instalado Juan Alberto Belloch, un hombre llegado a la política activa con el propósito de limpiar el patio felipista de los efectos de la corrupción y permitir al «carismático líder» recuperar el prestigio perdido en una sociedad ahíta de escándalos.
Los periodistas fueron con la copla a su director, un hombre en la cresta de la ola de su influencia política y social, convertido en la pesadilla que todas las mañanas amargaba el desayuno a Felipe González. Aquélla era una tarea delicada, por el riesgo que suponía de intromisión en la esfera más privada de la vida de Pedrojota. Trataron de explicárselo con la naturalidad con que un amigo comunicaría una confidencia a otro, están siguiéndote, ten cuidado… Pero ocurrió lo que se temían, que reaccionó con suspicacia, aunque, inteligente como es, inmediatamente descartó con un gesto despectivo cualquier atisbo de verosimilitud del recado, ¿yo con chicas negras?
Cerdán & Rubio nunca hubieran osado volver sobre el asunto si, andando en el tiempo, justo a la vuelta de las vacaciones de agosto, el mismo personaje gordo, simpático y extravertido no les hubiera sacado de nuevo a colación la historia:
—Oye, ¿le hablasteis a vuestro jefe de aquello?…
—¿De qué?
—De lo que os dije: que se anduviera con cuidado.
—Sí, sí, se lo dijimos, pero ya sabes cómo es: ni puto caso.
—Bueno, pues decidle ahora que un «Apolo» [en el argot policial, vehículo dotado con toda clase de artilugios electrónicos para efectuar labores de seguimiento] lo está siguiendo a todas partes. Que haga lo que le dé la gana, pero que esto va en serio.
Y de nuevo la pareja de sabuesos se vio en la tesitura de advertir a Pedrojota, nos han vuelto a pasar un recado para ti, ándate con ojo, porque han puesto un coche para seguirte, y otra vez el gesto displicente del director de El Mundo, no os preocupéis, pueden hacer lo que quieran, me han mirado de arriba abajo y no han podido encontrarme nada.
Cerdán y Rubio decidieron olvidarse definitivamente del asunto y dedicarse a otros menesteres. Habían advertido a un amigo de un riesgo. Habían cumplido. Por lo demás, y a juzgar por la negativa del afectado, todo parecía indicar que se trataba de una falsa alarma, un rumor sin fundamento, una intoxicación. Cosas del Luisito. Y es que, ciertamente, resultaba difícil imaginar una sola fisura en el espartano estilo de vida de un Pedrojota dedicado las veinticuatro horas del día al periodismo y a su periódico. ¿Cabía imaginar alguna debilidad en aquel hombre de hierro que, con ciertos tintes mesiánicos, vivía entregado a la misión de desenmascarar la corrupción felipista?
* * *
El paso del tiempo se encargó de echar tierra sobre el episodio. Aquello había sido, efectivamente, una intoxicación. Pero casi dos años después, en mayo de 1997, un ex agente del Cesid al que más de una vez habían utilizado como fuente les llamó. Quería verlos con urgencia. Tras acordar una cita en un hotel de la calle Velázquez de Madrid, el antiguo espía les sorprendió con una petición inesperada:
—Necesito hablar con vuestro director, es muy urgente, tengo que darle una información del máximo interés.
—Pues dánosla a nosotros…
—Ni hablar, es algo muy personal y se lo tengo que decir cara a cara.
—Pero, ¿de qué se trata?
—Insisto, es un tema muy privado.
—Puede que lo sea, pero Pedrojota no te querrá recibir si antes no le dices de qué se trata. Si vamos con el cuento de que hay un tío del Cesid que quiere verle para contarle un secreto al oído nos va a mandar a freír espárragos, tenlo por seguro.
—Es que no os puedo decir nada.
—¡Pero danos una pista!
—Decidle que le están preparando una muy gorda.
¿Qué misterio encerraba esa advertencia? Pedrojota no recibió, efectivamente, al «espía» portador del secreto. El periodista, un hombre orquesta que tocaba todos los palillos en la empresa editora de El Mundo, desde la compra del papel hasta el titular de primera, no tenía tiempo para atender a nadie que no fuera por lo menos ministro.
Por aquel entonces, sin embargo, el ex presidente de la Comunidad de Madrid Joaquín Leguina, uno de los bergantes más notorios del socialismo hispano, deslizó en El Siglo, un semanario de circulación restringida afín al felipismo, una referencia críptica según la cual «el líder del sindicato del crimen es un amante de la disciplina…».
Un mes después, junio del 97, Cerdán y Rubio iban a captar los primeros signos de la tormenta que se avecinaba sobre Pedrojota Ramírez y el diario El Mundo cuando, tratando de amarrar la veracidad de una información sobre las prácticas llevadas a cabo por el Cesid con una serie de mendigos, se presentaron en el despacho profesional de Jesús Santaella, situado junto al estadio Santiago Bernabeu, que en aquel momento se encontraba reunido con uno de sus más célebres clientes, el coronel Juan Alberto Perote, recién salido de prisión.
Ante la incrédula cara de militar y abogado, la agresiva pareja de reporteros desplegó una página ya compuesta en adelanto de El Mundo en la que podía leerse con gruesos caracteres tipográficos: «El Cesid utilizó a mendigos como cobayas para experimentos científicos». ¿Sabía algo de aquella historia uno de los hombres que más poder había tenido en La Casa?
Un frío glacial recorrió la espina dorsal del letrado. Santaella dio rienda suelta a su alarma: aquello era lo peor que le podía pasar a su cliente días antes de la fecha prevista para el inicio de su juicio por la jurisdicción militar, esto nos viene fatal, en el Centro va a sentar como un tiro y no hace falta ser adivino para suponer que nos van a cargar con el mochuelo, nos partís por el eje, de verdad, esto es la muerte para nosotros, porque van a interpretarlo como una presión al tribunal, un chantaje, nos haréis una putada muy gorda…
Pero el dúo se mantuvo firme, este material nos pertenece, es fruto de nuestro trabajo, y aquí sólo hemos venido a buscar una confirmación adicional, de modo que está fuera de duda que lo vamos a publicar.
En cuanto Cerdán y Rubio salieron por la puerta, el coronel Perote descolgó el teléfono para marcar el número de la sede del Cesid, dispuesto a contar lo ocurrido al número dos de La Casa, Aurelio Madrigal, con todo lujo de detalles, que sepáis que esta pareja acaba de salir de aquí con esta historia, y lo único que quiero es que tengáis muy claro que ni yo ni mi abogado hemos tenido nada que ver en ese asunto.
Al día siguiente, Madrigal devolvió la llamada a Perote:
—Hemos hecho algunas averiguaciones y hemos comprobado que, en efecto, no estáis involucrados en esa historia, pero eso nos puede hacer mucho daño, de modo que tenéis que echarnos una mano y ayudarnos a pararlo, porque no hay nadie en mejor situación que vosotros para hacerlo.
—Pues ya me contarás cómo, porque no parece que sea fácil convencer a Pedrojota de una cosa así —protestó el coronel.
—Al contrario, esta vez va a ser muy fácil: sólo tenéis que decirle que se acuerde de «las medias de seda».
—¿Cómo?
—Lo que has oído. Tú dile, o mejor que se lo diga tu abogado, que se acuerde de «las medias de seda».
Santaella no le dijo una palabra a Pedrojota. El asunto era demasiado delicado como para hacer de recadero: «Cualquier cosa que hubiera hecho me habría dejado a los pies de los caballos, de los caballos de Pedrojota o de los del Cesid». Sin embargo, el director de El Mundo tuvo noticia del episodio a través de la pareja de reporteros.
* * *
La historia de los «Mengueles» del Cesid, difícil de creer a simple vista dada su intrínseca atrocidad, apareció publicada en El Mundo el 15 de junio del 97. El escándalo fue considerable, a pesar de que todo parecía ya posible en la cueva de Alí Baba de la Cuesta de las Perdices. Entre el texto que apareció ese día publicado y el original que Cerdán y Rubio enseñaron a Santaella unos días antes había una pequeña diferencia: los nombres completos de los «espías» que habían intervenido en la fechoría, tal como figuraban en el adelanto, habían sido sustituidos por las iniciales y el correspondiente «alias». Era el favor que Santaella había pedido a los periodistas, y que Perote quería «vender» como una gran conquista a La Casa. Cerdán & Rubio accedieron porque, a pesar del cambio, la información seguía manteniendo todo su interés, al tiempo que rendían un servicio a quien podía devolverles muchos más.
Días más tarde, El Mundo dio cuenta —con sus números de matrícula y el nombre de los mecánicos que los atendían— de los coches utilizados por el Cesid en la «Operación Menguele», demostrando que durante bastante tiempo tres de tales vehículos habían estado aparcados en el garaje del Centro.
A consecuencia de este escándalo, uno más de los que han jalonado la historia de nuestros servicios secretos durante el felipismo, el Juzgado Central número 5 de la Audiencia Nacional, cuyo titular es Baltasar Garzón, citó a declarar al director del Cesid, Javier Calderón, y a su antecesor en el cargo, el teniente coronel Emilio Alonso Manglano.
Tras prestar declaración, Calderón reunió a sus hombres de confianza en la sede de la carretera de La Coruña y, ante sus «chicos», un grupo al que en el Centro se denomina «clan Menguele» (gente de oscuro pasado, susceptible de resultar incursa en causas penales en cualquier momento y, por tanto, chantajeable) se manifestó casi exultante con respecto a su declaración judicial de la mañana, ánimo, esto está resuelto, no va a pasar nada con esta mierda de los mendigos, porque los tres enemigos acérrimos que tiene esta casa, el juez Garzón, el coronel Perote, y Pedrojota Ramírez, «están ahora mismo controlados».
Si se tiene en cuenta que la filmación del famoso «vídeo sexual» (según expresión habitual de El País) se produjo el 7 de marzo del 97, a finales de junio del mismo año Calderón tenía motivos sobrados para afirmar que Pedrojota y El Mundo estaban controlados. «Tengo información suficiente sobre Pedrojota para deciros que nunca más se atreverá a intentar nada contra nosotros».
Y no sólo él estaba maniatado. También lo estaba el coronel Perote, con quien parecían haber llegado a un pacto que tuvo su inmediato reflejo en el cambio de actitud del militar, que a partir de entonces se volvió mucho más cauto en sus manifestaciones.
Otro tanto parecía haber ocurrido con el juez Baltasar Garzón. «Ya visteis —dijo Calderón a sus «chicos»— cómo ayer salí del Juzgado con la cabeza bien alta y sin que me pasara nada: también está controlado». La denuncia sobre las prácticas del Cesid con una serie de mendigos duerme el sueño de los justos en el Juzgado Central de Instrucción número 5.
A lo largo del verano del 97, los ecos de la tormenta que se cernía, amenazadora, sobre el diario El Mundo y su director no dejaron de crecer. El nubarrón fue engordando, traspasando las fronteras de los círculos policiales para instalarse con fuerza en los mentideros periodísticos, donde a la vuelta de agosto comenzó a hablarse sin rodeos del «vídeo de Pedrojota».
El afectado seguía a lo suyo. Hasta que una tarde de septiembre, Rafael Navas, ex director general del grupo Negocios (La Gaceta, Dinero, etc.), se presentó, previa cita telefónica, en su despacho de la calle Pradillo para transmitirle la peor novedad posible.
* * *
Todo había empezado para Navas un día de finales de abril de ese mismo año con una llamada telefónica.
—Que le llama un tal Chema, de Iberia.
—¿Chema? ¿Qué Chema? No conozco a ningún Chema.
—Sí, dice que le tiene que conocer seguro, porque trabajó con usted en Iberia.
Resultó ser José María González Sánchez-Cantalejo, un tipo desastrado, un perdedor, a quien había conocido durante un breve plazo de tiempo cuando, con veintipocos, trabajó en el departamento económico-financiero de Iberia. Le perdió la pista al dejar la compañía aérea para enrolarse en el mundo del periodismo y, de repente, el tal Chema volvía a reaparecer como salido de las tinieblas. Quería verle, le dijo, porque tenía en su poder un material informativo muy sensible que podía ser de su interés.
Le citó en su despacho de la Castellana. ¿Qué es de tu vida?, ¿cómo estás? y todo lo demás, ya veo que te va de puta madre, pues sí, chico, no me puedo quejar, y a ti ¿cómo te ha ido?, mal, no he tenido mucha suerte, la verdad, la vida me ha tratado de aquella manera, pero bueno, cuéntame, ¿qué te trae por aquí?
Cantalejo se enredó en un argumento envolvente, lleno de circunloquios, una historia fea, ¿qué harías si tuvieras en tus manos un material filmado que afectara a una persona muy importante de este país?… El tal Chema, receloso, no quería soltar prenda, decir a quién se refería, pero Navas insistía, no podía emitir opinión sin saber de qué estaban hablando. Finalmente consiguió saberlo: se trataba de Pedrojota Ramírez, que se había estado acostando con una chica de color que a la sazón «es mi novia», y yo mismo le he filmado metido en un armario, pero bueno, ¿qué quieres hacer con eso?, pues qué voy a querer, venderlo, sacar un dinero, oye mira, yo creo que eso es una locura, porque ese señor no está haciendo nada malo, es su vida privada, y el delito lo puedes estar cometiendo tú, pero ¿qué me estás diciendo? joder, Rafa, tú siempre tan moralista, no, hombre, no es eso, es que si Pedrojota se lo monta con una negra ¿a quién coño le importa?, pues a mucha gente, porque es que no es acostarse, no es echar un polvo y listo, es que en ese vídeo se ven unas cosas muy fuertes, venga ya, Chema, no digas bobadas… qué, que no te lo crees, ¿verdad?, pues no, no me lo creo, y además eso puede ser un montaje, ¡no es ningún montaje, coño!, pero, vamos a ver ¿tú quieres verlo?, hombre, pues tendría que verlo para darte mi opinión.
