Javier Pradera, editorialista de El País y amigo de Felipe González, marcó la rentré política tras las vacaciones de verano del 98 con un artículo en el diario de Polanco que conmovió los cimientos de la arquitectura constitucional española. En efecto, el miércoles 2 de septiembre de ese año, una glosa sobre la figura del político conservador Antonio Maura servía a Pradera de evanescente pretexto para, en apenas las cinco últimas líneas del escrito, enviar un mensaje envenenado al Rey de España. Felipe González, venía a decir el sátrapa de Prisa, estaba dispuesto a romper el consenso constitucional.
El primer gran escándalo de la democracia española, la banda terrorista de los GAL y su treintena de víctimas, salía así a la superficie al inicio del curso político. El juicio por el secuestro del ciudadano francés Segundo Marey estaba a la vuelta de la esquina, y el de Pradera era un aviso de que Felipe no estaba dispuesto a cargar ante la Historia y sobre sus solas espaldas con la responsabilidad del terrorismo de Estado: al final de la cadena jerárquica había un responsable último al que el sevillano apuntaba al sentirse acorralado.
La aparición de Pradera en escena no era, lógicamente, casual, mucho menos tratándose del asesor áulico de González. Más bien parecía el inicio de una ofensiva planificada del felipismo destinada a, en primer lugar, invertir el sentido de la marea de los GAL que amenazaba con ahogarlos a todos y, en segundo, evitar la entrada en prisión de Barrionuevo y Cía.
El sentimiento de doncella ofendida, sometida a un agobio tan brutal como injustificado, que se había apoderado de un PSOE divorciado con el sentido común era tal que en aquellos primeros días de septiembre llegó a hablarse en el partido de «romper los acuerdos de la transición».
Y como si de un ejército se tratara, el viernes 4 de septiembre, la SER anunciaba con gran despliegue la existencia de «un informe elaborado en 1979 por la Guardia Civil que demuestra que los servicios de información del Gobierno de UCD ampararon al mercenario francés Jean-Pierre Cherid, considerado en aquella época como el jefe de los mercenarios contratados para la guerra sucia contra ETA». Naturalmente, y de acuerdo con la estrategia tantas veces puesta en práctica, El País volteaba al día siguiente la «noticia» de la SER en su primera página.
Se trataba de un intento más, salido seguramente de los archivos del general Santamaría, de revitalizar uno de los argumentos más queridos del felipismo: el de que los GAL nacieron con la UCD y fue precisamente González quien acabó con ellos.
Felipe venía ya disparando piezas de grueso calibre desde hacía tiempo. El viernes 17 de octubre del 97, el líder socialista había protagonizado uno de sus conocidos arrebatos con motivo del cierre de la campaña electoral gallega. En un claro envite a las instituciones había declarado desde la tribuna de oradores que el Gobierno tenía que pagar facturas por el 23-F y la «Operación Galaxia». Tan grave y genérica imputación sólo podía entenderse en la perspectiva de que apenas unas horas antes se habían conocido las penas que el fiscal pedía para Barrionuevo y Vera por el caso Marey.
«Hace tiempo que a González le cuesta ocultar su nerviosismo —decía un editorial de El Mundo—, pero, conforme se aproxima la hora de la verdad judicial para quienes organizaron la guerra sucia, está llegando a un crescendo de desvarios».
Él sabía que la mejor forma de defenderse era atacando, advirtiendo que no estaba dispuesto a recorrer sólo ese vía crucis, y que si el nuevo Gobierno tenía la tentación de utilizar a la Justicia para sentarle en el banquillo, estaba decidido a llevarse a unos cuantos por delante, empezando por uno muy principal: Su Majestad el Rey.
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En realidad, Felipe había enviado en los últimos meses multitud de mensajes al Monarca y por muy diversos conductos. No era cosa de un problema de comunicación. Tras su salida de Moncloa, el Monarca ha seguido hablando prácticamente todos los días por teléfono con González, cosa que no hace ni de lejos con Aznar. No se trataba, pues, de que Felipe no pudiera coger el coche y acudir a Palacio para avisar personalmente al Monarca del riesgo que se cernía sobre su testa coronada. Se trataba, por contra, de implicar al establisbment, a las fuerzas vivas del país, en el riesgo colectivo que para todos entrañaba el que un ex presidente del Gobierno con las características, protagonismo y poder que durante casi catorce años tuvo González fuera a dar con sus huesos en la cárcel.
Uno de los canales utilizados había sido el de Sabino Fernández Campo, antiguo jefe de la Casa del Rey. Sabino pertenece, como otros ilustres asturianos, a una curiosa asociación gastronómico-cultural denominada Asturias Patria Querida (APQ), dedicada a la evocación y exaltación de la «tierruca» desde Madrid. A la altura de julio del 98, González acudió como speaker a una de las cenas que mensualmente organiza APQ. Instalado en la desmesura, un Felipe muy agresivo comenzó a despotricar, entre otras cosas, contra el proyecto de Ejército profesional (un edificio cuya primera piedra había sido puesta por el último de sus gobiernos), hasta el punto de que, a la hora de las despedidas, manifestó a Sabino su interés por hablar privadamente con él sobre el asunto.
Unos días después, en efecto, Fernández Campo visitó al líder socialista en su oficina de la calle Gobelas, en el barrio madrileño de El Plantío. Pero, para su sorpresa, allí no se habló para nada del futuro Ejército profesional, pues todo quedó en una obsesiva y recurrente perorata de González acerca de lo que pudiera pasar en los juicios del GAL, dolido porque «es muy duro aceptar que quienes se van a sentar en el banquillo vayan a ser condenados ellos solos, sabiendo que muchos otros están en el secreto del asunto», un discurso nervioso («¿qué no sabré yo?»), plagado de invectivas («otros sabían lo mismo que yo») y de ecos amenazantes («pero lo que pueda pasarme a mí, no me pasará a mí sólo…»).
Evidentemente, quería transmitir un mensaje creyendo que Sabino estaba en condiciones de trasladarlo a su destinatario. Perdidos buena parte de sus reflejos cuando se deja llevar por la ira, quería mandar un recado, pero no parecía haber elegido al mejor recadero posible.
A cuenta de su indiscutible protagonismo en los últimos veinticinco años de Historia española, Felipe González, durante años el hombre mejor informado del país, sabe muchas cosas de mucha gente, y cosas, naturalmente, del propio Monarca, demasiadas, producto la mayor parte de las veces de la propia campechanía real y de la impronta de unos años decisivos, cargados de acontecimientos a menudo traumáticos, en los que resultaba muy difícil para una sola persona soportar en silencio el peso de tanta responsabilidad. «El Rey ha sido víctima del humano deseo de romper el aislamiento implícito en el cargo —asegura uno de sus preceptores juveniles—, no ha sabido callar, y ahora es rehén de las confidencias realizadas al oído de mucha gente». El Monarca creyó que, confiándose al presidente del Gobierno, a sus numerosos amigos, incluso a simples conocidos, rompía el círculo de su soledad construyendo un abanico de fidelidades, de complicidades incluso, que su condición de Rey haría sólido y duradero, inalterable al paso del tiempo. No reparó en que esa gente no hablaría, en efecto, a menos que tuviera que defenderse de imputaciones tan graves como las del caso GAL.
Felipe podría callar todo lo que sabe, que es mucho, en torno a las finanzas del Monarca y los escandalosos negocios de Manuel Prado y Colón de Carvajal, el «amiguísimo». En realidad lleva muchos años haciéndolo. Así se puso de manifiesto un día en la antecámara regia, donde el entonces presidente del Gobierno estaba esperando a ser recibido por el Monarca para uno de sus habituales despachos. Era una de las cosas que peor llevaba, aquella espera protocolaria que entendía como un lamentable despilfarro de tiempo, esperar sin necesidad, para marcar rango y distancias, hasta el punto de que a veces se ponía nervioso, pero si no está haciendo nada, coño, ¿por qué me hará esperar? Hasta que un día en que la prórroga se hizo particularmente enojosa se destapó, muy enfadado, con un comentario que dejó helada a la persona con la que compartía antesala:
—¡Y dile a Manolo Prado que se conforme con el 2 por 100, porque eso de cobrar el 20 es una barbaridad!…
—Oye, oye, presidente —replicó el interlocutor—, ni le puedo decir nada a Manolo Prado, ni sé de qué me estás hablando.
Estaba hablando, al parecer, de las comisiones del petróleo importado por España de determinado país árabe. Aquello era mucho dinero, pero sólo eso, dinero. Lo del GAL, por el contrario, era harina de otro costal. El GAL era el riesgo de cerrar una larga carrera política con el baldón de una condena por asesinato múltiple. Y Felipe no estaba dispuesto a cargar con el mochuelo.
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Mucho se ha especulado con la eventualidad de que el Monarca estuviera al corriente de las acciones de los GAL.
Recién nombrado ministro de Defensa en el primer Gobierno de González, Narcís Serra se instaló transitoriamente en un despacho del Cuartel General del Ejército, sito en la plaza de Cibeles, por el que se veían obligados a transitar una serie de generales para ocupar los suyos propios. Aquel ir y venir forzó al catalán a trasladarse a la sede del antiguo Ministerio del Aire, en el distrito de Moncloa,
En ese Ministerio, y en la segunda quincena de octubre del 83, tuvo lugar una reunión de Serra con la Junta de Jefes del Estado Mayor (JUJEM), integrada por los jefes de Estado Mayor de cada una de las armas y por un presidente, que era Álvaro Lacalle, en la que con toda probabilidad se habló de los GAL. Algunas fuentes sostienen que esa reunión estuvo presidida por el Rey, extremo que ha sido desmentido por La Zarzuela. Formalmente no tenía por qué presidirla, aunque el Monarca debía estar necesariamente al corriente de la misma. La JUJEM (antes de que precisamente Serra, como ministro de Defensa, se encargara de decapitarla para eliminar el riesgo de cuartelazo, que ésa fue la gran aportación del PSOE en materia de Defensa) era una cadena de mando estrictamente militar, de acuerdo con la estructura jerárquica de las Fuerzas Armadas. A tenor de las declaraciones de Serra en el juicio por el secuestro de Segundo Marey, es la JUJEM la que, al hilo del asesinato del capitán Martín Barrios, pide intervenir directamente contra ETA. Y esa cadena debe necesariamente informar al Rey de la situación, porque el Rey es el jefe de la Junta de Jefes del Estado Mayor, la máxima autoridad, el último escalón de la línea de mando.
Está confirmado, por otro lado, que la reunión fue «cubierta» por el Cesid, que sacó copia sonora de lo que allí se dijo. Era una práctica habitual en ese tipo de sesiones. En fechas previas a esa reunión, La Casa, con motivo de un encuentro internacional que se iba a celebrar en dicha sede, había realizado un exhaustivo chequeo de las instalaciones, «porque se corría el peligro de que hubiera irradiación al exterior, cosa que efectivamente había». El caso es que Felipe pidió al día siguiente copia de la grabación, se supone que con la intención de guardarla como prueba de lo que en aquella tensa reunión de la JUJEM se habló. ¿Y como testimonio, quizá, de la implicación del Rey en el lanzamiento de los GAL?
Felipe cree que el polémico coronel Juan Alberto Perote guarda también copia de aquella sesión, porque fue él en persona quien dirigió la «cobertura» de ondas en torno al edificio del Ministerio del Aire donde iba a tener lugar la citada reunión internacional.
La lógica indica que quizá no fueran necesarias tantas precauciones. El Monarca debió conocer, a través de los despachos semanales que mantenía con el presidente del Gobierno, la operación en marcha para responder al terrorismo etarra con sus mismas armas. ¿Es éste el origen de la descarada seguridad exhibida por González en el sentido de que jamás sería «empitonado» por el caso GAL?
Evidentemente, la amenaza de Felipe apuntando con el dedo a Palacio habría supuesto, en caso de concretarse, llevarse por delante, como si de una apisonadora se tratara, el régimen de consenso surgido a la muerte de Franco. Un envite de proporciones históricas para un país todavía traumatizado por los conflictos civiles. Habría significado hacer saltar por los aires el modelo de poder formado, tras la caída del franquismo y el breve interregno de la UCD, por esa pirámide en cuyo vértice institucional está la Monarquía juancarlista, con Felipe González en el político y Jesús Polanco en el mediático. Y ello a plena satisfacción y con el apoyo complaciente de las grandes fortunas del país.
Un modelo piramidal (Juan Carlos I, Felipe y Polanco, con sus infinitos guardias de corps) que, en crisis desde principios de los años noventa, parecía haber entrado en barrena, asediado por sus contradicciones internas, conforme se acercaba la hora de rendir cuentas ante los tribunales de Justicia, muy a pesar de la Justicia misma.
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Los mensajes de Felipe, con su implícita carga de profundidad, causaron gran conmoción en Zarzuela. El riesgo de que el personaje, sintiéndose amenazado por el caso GAL, tirara de la manta llevándose por delante todo el edificio constitucional no podía ser obviado.
El entorno del Monarca —sin duda el más asustado— estaba, sin embargo, convencido de que el ex presidente jamás realizaría una declaración comprometedora contra la Corona, aunque sí haría todas las maniobras previas necesarias para no llegar a sentarse en el banquillo, incluyendo, por supuesto, la advertencia de que también el Rey estaba al corriente de lo ocurrido.
Y no es que el «carismático líder» tuviera objeción que oponer a los esfuerzos desplegados por el Monarca para salvar a su amigo del trance, desactivando la espoleta de los GAL. A lo largo del verano del 98 se habían celebrado hasta catorce reuniones catorce (de Felipe con el Rey, de Aznar con la ministra de Justicia, del Rey con Aznar…), orientadas todas ellas a salvar el escollo del terrorismo de Estado, empezando por el inminente juicio por el caso Marey, sin poner en peligro el Sistema. Ello por no hablar del discreto desfile de magistrados del Supremo y del Constitucional por La Zarzuela, para pulsar la opinión de Su Majestad en torno al citado caso Marey.
Por Madrid se había extendido como la pólvora lo ocurrido entre el Monarca y Aznar en el último despacho del verano del 98 en el Palacio de Marivent, en Palma, que había resultado un mano a mano tenso, agrio incluso, en el que, según parece, el Rey había reprochado al presidente del Gobierno el haber permitido que el caso Marey acabara llegando finalmente a los tribunales de Justicia, a lo que Aznar, que se las tuvo tiesas, había respondido apelando a la independencia de los tribunales garantizada por la Constitución.
El Monarca trataba, en el fondo, de hacerle ver a Felipe que estaba con él, dispuesto a ayudarle en lo que fuera menester. Una voluntad que había quedado suficientemente demostrada mucho tiempo antes, con motivo del «pacto de investidura» que, en la primavera del 96, supuso la entrada de Eduardo Serra en el Gobierno, y que no perseguía otra cosa que asegurar la continuidad del Sistema sin sobresaltos.
¿Cómo era posible, entonces, que Felipe estuviera lanzando esas cargas de profundidad desde los medios de comunicación del Grupo Prisa y entre los propios allegados del Monarca? Si él había roto más de una lanza ante Aznar en favor de Vera y Barrionuevo, ¿por qué Felipe le amenazaba por la espalda?
A Palacio llegaban constantes mensajes con intervenciones muy críticas de un González crispado, descentrado, nada dispuesto a encajar su posición de riesgo. El ex presidente ponía de manifiesto lo que consideraba «errores garrafales del Borbón, como el del barco», en cenas y saraos varios, sin tomar excesivas precauciones sobre la identidad de sus interlocutores. Para González, el Rey estaba «muy suelto, muy necesitado de consejo». El responsable de lo que estaba ocurriendo era, obviamente, José María Aznar. Su censura alcanzaba también de lleno a Fernando Almansa, en torno al que sugería no sé qué extraños intereses.
Algunas fuentes señalan, no obstante, que tampoco Felipe estaba en condiciones de presionar al Monarca como cuando, limpio cual patena, llegó al poder en el 82, aludiendo a que también el Monarca tendría munición suficiente para defenderse en caso de sentirse atacado por el líder socialista. A estas alturas, González y el Rey son hermanos siameses producto de los avatares de unos años de vértigo, hermanos condenados a entenderse, defenderse y, en el peor de los casos, a morir matando.
«Estoy convencido de que Felipe sólo utilizará lo que sabe como prevención, como forma de evitar que las cosas vayan a más —asegura una influyente personalidad de la política española—, y quien dice Felipe dice Manglano, porque ¿qué no sabrá Manglano después de haber estado al frente del Cesid desde hace no sé cuántos años?».
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El Cesid. He ahí otra fuente de problemas para el Rey. Como quedó de manifiesto en el juicio por las famosas escuchas, el servicio de inteligencia español ha sido una maquinaria utilizada por los gobiernos socialistas a su antojo con fines a menudo torticeros, generalmente orientados a la búsqueda de información susceptible de ser utilizada contra el enemigo político. Y eventualmente contra el Monarca.