Volvió al día siguiente e hizo bajar las persianas, oye, que no entre nadie, avisa a tu secre, tranquilo, hombre, tranquilo, «y me mostró dos vídeos, uno explicando cómo lo había hecho. Chema aparecía en pantalla con una taladradora en la mano, haciendo un agujero para colocar una máscara sobre la superficie de un armario de rejilla, metiéndose, encogido, en dicho armario, desde el cual y a través de esa máscara iba a filmar lo que después ocurriría en la habitación. Desde aquel ojo de gato se veía una cama y a una negrita moviéndose y abriendo las sábanas.
Con pelos y señales contó cómo había grabado la película, la insoportable sensación de claustrofobia que se apoderó de él dentro de aquella ratonera, la forma en que le temblaban las piernas, sudando a mares, y cómo a partir de un determinado momento ya no pudo seguir filmando de puro nervio, de modo que sólo se escuchaba la conversación de los dos actores.
Sánchez-Cantalejo explicó a su antiguo amigo una historia inocua, la de un encuentro accidental con una chica que, en realidad, había tenido muy poco de casual. Las dos debilidades de Chema eran, según el propio interesado, el bingo y las chicas de color, y en Exuperancia Rapú se daban la mano ambas pasiones, hasta el punto de que me la enrollé en un bingo y al cabo de un tiempo me contó que conocía a Pedrojota, y yo le dije ¡anda ya!, no me lo creo, ¿qué no? Y delante de mí le llamó a El Mundo y se puso, habló un rato con él con gran confianza, y a partir de ahí maquiné tenderle una trampa. Pero, vamos a ver, Chema, ¿tú qué andas buscando con esto?, pues, joder, ¿qué voy a buscar?, sacar unos millones, porque los dos estamos tiesos, no tenemos un duro, y eres el único que conozco que tiene relación con el mundo de la prensa, bueno, pero dime una cosa, ¿alguien más sabe de la existencia de este vídeo?, sí, lo sabe un amigo, un tal Patón, que presume de ser el hombre de confianza de Felipe González, pero el material no tiene salida por ahí, por eso me he acordado de ti, ¿podría interesaros a vosotros?, ni hablar, no nos dedicamos a esos temas, pero tú, ¿podrías ponerme en contacto con alguien?, este tío tiene muchos enemigos…
Rafael Navas se disculpó. No quería verse involucrado en ese asunto. Sin embargo, unos días después, Chema volvió a llamarle, oye Rafa, tenías razón, he recibido algunas llamadas extrañas, tengo miedo y mi chica lo mismo, estamos cagados, y entonces le propuso un juego extraño: hacerle destinatario de sus confidencias, contarle regularmente los pasos que iba dando en relación con la venta del vídeo, por si algún día me ocurriera algo…
Así se enteró Navas de que se había visto repetidas veces con Agustín Valladolid, quien le había entregado varios millones por el visionado de la cinta. Hasta que, en septiembre, después de irse de vacaciones a Cuba con dinerito fresco, le informó un día que la operación estaba a punto de cerrarse, que el comprador era Emilio Rodríguez Menéndez y que le iban a adelantar 50 millones de pesetas. Decidió entonces poner sobre aviso a Pedrojota Ramírez. Pero Pedrojota no se podía poner. Según su secretaria, estaba muy ocupado.
—Pues dígale que soy Rafael Navas y que tengo una información muy importante que afecta a su vida privada.
Dos minutos después el propio Pedrojota estaba al aparato.
El director de El Mundo le recibió a las 4,30 de la tarde de un día de finales de septiembre, con Antonio Rubio como testigo. Toda una papeleta para Navas, que cuando se vio en aquel despacho se asustó, ¡joder!, en qué lío me he metido, y frente a frente, se perdió en los meandros de un largo preámbulo, estoy aquí por un problema de conciencia, porque ese vídeo está ya en manos de un personaje como Rodríguez Menéndez, pero yo no quiero aparecer para nada, si tengo que declarar un día ante un juez le diré lo mismo que te voy a decir a ti, pero yo no quiero salir, acabo de montar mi propia empresa y no quiero verme afectado por ninguna publicidad negativa.
Pedro le dio todo tipo de seguridades, no te preocupes, te agradezco el gesto, pero, bueno, Rafael, cuéntame, ¿que se ve en ese vídeo?
Y llegó el momento que Navas quería evitar, describir las cosas que había visto en la grabación.
—Dime una cosa, ¿tú crees que soy yo?…
—Pues yo creo que sí, Pedro, puede ser un montaje, pero si he de serte sincero, creo que sí eres tú.
—¿Pero cómo voy vestido?
—No, Pedro, tú no vas vestido de ninguna manera, tu estás desnudo.
Y entonces Rafa Navas le vio caer como si hubiera sido alcanzado por un misil, la cara entre las manos, súbitamente abrumado, porque hasta ese momento había mantenido la compostura, no, si ya sé que me están montando algo, ya me han pasado algunos mensajes… No sabía cómo agradecerle el aviso, no sabes cuánto te lo agradezco, es el mayor favor que me han hecho en mi vida, no lo olvidaré nunca, Rafael, no sé cómo voy a poder pagártelo.
* * *
Ya no era posible seguir de espaldas a la tormenta. Se imponía activar una estrategia defensiva. Y Pedrojota puso a sus hombres de confianza, Cerdán & Rubio, en movimiento, dejadlo todo y centraos en esto, a ver qué hay de verdad y quién está detrás.
Lo primero que hicieron fue dedicarse en cuerpo y alma al análisis del material acumulado y a revisar fichas y contactos con el mundo del hampa dedicado a tales menesteres. «Y así llegamos al hilo del ovillo».
Fue exactamente a las 4,30 de la tarde del martes 30 de septiembre del 97 cuando, tras mucho cabildeo, Antonio Rubio decidió tirar de teléfono desde su despacho en El Mundo para llamar a un móvil registrado a nombre de un tal José María González Sánchez-Cantalejo. Identificar al personaje había costado Dios y ayuda, la ayuda de mucha gente, por eso la pareja se resistía a efectuar la llamada, temerosos de que la pieza, asustada, levantara el vuelo antes de tiempo.
Pero Pedrojota, hecho un manojo de nervios, no estaba para florituras. Ese mismo día, Cerdán y Rubio habían publicado una información según la cual Rafael Vera y José Luis Corcuera habían viajado a Andorra para visitar una sucursal bancaria. Y de buena mañana, entrevistado en la cadena SER y dominado por la ira, Vera cometió la equivocación de anunciar que «la gente se va a enterar muy pronto de a qué se dedica Pedrojota en su tiempo libre». Por si al periodista le quedara alguna duda de lo que se le venía encima, el ex director de la seguridad del Estado se lo había puesto blanco y en botella.
Lo que Rubio no podía imaginar mientras, conteniendo la respiración, escuchaba el tono apagado de una llamada aún no atendida, era que iba a sorprender al propietario de aquel móvil reunido en el hotel Aitana, sito en el paseo de la Castellana de Madrid, con la plana mayor mafiosa, perfilando los últimos detalles para la materialización del golpe.
«Llamó Antonio Rubio del Mundo a José Mª —escribe Exuperancia Rapú en su diario— diciéndole que sabía todo lo que tramaban y que quería hablar con él. José le dijo que no sabía de qué le hablaba. Volvió a mi casa. Ángel se fue a la suya. Resulta que el Rodríguez había publicado algo en el Ya sobre la peli. A las 11,30 noche le llama el Goñi para decir que se había enterado de todo y que quedaba el miércoles a las 18 horas…».
«1/10/97. Miércoles. Empezaron las llamadas —prosigue la Rapú—: 1.º, a las 11 de al mañana llama Goñi para quedar a las 7 tarde en Oliveri. 2.º, llama Antonio Rubio amenazando 3 veces. José Mª contacta con Patón, le comenta todo y nos dice que tenemos que largarnos. José le dijo que no podíamos porque estábamos tiesos. Habló con Filip y le dijo que nos adelantaban 50 kilos para desaparecer y el resto nos lo pagarían a la vuelta, pero claro entregándole el máster y quedamos con Ángel en mi casa para que nos entregara los 50 kilos. A las 22,30 aparece Ángel con Goñi, trajeron los 50 kilos, les entregamos la cinta y una carta mía. Nos aconsejaron salir lo antes posible del país».
Gracias a la llamada de Rubio, Sánchez-Cantalejo se embolsó 50 millones de pesetas antes de, como acompañante de Exuperancia Rapú, largarse de España. Toma el dinero y corre.
Al día siguiente por la mañana, los periodistas intentaron localizarlo repetidamente sin éxito, dejándole varios mensajes en su buzón de voz. Por culpa de los nervios, Pedrojota había conseguido acelerar el acuerdo entre los componentes de la banda. Todo el gozo de Cerdán y Rubio en un pozo.
Días después de que el autor de la filmación del vídeo, en compañía de su primera «estrella», pusiera tierra por medio con sus 50 millones en el bolsillo, los nuevos dueños de la cinta comenzaron a distribuirla por correo, acompañando el casette con una carta de miss Rapú como ilustrativo anexo.
A la redacción de El Mundo lo llevó el catedrático Enrique Gimbernat a media tarde del 15 de octubre de 1997, tras recogerlo en el buzón de su casa. Cerdán y Rubio, empeñados aquellos días en perfilar la figura de Cantalejo, alias «el Iberia», un tipo más amante de la noche que del día, con más apego a la bebida y al juego que al trabajo, regresaban de almorzar con una de sus fuentes cuando, al enfilar la calle Pradillo procedentes de la plaza de Cataluña, sonó su móvil. Era Pedrojota que, presa de una tosecilla agobiada que se apoderó de él en los días de máxima tensión, tosecilla en la que pareció somatizar la enorme presión soportada, el esfuerzo de mantenerse firme como un junco de ribera aguantando la crecida del rio, les reclamaba con urgencia en su despacho. «Os estamos esperando».
Flotando entre las nubes de algodón que pueblan la moqueta acrílica instalada por Ágatha Ruiz de la Prada, Pedrojota se encontraba en su despacho acompañado por el propio Gimbernat, Casimiro García-Abadillo y Fernando Baeta. Seis hombres (luego se les unirían Felipe Arrizubieta y la abogada Cristina Peña) asustados por lo que iban a ver, testigos cogidos a lazo que hubieran querido salir huyendo, desaparecer, nerviosos ante lo inesperado, pidiendo clemencia alguno de ellos, yo no quiero ver eso, sí, por favor, tienes que verlo, y Pedro que enchufa la cinta en el vídeo, a la izquierda de su mesa de trabajo y, de pie con el brazo apoyado en el respaldo de su sillón de piel, empieza el espectáculo, todos conteniendo la respiración, y la visión oscura, fantasmal, de un hombre desnudo, y alguno que, abrumado, se da la vuelta, y todos los demonios, todas las fantasías sexuales represadas y almacenadas en el alma humana, en todas las almas, de pronto al descubierto en inaceptable almoneda de la intimidad de una persona, y Pedrojota que, ante el espanto de los presentes, de cuando en cuando para la cinta, rebobina y vuelve a pasar las mismas imágenes, y un bendito Gimbernat que musita en voz alta pues ése no eres tú, Pedro, no se te parece, esto es un montaje, y las miradas desconcertadas del resto que tratan de huir de aquella situación, mientras Pedrojota, que aguanta el chaparrón sin inmutarse, su tosecilla disparada como el repiqueteo de una ametralladora, calla. Y otorga.
Al poderoso Pedrojota, el hombre que había construido su oposición radical a la corrupción felipista sobre el andamiaje de la superioridad moral de su discurso, le habían cogido por el costurón del sexo, propinándole una cornada mortal de necesidad. Hasta la fecha, todos abrigaban el deseo de que la famosa cinta fuera un montaje, pero en aquel despacho casi todos, con excepción quizá de Gimbernat, perdieron la esperanza.
Mientras veía desfilar las imágenes oscuras de aquel vídeo doméstico, filmado de forma chapucera por alguien escondido tras un armario de rejilla, Manolo Cerdán comprendió de pronto el misterio que tantas noches le había mantenido en vela, ¡ah!, ¿te has dado cuenta del detalle de las medias?, preguntaba después Cerdán a su amigo Rubio, todo el mundo decía que llevaba unas medias, y en la cinta no se ven, pero sí, las hay, están en las muñecas que parecen sujetarle a la cama, algo elástico y tenso, unas medias de seda.
Cuando, al filo ya de la madrugada, los dos periodistas abandonaban la sede de El Mundo lo hacían convencidos de que aquélla era una trama montada por el Cesid. Ahora cobraban todo su significado los mensajes que algunas de sus fuentes habían querido transmitir a Pedrojota. Ahora estaba claro que La Casa conocía, si es que ella misma no lo había montado, la existencia de un vídeo sobre la vida sexual del director de El Mundo desde, al menos, el mes de mayo del 97.