Y gravitando sobre el Cesid, el fantasma del golpe de Estado del 23-F. De acuerdo con el «informe Jáudenes», realizado mes y pico después de la intentona para evaluar las responsabilidades de La Casa, gran parte de sus mandos estaban implicados en el golpe y no hicieron nada por evitarlo. El Gobierno de José María Aznar, sin embargo, no ha metido la mano en ese cóctel explosivo (sobre golpismo, felipismo), a pesar de las promesas en contrario efectuadas durante la campaña electoral del 96 y al inicio de la legislatura. Por sorprendente que parezca, Javier Calderón, un hombre que lo sabe casi todo del 23-F, sigue estando al frente del Centro.
No son pocos los que opinan que sobre la democracia española gravita un pecado original llamado golpe de Estado del 23-F. Un pecado de difícil redención, y con el Cesid en el cruce de todos los caminos. El Ejército, las instituciones, la vida civil siguen plagados de fantasmas que han proseguido sus carreras a pesar del 23-F, cuando no las han mejorado gracias precisamente al 23-F y a los secretos sobre la intentona que celosamente guardan en su memoria o en sus cajas fuertes.
En las filas del Ejército se cita con profusión el caso del general García Almenta, Francisco, al mando de las fuerzas españolas en Bosnia, a quien llegó a cumplimentar sobre el terreno, con motivo de la pasada Navidad, el vicepresidente Álvarez Cascos. García Almenta tenía graduación de capitán (era el segundo de José [«Pepe»] Cortina, íntimo amigo de Javier Calderón) cuando ocurrió el golpe, y era el responsable de la unidad que, al mando de Tejero, asaltó el Congreso. Su nombre ni siquiera figuró en la causa. Sabiéndolo casi todo, ha ido ascendiendo hasta llegar al grado de general.
Mucho más tarde, el 16 de abril del 99, el Consejo de Ministros ascendió al generalato al coronel Juan Cañadas, un hombre que dio su apoyo a la intentona del 23-F poniendo su firma en el llamado «Manifiesto de los cien», un documento favorable a la autonomía del Ejército frente a las instituciones democráticas.
El golpe del 23-F es el «Expediente Picasso» de esta Monarquía, una fuente de presión permanente sobre el Rey por parte de aquellos que, traicionando su confianza, se atrevieron a alzarse contra las instituciones democráticas en aquel episodio y que, de cuando en cuando, enseñan la patita de sus secretos para recordar, en los cuartos de banderas y fuera de ellos, que el escándalo sigue vivo.
Tal es el caso de la supuesta nota manuscrita del Rey a Pardo Zancada, o el del informe de veinte folios escrito y firmado de puño y letra por el general Armada, con todos los detalles del golpe y los nombres completos del futuro Gobierno, o el de la carta escrita por el propio Armada antes del juicio, en la que el general pide al Monarca «por el honor de mis hijos y de mi familia» permiso para utilizar durante el consejo de guerra parte del «contenido de nuestra conversación, de la cual tengo nota puntual», mantenida días antes del golpe, a la vuelta de los Reyes del entierro de la reina Federica de Grecia.
Es verdad que el tiempo lo cura todo, como también lo es que los errores, a veces monumentales, de alguna gente se encargan de mantener viva la llama del recuerdo. Es el caso de las declaraciones efectuadas por la reina Sofía a Pilar Urbano. Con motivo de la presentación del libro La Reina en Barcelona, diciembre del 96, la periodista puso en boca de Su Majestad unas manifestaciones sobre los militares y el 23-F que levantaron una gran polvareda en Palacio y causaron profunda irritación en no pocos cuartos de banderas.
De acuerdo con la reseña del acto aparecida en El Periódico de Catalunya, «la Reina temía que el teniente general Agustín Muñoz Grandes pusiera en peligro el reinado de Felipe de Borbón. […] Siguiendo con el tema castrense, Urbano afirmó que la Reina le había definido como “juego voluntariamente ambiguo” la relación del Rey con los militares antes del 23-F. Urbano aseguró que la Reina le dijo que Juan Carlos había hecho creer a los militares que estaba con ellos».
Muchos militares que se mantuvieron leales e incluso arriesgaron su vida en aquellas horas dramáticas en las que se estaba decidiendo la suerte de todo un país se sintieron indignados con unas declaraciones —puestas en boca de una Reina que en buena lógica debe recelar de los militares desde que otros militares, los griegos, acabaron con el reinado de su hermano Constantino— de las que cabía deducir que el Rey había jugado a dos bandos en las fechas previas al 23-F, quizá por culpa de la reconocida habilidad del Monarca para decir a todo el mundo lo que todo el mundo quiere escuchar en cada momento.
Las declaraciones de la Reina —y de ahí su importancia— pondrían en tela de juicio la verdad oficial sobre algunos comportamientos en torno a un episodio que, en el fervoroso akelarre de exaltación democrática que le siguió, sirvió para asentar a una persona y consolidar una institución.
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«Sometido a la tutela de Franco, Juan Carlos pasó unos años muy duros lejos de su familia y de padre, cuyos consejos le hubieran sido de gran ayuda —asegura el preceptor del entonces Príncipe de España citado anteriormente—. A la muerte del Caudillo, no resistió la tentación de entregarse en brazos de una serie de personajes que, abusando de su confianza, han sido los responsables de casi todos sus quebraderos de cabeza. El más notorio de esos personajes ha sido, sin duda, Manuel Prado y Colón de Carvajal».
Prado es the servant, el valido, un hombre, en origen, sin grandes caudales, que tiene el dinero que el Rey ha querido que tenga como administrador suyo.
Y es que las preocupaciones que aquejan al Monarca por culpa de la infidelidad y la estulticia de sus servidores y/o amigos no se circunscriben al caso GAL o al episodio del 23-F. Con ser importantes, son en cualquier caso acontecimientos episódicos desprovistos del santo y seña de la continuidad en el tiempo que distingue los asuntos del dinero, un campo abonado a la crítica —en realidad un campo minado— de un pueblo llano dispuesto a perdonar casi todo excepto los escándalos económicos, que es donde más estricto se muestra a la hora de emitir veredicto.
Siempre se ha dicho que la Casa Real española es pobre, y no sólo en comparación con casas reales como la británica, una de las mayores fortunas del planeta, sino con muchas de las familias de la alta burguesía española y no digamos ya de la aristocracia bancaria. Don Juan, conde de Barcelona, necesitó la ayuda continuada de una serie de nobles para mantener enhiesto en Estoril —incluso para vivir los últimos años de su vida— el estandarte de una Monarquía no afecta al franquismo, y su hijo Juan Carlos llegó al trono de España literalmente con lo puesto.
Esa situación de penuria, que muchos monárquicos consideraban impropia de la Institución a la que el nuevo Rey representaba, se tradujo en una cierta manga ancha a la hora de valorar determinadas iniciativas del entorno real tendentes a proporcionar a la Casa los medios materiales adecuados a su alta función. Nadie se rasgó las vestiduras, en suma, a la hora de hacer posible que el Rey comenzara a consolidar un pequeño patrimonio.
Una de las primeras formas conocidas para conseguirlo fue el petróleo, las comisiones del crudo que importaba España para cubrir sus necesidades de energía. Todo parecía normal.
Tan normal como le pareció a Alfredo Pardo, director de flota de Cepsa, cuando tuvo que suspender un viaje a Kuwait que tenía programado para firmar un contrato multimillonario de compra de petróleo al emirato. El barril de crudo estaba en torno a los 14/15 dólares, y el precio estipulado en aquella operación quedó establecido en los 14,29 dólares, que, como es norma en este tipo de contratos, quedaron reducidos finalmente a 14,27, dos centavos menos como regalía que suele embolsarse el comprador. Pero cuál no sería la sorpresa de Pardo cuando le anunciaron que no necesitaba viajar al emirato porque el viaje y la firma del contrato iba a correr a cargo de don Manuel Prado y Colón de Carvajal. «Fue la primera vez que oí hablar de ese señor».
Muy pronto, sin embargo, esa minoría de españoles connaisseurs comenzaría a oír hablar largo y tendido de «Manolo» Prado como el hombre que hacía y deshacía en Palacio, y como el gran responsable de muchos de los problemas que aquejan al Monarca.
Mucho antes que Pardo, Henry Ford II, presidente de la multinacional norteamericana del mismo nombre, había oído hablar de Manuel Prado cuando, con varios meses de antelación a su primera visita a España, adonde viajó el 25 de marzo de 1974 para colocar en Almusafes (Valencia) la primera piedra de la factoría española de Ford, recibió una cariñosa carta del entonces Príncipe de España recomendando encarecidamente a su amigo Manuel Prado como la persona adecuada para facilitar todos los trámites legales necesarios en nuestro país. Juan Carlos de Borbón se despedía dejando constancia de que una respuesta positiva sería adecuadamente valorada en un próximo futuro.
Nada más ocupar Juan Carlos I el trono a la muerte del dictador, Manuel Prado se dedicó a remitir una serie de misivas reales a otros tantos monarcas reinantes, especialmente del mundo árabe, para pedirles dinero en nombre del Rey de España. El que fuera jefe de la Casa del Sha de Persia, dejó escrito en su exilio londinense un libro de memorias, titulado The Shah and I (distribuido por Lexing Books, London), que fue publicado por sus hijas después de que muriera, como el propio Sha, asesinado, y en el que se recoge con todo detalle la llegada a la corte de Teherán de una carta del Rey de España:
«Tuesday, 5 July.
»The King of Spain has written to HIM asking for $10 million on behalf of the party led by his Prime Minister.
»[King Juan Carlos letter is in French. The address and valediction are hand-written. It is dated at Zarzuela, 22 June 1977:]
My dear brother,
To begin with, I wish to say how inmensely grateful I am to you for sending yout nephew, Prince Shaharam, to see me, thus providing me with a speedy response to my appeal at a difficult moment for my country.
I should next like to lay before you an account of the political situation in Spain, and of the development of the campaign by the political parties.
Forty years of an entirely personal regimen have done much that is good for the country, but at the same time left Spain sadly lacking in political structures, so much so as to pose an enormous risk to the strengthening of the monarchy. Following the first six months of the Arias gobernment, which I was likewise obliged to inherit, in July 1976, I appointed a younger, less compromised man, whom I knew well and who enjoyed my full confidence: Adolfo Suárez.
From that moment onwards I vowed to tread in the path of democracy, endeavouring always to be one step ahead of events in order to forestall a situation like that in Portugal which might prove even more dire in this country of mine.
The legalization of the various political parties allowed them to participate freely in the [election] campaign, to elaborate their strategy and to employ every means of mass communication for their propaganda and the presentation of the image of their leaders, at the same time that they secured for themselves solid financial support; the Right, assisted by the Bank of Spain; Socialism by Willy Brandt, Venezuela and the other European Socialists; the Communists by the usual means.
Meanwhile, Premier Suárez, whom I had firmly entrusted with the responsibility of government, could only participate in the election campaign during its final eight days, bereft of the advantages and opportunities which I have explained above, and from which the other political parties were able to profit.
Despite that, alone, and with an organizatíon still hardly formed, financed by short-term loans from certain private individuals, he managed to secure an outright and decisive victory.
At the same time, however, the Socialist party also obtained a higher than expected percentage of the vote; one which poses a serious threat to the country's security and to the stability of the monarchy, since I am reliably informed that their party is Marxist. A certain part of the electorare is unaware of this, voting for them in the belief that through Socialism Spain might receive aid from such major European countries as Germany, or alternatively from countries such as Venezuela, for the revival of the Spanish economy.
For this reason it is imperative that Adolfo Suárez restructure and consolidate the Centrist Political Coalition, so as to create a political party for himself which will serve as the mainstay of the monarchy and of the stability of Spain.
For this to be achieved Prime Minister Suárez clearly needs more than ever before whatever assitance is possible, be it from his fellow countrymen or from friendly countries abroad who look to the preservation of Western civilization and of established monarchies.
It is for this reason, my dear brother, that I take the liberty of requesting your support on behalf of the political party of Primer Minister Suárez, at a critical juncture; the municipal elections are to be held within six months, and it is there more than anywhere that we shall put our very future in the balance.
Thus I take the liberty, with all respect, of submitting for your generous consideration the possibility of granting 10.000.000 as your personal contribution to the strengthening of the Spanish monarchy.
Should my request meet with your approval, I take this liberty to recommend a visit to Tehran by my personal friend, Alexis Mardas, who can take receipt of your instructions.
With all my respect and friendship,
Your brother
Juan Carlos.
»[The Shah's reply to this letter is dated 4 July 1977. It is warmly worded but displays much greater caution than that of the King of Spain: “…As for the question to which Your Majesty alluded in his letter, I shall convey my personal thoughts by word of mouth…”]».
La contestación del Sha, dice el buen señor, es mucho más prudente que la del Monarca español (en realidad, la de Manolo Prado), y es que ciertamente no cabe otro calificativo más generoso para iniciativa tal que el de imprudencia.
* * *
El texto transcrito refleja fielmente la arquitectura mental de quienes rodeaban al Rey de España, y en particular la de su albacea mayor, Prado y Colón de Carvajal, y es la clave del arco de un razonamiento según el cual todos los Reyes de la media luna se sienten inseguros porque pertenecen a otra época, son sátrapas cuasimedievales que no han pasado bajo el arco voltaico de una democracia parlamentaria, de modo que conviene a esos Reyes la existencia de monarquías europeas, monarquías que aúnan tradición y modernidad y son a la vez coartada y espejo en el que mirarse. Pero buena parte de esas monarquías europeas están más tiesas que la mojama, razón por la cual los «hermanos» ricos estaban obligados a aportar su óbolo para facilitar una consolidación que a todos convenía.
Prado incluía en tales cartas, año 77, un curioso razonamiento adicional, y es que el PSOE contaba con toda la ayuda de la Internacional Socialista, especialmente de la riquísima socialdemocracia alemana, de modo que era necesario contrarrestar esa situación y buscar apoyos para que un Gobierno de centro derecha, como era el de Adolfo Suárez, pudiera sostenerse y proteger así a la Institución Monárquica de las conocidas veleidades republicanas y marxistas del socialismo.
Lo que Prado planteaba, en suma, era una especie de «derrama» entre los riquísimos reyes del petróleo, demanda a la que la monarquía saudí, que se sepa, respondió favorablemente con la concesión de un crédito por importe de 100 millones de dólares (unos 10.000 millones de pesetas, grosso modo), a pagar en diez años y sin intereses, presente que haría exclamar a don Juan, conde de Barcelona, ante testigos, la siguiente frase: «A mí esto que vais a hacer no me gusta nada».
Estaba claro que la familia real saudí le estaba haciendo al Rey de España un regalo no inferior al principal de ese crédito, puesto que, con los tipos de interés entonces vigentes, bastaba con colocar esos 10.000 millones en un banco para doblar, como poco, esa cifra al cabo de los diez años pactados.
Pero Prado, que como peticionario se desempeñaba con gran brillantez y habilidad, en cambio como inversor se demostró un desastre, porque, en lugar de administrar prudentemente esa suma que por sí misma podía convertir al Rey de España en un hombre muy rico, decidió invertirla en negocios que resultaron ruinosos (entre otros, en el proyecto urbanístico de Jerez Castillo de los Garciagos). El administrador real se vio obligado a contarle al Rey que había perdido buena parte de los 10.000 millones prestados por el rey Fahd, o ésa fue la especie que se propagó a los cuatro vientos, de modo que transcurrieron los diez años y la Casa Real se encontró con la desagradable sorpresa de tener que devolver 100 millones de dólares que no tenía. O tal decía.
Y es que los saudíes, en contra de lo que Prado hubiera podido pensar, estaban decididos a recuperar su dinero. De la tarea de reclamar la devolución del principal quedó encargado un hermano del rey Fahd, con espléndida casa en la Costa del Sol. Ocurrió entonces que el príncipe saudí llamó un día desde Marbella, pleno mes de agosto, finales de los ochenta, anunciando su intención de acudir a almorzar con los Reyes a Palma de Mallorca, donde a la sazón se encontraban de vacaciones.
La iniciativa produjo una enorme conmoción en Marivent, donde, a toque de corneta, se presentaron Manolo Prado y el supuesto príncipe Chokotoua. Reunión de pastores sobre una pradera de nervios y conciliábulos. El interés de Palacio por cumplimentar adecuadamente al príncipe saudí era obvio. Había que recibirlo con todos lo honores y despedirlo de igual modo, aunque sin un duro, de modo que era absolutamente necesario que volviera contento a Marbella.
Pero entonces ocurrió algo que nadie había previsto, una divertida equivocación más propia de sainete teatral que de protocolo real. Porque, a la hora prevista para el aterrizaje del jet privado del saudí en el aeropuerto militar de Palma, allí estaba Prado y todo su séquito con la mejor sonrisa puesta a pie de pista, sonrisa que se fue transformando en cara de sorpresa cuando comenzaron a descender los pasajeros sin que apareciera una sola chilaba, y que se convirtió en gesto de horror al comprobar que entre quienes caminaban a su encuentro, a pleno sol, no se encontraba el hermano del rey Fahd ni Cristo que lo fundó. Se trataba de gente importante, sí, nada menos que los duques de York, que llegaban a Palma invitados a pasar unos días con los Reyes de España…
¡Un lío memorable! Manolo Prado, horrorizado, salió corriendo hacia el aeropuerto civil de Palma, pero cuando llegó el morito, tras comprobar que nadie había acudido a recibirlo, ya había levantado el vuelo partiendo de regreso a Marbella y muy enfadado ante la falta de cortesía de sus anfitriones palmesanos.