Teniendo en cuenta que la grabación del vídeo en la chambre de miss Rapú tuvo lugar el 7 de marzo del 97, y que los primeros intentos de venderlo no se produjeron hasta finales de abril, parece claro que la cinta en cuestión estuvo durante varias semanas en la sede de la Cuesta de las Perdices, y allí hubo gente que la visionó mucho antes de que empezara a distribuirse, y alguien se dio cuenta del detalle de las medias (a menos que fuera el propio filmador escondido tras el armario quien advirtió al Cesid de tal extremo) y lo comentó entre sus compañeros.
* * *
Pedrojota se había distinguido como el gran culpable —aunque no el único— de la caída de un sistema con vocación de régimen que iba a durar veinticinco años llamado felipismo. Con ello, había arruinado el dulce «pasar» de mucha gente acostumbrada a medrar a su sombra, desde la «biutiful» del Banco de España hasta los altos cargos policiales, pasando por la directora del BOE. Entre las víctimas más llamativas de Pedrojota se encontraba el propio Cesid, los podridos servicios secretos cuya reputación había quedado arruinada por escándalos como el del GAL, las escuchas o los mendigos. Y fue el Cesid el que empezó a buscarle las cosquillas durante el último Gobierno González. La victoria de Pedrojota sobre todo un Régimen no le iba a salir gratis. Esa sangre tenía un precio: el de su reputación.
El objetivo era Pedrojota, pero también El Mundo y lo que el diario representa como banderín de enganche de una filosofía anticorrupción. Cuando el vídeo empezó a distribuirse, la vida política española se encontraba en puertas de un acontecimiento trascendental: la celebración de la vista del primero de los juicios del caso GAL, el referido al secuestro de Segundo Marey. Y era la banda que lo financiaba y distribuía la que se iba a sentar en el banquillo de los acusados, circunstancia que explica el affaire del vídeo, sin duda uno de los episodios más siniestros de la historia de la democracia española.
Vera, Barrionuevo y compañía sabían que podían ir a dar con sus huesos en la cárcel por culpa del trabajo de investigación del periódico y de su director, un hombre que se había opuesto frontalmente a cualquier posible «ley de punto final» como la que, tras las bambalinas, perseguía el PSOE, y a la que determinados sectores del propio Partido Popular parecían receptivos. Y fue El Mundo y su director quienes movilizaron a la opinión pública en contra de esa posibilidad. Por eso, Vera, incurso también en el sumario de los fondos reservados, y sus amigos tenían motivos sobrados para odiar a uno y a otro. Había que quitar de en medio a ambos.
Desde que El Mundo empezó a derribar las murallas de Jericó del felipismo, el Cesid, bastardamente utilizado por Narcís Serra con un exclusivo fin partidista, puso en marcha un concienzudo trabajo de ubicación de todos aquellos periodistas molestos que le estaban incordiando. A todos y cada uno intentan buscarle sus debilidades. El primer chequeo, el más fácil, es el fiscal. Prosiguen por las cuentas bancarias, las propiedades inmobiliarias, los gustos caros. Y si no encuentran nada anormal en el terreno de la vil moneta, se concentran en el ámbito de lo personal, con especial dedicación en los gustos sexuales.
En la primavera del 97, en torno a la fecha de grabación del famoso vídeo, por el Cesid circuló un informe sobre el propio Antonio Rubio en el que, entre otras cosas, se decía que se le había visto cenando muy acaramelado con una chica de tales y cuales características que… resultó ser su esposa.
Se trataba de neutralizar cualquier potencial enemigo, más aún si osaba incordiar a La Casa. Pedrojota tenía todas las papeletas en la mano. Por eso, cuando a la Cuesta de las Perdices llegó noticia de la existencia de una chica guineana metida en carnes que se ganaba la vida como podía y que periódicamente recibía la visita del director de El Mundo, no daban crédito. Muchos se frotaron las manos ante tamaño golpe de suerte. Había que echar el resto en esa historia.
La tesis más plausible es que, cuando llegó a la dirección del Cesid, Javier Calderón, un hombre a quien en los cuartos de banderas se considera depositario de casi todos los secretos del 23-F, se encontró con la operación en marcha. Y lo que hizo fue ultimarla y concretarla.
El Gobierno del PP no había logrado meter baza en La Casa, que seguía infiltrada a más y mejor por simpatizantes de González, un hombre que ha seguido disponiendo durante los últimos cuatro años de toda clase de información confidencial. Por si ello fuera poco, el felipismo, con la eficaz ayuda del hermano siamés, el Grupo Prisa, se había fijado como objetivo en la oposición abatir a los tres peones que consideraba formaban el círculo de hierro en torno al presidente Aznar: Juan Villalonga (el dinero), Francisco Álvarez Cascos (la política) y Pedrojota Ramírez (los medios de comunicación).
* * *
¿Cómo detectaron la existencia de un talón de Aquiles en la aparentemente sobria y ordenada vida de Pedrojota? En el año 89 y en el curso de un programa de Antena 3 Radio al que había acudido para promocionar un disco de un cantante guineano, Pedrojota conoció a una chica natural de la antigua colonia española que se hacía llamar «Emma». A partir de entonces comenzaron a verse, aunque de manera irregular y siempre respondiendo a las insistentes llamadas de la dama. Y fue el propio periodista quien indirectamente marcó el objetivo a sus perseguidores. Vigilado día y noche, un buen día le vieron entrar y salir de un piso en la calle Capitán Haya. El paso siguiente consistió en averiguar a qué piso iba, quién vivía en él, cómo se llamaba la señorita en cuestión y a qué se dedicaba. Acercarse a ella resultó tarea fácil.
De modo que, cuando la fuente avisó a Cerdán y Rubio de que un «Apolo» estaba siguiendo a su «jefe» y que habían detectado que andaba «con una chica de color», el Cesid ya estaba de hoz y coz metido en la operación. Marcado el objetivo, el periodista pasó a un segundo plano. La Casa se volcó entonces en la chica: había que contactarla, trabajarla y conquistarla. Una vez captada y dispuesta a colaborar, el Centro volvió de nuevo sobre Pedrojota para preparar la prueba, siguiendo el abecedario de cualquier servicio de inteligencia sobre esta clase de operaciones.
Sánchez-Cantalejo abordó a miss Rapú una tarde de finales del 94 en una céntrica sala de bingo, «ocupación» que al parecer place mucho a la dama. En aquel momento, la guineana no estaba sola, lo que hubiera explicado un intento de ligoteo ocasional, sino que iba acompañada por una señora mayor. Exuperancia estaba atravesando una etapa difícil, ya que acababa de romper con su novio, «la persona que más he querido en el mundo», un compatriota residente en Alicante. Ello no fue óbice para que la pareja simpatizara y para que la Rapú despidiera a su amiga, antes de aceptar aquella misma noche una invitación para cenar e ir después a jugar al Casino de Madrid.
A partir de aquel día, Cantalejo, que se presentó como «asesor de la Seguridad del Estado», según la bella, y que desde el primer momento mostró gran interés por el hecho de que conociera al director de El Mundo, se dedicó a pasearla por restaurantes y clubs de moda, tratándola «como a una reina», en una relación en la que, revelador, no faltó más que la cama.
¿De dónde sacaba este Kashogui doméstico los fondos para financiar comportamiento tan rumboso? Misterio. Sánchez-Cantalejo es un antiguo empleado de Iberia que, cuando conoció a Exuperancia, se había gastado ya los duros que había cobrado años atrás como indemnización y que desde el punto de vista económico no tenía dónde caerse muerto. La única explicación es que el dinero utilizado en deslumbrar a la guineana lo estuviera poniendo alguien comprometido a ello como resultado de una operación perfectamente planificada.
Gente conocedora de la operativa del Cesid cree que Sánchez-Cantalejo era uno de tantos colaboradores a quienes el Centro paga en sobre por trabajos puntuales. Nada anormal, por otro lado, teniendo en cuenta que La Casa tiene copada la zona de Capitán Haya-Orense, como tiene copada Iberia (con delegación fija en el aeropuerto de Barajas), donde trabajaba el susodicho y todo su circuito de amigos.
Hay, además, en Cantalejo un componente anímico digno de acotar. Siguiendo la agenda de miss Rapú se advierte la animadversión visceral que siente hacia Pedrojota, así como su entroncamiento ideológico con el felipismo. Queda clara, además, su identificación absoluta con Ángel Patón, hombre de confianza de un íntimo amigo de González: Julio Feo. De modo que, por encima del interés crematístico implícito en el intento de comercialización del vídeo, resplandece el interés ideológico, la obsesión por dañar la figura pública del personaje, el deseo de taparle la boca. «Este tío es un peligro —se lee en los comentarios que la Rapú pone en su boca—, nos ha hundido, y hay que acabar con él. Detrás mío hay mucha gente, están los servicios de información, está el Gobierno anterior, que va a volver dentro de muy poco». Y para ello le propone tender una trampa al periodista y grabar un vídeo clandestino cuando se encuentre con él en su dormitorio. «Yo seré el director y tú la actriz».
Exuperancia ha relatado cómo le regalaban las bebidas para el bar de su discoteca Caché, más las visitas a caros restaurantes de Madrid, los gastos del bingo, los del casino, las copas, la ropa, incluso el alquiler de su vivienda… De hecho, Cantalejo pasó a monitorizar la vida entera de esta guineana lista, dispuesta a ganarse la vida como fuera en un mundo extraño y a menudo hostil. De Capitán Haya veintitantos se trasladó a vivir a Sor Ángela de la Cruz 22, donde tuvo lugar la famosa grabación, para instalarse finalmente (sería más adecuado decir que fue «instalada») en General Yagüe 10, el domicilio de Ángel Patón, uno de los miembros de la trama.
Y todo ello sin límite de tiempo, porque la tarea de acercamiento podía durar meses, incluso años, lo que fuera menester hasta convencer a la mujer de que debía colaborar. Y el hecho es que entre el contacto en el bingo y la realización del vídeo transcurrieron más de dos años, tiempo en el que Cantalejo desplegó un trabajo constante y diario, muy profesional.
Un tempo obligado, por otro lado, dada la propia dinámica de la relación entre el periodista y la guineana, a quien veía cada vez de forma más esporádica, hasta el punto de que durante el año previo a la grabación es posible que no llegaran a verse en más de una ocasión.
Con el vídeo ya grabado, hacía falta una organización con infraestructura para poner en marcha su distribución. Mucha gente está convencida de que el dinero necesario para mover la rueda no procedía de la órbita del diario Ya ni de su ocasional propietario, Emilio Rodríguez-Menéndez, sino del filón que fueron el Ministerio del Interior y sus dineros, los famosos fondos reservados, de forma que, cuando los encausados del GAL abandonaron, rodeados del escándalo, sus despachos, lo hicieron respaldados por una especie de «caja común» que pudiera permitirles hacer frente a todo tipo de contingencias legales o extralegales, garantizar silencios (caso de Bayo y Dorado) o financiar determinadas operaciones (vídeo de Pedrojota).
Era una grabación de muy baja calidad, aspecto obligado para avalar la idea de que se trataba de un simple chantaje doméstico. El vídeo se hace de forma artesanal, porque es lo que se espera de la corta sapiencia y el más corto dinero de Exuperancia Rapú: una cinta casera filmada con medios caseros por auténticos amateurs, y esa misma normalidad debía acompañar su comercialización.
La calidad de la imagen era tan pésima que resultaba incluso temerario imaginar al Cesid detrás de semejante chapuza. Porque el Cesid había demostrado contar con hombres y medios para hacer bien las cosas, caso del famoso chalet de la calle Sextante en Aravaca, en el que un dispositivo de cámaras ultrasensibles permitía grabar a la perfección los juegos amorosos de sus ocasionales ocupantes, algunos de muy alta alcurnia.
Para más de un ex agente de los servicios, ésa era precisamente la idea que se perseguía: un trabajo de aficionados que liberara al Centro de cualquier sospecha pero que cumpliera el fin último que se perseguía: arruinar la reputación de Pedrojota borrándolo del mapa periodístico, sin que en ningún momento del proceso asomara la mano que en la distancia movía la cuna.
La Casa controló en la sombra la secuencia de hechos, monitorizó los pasos hasta la grabación del vídeo y su posterior distribución, pero «subarrendó» el trabajo, encargándolo a gente que nunca pudiera ser relacionada con ella porque ni figuraban en nómina ni habían puesto los pies en el Centro. Una cobertura casi perfecta.
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Aquélla era una buena oportunidad para iniciar esa carrera profesional que, por distintos motivos, se le había negado hasta el momento. Es verdad que se trataba de un periódico en situación apurada, «crítica» decían algunos de sus amigos, pero Alfonso Rodrigo estaba convencido de que, con muchas horas de trabajo y unos gramos de talento, su esfuerzo terminaría siendo reconocido y premiado si la empresa lograba superar sus dificultades. De modo que dijo sí, y en febrero del 97 entró a trabajar en el Ya, una cabecera histórica de la prensa madrileña y española, ligada desde siempre a la jerarquía eclesiástica y venida dramáticamente a menos en los últimos tiempos.
Aquejado por graves problemas de distribución, Alfonso se hizo cargo del departamento de suscripciones y de la venta en quioscos.
Casi inmediatamente conoció al hombre que, poco tiempo después, se iba a convertir en el objeto de sus peores pesadillas: Emilio Rodríguez Menéndez, uno de los personajes menos recomendables de la fauna abogadil madrileña. Un rábula desgalichado en la forma y oscuro en el fondo, carente de escrúpulos y sobrado de una agresividad que parece esconder algún irrefrenable complejo de inferioridad. Un fardel en perpetua cólera, siempre caminando por el filo de la navaja entre lo legal y lo ilegal, y de quien una madre respetable diría sin dudarlo que se trata de «una mala compañía».
La situación del Ya era tan desesperada que, a los quince días de entrar a trabajar, y sin tiempo material para que empezaran a percibirse los resultados de su trabajo, Rodríguez Menéndez, en cuyas manos había caído el desafortunado rotativo, le ofreció el puesto de director general. Tras rehusar en un primer momento, Rodrigo terminó aceptando el «regalo».
Inmediatamente se vio inmerso en una negociación de altura: el proyecto de fusión entre Diario 16 y el Ya, dos enfermos crónicos de la prensa madrileña, en trance de desaparición. «A principios del mes de junio, Rodríguez Menéndez me informó de la existencia de conversaciones muy avanzadas con Juan Tomás de Salas, otro espécimen de armas tomar, editor de Diario 16, para la creación de un nuevo diario producto de la fusión de los activos de ambos, cuyas cabeceras desaparecerían para dar paso al nuevo «Cambio 16, el periódico de la democracia», aunque el Ya continuaría saliendo hasta el día antes del lanzamiento del nuevo producto».
Para llevar adelante el proyecto se constituyó una comisión integrada por Ángel Campos (un tipo tradicionalmente ligado al sindicato CC.OO.), por parte de Diario 16, y el propio Alfonso Rodrigo, por el Ya. Su misión consistía en llevar a cabo un estudio técnico y de viabilidad que fuera del agrado de ambas partes. Tanto Salas como Rodríguez Menéndez, que daba por descontado que Diario 16 tenía que cerrar porque no había forma humana de mantenerlo vivo, se manifestaban decididamente partidarios de la creación de ese nuevo periódico.
En una de tales reuniones, Alfonso conoció a Rafael Vera, el otrora poderoso secretario de Estado para la Seguridad, entonces implicado hasta las orejas en el caso GAL y ahora condenado en firme tras el juicio por el secuestro de Segundo Marey, que fue presentado por el abogado Cobo del Rosal como interlocutor de Diario 16 en nombre y representación de Juan Tomás de Salas.
La aparición en escena de Vera tuvo lugar en uno de esos festejos que Rodríguez Menéndez tenía por costumbre celebrar los sábados en su casa-finca de Monte Rozas, en los que solía rodearse de amigos, colaboradores y admiradores varios, y de una cierta farándula tan antigua como la actriz porno Susana Estrada o el futurólogo Rappel, entre otros. Los peces gordos de tales cenas eran, sin embargo, los Cobo del Rosal, Rafael Vera, Jorge Argote (abogado del general Rodríguez Galindo) y ciertos funcionarios policiales con querencia a las malas compañías.
El ágape en cuestión se celebró a finales de junio del 97, «y a mí se me invitó para que escuchara, primero, y para que expusiera, después, mi criterio profesional ante Vera, Cobo y Argote, y pergeñara un informe técnico de situación y de la cuantía económica necesaria para llevar a cabo el proyecto de fusión entre ambos diarios».
La presencia de Vera no era casual. Diario 16 venía siendo utilizado en el último año por los inculpados en los crímenes de los GAL como avanzadilla, punta de lanza con la que contrarrestar la línea informativa de El Mundo, el gran causante, según ellos, de sus problemas con la Justicia. Pero, como quiera que la situación financiera del periódico parecía haber llegado a un punto de no retorno (a pesar del «oxígeno» que, de acuerdo con algunas fuentes, le habían estado suministrando los antiguos responsables del Ministerio del Interior), Vera había puesto sus ojos en el diario Ya, igualmente aquejado por parecidas apreturas financieras.
Fue Manuel Cobo del Rosal, un antaño reputado catedrático de Derecho Penal inexplicablemente embarcado en la goleta que patronea por aguas del Caribe la banda de los GAL, quien puso en contacto a Vera con Rodríguez Menéndez. Era el perfecto go-between. No hay que olvidar que Cobo era abogado de Vera y del comandante Pindado (caso Ucifa), así como del propio Menéndez, a quien había salvado de una querella de la Fiscalía por supuesto delito fiscal.
Rodríguez Menéndez ha sido utilizado con frecuencia por Cobo del Rosal, Matías Cortés (amigo y abogado de Jesús Polanco) y algún otro ilustre letrado del foro capitalino como ariete en aquellos asuntos en que era necesaria la presencia de un tipo de rompe y rasga sin ninguna clase de prejuicios. De modo que es Cobo quien orienta el trabajo de Menéndez y quien le proporciona las ideas y la munición legal en la que apoyar su trabajo de picapleitos. Menéndez siente —sentía, al menos— un respeto casi reverencial por Cobo, en tanto en cuanto encarnaba la figura del cátedro consagrado, una cota que él nunca podría llegar a alcanzar. «Rodríguez Menéndez era el perrito faldero del señor Cobo», asegura gráficamente Alfonso Rodrigo, aunque también podría ser algo más: alguien dispuesto a hacer el trabajo sucio y dar la cara en primera línea de combate.
En las cenas sabatinas de Menéndez, Cobo, que siente una animadversión radical hacia ciertos estamentos de la judicatura y de la abogacía madrileña —tal que el juez Garzón—, hablaba muy poco y se mostraba en extremo recatado a la hora de emitir opinión ante testigos. Un tipo blindado.
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Para llevar a cabo el proyecto del nuevo diario, Ángel Campos abrió una cuenta bancaria en la cual Rodríguez Menéndez se comprometió a ingresar 2.000 millones de pesetas. Pero transcurrido el mes de junio y corriendo julio desbocado, a esa cuenta no había sido transferida ni una sola peseta, cosa normal tratándose del susodicho.
Fue uno de los motivos de la ruptura de relaciones entre Juan Tomás de Salas y Menéndez. Ambos se sentaron a almorzar un día y, de pillo a pillo, terminaron tirándose los trastos a la cabeza. El picapleitos de Monte Rozas resultaba un tocino demasiado rancio para el elegante «Fantomas» De Salas, al fin y al cabo un miembro de la famosa «biutiful» que, en sus años buenos, llegó a hacerse traer desde Inglaterra el roast beef para una cena a la que iba a sentar al entonces Príncipe de España en torno a sus ilustres amigotes.
Aquella tarde, tras calificarle de «impresentable» y decirle que no le inspiraba ninguna confianza personal ni profesional, dio un puñetazo en la mesa y se largó con viento fresco, dejando a Menéndez compuesto y sin novio, y a Alfonso Rodrigo, que asistía al convite como invitado, perplejo y asustado. Con aquella novia no se podía ir al altar: le olía demasiado el sobaco.
La idea del diario conjunto se fue a tomar vientos, pero Rafael Vera no desapareció de la esfera del Ya ni de Rodríguez Menéndez. Muy al contrario, ambos parecían compartir grandes proyectos, el más llamativo de los cuales llegó a oídos de Rodrigo tras confesión directa del propio Menéndez. En efecto, el abogado le contó un día que Rafael Vera andaba metido en una operación de gran alcance, «muy interesante para nosotros», consistente en la compra de un vídeo en el que Pedrojota Ramírez aparecía practicando una serie de juegos de cama con una exuberante negrita.
Antes de llegar a las verdes praderas de Vera (un hombre que pujó fuerte por la dirección del Cesid cuando José Luis Corcuera fue nombrado Ministro del Interior, siendo apoyado en un primer momento por la propia Zarzuela) y Rodríguez, el vídeo de Pedrojota había visitado ya otras plazas. Para entonces, el Centro se había retirado a un discreto segundo plano, dejando el «negocio» en manos de segundones que nunca pudieran implicarlo en un eventual escándalo.
«Entrevista con Ángel [Patón] en la C/Fernando el Santo por la mañana y quedan por la tarde para ver peli en casa —escribe Exuperancia Rapú en su diario el lunes 24 de marzo del 97— Después le dijo que era posible hacer algo pero que se iba a Sevilla y que la semana siguiente llamaría. Se iba a Sevilla a pasar la Semana Santa».
El 31 de marzo, lunes de Pascua, la Rapú apunta: «Llama Ángel y quedan en Portobello. Aparece con un tal Agustín Valladolid, director de Interviú, que venía mandado por su jefe para visionar la peli y hablar de ella. Pero no llegó a verla porque tenía que consultar conmigo».
Y el miércoles 2 de abril: «Quedan en Portobello otra vez Ángel y Agustín. De allí vienen a mi casa y visionan la peli y Agustín se queda alucinado con ella y dice que es perfecta y que tiene que comunicarlo a sus jefes y que se pondrá en contacto. Le dice que son 500 kilos (sic)».
El jefe de Agustín Valladolid era ni más ni menos que Antonio Asensio, propietario del Grupo Zeta y presidente de Antena 3 Televisión, cadena a través de la cual iban a intentar poner el vídeo en circulación. Asensio era por aquel entonces aliado contra natura de Jesús Polanco desde el famoso «pacto de Nochebuena», y a ambos les sobraban motivos para pretender acabar con la conciencia crítica de Pedrojota Ramírez.
«Esta semana —escribe miss Rapú— se lo cuentan a Felipe González, y el viernes 4 suelta lo de los “descerebrados” y lo de “canalla” a Pedro J. Ramírez».
«Llama Agustín y queda con Ángel en el restaurante Zacarías —anota el miércoles 9 de abril—, y dice Agustín que sus jefes están de acuerdo, pero pueden dar 100 kilos más especie. La respuesta, que no».
El martes 15 de abril, la bella apunta: «Llama Agustín y queda a las ocho de la tarde en Ríos Rosas y le dice que pueden ofrecer trescientos kilos pero serían doscientos en negro y cien en blanco pero nosotros dijimos que queríamos doscientos treinta en negro y setenta en blanco. Agustín dijo que tenía que consultar».
«Llama Agustín —prosigue dos días después con su peculiar sintaxis— y quedan en calle Ríos Rosas para comer y rematar las negociaciones a las 2,30 horas. Se tira 6 horas hablando y no llegan a un acuerdo porque ofrecían 120 en negro y 180 en blanco, pero tenía mi representante consultar conmigo. A las 23 horas llama a Agustín y le da la última oferta que sería 200 en negro y 80 en blanco, sino 250 en negro total. Estamos esperando la última respuesta».
Con los traficantes de la intimidad ajena en pleno mercadeo, el martes 22 de abril, la Rapú cuenta que «llama Agustín y cita a José María para el miércoles a las 12 de la mañana en la calle Ríos Rosas 7 (Xente Joven) y que también irá otro hombre que es asesor financiero de ellos y que traerá los contratos para llegar a un acuerdo. Y luego queda con otro a peritar la película. Después de todo, le da 5 kilos a José Mª».
El esclarecido director de esta película de miedo acababa de obtener los primeros rendimientos de su fechoría: 5 millones de pesetas como adelanto. «A la madrugada se encuentra en Alcobendas edificio Gran Manzana y se dirigen a los estudios de Antena tres aparece el nuevo hombre (¿Joaquín Martorell?) y visiona la peli para confirmar la autenticidad pero el gilipollas dice no estar seguro de que no sea un montaje, vuelven a repetir la jugada y asegura que es P.J. y que la cinta no está manipulada pero que cuando habla no se le ve mover la boca. Se enfadó José Mª pero Joaquín y Agustín le dijeron que no había problema y que se llegaría acuerdo, le dieron 5 kilos y hasta mañana…».
Pero Exuperancia y su «director» se empiezan a poner nerviosos con tanta dilación. Después de un mes largo de negociaciones, la guineana escribe en su diario: «Hablo con José María y le digo que llame a Agustín y que les de 24 horas para solucionar el tema. Ya lo hizo y le dijo que había filtraciones y que estábamos mosca con el tema ya que si no tomaríamos otras medidas. Y Agustín le pidió 12 horas y que el problema era de dinero, pero lo volvería a plantear a su jefe de nuevo».
El jueves 15 de mayo, «José Mª habla con Ángel [Patón] sobre el tema y le dice que esto sonaba ya a chino, y Ángel le pide 48 horas para solucionarlo y que tenía que hablar con Filip (sic) directamente y que ya estaba bien ya de cachondeo…».
El miércoles 21 de mayo «Ángel llama a José Mª y le dice que todo resuelto y que el jueves se iban a reunir con Agustín, Joaquín, él y José Mª en Alcobendas a las once de la mañana en la Gran Manzana, el resultado fue positivo y que daban los 300 kilos pero serían 75 en efectivo, 120 en contrato laboral por 5 años y 100 en una cuenta en Andorra y nosotros aceptamos».
El jueves, 29 de mayo, «llama Joaquín para decir que hasta el lunes día 2 y que tengo yo que redactar la carta de autorización del vídeo y entregárselo y él nos daría 5 kilos luego saldríamos a Andorra. Redacté la carta el domingo noche preparé maleta para el viaje, pero el lunes día 2, a las 9 de la mañana Joaquín llama a José Mª y que se había suspendido el viaje pero que no se lo podía explicar por teléfono […] le entregó a José Mª 5 kilos y quedó en el miércoles día 4 quedaban para coger la carta y entregar 25 kilos de nuevo…».
El martes 10 de junio «llama Joaquín y le dice a José Mª que estaban pendientes de los contratos y que le mandara nuestros DNI y números de cuenta para domiciliar las nóminas que el fin de semana se zanjaría todo…».