¡Se armó la de Dios es Cristo! Muebles y sillas de época pagaron aquel día el pato del enfado real, que es la forma que suele utilizar el Monarca para descargar su adrenalina cuando está enfadado. El Rey, consternado, llamó rápidamente al príncipe saudí para presentarle sus disculpas, y volvió a hacerlo varias veces a lo largo del día para rogarle encarecidamente que viajara de nuevo a Palma al día siguiente, donde tendría el honor de almorzar con él.
Por fortuna, el hermano del rey Fahd accedió, de modo que el enfado regio se trocó en real y abierta alegría, y no tanto por lo agradable que resultó el almuerzo como por el hecho de que el de la chilaba «nos ha dado cinco años más para devolver el dinero».
Parece, sin embargo, que los cinco años transcurrieron sin que Prado lograra encontrar la lámpara de Aladino que le ayudara a devolver esos 10.000 millones. Hace apenas tres años, en el verano del 96, el eco de la llegada a Palma del representante de la familia real saudí reclamando el dinero inundó de nuevo Marivent con sus terroríficas connotaciones: «¡Que viene “el moro cabreado”, y quiere cobrar!» era la frase que corría de boca en boca por Palacio. Nadie sabe a estas alturas si Prado ha devuelto esa suma.
* * *
Y es que las intervenciones de Prado bastarían para llenar un Quijote de anécdotas a medio camino entre la desvergüenza y la farsa. El entorno de Adolfo Suárez ha relatado la historia de un viaje que, siendo ya presidente y en contexto de las cartas dirigidas a una serie de monarcas árabes, realizó a Riad en compañía de Manolo Prado para pedir dinero con el que sanear las maltrechas finanzas de la UCD. Como Adolfo no hablaba inglés, era Manolo quien oficiaba de intérprete, de modo que el abulense quedaba relegado al papel de figura de cera que, de cuando en cuando y en la mesa de negociaciones, despertaba de su letargo para musitar al oído de Prado: «Pídeles cien más», y Prado, pisa con garbo, no pedía a hundred sino a thousand, anécdota que luego contaba con mucha gracia por Madrid y Sevilla provocando la hilaridad de quienes lo escuchaban. Un tío grande, capaz de engañar a la vez al rey de Arabia y al presidente del Gobierno del España.
Pedir dinero llegó a convertirse en algo casi habitual. Se pedía dinero para salvar la democracia, para ayudar a financiar las campañas electorales de la UCD, para poder utilizar las bases… Y se hacía metiendo por medio al Gobierno de España y a la propia institución monárquica.
«Manolo Prado no se ha privado de nada —asegura el antiguo preceptor del Rey—. Embajador por designación real, ha entrado y salido de Zarzuela como Pedro por su casa, disponiendo a su antojo y actuando, de hecho, como un jefe de la Casa del Rey bis, un Sabino o un Almansa en la sombra, a quien ninguno de los dos se atrevía a contrariar».
Prado, por ejemplo, ha manejado la correspondencia del Monarca al margen deL staff de la Casa, escribiendo cartas con membrete real que en algún momento, y con motivo del caso KIO, fueron tachadas de falsas o atribuidas a un Javier de la Rosa capaz de haber falsificado los distintivos regios. Es cierto que eran falsas en el sentido de que no estaban escritas por el staff de Zarzuela, ni figuraban en el registro de salida, ni su existencia era conocida por Sabino, primero, ni por Almansa, después, pero las cartas existen y existieron: simplemente las había escrito Manolo Prado, con el visto bueno de quien podía darlo.
Fernando Almansa ha recibido en más de una ocasión lo que parecían respuestas a cartas que jamás había cursado, de modo que, al no encontrar rastro de ellas en el registro de salida, en más de una vez se ha dirigido al propio Monarca para aclarar el aparente sinsentido:
—Señor, ha llegado una carta del Rey de Arabia Saudí diciendo que en contestación a la carta de mi hermano de fecha tal… ¿Sabe a qué carta alude?
—Sí, sí, no te preocupes, ésa la escribió Manolo Prado.
Aquel Monarca pobre que en 1975 se hizo cargo de la Corona de España jurando la Constitución es hoy un hombre rico. Al recuerdo de la relativa pobreza del exilio de Estoril, algunos expertos han creído ver unido algún aspecto o deriva psicológica, una reacción, una respuesta a quienes en algún momento han puesto en cuestión su capacidad para los negocios y su olfato para ganar dinero. Como a todo buen cazador, y el Rey lo es, no le importa tanto la pieza que nunca se comerá como el hecho de abatir a la presa.
Un ex ministro de Franco a quien don Juan Carlos tuvo por ocasional profesor cuando era príncipe relata la anécdota de una colección de sellos que decía haber comprado en Chile por 10.000 dólares, invento que adornó ante el Rey con el dato, igualmente falso, de que sólo la venta de los cinco primeros le había reportado un millón de dólares de beneficio, detalle que excitó la fantasía de un entonces joven Monarca, que se tragó el sapo para deleite del franquista.
* * *
Ninguna de las historias de dinero que han circulado en torno a Prado es tan potencialmente peligrosa para sus amigos como el hecho, reconocido por el diplomático, de haber recibido otros 100 millones de dólares (unos 15.000 millones de pesetas al cambio actual) de KIO, vía Javier de la Rosa.
El escándalo tuvo su origen en la invasión de Kuwait por el ejército de Sadam Hussein, lo que motivó la intervención norteamericana y británica para expulsar a los invasores iraquíes e instalar de nuevo a la familia Al Sabah al frente del emirato. Sólo entonces se supo que, además de los pozos de petróleo, habían ardido casi 55.000 millones de pesetas de las cuentas que la Kuwait Investment Office (KIO) mantenía en su filial española, el Grupo Torras, cantidad que se utilizó, en buena parte, para el pago de favores políticos realizados en pro de la liberación del emirato.
Los pagos se «justificaron» en Kuwait por la necesidad de que, durante la llamada «Tormenta del Desierto», la aviación norteamericana pudiera disponer a su antojo de las bases aéreas españolas de Rota y Torrejón, para lo que era preciso «untar» a los políticos.
Javier de la Rosa, que dependía de la cúpula de KIO en Londres, habría actuado como «pagador» de lo que, sin duda, constituye una de las más monumentales estafas de todos los tiempos. Alguien había engañado a la familia Al Sabah en el exilio haciendo creer a sus miembros que el Rey de España disponía de la facultad de autorizar la utilización de las bases por los norteamericanos, facultad que en última instancia corresponde al Gobierno y al Parlamento.
Cuando, tras la retirada iraquí, una nueva rama (en un muy peculiar sistema de alternancia) de los Al Sabah se instaló en el emirato, pronto se descubrió el engaño o, en todo caso, la radical desmesura de esos pagos. El paso siguiente consistió en querellarse en Londres y Madrid contra los responsables de KIO, su presidente, Fahad Mohamed Al Sabah, miembro de la familia reinante, su primer ejecutivo, Fouad Khaled Jaffar, y el propio De la Rosa en España.
En octubre del 92, De la Rosa fue llamado a capítulo por los nuevos rectores del emirato: los pagos efectuados no estaban autorizados y había que devolver el dinero. «JR» se vino inmediatamente a Madrid y transmitió la mala nueva a Prado:
—Oye, que me dicen que hay que devolver ese dinero.
—Ni hablar —respondió el interpelado—. ¿Sabes lo que vamos a hacer?
—Tú dirás.
—Mira, tienes que hacerte con una fotocopia del pasaporte de Fahad Mohamed Al Sabah, yo la meto en la cuenta donde está el dinero, y a ver quién dice que no es suyo…
Prado, en suma, se acogía a ese dicho tan español de que «Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita».
De la Rosa ha reconocido en declaración jurada ante la Corte de Londres haber entregado a Manuel Prado hasta 160 millones de dólares en tres pagos de 80, 20 y 60 millones, aunque otras fuentes elevan la cifra final a 200 millones (unos 30.000 millones de pesetas). Parece evidente que hasta los 55.000 totales media un buen trecho que han debido saltarse a la torera los propios mandamases de KIO, tanto en Londres como en Madrid. Javier de la Rosa protesta y dice que la cuenta existente a su nombre en un banco de Ginebra es, en realidad, una cuenta de tránsito desde la que se hicieron los envíos a los distintos «beneficiarios», uno de los cuales estaba radicado para estos menesteres en Licchtenstein. El financiero catalán asegura que podrá demostrar lo que dice aportando la correspondiente documentación acreditativa, pero el hecho cierto es que, hasta el momento, no ha podido hacerlo.
La única verdad irrefutable en este caso reside en el hecho de que Manuel Prado y Colón de Carvajal reconoció ante el juez Miguel Moreiras haber cobrado, vía Javier de la Rosa, efectivamente 100 millones de dólares de KIO, cobro que pretendió justificar como el pago de dictámenes y trabajos de asesoría por él realizados para el catalán.
La afirmación provocó el comentario fulminante de Moreiras:
—¡Coño, qué dictámenes más caros…!
Pero Prado, ducho en las artes de la simulación, devolvió la pelota al otro lado de la red:
—Es que usted, señor juez, se mueve en un mundo donde estas magnitudes no le cuadran.
Pero entonces intervino por KIO el abogado Stampa Braun. Le daba igual dónde hubiera ido a parar el dinero, pero lo cierto es que a su cliente le habían birlado una fortuna, por lo que pidió la celebración inmediata de un careo entre De la Rosa y Prado, careo que se celebró con el abrumador resultado que era de prever, a pesar de que De la Rosa echó el freno y se limitó a seguir la jugada.
Finalizada la diligencia, el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, José Aranda, se abalanzó sobre Stampa:
—Pero, ¿cómo se te ha ocurrido pedir un careo? ¡Ayer acordamos con Cobo y con Bajo que eso no se tocase, coño, que aquí no hay que hurgar!…
—¡Ah, es que a mí nadie me había dicho nada!
Algunas reputadas figuras del foro sostienen que la salida del fiscal Aranda de la Audiencia Nacional tuvo mucho que ver con ese careo que no supo evitar. Un careo que dio pie a aquel maravilloso titular del diario ABC: «Trifulca entre financieros», una de las cosas más divertidas que se hayan podido leer nunca en prensa escrita, con el cual Luis María Ansón trataba de deslindar la figura del Rey de la de ambos «financieros».
A pesar de lo inverosímil de la justificación aportada sobre el origen de esos 100 millones de dólares, Prado, al contrario que Javier de la Rosa, sigue en la calle, y los kuwaitíes nunca le incluyeron en la lista de querellados.
Las cosas están francamente mal para el financiero catalán, a menos que pueda acreditar que esos dineros, como sostiene, llegaron a su destino. Mientras eso no se demuestre, De la Rosa será una bomba hueca que jamás llegará a explotar.
El susto, de momento, se lo ha llevado gente que nada tenía que ver con el escándalo. Es el caso de Sabino Fernández Campo, ex jefe de la Casa del Rey, a quien un día el Monarca pidió que acudiera al piso que Javier de la Rosa solía utilizar durante sus estancias en Madrid, un hermoso penthouse en el 47 del paseo de la Castellana, para transmitirle un mensaje:
—Vas a ir a ver a Javier de la Rosa a este número del paseo de la Castellana, y le vas a decir que, de parte del Rey, todo está arreglado y que muchas gracias.
—Pero bueno —quiso saber Sabino, despistado—, ¿no hay que decir de qué se trata?
—No, no, nada. Tú limítate a transmitirle lo que te he dicho.
Sabino, fiel servidor, se puso en marcha. En el portal de Castellana 47, dos fornidos escoltas privados requerían a todo el que tomaba el ascensor el destino del viaje a las alturas. Si la respuesta era el tercer piso, de inmediato daban cuenta de la novedad, mediante walkie-talkie, a la escolta del financiero en la tercera planta.
El encuentro fue muy breve, ¿quieres tomar un café? no, no, muy agradecido, pero a esta hora no tomo café, vengo solamente a decirte de parte del patrón que todo está en orden, todo arreglado, es lo que me han dicho que te diga, y que muchas gracias.
* * *
La decisión de los Al Sabah de reclamar en los tribunales la devolución del dinero desaparecido llevó a Manuel Prado a un estado cercano al paroxismo. Entre las iniciativas, a cual más alocadas, emprendidas por «el manco», como se le conoce en el mundo de la jet, dirigidas a desactivar la espoleta del escándalo, ninguna tan temeraria como las más de seis horas de conversación telefónica que, desde España y en distintas llamadas, mantuvo con el emirato y que terminaron, en forma de cintas grabadas, en manos del propio Javier de la Rosa, quien, fiel a su estilo, las hizo circular por medio mundo. Manolo Prado ha pasado por este caso como elefante por cacharrería. Y todo por no devolver el dinero, que hubiera sido lo más inteligente a la par que justo.
Obsesionado por salvarse de la quema, el sevillano viajó a Kuwait y estableció una fluida relación telefónica con el emirato para intentar convencer a su Gobierno del riesgo que implicaba la aparición de su nombre entre los «cobradores». En concreto, pedía una carta oficial en la cual quedara constancia expresa de que él no había recibido dinero alguno.
El estrambote del caso, de acuerdo con la versión extendida por el propio De la Rosa, lo pusieron los propios kuwaitíes, probablemente un grupo opositor a la familia reinante, entrando en contacto con el catalán y ofreciéndole unas cintas grabadas con las conversaciones de Prado, con la promesa de sacarle del pleito de Londres a cambio de que les facilitara toda la información de que dispusiera sobre los Al Sabah. Fue así como el famoso JR comenzó a recibir semanalmente su ración de cinta con la inconfundible voz de Manuel Prado hablando en francés, y también en castellano, con gente como el ministro Belloch, porque, para enfatizar su importancia, grababa las conversaciones «interiores» que le parecían interesantes para pasárselas a continuación a los kuwaitíes, que, a su vez, le grababan a él, para terminar el recorrido en De la Rosa.
Con el desparpajo que le caracteriza, Prado no deja títere con cabeza. Tratando de salvarse por su cuenta, se sirve del Rey llamándolo «mon patrón», «mon ami le patrón», «sa majesté», «il connais tout…,». Prodigio de discreción, detalla la existencia de unas cuentas comprometedoras en Licchtenstein, cuya numeración (letras y números) cita; dice que el Gobierno está al corriente; considera que el prestigio del Rey en la sociedad española ha quedado afectado por culpa del escándalo de Mario Conde, hasta el punto de que no podría aguantar otro golpe similar, etc.
En estas charlas a calzón quitado a través del hilo telefónico, Prado monta su particular conspiración de papel, asegurando que el ABC era un diario monárquico pero ya no lo es, porque Ansón es el que más le ha atacado; que El Mundo es un periódico de Mario Conde, y que ahora el gran defensor del Rey es el diario El País, el único periódico serio que está con «mon patrón», porque el señor Polanco es amigo del Rey, de modo que él ha llegado a un acuerdo con Polanco, «avec la anuence de mon patrón», para poner a su disposición dos periodistas serios como Ekaizer y un tal Pérez, de Barcelona, a fin de publicar toda la información que se les suministre sobre Conde y De la Rosa, porque él cree que sería mejor hacerlo salir en la prensa que por los juzgados…
Metido en la vorágine de la estulticia, pedía pruebas contra Javier de la Rosa para pasárselas al juez Moreiras. Según Prado, el Gobierno, con cuya protección decía contar, quería meter en la cárcel al catalán porque era testigo de que el presidente González había cobrado 14 millones de dólares de KIO, cosa que también sabía el Rey y que De la Rosa iba pregonando por ahí. En el ajo andaba también metido el fiscal Anticorrupción Jiménez Villarejo, el cual se manifestaba, en conversación con el sevillano, dispuesto a «lo que Su Majestad me pida». Prado implicaba a medio país.
Javier de la Rosa ofreció las cintas al Rey. Lo hizo a través de Paco Sitges, pero el Monarca, tras parlamentar largo y tendido con su amigo, se negó en redondo a escucharlas. Muy preocupado, lo que hizo el Rey fue pedir al príncipe Felipe que escribiera una carta dirigida al príncipe heredero de Kuwait, sesenta y siete años, aludiendo a la necesidad de «arreglar las cosas entre nuestros dos pueblos hermanos…», misiva de la que, al parecer, dio cuenta la televisión kuwaití.
El catalán pasó también las cintas al Ministerio del Interior, cuyos laboratorios certificaron que la voz que se escuchaba en las mismas era realmente la de Manuel Prado.
Víctima de una aparente esquizofrenia, o quizá del simple miedo, Manolo Prado entró en contacto, en abril del 96, con el sultán de Brunei, adonde había proyectado viajar con la intención de lograr un préstamo con el que tapar viejos agujeros. Volvió igualmente a viajar a Kuwait, y ello en contra de Palacio, que le había advertido de que no tomara más iniciativas por su cuenta y se retirara un tiempo a Lausanne. Prado no escuchaba. Tras casi treinta años de estrecha relación con el Monarca, había llegado a pensar que el Estado era él.
El resultado inmediato de las cintas de Prado fue una querella interpuesta contra él por De la Rosa y la iniciativa del juez Miguel Moreiras de poner en conocimiento de la Fiscalía Anticorrupción la existencia de esas cintas, una copia de las cuales había llegado a su poder a través del buzón de correos.