Después de varias llamadas de Joaquín Martorell confirmando «que ya tiene el paquetón» (Rapú dixit), resulta que el martes 17 de junio todo se vino abajo. La alegría de la estrella se fue al traste. «Esperamos toda la mañana y Joaquín no llamó hasta las tantas para decir que la operación se había echado (sic) para atrás hasta nuevo aviso. Ya te puedes imaginar el cabreo que cojimos (sic) después de haber alquilado cajas fuertes en el banco. Encima da la casualidad de que ese día tenía yo hora para hacerme la liposucción y lo tuve que suspender. Se tiraron toda la semana haciendo el indio…».
El martes 24 de junio, Exuperancia ofrecía en su diario una de las claves de la operación: «Joaquín llama a José Mª y le dice que todo está paralizado hasta nueva orden. Resulta que hablo con Ángel y como esa noche había una entrevista en Antena 3 con Felipe González quedo en ir con él para poder hablar Ángel con Felipe para comunicarle que habían echado la operación atrás y me dijo que estuviera a la hora de la entrevista que sería a las 9,30 noche. Se fue a Antena 3 pero resulta que Ángel no pudo hablar con Felipe porque iba con otros guardaespaldas que no lo dejaron…».
De manera que Ángel Patón, el hombre que había trabajado durante años muy cerca de Felipe González en Moncloa, tenía que comunicar a su ex jefe que «habían echado la operación atrás…». ¿Por qué? ¿Qué tenía que ver González? ¿Estaba el ex presidente al tanto de la trama?
He aquí un personaje cuya presencia en la operación permite deducir la participación activa del felipismo en la misma: nacido en Cuenca hace cincuenta años, Ángel Patón Gómez ha desarrollado toda su actividad profesional a la sombra de Julio Feo, ex secretario general de la Presidencia del Gobierno, amigo personal de González y el hombre más poderoso del entorno de Moncloa hasta su dimisión en junio de 1987.
El propio Patón trabajó en Moncloa, donde entró de la mano de su amigo, entre enero del 83 y enero del 89. Feo, en su libro Aquellos años (Ediciones B, 1993), escribe: «Ángel pertenecía al partido, y yo necesitaba una persona de mucha confianza en Moncloa». Sin cargo especifico, simplemente a sus órdenes, Ángel entró para formar parte de esa brigada de «fontaneros» encargada de lo que el propio Felipe describió como «las alcantarillas» del Estado.
Una de las funciones del «fontanero» Patón era actuar de enlace entre Julio Feo —su jefe directo—, el Cesid y la oposición. De hecho, Ángel, bachiller superior, llegó a convertirse en un alumno aventajado de los métodos y sistemas de los servicios de información. Así hasta convertirse en un «superfontanero» como mano derecha del propio Felipe González en lo que se llamó la Unidad de Apoyo al Presidente, cuyo despacho distaba apenas veinticinco metros del de Patón.
En abril del 87, Patón alcanzó el nivel 28, uno de los más altos de la Administración, como «consejero técnico». Tras la marcha de Feo, Patón siguió desempeñando sus funciones hasta enero del 89, pasando a depender directamente de Piluca Navarro, secretaria personal de González. Al dejar Moncloa, Patón volvió al despacho privado de su patronsito, a cuya vida sigue estrechamente ligado. De hecho, Patón figura como administrador único de la empresa Consultores de Comunicación y Dirección, la primera sociedad montada por Feo tras su salida de Moncloa.
Alfonso Rodrigo tropezó con Ángel Patón en el bufete de Rodríguez Menéndez en la calle Pinar, «al menos en un par de ocasiones», a primeros de septiembre del 97, haciendo antesala en espera de ser recibido, «lo que pasa es que, hasta que no vi su foto en El Mundo, pensé que era un cliente más del abogado». ¿A quién representaba Ángel Patón en la operación del vídeo de Pedrojota? ¿Por cuenta de quién trabajaba?
* * *
Fue precisamente González quien puso a José Luis Corcuera al corriente de lo que estaba ocurriendo.
—¡Pero no me digas que no sabes nada cuando ha sido un chico tuyo el que ha estado metido en esto!
—¿Quién?
—Pues el que tenías en el Ministerio de jefe de prensa.
—¿Agustín Valladolid? —preguntó un Corcuera que no salía de su asombro.
—Ese mismo.
—¡Qué cabrón, no me ha dicho nada y he comido con él veinte veces!
El ex ministro del Interior, ajeno a la operación, se enfadó con Valladolid temiendo que, si un día llegara a estallar el escándalo, Pedrojota le adjudicara la paternidad de la misma.
Valladolid, entonces director de Interviú y ahora de la revista Tiempo, ha reconocido, cumpliendo órdenes, haber mantenido negociaciones con Patón y Cantalejo para la compra del vídeo. El periodista asegura que a mediados de abril recibió una llamada de un tipo que dijo llamarse José María para ofrecerle un material muy sensible sobre una persona relevante. A la cita subsiguiente se presentaron Patón y Cantalejo. Valladolid, tras recibir el O.K. de Asensio para negociar, comprobó la mercancía en el pase privado que tuvo lugar en el domicilio de la Rapú en Sor Ángela de la Cruz. Jamás un par de entradas de cine costaron tanto dinero: 5 millones de pesetas.
Tras cuatro meses de tira y afloja, en los que Valladolid estuvo acompañado por Joaquín Domingo Martorell (ex comisario de policía) por parte de Antena 3, Asensio rechazó pagar los 300 millones que le pedían, atendiendo a unas razones morales en las que hasta entonces no había reparado.
La «conexión Zeta» embarrancó definitivamente el miércoles 23 de junio. «Llama Agustín por la mañana para decir que tenía los 5 kilos y quedo con José Mª en el Vips de O'donnell a las 6,30 tarde y se lo entrego, y que todo quedaba pendiente para septiembre, y poco después dimite y vende sus acciones de Antena 3 TV el cabrón de Asensio».
Tiempo después, y en una de las cenas de finales del verano en Monte Rozas, Rafael Vera contó a Javier Bleda, ex director del Ya, que Sánchez-Cantalejo y la Rapú habían sido objeto de un fraude que podría figurar por derecho propio en las mejores páginas de la literatura picaresca española: con la excusa de que necesitaban aparatos más sofisticados para hacer las comprobaciones oportunas sobre la autenticidad del vídeo, aceptaron ir a Antena 3 para hacer un visionado de éste a cambio de 5 millones de pesetas, sin sospechar que lo que les iban a hacer era una copia de la cinta. «Por eso Asensio rompió el trato y dijo que no le interesaba seguir negociando», aseguró Vera.
Había, sin embargo, razones de más peso para ese cambio de actitud. En torno al mes de junio, Asensio había empezado a negociar con Telefónica la venta de los derechos del fútbol propiedad de GMAF, una de las instrumentales del editor, negociación que terminaría con la venta de la propia cadena, y el catalán, conocedor de las magníficas relaciones existentes entonces entre Juan Villalonga y Pedrojota, decidió levantar el campo a toda prisa. El vídeo había rodado demasiado por Antena 3, y dos de sus chicos, Martorell y Valladolid, habían efectuado entregas de dinero en metálico a los propietarios de la cinta, por lo que el peligro de verse involucrado en el montaje era muy grande. Asensio ordenó el toque de retreta, intentando borrar aceleradamente las huellas de su participación en uno de los episodios más nauseabundos de la democracia española.
Pero, mientras Agustín Valladolid negociaba con Cantalejo, Patón y demás familia, alguien se había mantenido agazapado como un felino dispuesto a saltar sobre su presa al menor descuido. Se trataba de Rafael Vera, un hombre que, al tanto de los avatares de la negociación, esperaba su oportunidad para intervenir. Tuvo suerte. Cuando a finales de junio se rompieron las negociaciones, Patón entró en contacto con la banda de los GAL. Ellos podían estar dispuestos a pagar el peso de Exuperancia Rapú en oro.
Fue así como a la vuelta de las vacaciones, que la bella disfrutó en su Guinea natal, la negociación para la explotación comercial del vídeo de Pedrojota experimentó un giro espectacular: «José Mª queda con Agustín en la cafetería Riofrío —dice Miss Rapú en sus memorias—, con quien habla del tema y Agustín le dice que su gente ya no están interesados por el asunto. José Mª le dijo que de acuerdo, pero había que hacer un finiquito con nosotros de 30 kilos o como mínimo de 25 kilos. Cosa que le pareció razonable y que lo iba a transmitir a su jefe. Alguien le dijo a José Mª que un tal “Emilio” se pondría en contacto con él por la tarde para hablar del tema, pero que tuviera mucho cuidado porque esos heran (sic) peligrosos porque son del GAL. A la tarde llamó el tal Emilio a José Mª , le citó en Zacarías a las 21 horas. Hablaron del asunto. José le dijo que eran 300 kilos…».
«Emilio» era el alias de José Ramón Goñi Tirapu, ex gobernador civil de Guipúzcoa. Las cosas iban a ir ahora muy deprisa. La banda de los GAL creía haber encontrado un filón y tenía prisa por explotarlo.
El martes 23 de septiembre, miss Rapú escribe en su diario que «Emilio llega a Zacarías a las 8:30, habla del tema y José le dijo que seguían siendo 300 kilos. Que se lo comunicara a su jefe otra vez. Y volvieron a quedar el jueves en Oliveri».
El jueves, 25 de septiembre «se encuentra Emilio y José Mª van a cenar y se tiran 6 oras (sic) hablando del tema y quedan en que tiene que verlo pero con la condición de que paguen 10 kilos por ver, Emilio acepta pero dice que lo tiene que ver con otra persona. José Mª acepta y queda en el sábado».
El sábado, 27 de septiembre, iba a ser día de «estreno» para una superproducción de porno doméstico. «José Mª va al hotel Aitana, alquila una habitación la 703 a nombre de una empresa llamada Autom S.L. con sede en Valencia C/Viriato. A las 6:30 llega a la habitación el hombre misterioso que se hacía llamar [Emilio] y el verdadero Emilio Menéndez Rodríguez (sic) que dice ser el presidente del Ya y abogado del Nani y hablan del asunto y quedó en no visionar el vídeo en ese momento. Que él prefería verlo el lunes y cerrar el trato. Que le ofrecía 200 kilos en efectivo. Y se quedó en que 100 kilos serían en contrato de 5 años de duración pero que el lunes iba a confirmarlo a las 10 de la mañana y se haría la entrega a las 11:30 en el mismo hotel». El diario El Mundo estaba a punto de explotar la traca.
Ese día Exuperancia escribe en su diario: «Llama el Emilio falso para decir que la entrega se había aplazado hasta el martes. José Mª quedó con él ese mismo lunes para aclarar el motivo. Resultó ser que el idiota de Asensio había informado a Emilio Rodríguez que el vídeo era una castaña. Entonces José Mª le dijo que llamara a Rodríguez para saber si el martes se cerraba el trato o no, y así lo hizo el falso llamó a las 2:30 de la madrugada para decir que quedaba el martes a las 2:15 de la tarde para visionarlo y si era bueno vendría el Rodríguez con el paquetón».
Miss Rapú explica las emociones de aquel martes 30 de septiembre de esta guisa: «Pero no fue así nos habían traicionado llamó Antonio Rubio del Mundo a José Mª diciéndole que sabían todo lo que tramaban». Menos de cuarenta y ocho horas después, Exuperancia Rapú y su vigilante jurado, con parte de los 50 millones que, calentitos, acababan de recibir de la banda de los GAL en el bolsillo, empezaban su periplo por las calientes aguas del mar Caribe.
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Las cenas en la mansión, estilo Falcon Crest, de Rodríguez Menéndez en la calle Salónica de Monte Rozas siguieron pujantes a lo largo del verano y el otoño del 97. Se trata de una finca valorada en más de 500 millones de pesetas, con coches de gran cilindrada en el garaje, mucho servicio, veterinarios y cuidadores… «Antes de la cena —asegura Javier Bleda—, Rodríguez solía encabezar un paseo con sus invitados por la gran parcela para admirar los animales que mantiene en cautividad en su pequeño zoo, una pareja de osos pardos, tigres, leones, gamos, monos, canguros enanos, búhos reales, una piscina con cocodrilos y hasta una réplica del arca de Noé bautizada con el nombre de «el arca de Emilio» que sirve, de casamata para varias parejas de pavos reales».
Juan Tomás de Salas había salido ya de estampida, pero allí permanecía Rafael Vera, fondeado en la rada de un hombre poco recomendable pero que, a la sazón, era dueño y señor de un medio de comunicación que él necesitaba de forma perentoria para defenderse del sumario de los GAL.
Si lo que Vera, Tirapu y demás familia buscaban estaba claro, ¿qué es lo que perseguía Rodríguez Menéndez? Acostumbrado a lidiar con los bajos fondos, el abogado se vio de pronto rodeado por gente de mucho pedigrí. Los medios de comunicación habían difundido su imagen en una cena-homenaje ofrecida a José («Pepe») Barrionuevo, en la que el abogado/editor aparecía sentado, codo con codo, con el ex ministro, más Jorge Argote, José Luis Corcuera y Rafael Vera, nada menos que el hombre encargado durante años de velar por la seguridad de los españoles. Es verdad que estaban en un apurillo, cierto, había veintiocho cadáveres sobre la mesa, pero eso eran gajes del oficio, porque si Vera, Barrionuevo y los suyos salían bien librados de la prueba judicial, el botín podía ser cuantioso, sobre todo teniendo en cuenta que tras Vera y compañía se encontraba el gran chamán González vigilando todo el proceso.
Para un perro sin collar como Menéndez, eso significaba que por fin había conseguido entrar en ese restringido círculo de socialistas con mando en plaza, gente que, en el futuro, podía pagarle el favor con creces. El atrabiliario abogado sentía, pues, que estaba «sembrando», y que ya llegaría el momento de recoger la cosecha, que no era otra cosa que dinero, porque lo que Emilio Rodríguez Menéndez buscaba, entonces y siempre, era dinero.
En esos encuentros nocturnos junto a la piscina se pasaba exhaustiva revista a los procesos penales en curso. Tema recurrente de conversación era la felonía que el Gobierno, la Justicia y la prensa crítica estaban cometiendo con «los patriotas de los GAL», gente que sólo había pretendido poner en su sitio a «los asesinos de ETA», metiéndoles por primera vez el miedo en el cuerpo. Para Menéndez, era «una injusticia radical que un hombre como Vera, que tanto había hecho por la democracia, se viera en ese trance, procesado y acusado de secuestro y asesinato».
Con menos romanticismo se hablaba de «pasar el muerto» de los GAL a Damborenea y a Sancristóbal, de manera que Vera y su gente quedara exonerada de responsabilidades. Rodríguez lo intentó mediante una nueva confesión de los mercenarios Daniel Fernández Aceña y Juan José Rodríguez Díaz, «el Francés», una pareja nada recomendable que pasó por la redacción del Ya y por su propio despacho de la calle Pinar realizando dos declaraciones distintas, según testigos presenciales. En la primera echaban toda la leña al fuego de Damborenea, Sancristóbal, Francisco Álvarez y Miguel Planchuelo, mientras que en la segunda, manuscrita, grabada y guardada en la caja fuerte del editor, cargaban la mano de la guerra sucia sobre Vera, Barrionuevo y el general Galindo. «Es mi seguro de vida por si Vera y compañía me dejan un día tirado», aseguraba a sus íntimos Rodríguez Menéndez.
Un enemigo irreconciliable del «club de Monte Rozas» era el juez Baltasar Garzón, a quien trataban de desprestigiar con la misma saña que a Pedrojota. Lo intentaron a través de Manuel Pascual Villa, un narco condenado por tráfico de estupefacientes y habitual confidente policial. Villa estaba dispuesto a sostener, contra el pago de 2 millones de pesetas, que el juez Garzón le pagaba sus confidencias con droga, una verdadera bomba de relojería instalada en los bajos del juez.
A Baltasar Garzón, como a Pedrojota, también intentaron montarle un numerito «sexual», sacando a escena, esta vez, a un curita homosexual de Jaén con el cual supuestamente habría mantenido relaciones en su juventud. Asimismo, el «testigo protegido» en el caso del vídeo de Pedrojota aseguró en su día ante el juez que investigó los hechos que Rodríguez Menéndez se jactaba de tener en su poder fotos de Garzón esnifando cocaína en compañía de chicas de vida alegre. Ni el mejor guionista de Hollywood hubiera podido imaginar historias más sórdidas que las urdidas por la banda de los GAL y sus cómplices para eludir sus responsabilidades.
Como si no terminara de fiarse de un partenaire tan peculiar, Vera mantenía una actitud de calculada prudencia durante las cenas en casa de Rodríguez Menéndez. De hecho, era el anfitrión quien sacaba los temas a debate, se explayaba y desparramaba ante la incredulidad de un Vera reservón que a veces reprendía:
—Eso que estás diciendo es poco inteligente, Emilio.
Era como si este hombre de inteligencia fría fuera plenamente consciente de la dificultad de «hacer carrera» con tan peculiares aliados como el destino había puesto a su lado. Necesitado de alguna ventana mediática desde la que poder influir sobre los jueces (el fiscal le había pedido veintitrés años de cárcel), enviar sus mensajes y contrarrestar la pésima imagen pública que El Mundo le había procurado, no tenía, sin embargo, mucho donde elegir. Rodríguez Menéndez, caído sobre el histórico Ya como las siete plagas de Egipto, era el único dispuesto a poner a su disposición un medio de comunicación. Se trataba de un Ya en estado agónico, que habría que mantener con vida hasta que los tribunales dictaran sentencia en los distintos sumarios del caso GAL, pero en el que él iba a poder decir todo cuanto se le antojara.
Eso significaba que habría que «aflojar» la mosca, y sacar a relucir parte del botín procedente de los famosos «fondos reservados» de Interior. En las cenas de Menéndez se hablaba de una cantidad inicial de 200 millones de pesetas como mínimo imprescindible para dotar al diario de esa distribución a nivel nacional de la que carecía y de unos contenidos básicos de los que igualmente adolecía. Javier Bleda, su director, que cada sábado renovaba su compromiso de fidelidad con la línea editorial ultramontana que venía manteniendo el rotativo, podía seguir escribiendo sus incendiarios artículos, pero no hacer milagros: para poder competir con El Mundo era necesario contar con una redacción mínimamente solvente, y para eso hacía falta dinero.
Rodríguez no se cansaba de decir ante su consejero delegado, Alfonso Rodrigo, y ante quien quisiera escucharlo, que «ese dinero lo va a poner el PSOE, que va a ser el encargado de financiar ese periódico, dada la necesidad real que tiene de contar con un medio a su entera y total disposición». Algunas veces, y ante todo tipo de testigos, introducía una ligera matización: «El dinero lo va a poner Vera, pero detrás está el PSOE».
El propio Bleda, que acabaría igualmente denunciando la trama, asegura que «un día de finales del otoño, después de asistir a la reinauguración del hotel Palace de Madrid, fui a cenar a casa de Rodríguez Menéndez con Vera, el general Sáenz de Santamaría, Cobo y Argote, entre otros. Allí me anunció Vera que Felipe —cuya vuelta a la cúpula del PSOE era inminente, después de «sacrificar» a Almunia— ya había dado orden de que se diera cobertura financiera al Ya y que se estudiase el presupuesto necesario para su difusión nacional. A tal efecto, el director general, Juan de Justo, ex secretario de Vera y abogado del despacho de Argote, estaba preparando una auditoría de la empresa para entregársela a Rubalcaba como paso previo a la entrada del PSOE».
Además, el Ya iba a poder contar con ayudas indirectas muy significativas. Así, Rafael Vera comunicó a Menéndez que, a partir del mes de noviembre, el periódico iba a recibir la publicidad de Canal Plus y Canal Satélite Digital que hasta el momento había estado apareciendo en Diario 16, de modo y manera que el señor Polanco y su Grupo Prisa iban a poner su granito de arena en apoyo de la estrategia judicial de Vera y en la operación de distribución del vídeo de Pedrojota.
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Fue en la tercera de las cenas veraniegas, último fin de semana de septiembre, a las que asistió Rodrigo en Monte Rozas, al lado de los inevitables Vera, Cobo y Argote, cuando el abogado/editor destapó la caja de los truenos poniendo a su subordinado al corriente de la «operación vídeo». Ante un Vera receloso por la presencia del joven, Rodríguez dejó correr su euforia estival:
—¡Con el arma que tenemos, Pedrojota nos dura medio asalto! ¡En cuanto nos hagamos con el dichoso vídeo ese cabrón es hombre muerto!
—Pero oye, Emilio, ¿qué tonterías estás diciendo?
—Nada, hombre, tranquilo, que éste es de mi total confianza. Fíjate si lo será que va a ser el encargado de la logística del vídeo.
El secretario de Estado para la Seguridad se mostró, sin embargo, mucho más confiado con Javier Bleda, a quien, en un aparte, confirmó su interés por el vídeo de Pedrojota. En su opinión, ése podía ser un golpe definitivo para el director de El Mundo, al mismo tiempo que un aviso para otros periodistas y jueces.
«Vera me dijo personalmente que había que allanar el camino a los miembros de la judicatura partidarios de saldar el tema GAL cuanto antes, y para ello nada mejor que “revolucionar” el país quitando de en medio civilmente a varios periodistas y jueces que lo estaban complicando todo. Eso, junto con el escándalo que pensaba montarles a Antonio Herrero y al juez Manzanares a propósito de unos terrenos en Marbella, con documentación que iba a aportar Menéndez, sería el pistoletazo de salida de una operación cuya finalidad era desestabilizar el país y alarmar a la opinión pública».
Vera apuntó en esa cena al ex gobernador civil de Guipúzcoa, Goñi Tirapu, igualmente incurso en el caso GAL, como su «hombre para todo» en la «operación vídeo», con el encargo de visionar, comprar la cinta y, sobre todo, controlar de cerca a Rodríguez Menéndez.
El antiguo secretario de Estado para la Seguridad seguía sin fiarse de Rodrigo, a pesar de que la confianza de Menéndez en su subordinado era tal que allí mismo, bajo la elegante carpa montada junto a la piscina iluminada, le ordenó que mirara su agenda y reservara una fecha concreta, «porque ese día te vas a venir conmigo a una cena que voy a tener con Felipe González y Pérez Rubalcaba». Llegado el día fijado para el convite, Rodrigo no recibió la menor indicación al respecto, ni se atrevió a pedir explicaciones, pero Rodríguez, que dijo haber acudido acompañado por Cobo del Rosal, presumió a discreción de que la cena con el ex presidente y el Rasputín del socialismo hispano se había celebrado.
¿Cómo se iba a financiar la compra del vídeo y su posterior comercialización? En el éxito de esa operación había puestas muchas esperanzas, tantas como obtener de ella financiación suficiente para mantener vivo el pulso del Ya. Pero para que ese cuento de la lechera ultramontano fuera posible era necesario, además, que alguien efectuara un desembolso inicial importante, y era entonces cuando saltaban chispas entre los alegres camaradas de la banda. Aquella noche, Rodríguez Menéndez se encaró con Vera, «ya es hora de que te mojes el culo», recordándole que, además de los 200 millones del vídeo, tenía que hacer efectivo de una vez el capital que había prometido (otros 200) para hacer posible el relanzamiento del Ya. En el entorno de Menéndez nadie puso nunca en duda que el dinero necesario para financiar la compra del vídeo fue aportado por Vera.
Y es que en cuestiones de dinero Rodríguez Menéndez no era precisamente la madre Teresa de Calcuta. «Me hizo saber que él iba a asumir todo el protagonismo en la operación —asegura Alfonso Rodrigo—, entre otras cosas porque tenía comprado al dueño del vídeo, un tal Sánchez-Cantalejo —que le había sido presentado por Vera—, al que pensaba despachar con 50 millones de pesetas para quedarse él con los 150 restantes».
El 30 de septiembre, Goñi Tirapu y Rodríguez Menéndez alquilaron la habitación número 703 del hotel Aitana, en el paseo de la Castellana de Madrid, al objeto de visionar la cinta. El encargado de la recepción reconoció ante la Policía a Rodríguez Menéndez como la persona que subió a la citada habitación, alquilada a nombre de un tal señor Sánchez Docio, apellido de la mujer de Sánchez-Cantalejo. Empleados del hotel aseguraron haber retirado una cama de la habitación para habilitar el espacio necesario para la proyección. «Menéndez llegó provisto de una pistola que le había facilitado el mercenario apodado “el Francés” por si tenía problemas, mientras que Tirapu lo hizo acompañado por dos agentes de la Seguridad del Estado como escoltas».
La llamada de Antonio Rubio obligó a los pájaros a levantar precipitadamente el vuelo. El contacto entre Tirapu, Menéndez y Sánchez-Cantalejo volvió a repetirse el miércoles 1 de octubre, aunque en esta ocasión cambiaron de hotel.
En uno de los pases de la «peli», don Emilio, un angelito, intentó montar un sistema de grabación para, desde una segunda habitación contigua alquilada al efecto, «piratear» las imágenes que se estaban proyectando en la primera, lo cual podía permitirle quedarse con la cinta sin pagar un duro y embolsarse los 200 millones aportados por Vera y Cía.
El material acumulado por la banda, desde el famoso vídeo hasta las declaraciones amañadas de Aceña y «el Francés» en torno a la paternidad de los GAL, iba a ser publicado por entregas en un nuevo diario, intitulado Hoy Madrid, cuyo lanzamiento estaba siendo ultimado por Menéndez. Del vídeo, que iba a ser distribuido juntamente con el diario como si de un clásico del cine se tratara, se iban a efectuar 200.000 copias.
Tanto a Aceña como al «Francés» se les prometió un sustancioso dinero. El primero iba a cobrar un millón de pesetas por capítulo (hasta un total de cuatro), mientras que con el segundo se contrató una cifra cerrada de 31 millones de pesetas. Al final, y como de costumbre, ambos se tuvieron que conformar con una miseria: hotel, gastos de desplazamiento y 25.000 pesetas como minuta por cada uno de los días que permanecieron en Madrid. Menéndez era un lince.
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El 2 de octubre del 97, El Mundo, con gran alarde tipográfico, daba cuenta de la trama mafiosa montada por la banda de los GAL para desprestigiar a Pedrojota. La publicación surtió el efecto de una bomba entre los aludidos. Tras la consiguiente desbandada, unos y otros se culparon de la filtración. Los hombres de Vera acusaron a Menéndez de ser «un bocazas, con quien no se podía ir ni a la esquina». En presencia de la Rapú y Cantalejo, Ángel Patón realizó una llamada telefónica a Rafael Vera, quien les ordenó «quitarse de en medio».
En la agenda de Rodríguez Menéndez figuraba un almuerzo con Jesús Polanco para el día 4 de octubre en el restaurante Teatriz, que el poderoso editor suspendió de inmediato alegando una excusa trivial. Asustado por las consecuencias, incluso penales, que pudieran derivarse de la trama revelada por El Mundo, el cántabro decidió poner tierra por medio y no mezclarse en absoluto con Menéndez.