Una de las personas que, gracias a la generosidad de Javier de la Rosa, escuchó las cintas de Prado fue Luis María Ansón. El periodista y académico, entonces director del diario ABC, quedó tan impresionado por lo que oyó (además de francamente molesto con los epítetos que, a nivel personal, le dedicaba) que se apresuró a llamar al Rey para ponerle al corriente de lo que ocurría (cosa que también harían Sabino Fernández Campo y el propio Mario Conde, entre otros).
Este episodio marcó el inicio de la famosa «conspiración» con la que Ansón revolucionaría el gallinero político hispano en la primavera de 1998. Porque Ansón, reconocido adalid de la causa monárquica, se puso de inmediato en movimiento para intentar salvar a la Institución del grave peligro que, en su opinión, se cernía sobre ella a cuenta de la irresponsabilidad de Prado.
Lo primero que hizo fue viajar a Sevilla para entrevistarse con él. Lo que he escuchado en esas cintas es tan grave, Manolo, tan grave, que hay que tomar decisiones drásticas y urgentes para salvar al Rey de la quema, Y para ello quería, le exigía, le conminaba a que firmase un documento que el periodista llevaba al parecer redactado, una especie de declaración o manifiesto a la nación que se haría público en caso necesario; en él se deslindaban sus negocios de las finanzas de la Casa Real y Prado se hacía personalmente responsable de lo ocurrido, exonerando de toda responsabilidad al Monarca. Como rúbrica, Ansón llevó su espada flamígera a pretender que Prado abandonara España para instalarse definitivamente en Lausanne.
Parece que Ansón, con el motor francamente revolucionado, hizo más. Baluarte de la Institución, el académico pensó con el buen sentido que le caracteriza que, además de poner a buen recaudo al pillo de Prado, había que prever la posibilidad de que el escándalo, si llegaba a estallar, se llevara por delante a don Juan Carlos I, de modo que era necesario anticiparse a tal eventualidad preparando la abdicación del Monarca en favor del Príncipe de Asturias. Aquélla sí que era una «conspiración» de verdad, puesta en marcha, ciertamente, con la mejor intención del mundo: salvar a la Institución, aunque algunos pudieran calificarla de traición, traición como la que, años atrás, el propio Prado y Mario Conde habían achacado injustamente a Sabino Fernández Campo.
Víctima del singular afán conspirativo que le distingue, Ansón comenzó a frecuentar la compañía de ese republicanismo de salón que circula por Madrid, «más que nada para ver por dónde iban, por controlar». Hasta que llega un momento en que, tras compartir mesa y mantel en El Cenador de Salvador con Vera, Barrionuevo y Corcuera, le asalta el miedo de que el juego salga a la luz, por lo que decide pinchar el globo él mismo con el lanzamiento de la famosa teoría de la conspiración, tan querida por el polanquismo y su rama política, el PSOE.
«Ansón quería defender la Institución mediante la abdicación de Juan Carlos en su hijo —asegura una fuente próxima a La Zarzuela—, pero los otros, de querer algo, querían el final de la Monarquía. Esa es la diferencia. Con el riesgo de que, si ese juego se descubría, él quedara como un conspirador. Por eso decidió anticiparse».
Una versión que, en todo caso, no está reñida con la otra más verosímil ya citada en otro capítulo de este libro, que apunta a que el académico se vio obligado a escenificar la parodia de la conspiración obligado por los Barrionuevo, Vera y Cía., conocedores en primera persona de las idas y venidas del hermano Rafael.
* * *
Por lo dicho hasta aquí, esta claro que Manuel Prado y Colón de Carvajal, embajador del Monarca en misiones diplomáticas varias y que ha formado parte de delegaciones oficiales españolas, es el hombre que más daño ha hecho al rey Juan Carlos y a la Monarquía española.
Pero es, al mismo tiempo, un amigo. A finales del 95, a punto de aceptar el exilio suizo que urgían Ansón y Almansa, entre otros, Prado estuvo en un brete de ser empitonado por el juez Joaquín Aguirre a cuenta del escándalo Grand Tibidabo. El Rey, de viaje oficial por un país africano, se confesó, por no ser menos, al ministro que le acompañaba, Alfredo Pérez Rubalcaba: «Manolo es ante todo mi amigo y no le voy a dejar ahora tirado».
Y de hecho nunca lo ha dejado. Prado es el gran amigo, el amigo del alma, en realidad el único verdadero que ha tenido, porque el Rey no tiene amigos, de modo que Prado, aunque de forma más discreta, más matizada, ha seguido gozando hasta hoy de la amistad y la confianza del Monarca.
Hace poco más de un año, Miguel Primo de Rivera, el compañero de francachelas más cercano en los últimos tiempos, realizó algunas confidencias a un reducido grupo de personas con las que compartía cena, asegurando que el Rey estaba «dolidísimo» con todo lo que había pasado, con De la Rosa, con Conde, «porque lo de Mario había sido un golpe brutal…».
—Pero vamos a ver, Miguel —le interrumpió uno de los comensales—, ¿y qué pasa con Manolo Prado?
—¡Ah, no!,ése sigue ahí.
—Pero ¿tú le has visto en Zarzuela?
—¡Pues cómo no! Es que yo voy mucho por allí, tengo mucha relación con ellos.
—Pues no lo entiendo, porque el que esta gente, por ejemplo un Mario Conde, no pise por Palacio me parece lo mínimo que se puede pedir.
—Pero lo de Prado es distinto.
—Entonces, ¿de qué estamos hablando? ¿Dónde está el propósito de enmienda?
—Es que la relación con Manolo es intocable, es una especie de pacto de sangre…
—¡Pues estamos en las mismas! O peor, porque ahora el que manda ahí, según dicen, es Polanco.
—Lo de Manolo no se arregla más que con la muerte, que, por cierto, el pobre está muy enfermo.
La enfermedad de Prado ha sido un tema recurrente de conversación en los últimos meses, entre otros motivos porque «cuando las cosas se ponen feas, él siempre se pone muy malito», según un buen conocedor del personaje. Por desgracia, parece que la enfermedad prosigue su curso, y a mediados de mayo pasado conoció uno de sus más violentos episodios en la Clínica de la Luz de Madrid, donde superó una tromboflebitis y le fueron implantadas dos válvulas coronarias. Después de pasar unos días de recuperación en el hotel Villamagna, el 28 de mayo emprendió el regreso a sus lares sevillanos.
Un personaje negativo, en todo caso, una especie de Rasputín introducido cual perenne cuña en Palacio que, cuando el juez Aguirre le impuso una fianza de 150 millones de pesetas para evitar la cárcel, contestó tan gallardo enviando al Juzgado una relación de bienes por importe de… ¡dos millones de pesetas! Episodio que fue aprovechado por Sabino Fernández Campo en un almuerzo con los Reyes en Zarzuela:
—Señor, ¡qué pena!, hace años que conozco a Manolo y resulta que tanta actividad, tantos negocios, tanto ir y venir para que el pobre pueda juntar dos millones de pesetas que dice que es todo lo que tiene.
Afortunadamente, Miguel Primo de Rivera, en estos momentos «recadero» favorito del Monarca, es reconocido como un tipo franco y sano, que a muchos recuerda al Juan Carlos Príncipe de España, un joven provisto de una simpatía arrolladora, heredada de su abuelo, don Alfonso XIII, que le permite meterse en el bolsillo a sus interlocutores.
Y es que el Rey de España no disfruta con los científicos, los filósofos, los historiadores. En realidad le aburren solemnemente todas las especies de biblioteca. El Rey no lee libros ni periódicos: se limita a hablar por teléfono las veinticuatro horas del día, lo cual conforma en ocasiones en su coronada testa un galimatías morrocotudo. Cuantas veces y voces han pretendido dotarle de algún tipo de asesoría o consejo de notables, una simple tertulia con la que reunirse de forma periódica para hablar con cierta profundidad de algunos temas, han fracasado. Al Monarca le interesan más los tipos divertidos, alegres, simpáticos, ricos mejor que pobres, hábiles en el trato con las mujeres y en los negocios.
Con estas premisas, el Rey no ha tenido ciertamente suerte a la hora de elegir sus amigos. Prado, Conde, De la Rosa, Sitges, Chokoutua, Polanco, Mendoza… Algunos de ellos han terminado en la cárcel o han pasado por los tribunales afectados por escándalos de grueso calibre. Las constantes recomendaciones de Sabino cayeron en barbecho: «Señor, cuidado con sus amistades, cuidado…».
De estos amigos, el más interesante desde todos los puntos de vista, incluido el intelectual, es Mario Conde. El Monarca se entregó sin reservas al hechizo de un joven que, a finales de los ochenta y antes de fracasar con estrépito como banquero, llegó a convertirse en paradigma de toda una generación. Su caída con la intervención del banco, en una operación política cuya trama sigue estando rodeada de misterio (es obvio que un oscuro funcionario como Rojo, a la sazón gobernador del Banco de España y personalmente implicado en el escándalo Ibercorp, jamás se hubiera atrevido a derribar la estatua del que en 1993 era, después del Rey, el hombre más poderoso de España), afectó seriamente al prestigio y la credibilidad del propio Monarca, que había hecho de Conde su banquero personal.
El de Tuy, sin embargo, no supondrá nunca un peligro para el Monarca, entre otras cosas porque siempre honrará la promesa que le hizo a don Juan, Conde de Barcelona, en su lecho de muerte: la de ayudar y apoyar a su hijo Juan Carlos, Rey de España.
Si el más interesante es Mario Conde, el más peligroso —con la excepción de Prado— de los amigos del Rey es sin duda Javier de la Rosa. El famoso JR de los años ochenta, también llamado «el hombre de la manguera» de los petrodólares kuwaitíes, ha sido el gran corruptor de notables españoles, el hombre que con más prodigalidad repartió un dinero que no era suyo entre bufetes de abogados (que todavía le siguen añorando), consultores, asesores, banqueros, políticos estatales y autonómicos…
Javier de la Rosa es una verdadera bomba de relojería, pero una bomba que nunca llegará a explotar porque el catalán, fiel a su espíritu original de simple comisionista de KIO, jamás será víctima de la menor veleidad de regeneración, mediante la pública denuncia, de un sistema que él ayudó tan eficazmente a corromper. Su único y mesocrático interés es el de salvar el pellejo, lo que explica esa permanente y desacreditada estrategia de amagar y no dar. Tal vez sea justo decir, en su descargo, que de no ser así Javier de la Rosa quizá no habría llegado vivo hasta aquí.
En mayo del 95, uno de los años más críticos de la reciente Historia de España, el Monarca se manifestaba tranquilo ante una persona que le visitó en Palacio: «A mí, salvo lo del coche deportivo y el reloj, nada más. Estuvo aquí un par de veces almorzando, porque estaba empeñado en traer la familia, pero, de dinero, ni un duro…».
No hacía ni veinticuatro horas que el Rey había volado a Barcelona para mantener una entrevista con Jordi Pujol en el hotel Rey Juan Carlos de la Ciudad Condal. El Monarca encontró a Pujol muy preocupado: «Estuvo media hora hablándome de De la Rosa…».
* * *
Al Monarca se le amontona a veces el trabajo por culpa de la poca pericia de sus colaboradores y amigos. La falta de habilidad de Prado ha estado detrás de un asunto de faldas que ocupó las conversaciones del tout Madrid durante meses, un tema en el que la liberalidad del pueblo español alcanza cotas desconocidas en otras latitudes, pero que pudo convertirse en algo más que una simple aventura amorosa.
Parece que la relación de amistad con una famosa vedette del espectáculo y de la televisión comenzó a finales de los setenta y siguió viva hasta un buen día, mes de junio del 94, en que la bella supo, con frases amables, que la historia había terminado.
El entorno palaciego siempre creyó que la artista se iba a dar por satisfecha con el timbre de orgullo que representa el haber mantenido durante casi catorce años una hermosa amistad con el Rey de España, pero estaba equivocado. La dama no estaba dispuesta a pasar página tan fácilmente y, con el soporte de cierto material que ella misma había hecho grabar con motivo de la última visita recibida en su chalet, comenzó a presionar: «Le he entregado lo mejor de mi vida, le he dado consuelo cuando ha sido menester, y ahora quiere decirme adiós. Ni hablar».
La preocupación esencial residía en ciertas frases, contenidas en la grabación en poder de la bella, relativas a los sucesos del golpe de Estado del 23-F. Y a Palacio, que ya había puesto al corriente de lo que ocurría a Emilio Alonso Manglano y su Cesid, no se le ocurrió nada mejor que encargar el asunto a Manuel Prado y Colón de Carvajal, «lo cual fue una gran equivocación —asegura Ansón—, porque Prado no sólo no arregla nada, sino que suele desarreglarlo todo». Y de hecho lo que hizo Prado fue tomar posesión del campo que acababa de abandonar su amigo, como mucho antes lo había abandonado Adolfo Suárez, que fue quien la presentó a Su Majestad.
Todo pareció entrar en vías de solución gracias a un programa en TVE que arregló el entonces director general del Ente, Jordi García Candau, y que devolvió fugazmente a la bella al estrellato de la pequeña pantalla. La paz duró, sin embargo, lo que el mencionado programa de televisión, porque, una vez desaparecido de parrilla, la señora, con un ritmo de vida difícil de soportar para cualquier economía, comenzó de nuevo a presionar.
Así hasta que a los predios de Luis María Ansón llegó un acreedor esgrimiendo una carta que le había sido entregada por la vedette como si de un pagaré se tratara, donde se afirmaba que iba a recibir de inmediato una cantidad con la cual podría saldar las facturas pendientes de pago. A juzgar por el membrete y el estilo empleado, aquélla parecía ciertamente una misiva oficial. Nuevo subidón para el ilustre académico, un nuevo escándalo en puertas, ¡horror, una carta de este tipo circulando por ahí!…
De modo que Ansón, con la diligencia que le caracteriza, redactó un detallado memorándum que remitió a Palacio, tres folios en los que, punto por punto, daba cuenta de lo que estaba ocurriendo, alertaba de los riesgos de la situación y proponía soluciones. Pero La Casa se movilizó en cuanto recibió el escrito y acusó recibo con un escueto billete: «No hagas nada; eso ya está en vías de solución».
La solución consistió, de nuevo vía Prado, en instalar en casa de la bella una caja fuerte en la cual se acordó guardar un maletín con todo el material, fotografías y grabaciones de audio y de vídeo. Una vez al mes se abría la caja fuerte, se comprobaba que el material seguía en el maletín, se volvía a cerrar y Prado hacía entrega a la señora de un sobre cerrado con el estipendio mensual, unas fuentes dicen que un millón de pesetas, otras que bastante más. Y así a lo largo del 95 y parte del 96.
En uno de tales chequeos mensuales ocurrió un incidente que de puro estrafalario rozó lo chusco. Y es que la estrella creyó oír un tímido tic-tac que juzgó procedía del maletín y, pensando que le habían colocado un artefacto dentro, lo agarró por la anilla, espantada, y lo lanzó a la piscina: un trozo de la Historia de España flotando sobre el reflejo azul de un estanque doméstico.
Parece que la llegada a Moncloa de José María Aznar truncó tan consuetudinario ir y venir al chalet de la bella. El nuevo presidente pidió la relación de gastos reservados de Presidencia y ordenó cerrar el grifo, lo que provocó el enfado de la beneficiaria, que exigió entonces un aumento de la asignación hasta los dos millones mensuales para seguir siendo discreta, promesa que sólo cumplió en parte, puesto que una noche acudió a una comisaría de Policía para presentar una denuncia por supuestas amenazas de muerte.
El asunto ha quedado saldado por Fernando Almansa, «y maravillosamente —según Ansón—, porque tiene los pies en el suelo, no como Prado». Se arregló, al parecer, comprando el material a una agencia extranjera, en cuyo poder estaba, y pagando una suma que diversas fuentes sitúan en los 4 millones de dólares, unos 600 millones de pesetas al cambio actual.
Con el riesgo, lógicamente, de que ese material vuelva a salir a flote dentro de unos años, porque esa agencia lo vuelva a poner en circulación o porque argumente que se lo han robado. Que fue lo que ocurrió cuando se compraron las cartas de Olghina de Robiland, una italiana que se carteaba con el Rey. Dos meses después de cerrada la operación, la susodicha publicó un libro con el material que previamente había vendido a Zarzuela.
De nuevo el Rey aparece como víctima de la estulticia ajena. «Su única culpa, en todo caso, habría sido encariñarse de una señora con la que siempre se comportó con un tacto exquisito —sostiene Ansón—, como un caballero, en una relación de amistad que mantuvo en la más estricta privacidad y de la que nunca trascendió nada, porque jamás la invitó a viaje o sarao alguno».
* * *
Y es que el Rey de España es un hombre exuberante en casi todo, vitalista, extravertido, imparable, poco dado a la simulación y al formalismo, a menudo antojadizo, caprichoso al punto de poner a veces en peligro su buen nombre y el de la Institución que representa.
Felipe González, que lo conoce bien, daba tiempo atrás el diagnóstico adecuado: «¡Es que está muy suelto…!». El ex presidente se quejaba del espectáculo montado en torno a la construcción de un nuevo barco real teóricamente financiado por una mesnada de ricos palmesanos deseosos de aflojar la faltriquera para congraciarse con Su Majestad.
En la primavera de 1996 diversos medios de prensa empezaron a preparar el ambiente para el cambio de yate con la publicación de diversos reportajes sobre el calamitoso estado del Fortuna, al parecer proclive a las averías en alta mar, en los que subliminalmente se venía a resaltar la impropiedad que suponía que el Rey de España no dispusiera de un elemento de representación institucional como es el yate real, acorde con la importancia de nuestro país.
El asunto maduró con motivo de la estancia del matrimonio Clinton en Palma de Mallorca, una visita relámpago antes de recalar en Madrid, donde iba a tener lugar una cumbre de la Alianza Atlántica. Ocurrió que los Reyes invitaron al matrimonio Clinton a dar un paseo en el Fortuna por la bahía de Palma, con la mala suerte de que el dichoso yate se averió con invitados de tanto relumbrón a bordo.
Quienes conocen la historia del Fortuna y saben de la personalidad de su capitán, el inglés Richard Cross, un hombre que llegó a España hace tiempo recomendado por el ex rey Constantino de Grecia, se temieron que el incidente fuera aprovechado para lanzar urbi et orbi la idea de la necesidad de proceder al cambio de barco.
Aquel verano, como es tradicional, las fuerzas vivas de Palma pasaron por Marivent para cumplimentar a Sus Majestades al inicio de las vacaciones. Y ante un grupo de empresarios isleños de renombre el Monarca se manifestó quejoso, parece mentira, yo que soy el que traigo el turismo aquí, toda mi familia viene en agosto desde hace no sé cuánto tiempo y consentís que dé el espectáculo ante el presidente de los Estados Unidos con un barco que es una antigualla, que tiene más años que la tarara y se estropea cada dos por tres…
Los empresarios tan directamente aludidos en la real audiencia salieron de allí muy dispuestos a hacer algo, porque al Monarca no le faltaba razón, la isla se ha puesto de moda gracias a la Familia Real, y lo que hicieron fue poner en marcha una curiosa fundación que sería la encargada de recolectar fondos, 3.000 millones de pesetas se habló en un principio, para construir el yate del Rey. Pero, haciendo honor a la sangre fenicia que circula por sus venas, pronto redujeron de forma sustancial la anunciada aportación inicial, esperando reunir en diez años el dinero necesario para la aventura.
Cuando el asunto comenzó a llegar a oídos de la clase política, los comentarios más benévolos calificaron como de «muy desafortunada» la idea de que a alguien se le hubiera pasado por la cabeza siquiera la idea de pedir ayuda para construir un nuevo barco de recreo para el Monarca.
Entre los más críticos se encontraba Felipe González. El líder del PSOE, de visita en Palma, había sido invitado por el Rey a tomar café, oportunidad que aprovechó para contarle la buena nueva del barco.
A Felipe le faltó tiempo para comentar el asunto en términos escandalizados.
—Es la mayor locura que he oído, y además está entusiasmado.
—¿Y tú qué le has dicho? —le preguntó su anónimo interlocutor.
—Nada, ¡a mí qué me importa! Que haga lo que quiera. ¡A ver si voy a hacer ahora de niñera!
El empeño por cambiar el viejo Fortuna por un barco más seguro, más lujoso y de mayores proporciones venía de lejos. Siendo Narcís Serra ministro de Defensa, el Rey planteó la cuestión abiertamente en un despacho de verano. Quería barco nuevo, y tanto lo quería que Serra le dijo que eso lo arreglaba él en un instante. ¿Cómo? «Eso se lo digo yo a Emilio Alonso Manglano y se hace el barco con 1.000 millones de los fondos reservados del Cesid». Al responsable del Centro aquélla le pareció una buena idea.
Pero cuando el intrépido Serra planteó la operación, alguien, horrorizado, le dio un buen tirón de orejas:
—Pero, ministro, vamos a ver, habrá que decir de dónde ha salido ese dinero, y si llegara a descubrirse que ha salido de los fondos reservados, ¿qué diría el país?, ¿qué opinaría de que el dinero de los servicios de información se estuviera utilizando para comprar un barco al Rey? Además, ¿quién se encargará de costear su mantenimiento?
—Es verdad —reconocía Serra compungido—, pero ¡es que está tan ilusionado!
Sólo quedaba una salida lógica: que fuera el Estado el comprador del yate, incrementando el presupuesto del que anualmente dispone Patrimonio Nacional en la cantidad necesaria para hacer frente a los costes de construcción.
Así se hizo. El Fortuna II se construyó en los astilleros de Mefasa, pero nunca llegó a ser utilizado por el Monarca, porque se vendió casi desde el mismo astillero a una rica acaudalada gallega residente en Miami, viuda del dueño de las conservas Pescanova.
Su venta dio ocasión para proyectar sobre el pueblo llano una buena ración de imagen institucional. En plena crisis del 92/93, la Casa Real anunció que el Monarca renunciaba a utilizar el nuevo barco por motivos de austeridad, habiendo decidido dedicar el importe de la venta a reparar y reformar el Palacio Real de Madrid.
La realidad, sin embargo, tenía más que ver con el consuetudinario ajetreo real de cada fin de semana y su afición a viajar casi todos los viernes a Palma, mientras la reina Sofía, nada proclive a habitar en un barco estrecho e incómodo, permanecía en Madrid o marchaba a Londres, su destino favorito.
Ocurría que esos viajes en solitario a Mallorca, donde el Monarca disfrutaba de buena compañía, podían acabarse en cuanto el Fortuna II empezara a navegar, porque el nuevo barco, cómodo y apetecible, se iba a convertir en un reclamo perfecto para estar todos los días ocupado por los Constantinos y las Ana Marías, y los hijos de Constantino, y los nietos de Constantino, hasta arruinar definitivamente el maravilloso escondite real.
Pocos meses después de la venta del Fortuna II, Su Majestad se confesó una mañana en Zarzuela ante Mario Conde:
—Sé que me vas a matar, que no te va a gustar, pero mira…
Y ante el banquero desplegó los planos de un nuevo y magnífico barco de recreo.
—¿Qué te parece?
—Pues estupendo, ¿qué me va a parecer? Porque, vamos a ver, ¿es que el Rey de España no puede tener un buen barco, como todos los grandes monarcas europeos?…
—Eso digo yo.
—Claro que sí, lo que pasa es que las cosas hay que hacerlas bien.
Ante su egregio amigo, el gallego expuso la idea de que deberían ser los empresarios turísticos mallorquines quienes financiaran la construcción del yate, porque, Señor, si la Familia Real lo va a utilizar casi en exclusiva en aguas de Baleares, y durante sus vacaciones de verano en Palma, con lo que eso significa de publicidad e imagen para las islas, lo normal es que sean las islas quienes pongan a disposición del Monarca un buen barco, porque el problema es cómo se financia eso.
—¿Y cómo, Mario?
—Pues vía Presupuestos, es decir, con los impuestos que pagan los españoles, lo cual no sería muy popular, o de la forma que le he dicho, por suscripción entre una serie de empresarios, especialmente hoteleros.
—¡Es que estoy dispuesto a pagarlo yo!
—Pero ¿con qué, Señor?
—Pues hombre, ahora con el dinero que ha dejado mi padre…
—¡Bueno!… —reía Mario—. ¡Pero si don Juan estaba más liso que una plancha!
La construcción del Fortuna III camina a pasos agigantados en los astilleros de Bazán, en Cádiz. Esta vez no se ha recurrido a Mefasa. Su presidente, Francisco («Paco») Sitges, otro de los grandes amigos del Monarca, presidente también que fue de Asturiana de Zinc, se sienta en el banquillo de los acusados del caso Banesto.
Se trata de un barco cuyo precio, por su espectacularidad y dimensiones, no podrá bajar nunca de los 7.000 millones de pesetas, de acuerdo con las fuentes consultadas, y es posible que supere esa cifra. Está claro que los dineros de los empresarios palmesanos alcanzarían para poner la quilla y poco más, de modo que, como se temían algunos, la iniciativa de los Escarrer y demás familia isleña ha terminado convirtiéndose en una especie de gran cuestación o derrama nacional en la que han participado la mayor parte de los bancos y grandes empresas del país (Repsol y BBV han contribuido con 100 millones de pesetas per cápita), incluidos los ricos de mayor pedigrí, y aún es posible que la cuenta de resultados de Bazán tenga que pechar con una parte de la carga.
Una de las cosas más llamativas, con todo, reside en el hecho de que los motores (las turbinas) del nuevo barco hayan sido financiados, al parecer, por una sociedad instrumental del Aga Khan, una sorpresa que podría enlazar con uno de los más llamativos misterios que rodean el caso Banesto: el de los 1.350 millones pagados por la multinacional Air Products por una opción de compra sobre Carburos Metálicos, millones que, tras una rocambolesca peripecia por cuentas bancarias suizas, habrían ido a sufragar las turbinas del Fortuna III.
Es muy probable que durante esta Navidad el Rey pueda ya lucir su garbosa planta sobre la cubierta del nuevo yate. Muchas críticas se habrían ahorrado de haberse recurrido a la fórmula de un barco sufragado por el Estado, vigilado y mantenido por el Ministerio de Defensa y puesto al servicio del Jefe del Estado. Al mando de un capitán de la Armada y con tripulación de la Armada. En suma, un barco oficial y de recreo a la vez, que nada tendría que ver con un fortín privado pilotado por ese peculiar Richard Cross.
De momento, los avatares que han rodeado la construcción del nuevo Fortuna han tenido al menos la virtud de paralizar la operación de compra de un nuevo avión para ser utilizado en los desplazamientos oficiales de la Casa Real.
* * *
Muchos son los que opinan que gran parte de los contratiempos que le han sobrevenido al Monarca tienen su origen en una decisión desafortunada: la de prescindir de los servicios del teniente general Sabino Fernández Campo como jefe de la Casa del Rey. Su salida de Zarzuela fue poco menos que una desgracia, porque Sabino ponía orden, coherencia y sentido de la medida en el entorno real. Sabino era el perfecto «ama de llaves» con capacidad para apuntar lo que estaba bien o mal, lo que se podía o no hacer, lo que convenía o no a la Institución. Y podía hacerlo basándose no en grado o jerarquía alguna, sino en esa cosa etérea y sin posibilidad de medida llamada autoridad.
Su marcha se debió a una verdadera conspiración: la de los dos hombres fuertes que entonces ocupaban la atención del Monarca: Manuel Prado y Mario Conde. Ambos se empeñaron en desalojarlo de sus posiciones en Zarzuela para, de esta forma, poder influir sobre el ánimo del Monarca sin ningún tipo de cortapisas. El pecado del Rey, si lo hubo, fue el de haber consentido la maniobra de sus poderosos condottieri.
Sabino se fue dolido por una despedida que no se merecía, sobre todo porque no sólo no había puesto dificultades a su relevo, sino que había sido precisamente él quien lo había pedido en varias ocasiones y por escrito, y ambos habían hablado ya de posibles sustitutos. Ni una palabra en firme hasta que, con ocasión del día de su cumpleaños, Sabino, como era tradicional, invitó a almorzar a los Reyes. Y en plena comida, el Rey, dirigiéndose a la Reina, comentó:
—¡Oye, Sofía, que éste se nos va!…
A la Reina, que quedó tan sorprendida como el propio Sabino, la iba mucho en el envite, puesto que, en los últimos tiempos, el jefe de la Casa se había convertido en confidente y paño de lágrimas, de manera que para doña Sofía su salida suponía un contratiempo importante.
Pocos días después, la psicóloga argentina que trataba a la infanta Elena, y a la que Sabino acudía por encargo real para monitorizar los progresos de la joven princesa, le descubrió el pastel:
—Te dan el finiquito el lunes, y tu sustituto se llama Fernando Almansa.
No más ejemplar fue la salida de Palacio del diplomático José Joaquín Puig de la Bellacasa, el hombre que, con la anuencia de Sabino, había llegado a La Zarzuela precisamente para preparar su relevo al frente de la Casa del Rey tras un tiempo de rodaje como segundo.
A Puig de la Bellacasa, sin embargo, lo «mató» el primer veraneo en Palma al servicio de los Reyes, porque, mientras Sabino disfrutaba de sus vacaciones, presenció conductas que secretamente le alarmaron, como ciertas salidas nocturnas sin el menor equipo de seguridad y no precisamente por la puerta principal. Al regreso de Sabino a Palma, Puig se manifestó escandalizado: había que hacer algo para poner orden en el desconcierto.
Para entonces Su Majestad ya había decidido licenciarlo. Sabino pedía prudencia, reflexione, Señor, eso va a dar que hablar, no se va a entender un cese tan precipitado, la prensa va a empezar a preguntarse qué ha pasado aquí, y hasta empezarán a decir que la culpa ha sido mía. Pero el Rey estaba absolutamente decidido: José Joaquín había hablado mal en varias casas de Palma de cierta persona que ha tenido una gran influencia sobre él, y eso había llegado a oídos de la afectada, para quien la presencia en Palacio de Puig de la Bellacasa representaba un obstáculo.
El caso es que el Monarca lo llamó una mañana de finales del verano del 90 a su despacho y, con gesto compungido, le hizo saber que, a pesar de los planes que tenía para él, se veía obligado, sintiéndolo mucho, a prescindir de sus servicios, porque había detectado que él y Sabino eran incompatibles, por lo que se veía obligado a elegir entre ambos.
Pocos días después de la marcha de Puig de la Bellacasa, Sabino hizo entrega al Rey de un memorándum en el que ponía de manifiesto su desacuerdo con una salida que, entre otras cosas, venía a dificultar sus propios planes de abandonar el cargo y le obligaba a empezar de nuevo la tarea de buscar un sustituto:
«Lo ocurrido, Señor, debiera servir de aviso para, en próxima ocasión, evitar consecuencias que en cierta medida pueden deteriorar la imagen de la Institución que todos nos afanamos en servir con la mejor voluntad […]. Pero resulta obligado pensar en el relevo definitivo de éste que se honra en serviros. Con la sinceridad más absoluta y el respeto que os debo, me atrevo a llamar la atención de V.M. sobre la necesidad de ir recopilando información sobre el perfil del futuro candidato…».
En el otoño del 96, mucho tiempo después de ocurridos los hechos, un conocido periodista de la llamada prensa del corazón, buen amigo de José Joaquín, planteó a Sabino la conveniencia de deshacer el malentendido entre ambos, «porque él cree que tú fuiste de alguna manera el responsable de su salida y como yo sé que eso no es verdad, creo que deberíais arreglarlo, deberíais hablar, y yo me ofrezco para sentaros en una comida a tres bandas». Ambos se vieron, en efecto, aunque a dos bandas, y se dieron cumplidas explicaciones en el curso de un almuerzo celebrado en el Ritz.
Sabino Fernández Campo estaba, pues, decidido a acelerar su relevo, pero Manolo Prado y Mario Conde no podían esperar. Resueltos a cortar por lo sano, ambos manejaron tres acusaciones para precipitar su salida de la jefatura de la Casa del Rey: que filtraba noticias de la Casa Real a la prensa, que pretendía la abdicación del Rey en favor del Príncipe y que estaba recibiendo tratamiento psiquiátrico.
Los directores de periódico, fundamentalmente los madrileños, son testigos de la buena mano de Sabino para tratar asuntos delicados (las acusaciones de José María Ruiz-Mateos, por ejemplo, tras la expropiación de Rumasa) que traspasaban los muros de Palacio y llegaban a las redacciones. La postura de Sabino era la del torero con oficio: parar, templar y mandar. No se podía negar la evidencia, so pena de perder toda credibilidad, pero se podía modular lo ocurrido hasta dejar la letra impresa en píldora inocua. Siempre con el mismo argumento: había que preservar el edificio constitucional y de convivencia tan trabajosamente levantado entre todos. Como contrapartida a ese tratamiento, estaba obligado a ceder, a dar algo a cambio, a dejar que de vez en cuando se llamara la atención al Monarca sobre determinados comportamientos, ojo con los viajes, cuidado con las amistades, para que no se desbordara. Y a fe que la más leve crítica en letra impresa era más eficaz que la más severa de las censuras del jefe de la Casa.
En cuanto a pedir la abdicación del rey Juan Carlos en favor de su hijo, Sabino fue un mero testigo de las tensiones surgidas, como en tantos matrimonios, en la pareja real, tensiones que, años atrás, llevaron a la Reina a pensar en la abdicación en favor del príncipe Felipe como una forma de liberar a su marido de las servidumbres que impone la Institución.
De las tres acusaciones citadas, fue sin embargo el problema psíquico que supuestamente le afectaba la acusación que, por radicalmente falsa, más dolió a Sabino. «No tengo nada contra Mario Conde. El era un hombre muy ambicioso, que políticamente aspiraba al poder, y a quien todo salió mal. Estaba claro que sólo perseguía desplazarme para ocupar mi espacio, y eso lo consiguió. Mi queja no va contra él, sino contra quien creyó sus palabras. Una llamada del Rey en el momento en que se vertieron esas acusaciones diciendo, oye, no me creo una palabra de eso, hubiera sido suficiente para mí, porque yo me conformaba con un detalle de afecto de un señor al que he servido fielmente durante diecisiete años».