La secretaria de Rodríguez intentó en días sucesivos y de manera reiterada —hasta en una docena de ocasiones— fijar una nueva fecha para el encuentro con Polanco. El picapleitos pretendía amarrar al menos la promesa de ayuda publicitaria que, a través de Vera, le había sido adelantada de parte del amo de Prisa, pero la secretaria del cántabro daba largas una y otra vez, «la agenda del señor Polanco está muy apretada». El Grupo Prisa estaba dispuesto a aplaudir frenéticamente cualquier desgracia que le aconteciera a Pedrojota Ramírez (como se encargó de atestiguar el ruin tratamiento informativo otorgado al «vídeo sexual de Pedro J.», compendio del mejor cinismo de la casa), pero siempre tendría buen cuidado en no verse mezclado con tipos del caletre de Menéndez. Parece, por otra parte, que algunas personas muy significadas del entorno de Polanco depositaron, a título personal, su óbolo para apoyar la compra del vídeo.
Las alimañas, sin embargo, no estaban dispuestas a soltar su presa, hasta el punto de que la iniciativa de El Mundo no hizo sino acelerar la operación.
Para entonces, Sánchez-Cantalejo y Rapú ya habían abandonado Madrid camino de Tenerife, desde donde, dos días después, darían el salto a Caracas, Venezuela, pasando a continuación a disfrutar de las bellas playas de isla Margarita, en el Caribe, y de Trinidad y Tobago, desde donde emprendieron el camino de regreso a España. En total, veinticinco días de viaje turístico.
Unos días después de la huida de la pareja, la banda inició la distribución del vídeo por correo, que se acompañaba con la mencionada carta autógrafa de miss Rapú como ilustrativo anexo.
El domingo 26 de octubre, semana y pico después de la distribución del vídeo, y visto que el escándalo, como esos obuses que, disparados, no llegan a estallar, parecía haber entrado en vía muerta, Rodríguez Menéndez decidió explotar la bomba en las páginas del Ya:
«El presunto vídeo de Pedro J., al descubierto.
»Con la advertencia a nuestros lectores de que las imágenes pueden herir su sensibilidad, en las páginas interiores publicamos fotografías del presunto vídeo de Pedro J. Ramírez, que ha llegado a esta redacción, como a otros muchos medios de comunicación y diversas personalidades, habiendo intervenido eventualmente un juzgado en el servicio de Correos para evitar la distribución de los sobres que contenían dicha cinta […]. Una carta manuscrita de la protagonista de las escenas relata que las imágenes y conversaciones que aparecen son verídicas».
Pero Menéndez no se sentía feliz, escandalizado («Honor y deshonor de los poderosos», titulaba su deposición al respecto) porque quienes podían dar publicidad al asunto hubieran «establecido la censura vetando cualquier referencia al ya famoso vídeo sexual». El simpático Menéndez quería ver el vídeo de Pedrojota en primera página de la prensa y abriendo los telediarios y noticieros radiofónicos. «Rotundamente debemos decir —aseguraba muy irritado— que no queda prensa independiente en nuestro país: sólo El País y nosotros, y no lo decimos a bombo…».
El «diario independiente de la mañana», en efecto, se había apuntado con fruición a la causa de Menéndez, aludiendo de forma reiterada al «vídeo sexual de Pedro J. Ramírez». Las relaciones de don Emilio con Matías Cortés y Jesús Polanco eran ya un secreto a voces. El estrafalario abogado se sentía tan editor como el propio Polanco y, contando con los buenos oficios de Cortés, pretendía ir de su mano en una amplia gama de negocios. De momento, y que se sepa, sólo han ido juntos en la tarea de acabar con la carrera del juez Javier Gómez de Liaño, en cuya causa ambos compartieron honores de querellantes.
El reportaje central del Ya de aquel domingo, 26 de octubre, consistía en una doble página donde un tal «José de Zor, investigador» aseguraba en gruesos titulares que «el Rey Juan Carlos es masón». El viejo diario católico, en manos de la extrema derecha, disparaba contra todo lo que se movía.
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El viernes 7 de noviembre, la juez Ana Revuelta, titular del Juzgado de Instrucción número 28 de Madrid, acordó el ingreso en prisión sin fianza de Exuperancia Rapú, acusada de un delito de descubrimiento y revelación de secretos tipificado en el artículo 197 del Código Penal, y unos días después prohibió «la publicación de cualquier otro fotograma o imagen referida al vídeo objeto de las diligencias previas» abiertas en dicho Juzgado.
El encarcelamiento de miss Rapú sentó como un tiro en las filas del PSOE, que vieron en la medida un intolerable ataque a las libertades. El ex presidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, se mostraba alarmadísimo: «Lo que de verdad da miedo es la respuesta del Estado: juez, fiscal general, Policía, para ponerse a la tarea y a la orden del señor Ramírez. Se reimplanta la censura previa. Se interviene la correspondencia. Se decreta prisión sin fianza para Exuperancia…».
El «progre» Leguina publicaba su artículo, como no podía ser de otro modo, en las páginas de El País, lo que para los de la calle Miguel Yuste tenía la ventaja de poner en boca ajena lo que ellos no se atrevían a decir por propia. Con la precisión que caracteriza a tamaño bergante, Leguina llegó a acusar a la juez Revuelta de ser hija de un trabajador de El Mundo, voilà la conexión pedrojotista. Luego se aclaró que el padre de la juez era secretario judicial y jamás había trabajado en periódico alguno.
A Leguina, como a tantos otros personajes adscritos a la causa felipista, les importaba un rábano la libertad de doña Exuperancia. Lo que les preocupaba era que la guineana se asustara en la cárcel, se dejara presionar y terminara «cantando» lo que sabía.
Tampoco Manuel Cerdán y Antonio Rubio pudieron entender por qué la habían detenido. O lo entendieron demasiado bien. Durante su periplo sudamericano, el Ministerio del Interior había seguido de cerca la pista a una mujer que viajaba con sus fantasmas a bordo, empeñada en una huida con billete de vuelta, monitorizando sus llamadas a España, llamadas a su médico, a su masajista, a su amor perdido en Alicante…
En realidad, la Rapú y su atrabiliario acompañante podrían haber sido detenidos al poner pie en Barajas. Cerdán y Rubio anhelaban que no fuera así, porque sabían de sobra que la negrita, ansiosa por reubicarse después de tan larga ausencia, les iba a ir «marcando» uno tras otro a todos los componentes de la trama mafiosa, ayudándoles a completar la investigación emprendida. La pareja de sabuesos periodísticos esperaba asistir en la sombra al reencuentro, tras un par de días de descanso, de Rapú con Cantalejo; de Cantalejo con Patón; de Patón con Goñi Tirapu, y de Goñi con Vera. Una secuencia que hubiera dado la medida exacta de la operación.
Pero una mañana, cuando apenas habían empezado a seguirla, los periodistas fueron testigos desde su coche de cómo la Policía Judicial se abalanzaba sobre ella en plena calle y la detenía, frustrando sus expectativas. De unos treinta y cinco años, chaparrita, gruesos labios pintados de carmín rojo, nariz chata, ojos azules por efecto de las lentillas y trasero ancho como criba de batear, vestía unas mallas muy ceñidas y zapatos de gamuza azul con tacón alto, a lo Ava Gardner, pelo negro trenzado en unas muy trabajadas coletillas afro, una blusa de generoso vuelo para tapar sus exuberantes formas recién liposuccionadas en la Clínica La Luz y una chupa azul, tipo tejana, por encima. Sin oros de ninguna clase. Negrita como la noche. Una mujer lista, con un delicioso castellano ligeramente arcaizante, herencia, seguramente, del colegio de monjas de su Guinea natal, capaz de mantener el tipo sin pestañear ante el más pintado.
Dos manzanas mas allá, y contemplando también la escena, se encontraba Sánchez-Cantalejo, con quien la guineana iba a reunirse. Alguien interesado en abortar esa estrategia se había ido de la lengua, pasando la información a la Policía Judicial.
Inmediatamente se perdió la pista del autor material de la grabación. Localizado al poco tiempo en su domicilio, la juez Revuelta ordenó días después y por sorpresa que se levantara la vigilancia a que estaba sometido. Cuando, el sábado 21 de noviembre, la misma juez se atrevió por fin a dictar orden de detención contra él, el pájaro había volado.
Como no hay mal que por bien no venga, en la cárcel Rapú se avino a contarlo todo con pelos y señales, proceso en el que desempeñó un papel decisivo su antiguo novio, residente en Alicante, que la convenció de la necesidad de colaborar con la Justicia. Tanto ascendiente demostró sobre ella que fue capaz de resistir las presiones de un Rodríguez Menéndez que la visitó reiteradamente en la cárcel, su especialidad, para que lo designara como su abogado. Pero cuando la negrita estaba dispuesta a cantar de plano fue puesta en libertad casi por sorpresa.
El viernes 14 de noviembre, la Junta de Fiscales de Madrid, presidida por el conspicuo felipista Mariano Fernández Bermejo, había pedido la libertad de Rapú por considerar excesiva la aplicación de la prisión preventiva, criterio, por cierto, que había defendido la representación legal de El Mundo. Pero el fiscal Bermejo se llevó una sorpresa porque, en lugar de salir pitando y, tras reclamar su parte en el botín, poner tierra por medio, como seguramente esperaban quienes tan interesados estaban en verla en la calle, Rapú se fue derecha a prestar declaración, poniendo en evidencia la operación más sucia de la corta historia de la democracia española.
La misma mañana del sábado 15 en que fue puesta en libertad sin fianza, Exuperancia Rapú declaró durante cinco horas ante la juez Revuelta, dejando a los pies de los caballos a Vera, Goñi Tirapu y Rodríguez Menéndez, entre otros.
Algunos, sin embargo, se salvaron de la quema. En una Justicia infiltrada hasta el tuétano por el felipismo había demasiados intereses, y muy poderosos, en echar tierra sobre el asunto. «No podemos con esa trama —aseguraba un descorazonado Manuel Cerdán—, porque a nadie le interesa que esto se investigue hasta el final. ¿Qué hacían dos periodistas de El País asistiendo todos los días a las declaraciones de Exuperancia, hablando con abogados, entrando y saliendo de los despachos de la Audiencia Nacional y sin publicar una sola línea? Estaban, sencillamente, tratando de saber si el nombre de Polanco, y el de alguno de sus más ilustres letrados, iban a salir a relucir por boca de la guineana».
Pero su abogado le recomendó que no se complicara la vida, que contara lo básico, sin dar detalles de ninguna clase y sin citar los nombres de quienes supuestamente habían contribuido con su generoso óbolo a la compra del vídeo, porque «si lo cuentas todo van a ocurrir dos cosas: que nadie te va a creer y, además, te van a machacar».
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La Rapú señaló sin dudarlo a Ángel Patón como el coordinador de toda la operación y puente entre Rafael Vera y Sánchez-Cantalejo.
Dueña de una pequeña discoteca y manager de varios músicos guineanos que intentan ganarse la vida en Madrid, Exuperancia contó ante la juez que Cantalejo y Patón la habían convencido el mes de mayo anterior para que dejara su piso en Sor Ángela de la Cruz y se trasladara a General Yagüe.
Para convencerla de la necesidad de cambiar de casa, la asustaron diciéndole que su vida podía correr peligro cuando empezara a difundirse la cinta. En realidad, se trataba de mantenerla controlada mientras durara la negociación de la compra/venta del vídeo.
El ex «fontanero» de Moncloa se comprometió a pagar todos los meses las 120.000 pesetas que costaba el alquiler de la vivienda, lo que hacía efectivo a través de una cuenta corriente residenciada en una sucursal de Argentaría en la localidad de Tres Cantos. A través de la misma cuenta, corría también con el pago del recibo de la luz suministrada por Unión Fenosa. El protagonismo de Patón en todo el montaje es tan abrumador que resulta inevitable atribuir a la operación una intencionalidad puramente política.
Y ello a pesar de que el Cesid estaba ya lejos de la operación. Su papel se había diluido. Por una vez, y sin que sirva de precedente, habían utilizado la inteligencia: eran meros subalternos quienes estaban haciendo el trabajo sucio de «matar» a Pedrojota.
El apartamento de la calle General Yagüe se convirtió de hecho en el centro de operaciones de la trama. Fue allí donde, a las diez de la noche del 1 de octubre del 97, y tras el susto provocado por la llamada de Antonio Rubio al hotel Aitana, Goñi Tirapu, el «hombre del maletín», hizo entrega a Sánchez-Cantalejo, en presencia de Patón y de la exuberante Rapú, de los 50 millones de pesetas pactados como adelanto a cambio de la cinta y de la carta autógrafa de la guineana que debía acompañar al vídeo.
Según declaración de Exuperancia, tanto Goñi Tirapu como Patón le aseguraron con reiteración que el dinero lo había puesto Rafael Vera.
—¡No sabes el bien que has hecho a este país! —le aseguró un emocionado Tirapu al recoger la cinta de vídeo.
La denuncia de la guineana iba a verse corroborada, meses después, por otra no menos contundente. A primeros de octubre, cuando ella y su acompañante desaparecieron de Madrid sin dejar rastro, Cerdán y Rubio se vieron obligados a echar la caña en las procelosas aguas del diario Ya, en las que reinaba, cual Neptuno airado, el ínclito Rodríguez Menéndez. La descomposición en las filas de «don Emilione» era tan palmaria que muy pronto sus esfuerzos iban a dar fruto.
Alfonso Rodrigo no tardó en darse cuenta de que aquél no iba a ser el empleo que le diera la estabilidad emocional, el desarrollo profesional y el equilibrio económico que andaba buscando. Ganarse la vida al lado de Menéndez, más que un trabajo, era un castigo de esclavo. Cuando aún no había cumplido ni tres meses como consejero delegado, Rodrigo presentó ya su dimisión argumentada en la radical incompatibilidad de caracteres puesta en evidencia por la forma, absolutamente heterodoxa, que el editor tenía de llevar la empresa.
Y es que el magro cash flow que generaba el diario tenía que ser remitido íntegro a la calle Pinar, donde «dinamita» Menéndez tenía su bufete, y donde lo utilizaba a su personal conveniencia, al margen de las necesidades de pago a proveedores y trabajadores, asuntos nimios que no parecían quitarle el sueño.
Llegó un momento en que Rodrigo tuvo miedo. Le asustó la idea de verse involucrado en un delito de estafa continuada cuyas consecuencias terminaran cayendo sobre él. «Me sentía sucio, pesado de conciencia, humillado por haber contratado a gente a la que tenía que despedir a los dos meses sencillamente porque iban pidiendo lo que era suyo: la nómina».
«Don Emilione» parecía disfrutar efectuando todo tipo de promesas que no estaba dispuesto a cumplir. Todo lo que hacía, cuando vencían los plazos, era despedir a los reclamantes. Jamás se cotizó a la Seguridad Social, aunque el dinero correspondiente se descontaba de las nóminas. El mismo comportamiento valía para los proveedores. Se pagaba a quienes servían material imprescindible para la salida del periódico, los cuales exigían pago en metálico y por anticipado. Aquellos que, mediante engaño, aceptaron una financiación a treinta, sesenta o ciento veinte días nunca recibieron un duro.
Harto de tanto atropello, Alfonso Rodrigo tomó la decisión de contar en la Tesorería de la Seguridad Social y en Magistratura del Trabajo lo que estaba ocurriendo en la cueva de Menéndez.
«Inmediatamente tomé conciencia de que debía dar el siguiente paso y denunciar el entramado de la banda de los GAL, para que Menéndez no siguiera campando a sus anchas con la ayuda de los antiguos dirigentes de Interior. Tenía que decir la verdad de lo que había visto y oído al lado de tan importantes gentes, y ver si podía reparar el atropello que se estaba cometiendo con un periodista y un juez. Y consideré que el mejor sitio para ello era la Audiencia Nacional».
Quería que la Audiencia tomara cartas en el asunto y le pusiera una protección policial que en aquellos momentos consideraba totalmente necesaria. «Yo no tengo miedo al señor Vera ni al resto de sus amigos. Pero todos conocemos a Rodríguez Menéndez, un hombre bien relacionado con el mundo del hampa. Nadie se atreve a pleitear con Menéndez. La gente prefiere perder el litigio antes de enfrentarse a él. Yo soy la única persona que ha decidido contravenir esta norma, y temo acabar mal».
Rodrigo se presentó ante el juez de guardia, Javier Gómez de Liaño, a las doce horas del día 17 de febrero de 1998. Casi dos horas después adquiría la condición de testigo protegido, siéndole asignado un número en clave, el «1976/C», que los medios de comunicación del felipismo, como no podía ser de otro modo, se apresuraron a desvelar.
La entrada en liza de Gómez de Liaño, que ya había ordenado el registro del despacho de Rodríguez Menéndez en busca de documentos o vídeos sobre el juez Baltasar Garzón (decisión adoptada a instancias del fiscal jefe de la Audiencia, Fungairiño, para impedir que «una posible banda criminal cometa delitos de chantaje o intromisión en la vida privada de las personas»), fue interpretada por los «felipancos» como algo intolerable.
Según el diario La Vanguardia, el sumario abierto por el Juzgado Central de Instrucción número 1 «tiende a proteger» a Pedrojota, cuando lo que se trataba precisamente era de ver a Pedrojota en la hoguera.
«Nadie tiene sus derechos y libertades protegidos mientras jueces como Liaño sigan ejerciendo alguna función», aseguró el candidato Almunia, según el cual, que un juez actúe «al servicio de sus amistades es una cosa muy grave que afecta a nuestras libertades». Juan Alberto Belloch, Eligió Hernández y otros distinguidos felipistas alzaron sus voces contra «la absoluta impunidad» con que estaba actuando Liaño.
El juez acabó pasando el testigo en cuanto se le presentó la oportunidad. Lo hizo dirigiéndose a la Sala de Gobierno de la Audiencia para que decidiera si debía abstenerse. Al final, todas las diligencias abiertas acabaron en el Juzgado de Instrucción n.º 28 de Madrid. El estrambote lo puso el fiscal jefe de Madrid, el ya mencionado Mariano Fernández Bermejo, instando a la juez Revuelta, titular de dicho Juzgado, a que remitiera a la Sala Segunda del Supremo las actuaciones de Liaño en el caso del vídeo, para su unión a las querellas presentadas por los Polancos contra el magistrado, «dado que algunas actuaciones pudieran tener alguna relevancia». En otras palabras, se trataba de ver si Liaño había cometido algún desliz para rematarlo de una vez.
Por increíble que parezca, la juez Revuelta decretó poco después el sobreseimiento de toda imputación a Rafael Vera por la difusión del vídeo. A mediados de octubre de 1999, la Audiencia Provincial de Madrid revocó esa decisión, en respuesta a un recurso de la defensa de Pedrojota, y ordenó al citado Juzgado dictar auto de procedimiento abreviado contra el ex secretario de Estado de Seguridad como paso previo a la apertura de juicio oral.
Junto a Rafael Vera figuran como imputados en la causa el abogado Emilio Rodríguez Menéndez; el ex secretario de Presidencia con Felipe González, Ángel Patón; el ex gobernador civil de Guipúzcoa, José Ramón Goñi Tirapu, y el autor de la grabación, José María González Sánchez-Cantalejo.
Todos ellos afrontan posibles penas de hasta siete años de cárcel.
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Bastantes semanas antes, el domingo 16 de noviembre de 1998, Pedrojota se había atrevido, por fin, a ligar el escándalo del vídeo con la trama de los GAL: «Vera, Tirapu y un ex ayudante de González, implicados en el montaje contra el director de El Mundo».
Habían sido días muy duros tanto para El Mundo como para su director, obligados a mantener un tan llamativo como doloroso compás de espera frente a las insidiosas declaraciones de la claque felipista. «Hemos entrado en una tercera fase encaminada a impedir que Barrionuevo, Vera y los demás sean juzgados exclusivamente a la luz del contenido del sumario […]. Lo único que buscan ahora es pactar. Obligar al Gobierno a pactar bajo la coacción de que, si no, morirán matando […]. Su problema es que necesitan tener enganchado al Gobierno y no saben siquiera cómo entrarle a Aznar […] y han terminado creyéndose la más idiota de sus propias mentiras, pensando que si me destruían a mí neutralizarían la voz indomable de El Mundo y dejarían al presidente […] sin el impulso de nuestro aliento».
«Que los implicados del GAL hayan recurrido para perpetrar la conjura a la colaboración activa de un personaje tan desprestigiado y vecino del hampa pura y dura como el abogado Rodríguez Menéndez, es otra muestra más del punto de desesperación al que han llegado en sus maniobras», decía El Mundo al día siguiente en un editorial.
«Todo indica que los GAL siguen vivos —aseguraba, por su parte, el coordinador de Izquierda Unida—. Ahora no matan, no torturan, no detienen, pero siguen vivos y están intentando organizarse de nuevo para evitar que la Justicia llegue hasta el final». Ya lo había advertido Pepe Barrionuevo: «Dejaremos el campo sembrado de cadáveres».
El Grupo Prisa y sus cómplices se rasgaron las vestiduras ante tan directa alusión al GAL por parte de Pedrojota. Desde Pradera («Chantaje a un chantajista») a Haro Tecglen, miembro de la «guardia mora de Polanco» (que dijo Jiménez Losantos), se lanzaron sin piedad contra el director de El Mundo. La argumentación de los Polancos era simple: Pedrojota y el diario El Mundo estaban, por fin, probando la misma medicina que ellos habían dispensado en el pasado, lo cual les permitía el cínico silogismo de condenar el hecho recordando al mismo tiempo el aforismo bíblico de que quien a hierro mata, a hierro muere.
Tan escandaloso reduccionismo pretendía equiparar las denuncias de corrupción efectuadas por El Mundo durante años con una extorsión mafiosa como el susodicho vídeo, que violaba los derechos constitucionales más elementales.
Pero la respuesta oficial del aparato de agit-prop del felipismo llegó el domingo 23 de noviembre en forma de editorial. Un texto importante: se trataba de dinamitar la versión GAL del vídeo, por un lado, y de sacar las acciones legales en marcha de la competencia de la Audiencia Nacional, asunto peligroso para la banda y sus encubridores, por otro lado. Como más tarde revelaría el propio Javier Bleda, la entrada en liza de El País envalentonó hasta la náusea a los responsables de la trama. «Ya lo hemos liquidado», comentaba, eufórico, Cobo del Rosal, mientras Menéndez aseguraba a voz en grito por los pasillos del diario que «ya me había avisado Polanco de que le iban a dar caña a este cabrón».
Era «el discurso de los empresarios de la corrupción y el crimen de Estado», que dijo el juez Navarro. Polanco no estaba dispuesto a dar la posibilidad de competir y convivir a quienes habían osado hacerle frente. Sólo la de sobrevivir.
Socialistas hubo, como Ramón Jáuregui, que, justo es decirlo, condenaron la infamia cometida con Pedrojota. Apenas una gota, con todo, en el océano de la defensa de Polanco protagonizada por el PSOE en el caso Sogecable, o en el supuesto espionaje de que fue objeto el mismo empresario en su despacho, casos en que los socialistas pidieron comisiones de investigación e instaron interpelaciones parlamentarias.
Estaba claro que el felipismo y sus aliados mediáticos no iban a dejar pasar la oportunidad de acabar con el hombre al que habían responsabilizado de haber destruido un tinglado de poder pensado para durar al menos veinticinco años. José Luis Corcuera y Pepe Barrionuevo llegaron al extremo de visitar a Mayor Oreja para quejarse de que el Ministerio del Interior estuviera ayudando a Pedrojota en su intento de detener la distribución del vídeo en Correos. Dos ex ministros del Gobierno de España le montaron un número a su sucesor en el cargo porque la Policía estaba interviniendo unos envíos que, con remite falso, iban dirigidos a personalidades de distinto signo y que podían contener un artefacto explosivo, y lo hicieron, obviamente, porque querían que su difusión fuera lo más amplia posible.
Al final, la del vídeo fue una operación mafiosa montada por un sistema con vocación de régimen personalista que, herido de muerte, se resistía y se resiste a morir. Una operación que puso al descubierto la lamentable situación de un partido centenario uncido al yugo de una generación de políticos enfangados hasta las cejas en la corrupción, generación que demostró en este episodio haber perdido toda capacidad de discernimiento entre la lógica confrontación política y las prácticas delictivas de una banda organizada dispuesta a hurgar en la vida privada de las personas para desacreditarlas políticamente, una oposición carente de una mínima perspectiva para discriminar entre lo justo y lo injusto, lo defendible y lo criticable, lo tolerable y lo inadmisible.
Para baldón del socialismo de finales de siglo, el vídeo de Pedrojota fue exhibido con profusión, como en una especie de secreta ceremonia de la venganza, en agrupaciones socialistas, como si de un nuevo Acorazado Potemkim se tratara. Incluso fue visionado y distribuido en aulas universitarias donde impartían lección profesores afectos a la causa. El felipismo había estigmatizado a su enemigo exterior, y parecía sentirse feliz por ello.
Había sido el propio ex presidente del Gobierno, ese celebrado estadista cuya altura de miras tantas loas ha merecido de la fiel infantería polanquil, quien se había hartado de obsequiar a Pedrojota Ramírez con epítetos tales como «inmundo», «canalla», o «sinvergüenza», sin que nadie de su partido interpusiera objeción o reproche. Se trataba, sin duda, de la preparación artillera para la ofensiva que Vera se disponía a lanzar con métodos sólo imaginables en el más abyecto de los sistemas totalitarios.
Y es que, como dijo Séneca en su ensayo Sobre la clemencia, «lo peor del encubrimiento es que hay que proseguir siempre y que no es posible dar marcha atrás, porque los crímenes han de taparse con nuevos crímenes».
Pedrojota quedó malherido, pero no muerto. Un hombre al que nunca le ha abandonado la baraka encontró mucha gente dispuesta a ayudarlo: la propia Exuperancia, que terminó declarando lo que libérrimamente quiso; su antiguo novio, que vino de Málaga a Madrid (donde le pincharon una noche las cuatro ruedas del coche) para animarla a tomar tal decisión; el propio «testigo protegido» que desmontó la trama de Monte Rozas sin pedir nada a cambio; Javier Bleda, que terminó denunciando la operación en la COPE y en el propio diario El Mundo…
«Lo que ellos no saben es que hubieran necesitado mucho más que un vídeo para destruirme… —asegura Pedrojota—. Nunca dudé en superar la prueba, y me convencí de ello en el momento en que, a primeros de octubre, tuve la seguridad de que Agatha, que habría sido lo que me hubiera podido quebrar, resistiría el envite y aguantaría a mi lado».
Ágatha Ruiz de la Prada aguantó el envite, a pesar de que los malhechores llegaron a remitir el vídeo a toda su familia, incluidos sus padres, y Pedrojota dio todo un ejemplo de fortaleza en una sociedad dominada por el miedo.