Sabino Fernández Campo ha seguido viendo a los Reyes. De cuando en cuando le llaman o le invitan a almorzar, en iniciativas nacidas más de la preocupación que del afecto. En tales ocasiones, Sabino, con palabra medida y gesto suave, suelta verdades como puños que se estrellan en el rostro impenetrable de un hombre situado au dessus de todas las melés:
—Habrá mucha gente que viene a contar cosas a Vuestra Majestad —le dijo en cierta ocasión—, pero no sabe Vuestra Majestad la de gente que viene a contarme cosas a mí. Por ejemplo, el otro día alguien me contó que el Rey había dicho que se había confundido conmigo al darme el título de conde de Latores, cuando en realidad debió haberme dado el de conde Delator, porque yo hablo mucho, y no sabe el dominio que hay que tener para no ponerle a Vuestra Majestad una nota diciéndole ahí tiene usted ese título, haga con él lo que le parezca, que yo no lo quiero…
—Sí, sí —respondió el Monarca—, hay mucha gente que anda malmetiendo, pero tenemos que mantenernos unidos y sin fisuras, firmes en el afecto que nos une.
* * *
Sabino no sólo no ha podido defenderse de las acusaciones efectuadas en su día por Prado y Conde, sino que se ha visto sometido al estrecho mareaje de quienes siguen al detalle su vida privada y someten a interpretación cualquiera de sus afirmaciones, por trivial que sea, de acuerdo con el más riguroso de los códigos hermenéuticos.
Como muestra, un botón. En abril del 97 y tras reiteradas invitaciones, asistió a una cena en casa de Celso García en la cual se encontraban, entre otros, el empresario Fernández Tapias, a la sazón muy en boga por sus amoríos con la modelo Mar Flores, Pilar Navarro, madre de Juan Villalonga, y su marido, el doctor Pérez Modrego.
En un momento determinado de la velada, la Navarro preguntó a Sabino por las razones de la dura crítica a que le había sometido Pilar Urbano en un reciente programa de televisión, a lo que el aludido contestó retrotrayendo el inicio de su desencuentro con la periodista al momento en que ésta, trabajando en su libro La Reina, un éxito editorial entonces, insistió en ser recibida por el ex jefe de la Casa Real. La Urbano pretendía que Sabino le contara anécdotas de la Reina, algún cotilleo para darle «sabor» al producto, pero él se defendió cortésmente, asegurando que podía dar una opinión general de la Reina, «una persona excepcional —dijo—, toda una señora con la que por una vez hemos tenido suerte», pero no podía entrar en el terreno del chisme, lo que al parecer provocó el enfado de la Urbano.
Resultó que la madre de los Villalonga refirió el suceso a Ana Botella, de la cual es muy amiga, y Ana Botella lo transmitió por la noche a su marido, José María Aznar, y éste se lo contó finalmente al propio Rey en uno de los despachos semanales en Zarzuela, de modo que el relato, distorsionado en el viaje como la conocida historieta del eclipse cuartelero, hablaba de que el ex jefe de la Casa Real se había despachado a gusto y en público contra el Monarca, fantaseando sobre lo que sabía y sobre el daño que podría hacer si quisiera hablar.
El caso es que el Rey encargó a Miguel Primo de Rivera, portador de los recados reales en los últimos tiempos, que invitara a cenar a Sabino, lo que efectivamente hizo, para pulsar el estado de ánimo de su antiguo colaborador.
Un incidente que no hizo sino incrementar los sinsabores de Fernández Campo, un hombre de honor poco dispuesto a dar tres cuartos al pregonero. Y un incidente, en todo caso, que dice poco en favor de Aznar como correveidile del Monarca, un papel que difícilmente Felipe González hubiera desempeñado nunca.
Un comportamiento, el del presidente del Gobierno, tanto más inexplicable por cuanto que el Monarca no desaprovechaba la ocasión de poner a su primer ministro de chupa de dómine. Y es que, por uno de esos extraños guiños que de cuando en cuando hace la Historia, el Rey de España se había convertido en el primer fan del líder de un partido que incluso después de la muerte de Franco siguió haciendo profesión de fe republicana.
Juan Carlos I había llegado a sentirse muy cómodo con Felipe González en Moncloa. Le satisfacía el decir dicharachero, la grana andaluza, el quejío meridional del sevillano, del mismo modo que le desagradaba la seriedad de Aznar, su rectitud de castellano, su ascetismo de Semana Santa zamorana, poco o nada dado a la risa fácil, en las antípodas, en suma, de esa práctica generalizada que consiste en decir a todo el mundo lo que todo el mundo quiere oír, y que algunos llaman «borboneo».
Había, con todo, una razón de más peso que las simples «risas» para justificar la entente cordiale entre el Monarca y González, y es que ambos se habían convertido en copains de un sistema con vocación de régimen. El Rey y Felipe estaban atados por los secretos compartidos y el mutuo recelo frente a un hombre una generación más joven que ambos, que llegaba sin ataduras de alcantarilla, poco dispuesto a cerrar los ojos ante la gran melée de la corrupción felipista. Al Monarca siempre le iría mejor con Felipe que con Aznar.
Las relaciones del Monarca con sus primeros ministros nunca han sido fáciles. Incluso con Adolfo Suárez, con quien vivió años de vino y rosas, terminaron siendo tensas. La salida de Moncloa del abulense en 1981, sin el respaldo real al que se creía merecedor, dejaron en él un poso de rencor que ni los 200 millones de pesetas que el Estado le metió en el bolsillo, a propuesta del propio Monarca, para paliar su delicada situación económica consiguieron disipar.
Como ex presidente, Suárez ha desempeñado un curioso papel de go-between entre el Monarca y Felipe, a quien en el fondo considera responsable de su caída, y entre el Monarca y el propio Aznar, un papel que no pocos consideran responsable del compadreo que ha terminado por adueñarse de la Casa Real.
* * *
Llevaba José María Aznar más de un año como presidente del Gobierno cuando un día, mientras Juan Carlos I descendía las breves escalinatas de Zarzuela presto a montar en el coche, que le esperaba con el motor en marcha y la escolta lista, llamó a Palacio. Almansa salió corriendo, Señor, Señor, le llama el presidente del Gobierno, dice que si puede ponerse un momento, que es urgente.
Juan Carlos pudo, y regresó escaleras arriba hasta el edificio, donde su ayudante le presentó un teléfono. El Monarca, tras pulsar la tecla correspondiente, dijo con voz perfectamente audible para quienes estaban alrededor:
—Dime, Felipe.
—Soy José María Aznar.
—¡Ah, perdona, chico, qué despiste!
Un despiste que se ha reproducido en varias ocasiones. Y es que, para el Rey de España, como para tantas personas mayores de la España profunda, el presidente del Gobierno sigue siendo Felipe González. Un caso típico de apego «borbón», que hizo de Alfonso XIII un monarca «primorriverista», como Juan Carlos I lo es «felipista».
El Rey no aprecia a Aznar. Aprecia algo más a la señora presidenta, Ana Botella, que desde el principio de la legislatura ha pretendido desempeñar un curioso papel de puente, de bisagra entre ambos, para evitar que la relación terminara rompiéndose definitivamente.
Mucha gente está convencida de que el Monarca, puesto en la tesitura, votaría antes a Felipe González que a José María Aznar, a pesar de que el socialismo no ha sido nunca una doctrina proclive al régimen monárquico, y a pesar de que si algo distingue a este Rey, según quienes le conocen de verdad, es su extraordinario instinto de conservación.
Las ocasiones y situaciones en las que el Monarca, ante testigos, ha puesto «a caldo» a José María Aznar son incontables. No es de extrañar, por tanto, que las relaciones entre ambos hayan estado presididas por la frialdad estos cuatro años. Frente al simpático gitaneo de Felipe, la sequedad de Aznar, frío como una anguila. Frente al barroco andaluz, la austeridad del cisterciense castellano. Con la diferencia de que Aznar, con su frialdad a cuestas, siempre respetará al Monarca, lo que no se puede decir del cálido sevillano.
Como se demostró en memorable ocasión durante el último Gobierno González. El Rey realizó una escapada a la nieve de los Alpes suizos, contando con la complicidad del entonces presidente, pero éste, un par de días después del «váyase, que aquí me quedo yo» procedió a anunciar la imposibilidad de firmar un importante decreto-ley «porque el Rey está fuera de España». Lo que era tanto como decir que estaba incumpliendo sus obligaciones constitucionales.
A cambio de ese respeto, el líder popular ha recibido zancadillas con harta frecuencia. Como cuando el Monarca anunció el compromiso matrimonial de una de las infantas el mismo día en que Aznar era recibido por el presidente Clinton, una verdadera faena que robó todo el protagonismo mediático a la foto del presidente español saludando al amo del imperio americano. Una «coincidencia» de la que se quejó Aznar en Palacio.
Al final de la presente legislatura, sin embargo, las relaciones entre el Rey y el presidente parecen haber mejorado algo, y no porque éste haya variado sus pautas de comportamiento o porque, tras un viaje relámpago a Fátima, haya sido tocado por la varita mágica del hechizo andaluz, sino porque la labor de zapa de Ana Botella parece estar dando sus frutos.
Es Ana la que, firme en su propósito de acortar la distancia radical existente entre ambos, está pendiente de los cumpleaños de la Casa, los festejos, las celebraciones, las atenciones, las llamadas, las sonrisas… Una conducta que, sin embargo, sigue sin calar en el corazón del Rey y, mucho menos, de la Reina.
* * *
Lo peor, con todo, es que el actual presidente del Gobierno, un hombre que llegó limpio de polvo y paja, casi inmaculado, se ha visto involucrado en algunas de las malas prácticas que caracterizaron las relaciones entre Zarzuela y Moncloa durante los gobiernos González.
En noviembre del 96, Sabino recibió la citación de un juzgado de Madrid para declarar como testigo en la querella presentada por Javier de la Rosa contra el periodista Ernesto Ekaizer a cuenta de un libro del que es autor y en el que se relata la famosa visita que el ex jefe de la Casa realizó al domicilio madrileño de De la Rosa, en el paseo de la Castellana 47, portando un mensaje real.
Todo un compromiso para Sabino, llamado como testigo por ambas partes, acusador y acusado. ¿Qué hacer? Lo que hizo fue apresurarse a poner cuestión tan resbaladiza en conocimiento del Monarca.
«Aunque carezco de datos, debo imaginarme que las citaciones tendrán que ver con la cena mantenida con Javier de la Rosa, cuando me convocó despertando mi curiosidad pues, según él, quería aclararme la forma en que mi persona había sido utilizada para implicarme en distintas operaciones que ignoraba por completo.
»Consciente de tantas calumnias que se habían acumulado sobre mí al cesar en la jefatura de la Casa de V.M., he de reconocer que me preocupó también conocer las versiones de Javier de la Rosa, que tuve ocasión de transmitir a V.M.
»Ante la situación descrita, me parece obligado hacérselo saber a V.M. y reiterarle la misma lealtad que observé a través de mis largos años de servicio. Tenga V.M la seguridad de que mantendré la más absoluta discreción».
Unos días después, lunes 25 de noviembre del 96, Sabino recibió una llamada de Francisco Álvarez Cascos para pedirle amablemente que se pasara por su despacho en Moncloa. Picado por la curiosidad, así lo hizo. Con alguna torpeza, lógica en tan peculiar situación, Cascos, de asturiano a asturiano, vino a explicarle que el presidente había tenido noticia de una citación judicial para testificar a cuenta de una querella de De la Rosa, y que el Gobierno quería ayudarle «porque el asunto es delicado».
El afectado confirmó que, efectivamente, había recibido esa citación. El vicepresidente se puso en marcha y, delante del propio Sabino, marcó el número del abogado del Estado, porque lo mejor es informarnos primero de si tienes o no obligación de acudir. Tras colgar, Álvarez Cascos, mirando al ex jefe de la Casa del Rey, le anunció que el letrado opinaba que lo mejor era no ir a declarar; ¿qué podía pasar?, ¿una multa? Se paga y listo.
—Pero, ¿te das cuenta? Eso es un arma de dos filos —apuntaba Sabino—, porque la gente no es tonta y va a empezar a murmurar, va a preguntarse por qué no voy si la cosa es sencilla y no hay nada que ocultar.
—Bueno, vamos a ver si averiguamos las preguntas que quiere hacerte el juez, pero, de momento, discúlpate y no vayas.
Un día después de esta conversación en Moncloa, Sabino Fernández Campo recibió una escueta nota manuscrita de Zarzuela: «Infórmame de todo».
Las sorpresas no habían hecho más que empezar. El siguiente en hacerse presente fue Ramón Rodríguez Arribas, presidente de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM):
—Te llamo de parte de la ministra Mariscal de Gante, porque se ha enterado de que tienes que ir a declarar y opina que no debes presentarte.
—Pero, bueno, otra vez la misma historia, yo no tengo ningún interés en ir a declarar, pero, ¿cómo voy a desatender una orden judicial?
—Muy fácil, déjalo en nuestras manos, nosotros arreglaremos el asunto.
—Pero, ¿por qué motivo?
—La ministra invoca razones de Estado.
—Es que va a parecer que tengo algo que ocultar.
—Nada, nada, no te preocupes. Además, ya sabes que la jurisprudencia anglosajona es distinta a la española: allí te preguntan la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; aquí basta con que digas la verdad…
Tras una nueva llamada de Álvarez Cascos, Sabino decidió quedarse en casa. En parte, tenía sus motivos: un acto oficial a la misma hora y un amago de gripe que justificó la petición del correspondiente certificado médico.
A los pocos días, el Juzgado remitió un oficio con acuse de recibo del certificado, pero citándolo de nuevo a declarar ocho días después, con el apercibimiento consiguiente.
Segunda citación que provocó una nueva llamada del Monarca y la aparición en escena, por tercera vez consecutiva, del vicepresidente del Gobierno para anunciar que le iban a remitir las preguntas que podían serle formuladas en la cita judicial.
Fernández Campo asistía fascinado a lo que parecía una clara muestra de debilidad del Monarca. El Rey había acudido a pedir árnica al Gobierno, lo que implicaba ponerse en manos de José María Aznar.
Por fin llegó la hora de prestar declaración en el Juzgado de primera instancia n.º 13, en la calle Capitán Haya de Madrid. Tras larga espera en un pasillo convertido en el frenético ir y venir de un andén de estación, un oficial asomó por una puerta citando al testigo. El juez no se dignó saludarlo siquiera, carnet de identidad, profesión… A ver, el día tantos de tantos estuvo usted reunido con don Javier de la Rosa Martí en el número tal de la calle…? Sí, había estado reunido, pero por cuestiones privadas. No tenía nada que declarar, y mucho menos que aclarar. El titular del Juzgado estaba a punto de mandar el toro al corral apenas surgido en el albero cuando una de las abogadas de la acusación quiso entrar en faena, sí, sí, pero lo que verdaderamente nos interesa saber es de qué trató la conversación, saber si usted era portador de un mensaje… Y entonces el juez cortó por lo sano: no ha lugar a esa pregunta. Y extendiendo el acta de su declaración, ordenó: a ver, firme ahí. Ya puede irse.
Ahí podía haber quedado la cosa si, como era habitual todos los fines de año, Sabino no hubiera recibido el aviso de que el personal de servicio, así como todos aquellos que habían trabajado allí en el pasado, podían acudir el 23 de diciembre a Palacio a felicitar las Pascuas a los Reyes. El Monarca no abrió la boca, pero el jefe de la Casa, vizconde de Almansa, cogiendo a Sabino del brazo, le espetó con fingida cordialidad, haciendo un aparte:
—Menudo favor que te ha hecho el Rey, ¿eh? ¡Hay que ver la mano que tiene el tío!
—¿Cómo dices? —le espetó un asombrado Sabino.
—Sí, me refiero al lío ése del que te ha sacado en los juzgados. ¡Qué habilidad la de este hombre!…
* * *
Lo ha demostrado. Ha demostrado ser bastante más listo de lo que algunos de sus detractores creían, habiendo logrado incorporar a la nómina de los implicados en el gran silencio a un Aznar que llegó al Gobierno en estado cuasivirginal.
Todo lo cual se traduce en que, quienes hace cuatro años consideraban altamente improbable que el político castellano llegara un día a compartir el habitual chalaneo palaciego, estén hoy resignados, si no convencidos, de lo contrario. Lo único claro es que la relación entre el Rey y Aznar siempre será un pálido reflejo de la intimidad alcanzada entre el Monarca y Felipe González.
Lo vio toda España, y no sin rubor, el 24 de junio de 1998, cuando, con motivo de la recepción ofrecida para celebrar su cumpleaños en los jardines del Palacio Real de Madrid, Juan Carlos I dedicó, ante una nube de fotógrafos y cámaras de televisión, un caluroso, largo, efusivo abrazo, un tierno cheek to cheek a Felipe González, en el que sólo faltó el beso, mientras que instantes antes había saludado a José María Aznar con un protocolario apretón de manos.
La diferencia, cómo no, se encargó de explicitarla al día siguiente el diario El País con toda la fuerza de la imagen, al contraponer la frialdad del saludo a Aznar con la calidez del abrazo a González, para recordar a los españoles que la columna vertebral del Régimen (Juan Carlos I, González, Polanco) surgido de entre las cenizas de aquel invento extraño que fue la UCD seguía firmemente presente, estaba aún viva a pesar de la derrota electoral del 3 de marzo del 96.
Fue un gesto que molestó al menos a la mitad de los españoles. «Que nadie se equivoque: el Rey es más listo que el hambre —aseguraba un importante miembro del gabinete Aznar—. Es un tío que se tiró veinte años tragando sapos de Franco y de los chicos del Movimiento, y ésa fue su mejor universidad. Y si él da ese abrazo es porque tiene sus prioridades…».
La prioridad del Rey de España se llama hoy Jesús Polanco. Desde principios de los ochenta, el editor cántabro es consciente del enorme poder adquirido por su Grupo sobre los destinos de la Monarquía española, sabedor de que el futuro de la Institución depende en buena medida de una posición contraria o favorable hacia ella por parte de Prisa.
Mario Conde y Lourdes Arroyo recuerdan habérselo oído decir con rotundidad en las Navidades del 91, en el elegante marco del hotel Jardín Tropical de Tenerife y en presencia de Matías Cortés:
—En España —decía Polanco—, si el diario El País toma una actitud beligerante en contra de la Monarquía, la Monarquía está jodida. ¿Por qué? Porque esta Monarquía se basa en el consenso, llamémoslo así, de los intelectuales para hacer la vista gorda y no ser agresivos con ella. Y como los intelectuales son de El País, están en El País, si nosotros ponemos a la intelectualidad en contra, la Monarquía dura dos minutos…
El editor era un hombre que, cuando Prisa ya despuntaba como el grupo de comunicación más importante de España, seguía haciendo gala de republicanismo.
—Soy republicano —repetía ante sus invitados en el Jardín Tropical, mientras aforaba buen champán francés—. Prisa y El País son un proyecto republicano, y eso no debe olvidarlo el Monarca.
El cántabro era un hombre que, hasta que Mario Conde le franqueó la entrada a Palacio, vivía de espaldas al Monarca, y que, tan cerca como el año 90, tenía muy escasa o ninguna relación con el Rey. Dominado por los complejos, ese alejamiento de la Casa Real era sentido como un desprecio que alcanzaba categoría de insulto cada vez que, por contra, veía retozar al Monarca con gente como los hermanos Ansón, un Luis María, por ejemplo, que no dejaba de fustigar a El País con el apelativo de «diario gubernamental» y con las alusiones al porno duro de los viernes noche de Canal Plus, una realidad que tantos remordimientos producía en sus católicos socios, tipo Emilio Ybarra.
Hasta que un día sucedió lo inevitable. El Rey honró con su presencia un happening gastronómico organizado por Rafael «pequeño saltamontes» Ansón, acontecimiento que quedó debidamente reflejado para la Historia en las páginas de huecograbado de ABC. Y Polanco montó en cólera, y El País se largó un editorial titulado «¿Qué hace el Rey?» en el que, entre líneas, se ponía de manifiesto que el periódico, más que un negocio personal, era un conglomerado de intereses políticos, económicos y culturales de los que el Monarca no podía prescindir si quería seguir vivo.
La obsesión del felipismo con los Ansones llegaba a tales extremos que, en los prolegómenos de la campaña electoral para las generales del 93, Polanco comentó un día a Conde que Felipe González estaba decidido a hacer público todo el material de que disponía en contra de los hermanos.
—¿Tú tienes alguna información sobre esta pareja? —preguntó el cántabro.
—Yo no tengo más información que el contrato que tengo suscrito con una empresa de Rafael.
—¿Me podrías pasar una de las facturas que te gira?
—Vale, pero te advierto que es un contrato de asesoramiento perfectamente legal.
Polanco había llegado a la conclusión de que había que escribir un libro contra los hermanos y, de paso, ajustar algunas cuentas pendientes con una serie de periodistas que parecían haberle perdido el respeto. Lo anunció en unas de las reuniones del llamado «pacto de los editores», primera mitad del 93, en presencia de Mario Conde y Javier Godó.
—Pero, ¡joder!, ¿quién se va a prestar a escribir ese libro?
—No te preocupes, que eso está resuelto. Lo va a hacer un chico que ha fichado Juan Luis para los trabajos sucios.
* * *
Aquel «¿Qué hace el Rey?» provocó el lógico revuelo en Palacio. Mario Conde, entonces portaestandarte del Monarca, llamó enseguida al editor.
—¿Qué significa esto, Jesús?
—Me llamas por el editorial de El País, ¿no?
—Sí. ¿Cómo has dejado que metieran eso?
—¿Cómo que he dejado? Yo personalmente corregí la última versión ayer por la noche, antes de darla a la rotativa.
—No me fastidies, ¿y eso?
—Porque no se puede tolerar que, después de atacarnos como nos atacan todos los días, el Monarca ande de frivolidades con unos tíos a quienes, en el fondo, lo de la gastronomía les importa tres cojones, porque lo que quieren demostrar es el acceso que tienen a la Corona. Y si la Corona se junta con mis enemigos, pues la Corona debe entender que me va a tener en frente. Esto es sólo un aviso de lo que puedo hacer.
—Pero hombre, ¿no te parece todo un exceso?
—Nada, nada, que no se puede consentir que este tío esté metido en los saraos de esa pareja.
El banquero informó inmediatamente al Rey.
—Señor, tenemos que hablar, porque esto hay que arreglarlo enseguida.
Hablaron largo y tendido. En realidad, y a partir de la muerte del conde de Barcelona, Mario Conde no hacía otra cosa que hablar con el Monarca. De cuando en cuando le echaba una miradita al banco.
—Vamos a ver, Señor, ¿De qué conoce a Jesús Polanco?
—De nada. No le conozco de nada. En realidad no le he saludado nunca
—¿No le llama?
—Nunca jamás.
—Pues eso no puede seguir así; él es un hombre importante, con mucho poder, y hay que cuidar ese flanco, Señor, tener alguna deferencia con él, no sé, alguna llamadita de cuando en cuando, porque a veces a mí se me escapa que he estado hablando con el Rey y noto cómo le afloran los celos… Hay que tener cuidado con esta gente porque, con tal de defender sus intereses, es capaz de cualquier cosa, incluso de posicionarse contra la Monarquía.
—¡Pero si es que no ha mostrado el menor interés por pasar por aquí!
—Pues yo le aseguro que lo tiene. Él se harta de decirme que le importa un bledo que el Rey le llame o le deje de llamar, y cuando alguien insiste tanto es que precisamente está deseando que vuestra Majestad le llame.
—¿Y con qué motivo?
—No hace falta motivo. Invítele a pasarse por aquí cualquier día a charlar un rato. Llámelo y cuídelo.
El consejo surtió el efecto deseado. Pocos días después, en una de las múltiples reuniones que banquero y editor mantenían antes de la intervención de Banesto, Polanco dio el santo y seña:
—Oye, que ya me ha llamado tu amigo.
—¿Qué amigo?
—El Monarca. Que ya me ha llamado.
—¿Ah, sí? ¿Has hablado con él?
—Sí.
Y al día siguiente fue el propio Monarca quien dejó constancia del hecho ante Mario. Polanco respiró al fin tranquilo. Y encantado. El hombre que tantas veces se había declarado republicano convencido se mostraba fascinado ante la perspectiva de viajar de cuando en cuando a La Zarzuela y ser recibido como lo que era: una de las fuerzas vivas del país.
Una fuerza viva obsesionada de pronto con la «teoría de los dueños» que le había vendido bien almidonada Mario Conde:
—Tú puedes ser, Jesús, el gran editor español, porque eres el único propietario de prensa en este país, y un hombre como tú no debe mezclarse con los inferiores, con los Asensios, ni siquiera con los Godós, con nadie.
Y Jesús Polanco se lo tomó tan a pecho que empezó a exigir un cierto protocolo en actos oficiales (durante los funerales por don Juan, conde de Barcelona, por ejemplo) y en aquellas contadas ocasiones en que debía juntarse con sus teóricos «pares». Le entró también la obsesión por cuidar Santillana, creando la fundación del mismo nombre como un paso hacia el ansiado título nobiliario, porque don Jesús empezó a obsesionarse por el marquesado, «tú tienes que ser marqués de Polanco», le decía Mario, aunque quizá el título que más le pete sea el de marqués de Santillana, un nuevo noble dispuesto a lidiar con los «proverbios» del dinero en verso de pie quebrado.
Y sabiendo que el Rey no tuvo más remedio que hacer marqués al editor Lara, dueño de la editorial Planeta, nadie en su sano juicio puede albergar duda de que Jesús Polanco Gutiérrez será, cuando se lo proponga, marqués de lo que quiera, entre Santillana y Polanco.
—Si a Escámez le hizo marqués de Águilas, a ti te hará también algo —decía embelesado el editor.
—No espero menos —replicaba con cierta sorna el banquero—, pero a mí me tiene que hacer algo más que conde, porque yo Conde ya soy…
Polanco había entrado, por fin, en la cofradía de los hombres más próximos al Rey, mientras que, a su vez, un outsider como Mario Conde había entrado a formar parte de núcleo del Sistema (por mucho que a partir del 28 de diciembre del 93 dijera lo contrario), del cogollo de un Régimen que parecía haber encontrado en Felipe González su salvoconducto para la eternidad.
Mario y Jesús, Jesús y Mario desempeñaron un papel decisivo ante un Felipe González dispuesto a tirar la toalla en el horizonte de las generales del 93, adelantadas por culpa del escándalo Filesa, convenciéndole de que debía presentarse de nuevo a la reelección en contra de José María Aznar «porque así conviene a nuestros intereses».
Y Mario y Jesús, Jesús y Mario, felizmente hermanados en el famoso «pacto de los editores» con Javier Godó y Antonio Asensio, se convirtieron en el equipo médico habitual que vigiló las constantes vitales de aquel enfermo político que era González en los primeros meses del 93. Mario llegó a viajar a la finca de Manolo Prado, en la carretera de Sevilla a Huelva, para entrevistarse allí con Felipe González y su cuñado Palomino e intentar convencerle de que tenía que seguir en la brecha.
—Pero, Señor, ¿está seguro de que lo que necesitamos es tener a González otra legislatura más? —preguntaba el banquero.
—Que sí, que sí, que tiene que volver a ganar —insistía, resuelto, el Monarca.
* * *
El fantasma de los celos, ¡ah, el eterno problema!, no dejaba, sin embargo, de proyectar su amenazadora y creciente sombra sobre las relaciones entre ambos. Los intentos de Mario por blindarse uniendo a su condición de banquero la de empresario de prensa causaban una mal disimulada inquietud en el cántabro. La propia Mariluz se encargaba a veces de encelarle con no poca picardía:
—Este —decía señalando con el dedo a Mario en plena discusión— es ya un editor como tú, pero es que encima tiene un banco y tú no.
Poco antes de la intervención de Banesto, el editor le llamó un día de muy mal humor: se había enterado de la mejor tinta de que el banquero pretendía levantar un grupo de comunicación más importante que el suyo —su secreta preocupación— y para ello estaba en conversaciones con el Grupo Zeta y con el Banco Central Hispano, y todo iba a empezar por la compra de Diario 16, y eso era ilegítimo, porque no se podía utilizar el dinero del banco para tales menesteres.
De las palabras a los hechos, el editor había frustrado en el 92 la compra del diario La Vanguardia, que el banquero tenía apalabrada con Javier Godó. Para cerrarla, Conde invitó a «La Salceda», su finca en los Montes de Toledo, al abogado Jiménez de Parga, al periodista Manuel Martín Ferrand, a su alter ego Arturo Romaní y, naturalmente, al propio Godó. A la hora del desayuno, el señor conde de Godó se largó un bonito discurso sobre las virtudes de la empresa familiar para concluir que, tras haber pasado buena parte de la noche meditando, había llegado a la conclusión de que tenía que amoldarse a los tiempos y, por lo tanto, dar «boleta» al diario heredado de su padre.
—¿Puedes venir un momento? —preguntó el editor a Mario en pleno café con leche colectivo.
Ambos fueron escaleras arriba hacia la planta superior de la casa y, de pie en un rellano, Godó se confesó. Quería que el banquero le pusiera fuera de España parte del dinero que debía cobrar por la operación.
De regreso a Madrid, Conde llamó a su amigo Polanco y le contó la nueva: estaba a punto de hacerse con un diario de tanta tradición como La Vanguardia.
—Esa operación es cojonuda, pero para hacerla yo —le contestó un Polanco que parecía relamerse ante tal eventualidad.
—Ya, pero es que este tío quiere dinero fuera. Y eso sí que yo no sé cómo hacerlo.
—Eso no sería ningún problema para mí. Porque ten en cuenta que yo soy importador y exportador de libros…
Los celos. Algunos de los protagonistas recuerdan todavía el espectáculo de una cena celebrada en la calle Triana, Jesús Polanco, Juan Luis Cebrián y Matías Cortes, con señoras, más la pareja anfitriona. Por un motivo trivial, al editor le dio un ataque de furia que ni el cuerpo de bomberos de Madrid hubiera podido aplacar. Como suele ocurrir en estos casos, Polanco la pagó con el más débil: Matías Cortés, a quien obsequió con una bronca descomunal.
Al día siguiente, los de Prisa partían de viaje, invitados al espléndido barco de Jaime Botín, que navegaba por aguas de Nuevas Hébridas, norte de Escocia. Por la tarde, Conde llamó a Matías desde Madrid.
—¿Cómo andan las cosas por ahí, macho?
—Divinamente. Esto es una gozada.
—¿Y cómo está el jefe? ¿Se le ha pasado ya el berrinche?
—Totalmente. Está encantado.
—Y eso ¿por qué?
—Porque le han dicho que ha salido un ranking en El Siglo donde lo ponen como más influyente que tú.
* * *
El nombramiento de Fernando Almansa como jefe de la Casa del Rey fue el episodio que definitivamente encendió la hoguera de los celos. Aquel chico de Tuy quería llegar demasiado lejos, demasiado deprisa.
Prado y Conde habían decidido acabar con Sabino Fernández Campo, aunque para ello tuvieran que recurrir a las malas artes de la difamación y el engaño: era Sabino quien estaba deslizando las informaciones aparecidas en prensa, particularmente en El Mundo, en torno a los escarceos del Monarca. Había que cargarse a un Sabino que, además, estaba «loco».
—Hazme un perfil del hombre que necesitamos —pidió el Monarca.
Y entre Prado, Paco Sitges y Conde acordaron que fuera un diplomático. Ya era hora de rescatar al Monarca de la férula militar. Mario, siempre un paso por delante, se acordó de su amigo Almansa, un diplomático tan discreto como desconocido que, en aquellos momentos, se disponía a ocupar un puesto de segunda fila en la embajada de Washington. Una oportunidad de oro para el gallego. «Hagamos esta operación en secreto, si queremos que salga adelante».
Fernando Almansa conoció la buena nueva de labios de Conde en una fiesta celebrada en la finca toledana de Antonio Sáenz de Montagut. A partir de entonces, el diplomático empezó a darse a conocer en saraos varios a los que la larga mano de don Mario le hacía invitar. El siguiente paso consistió en una entrevista con Paco Sitges y Manolo Prado. El Monarca todavía no había oído hablar de él.
En los últimos días de diciembre del 92 se tomó la determinación de llevar a cabo el cambio. Almansa, que se encontraba de vacaciones en una finca de su esposa en la provincia de Jaén, fue llamado con urgencia a Madrid.
Mario Conde, a la sazón en Mallorca, recibió una llamada del Monarca:
—Tengo que decírselo a Felipe González.
—¡Espérese, Señor!
—No puedo, ya se lo he dicho.
—¿Y qué ha respondido Felipe?
—Que ni hablar. Que a Sabino no se le puede quitar así como así. Que hay que esperar hasta que se jubile.
El presidente del Gobierno acababa de arruinar la única prerrogativa real: el nombramiento del jefe de su Casa. Conde se dio cuenta del envite: si el Rey agachaba la cabeza y aceptaba la negativa de González a llevar el nombramiento de Almansa al Consejo de Ministros del 8 de enero, era hombre muerto para el futuro. No había más remedio que tirar para adelante. Pero, ¿quién ponía el cascabel al gato? Que fuera Manolo Prado quien hablara con Sabino, y que Polanco se encargara de convencer a su amigo Felipe.
El matrimonio Conde se fue a la finca del editor en Valdemorillo para pasar allí la festividad de los Reyes Magos. La mansión era aquel día una jaula de grillos, repleta de voces y ruido. Por sus lujosos pasillos distraía sus penas un Plácido Arango doliente y dolido, que acababa de ser abandonado por Cristina Macaya. Polanco, que no tenía la menor idea de la operación, quedó como petrificado en su sillón:
—¡Esto es demasiado…!
—¿Qué es lo que es demasiado, Jesús?
—Que sí, hombre, que ya es demasiado, Mario ¿no te das cuenta? ¡Un amigo tuyo! ¡No puedes tener tanto poder en la Casa Real!…
Conde quedó perplejo y en silencio, como si de pronto le hubieran abandonado las ideas, incapaz de oponerse a la catarata de objeciones del cántabro, hasta que, hurgando con urgencia en su fichero mental, creyó encontrar un argumento de peso:
—Pero, bueno, Jesús, ¡qué cosas estás diciendo! ¿Te has percatado de que en el paquete va también el nombramiento del secretario de la Casa, que es un Spottorno? ¡Si va a decir la gente que los has nombrado tú, un Spottorno, hombre!…
—¡Aaaah…! —exclamó el editor, súbitamente aliviado.
El editor quedó encargado de convencer a Felipe González para que no pusiera pegas a la salida de Sabino de la Casa Real, El encargo quedaba en las mejores manos.
* * *
Pero no sólo era Polanco el que temía el excesivo poder de Mario Conde sobre el Monarca. También el mejor amigo del Rey había visto las orejas al lobo. Manolo Prado, en efecto, había intentado una jugada desesperada para colocar en Zarzuela a uno de sus peones. Para ello organizó una cena en su casa de Sevilla con el Rey y Conde como únicos invitados.
Nada más iniciado el convite, el banquero comenzó a oír con profusión un nombre nuevo para él: el del marqués de Tamarón.
—Y tú crees, Manolo, que este chico, Tamarón, puede hacerlo bien como jefe de la Casa?
—Seguro que sí, Señor. El marqués es persona elegante, de buen trato, habla bien…
Y entonces Conde saltó como un lebrel:
—Pero, vamos a ver, ¿no estábamos hablando de Almansa?
—Pues no, estamos pensando en Tamarón.
—¡Ah!, bien, me parece muy bien, pero yo no lo conozco.
Un Conde ofuscado se dio cuenta de que estaba a punto de perder la partida a manos de un Prado que veía en peligro el privilegiado papel que hasta el momento venía desempeñando en Palacio. Si, tras haberse quedado con las finanzas del Monarca, Conde lograba meter a uno de sus hombres como jefe de la Casa, sus días como favorito de Juan Carlos I podían estar contados. Tenía que abortar el nombramiento de Almansa. Pero el banquero no estaba dispuesto a soltar sus cartas tan rápidamente.
—Bueno, vamos a ver, Señor, quiero aclararle una cosa antes de seguir hablando. Punto número uno: yo no voy a ser el jefe de la Casa. Punto número dos: si es Almansa, a mí no me importa ayudarle, pero si es una persona a la que no conozco, yo no puedo comprometerme a ello.
—Déjanos solos un momento —pidió el Rey a Prado con gesto terminante.
Cuando Manolo hubo abandonado el comedor, el Monarca se encaró con Conde:
—Te voy a hacer una pregunta, Mario: si elijo a Almansa, ¿tú te comprometes a ayudarme?
—Por supuesto, Señor.
—No se hable más. Que entre Manolo.
Con Prado delante, el Rey soltó una de sus frases redondas por toda explicación:
—Bueno, entonces, vamos a ver, Manolo, ¿cuándo hacemos lo de Almansa?…
En aquel mismo instante se acabó la historia del marqués de Tamarón. Prado perdía protagonismo ante el avance arrollador de Conde. El Monarca confiaba en el banquero, pero «el manco» no estaba dispuesto a resignarse. Aquella pelea no estaba decidida.
* * *
Al día siguiente del festejo de Valdemorillo, y en la perspectiva del Consejo de Ministros del día 8 que debía aprobar el nombramiento, el Rey llamó a Conde, cerca ya de las once de la noche, muy preocupado:
—Me acabo de enterar de que El País saca mañana lo de Fernando, y eso nos viene mal que salga antes de tiempo. Habría que pararlo.
—Bueno, bueno, veré lo que puedo hacer.
El banquero llamó al editor.
—Oye, Jesús, sobre lo que te conté ayer, ¿tú sabes si el periódico tiene esa información?
—No lo sé, pero ahora mismo me entero.
Muy pronto llamó de vuelta.
—Sí, tienen la información, y la vamos a sacar mañana.
—¡No me jodas, hombre, que acabo de hablar con el Rey y me dice que eso no puede salir!
—Pero, ¿cómo voy a levantar yo una portada?
—¡No me fastidies, Jesús, páralo! ¡Me tienes que hacer ese favor!
—Bueno, bueno, por una vez, pase.
Pero, como suele ser habitual, media hora después el Rey había cambiado de opinión al respecto.
—Oye Mario, que he pensado que sería bueno que saliera mañana, porque así se pincha el tema y asunto resuelto. ¡Cuanto antes, mejor!
—Pero, Señor, con lo que me ha costado convencer a Polanco, como ahora vuelva a llamarle para decirle lo contrario, que no, que la noticia tiene que salir mañana, me va a mandar a freír espárragos…
Mario Conde no tuvo más remedio que hacer lo que le pedían.
—Jesús, me vas a matar, pero las cosas han cambiado: que des mañana la noticia.
—¡Pero qué cachondeo es éste!
—Ya lo siento, chico, pero me acaba de llamar y ha cambiado de opinión.
El presidente de Banesto ganó la batalla de Almansa, pero perdió la guerra de Mario Conde. Explicitar hasta ese punto su influencia sobre el Monarca, su control de la Casa Real, fue uno de los mayores errores que cometió antes del 28 de diciembre del 93. El chico del pelo engominado y cara de velocidad era un peligro para mucha gente. Esa equivocación iba a conducir a sus enemigos hasta las puertas de Banesto.
* * *
La intervención del banco no consiguió quebrar la relación entre el Monarca y su entorno más próximo, a pesar de que la tónica de los contactos cambió radicalmente.
Cuando, el 5 de mayo del 94, Felipe González, con alevosía y nocturnidad, decidió meter a Mariano Rubio en la cárcel para salvarse de la quema electoral, Mario Conde supo que, más pronto o más tarde, acabaría siguiendo el mismo camino. Estaba condenado: Felipe no podía sacrificar sólo a Rubio, al fin y al cabo uno de los suyos, como exponente de los escándalos del felipismo. Tenía que ampliar el abanico de la corrupción a la sociedad civil, metiendo en la cárcel al banquero malo.
El día anterior a su primer ingreso en prisión, el 23 de diciembre de 1994, un solícito Manuel Prado llamó al domicilio de la calle Triana.
—Bueno, Mario, yo te llamo, y cuando te digo «yo», ya sabes quién soy «yo», para decirte que estamos contigo plenamente y que ánimo.
—Mira, Manolo, yo te digo a ti, y ya sé quién eres tú, que no tengáis ningún miedo, que no hay problema, y que las fidelidades se demuestran precisamente en los momentos duros. A estas horas de la noche no sé si mañana me van a meter en la cárcel, que es lo más probable, pero podéis estar absolutamente tranquilos.
A su salida de la cárcel, el 31 de enero del 95, Conde, que había recibido la solidaridad de otro ilustre carcelario, Javier de la Rosa, conoció por boca del propio JR el episodio de los 100 millones de dólares cobrados por Manuel Prado de KIO y, muy preocupado, tiró de teléfono para llamar a Fernando Almansa con intención de ponerle al corriente. Pero el jefe de la Casa escurrió el bulto, como si el asunto no fuera con él, remitiéndole a la Asesoría Jurídica Internacional.
—Pero ¿tú eres bobo?
—Nada, nada, que no quiero saber nada. Habla con la Asesoría Jurídica de Exteriores.
—¡Pero no te entiendo! ¿Qué tendrá que ver lo uno con lo otro? A mí me ha dado el señor De la Rosa una información que me parece muy grave y que quiero transmitirte, porque a este tío no se le puede dejar así, porque no está bien. Delante de mí se ha tomado dieciocho ginebras con hielo, no ha parado de hablar, gesticulando, gritando, ¡y quiero saber qué coño hago con él!
Tras hablar con el propio Monarca y ponerle en antecedentes, decidió llamar a Prado, con quien seguía estando en buena relación. Y Prado, con el encargado de la seguridad del ex banquero por testigo, juró y perjuró que todo era mentira, una fantasía nacida en la imaginación de JR: ni había 100 millones de dólares ni rastro de ellos.
—Lo que pasa es que De la Rosa es un delincuente. Eso es lo que es.
—Pues, chico, no sabes la alegría que me das.
—No te preocupes, no hay nada que controlar.
Sin embargo, el fin de semana siguiente, Conde, en compañía de Fernando Garro, se llevó a Javier de la Rosa a «La Salceda». Y el catalán apareció con los documentos de la cuenta suiza Sogenal y la relación de los abonos. La reacción del gallego fue terminante: JR tenía todo el derecho a perseguir a Prado hasta el fin del mundo, pero no podía subir ni medio peldaño más hacia arriba.
Al lunes siguiente, el banquero llamó a Prado hecho una hiena:
—Oye, he tenido a éste en la finca el fin de semana, y tiene más razón que un santo.
—Te vuelvo a repetir lo que te dije el otro día: todo es mentira.
—Pero ¿cómo que es mentira? ¡Si me ha enseñado los abonos!…
—¡Ese tío es un sinvergüenza que falsifica papeles, falsifica cartas, falsifica lo que haga falta!
* * *
Aquel día se inició un proceso de distanciamiento paulatino entre ambos personajes. La ruptura definitiva se produjo el día en que Diario 16 abrió su portada, 10 de noviembre del 95, anunciando, con gruesos caracteres tipográficos, un supuesto chantaje al Rey por parte de Javier de la Rosa y, subsidiariamente, del propio Mario Conde. Detrás de esa información estaba la mano de Prado, si bien es cierto que «el manco» no se había embarcado por gusto en esa patera. Muy al contrario, alguien le había pedido que lo hiciera, dentro de una operación de Estado muy clara.
Felipe González, abrumado por la denuncia efectuada por el diario El Mundo en torno al espionaje telefónico del Cesid que afectaba incluso a Su Majestad, había decidido empezar a repartir estera y acabar con los «chantajistas» que, en su opinión, llevaban acosándole desde el día que recibió a Jesús Santaella en el despacho presidencial.
Y al día siguiente de la información de Diario 16, el líder socialista arremetió contra ellos en un mitin electoral celebrado en Barcelona. El chantaje al Rey revelado por el periódico era la prueba del nueve de lo que él mismo venía denunciando desde hacía tiempo: la existencia de una conspiración para derribarlo del Gobierno, discurso que se convertiría en el leit motiv de su campaña para las generales del 96.
El ex banquero, en lugar de callarse, lo que hubiera resultado mucho más prudente, concedió una entrevista a Antena 3 en su casa de la calle Triana en la que negó rotundamente las acusaciones.
La respuesta de González fue fulminante. Había que acabar con ellos de una vez por todas. El Consejo de Ministros encargó al fiscal general del Estado que ejercitara las acciones legales pertinentes contra el banquero malo, como punto de partida de una operación cuyo plato fuerte consistía, nada más y nada menos, en implicar directamente al Monarca pidiéndole que confirmara oficialmente haber sido chantajeado por Mario Conde.
El jefe de la Casa, Fernando Almansa, recibió una llamada del fiscal general anunciándole que tenía orden de interponer una querella contra los supuestos chantajistas, particularmente contra uno, pero que, naturalmente, necesitaba un testimonio de peso para soportarla. Almansa, además de frío, se mostró tajante:
—Mira, de De la Rosa no sé nada y de Mario sólo te puedo decir una cosa: eso es imposible.
Inmediatamente después de colgar, quien llamó fue el superministro Juan Alberto Belloch, aparentemente muy irritado:
—Oye, me dicen que estás poniendo pegas al fiscal general, y tú serás muy amigo de Conde, pero está en juego la seguridad del Estado. ¡Es imprescindible criminalizarlo, te lo advierto!
—Yo no sé lo que está en juego, ministro, pero lo que no puedo hacer es mentir.
Al día siguiente, quien estaba al aparato era el propio Felipe González. El presidente exigía a Almansa que avalara personalmente la denuncia de chantaje al Rey, pero Almansa se resistía.
—¿Has hablado de este asunto con el Rey? —preguntó el jefe de la Casa.
—Sí, hablé ayer.
—¿Y qué te dijo?
—Que sobre Mario no estaba dispuesto a decir nada.
—Pues lo mismo te digo yo.
El felipismo quería volver a meter en la cárcel a Mario Conde, nada menos que bajo la acusación de alta traición.
Era el segundo intento de reducir a cenizas al ex banquero de Tuy. El primero había tenido lugar un par de meses antes, septiembre del 95, cuando El País se encargó de pregonar urbi et orbi la famosa «conspiración» de un Conde que había pretendido chantajear al Gobierno con los centenares de microfichas que el coronel Perote se había llevado distraídamente en su cartera cuando abandonó el Cesid.
Pero aquel autobús no había podido ir muy lejos, porque el hecho incontrovertible era que el presidente del Gobierno y su ministro de Interior y de Justicia habían recibido en el Palacio de La Moncloa a un modesto abogado de nombre Jesús Santaella y nadie les había puesto la pistola al cuello para que lo hicieran. Un sapo difícil de tragar por la opinión pública.
De modo que, a finales de año, y enfrentado a unas elecciones que ni el propio Aznar iba a poder impedir que perdiera, Felipe decidió elevar dramáticamente el listón aprovechando el tumulto provocado por Javier de la Rosa y los famosos 100 millones de dólares de Prado: ¡el chantaje al Gobierno se convirtió en chantaje al Rey!
El PSOE necesitaba un argumento de peso para invertir el sentido del voto. Necesita un malo con garantías: Mario Conde. Felipe quería contar por los tablados de España la historia de un gobernante muy bueno que había tenido la mala suerte de tropezarse con un banquero muy malo, el cual tenía a su servicio a un periodista igualmente malo y sin escrúpulos, y entre ambos habían sido capaces de inventarse la historia del GAL para sacarlo del Gobierno.
Estaba todo pensado, pero falló (normal, por otro lado, cuando un Belloch está por medio) la premisa mayor: les falló Su Majestad el Rey. Y ahí Felipe se rajó. El envite que llegó a plantear al Monarca le pareció demasiado peligroso. No se atrevió a dar un paso que quizá hubiera resuelto un problema personal y de partido (volver a ganar las elecciones generales de marzo del 96) a cambio de abrir una crisis institucional de enormes proporciones.
La querella, con todo, siguió su curso. Antes de ser archivada, Manolo Prado compareció como testigo en la instrucción, aunque su declaración, en línea con las instrucciones recibidas, resultó absolutamente exculpatoria para Conde.
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Prado no tuvo más remedio que ayudar al ex banquero, aunque ganas de acabar con él no le faltaran. Para entonces, en efecto, el mejor amigo del Rey había cambiado ya de bando con armas y bagajes, como se puede escuchar en las cintas grabadas por la famosa vedette antes aludida —un asunto que el sevillano estaba intentando saldar por aquellos días—, en las que acusa duramente a su antiguo copain de estar dañando a la institución monárquica.
Manolo Prado, jugando a favor de González, ya había amarrado su barca en la ribera de Jesús Polanco. En realidad lo había hecho en 1994, casi inmediatamente después de verse obligado a admitir ante el juez Moreiras haber recibido los 100 millones de dólares de KIO, asunto que había negado hasta la extenuación.
Una confesión que causó los estragos de un maremoto. En efecto, un Prado totalmente desmoralizado, casi desquiciado, comenzó a dar tumbos y a cometer equivocaciones del calibre de la ya mencionada relación telefónica con Kuwait, donde, sin freno de ninguna clase, profería afirmaciones que eran bombas de relojería colocadas en las defensas de las instituciones.
La nueva mujer de Prado, Celia Corona, no estaba dispuesta a admitir que su marido fuera a la cárcel para tapar otras responsabilidades, hasta el punto de que, en reuniones familiares, había manifestado su disposición a revelar el destino final del dinero si ello era necesario para evitar la prisión. Con un Prado a punto de derrumbarse y «cantar la gallina», Celia se mostraba taxativa: Manolo ya era mayor, estaba a punto de ser padre de nuevo y tras las rejas no se adivinaba ningún horizonte de futuro. Cada palo tenía que aguantar su vela.
Sobre el sevillano comenzaron a llover todas las presiones del mundo. El ilustre Manuel Prado y Colón de Carvajal necesitaba un árbol donde ahorcarse. La enemistad manifiesta con que le distinguía Luis María Ansón le imposibilitaba acogerse al paraguas informativo de Prensa Española y el diario ABC. La otra posibilidad de buscar protección ante lo que se avecinaba era contar con la cobertura del diario El Mundo, pero, eso, más que pedir peras al olmo (más bien un fresno que todos los días le medía el lomo con su mejor vara), era casi un imposible metafísico. ¿Qué hacer, entonces? A Manuel Prado, el hombre al que muchos han comparado con un nuevo Manuel Godoy, no le quedaba más salida que echarse en brazos del Grupo Prisa. El escándalo KIO iba a servir en bandeja a Jesús Polanco la posibilidad de convertirse en el verdadero poder fáctico de este país.
¿Qué le podía ofrecer Polanco? El paraguas del grupo de comunicación más poderoso e influyente de España. Una entente, además, que parecía exenta de contradicciones, por cuanto El País estaba atacando con saña a Mario Conde, y Conde y De la Rosa, otro casto varón muy presente en el santoral de Cebrián, parecían haber salido de la cárcel hechos un par de amigos.
Manuel Prado se entregó a Jesús Polanco, el único hombre que podía protegerlo de forma efectiva y salvarlo del descrédito público y del riesgo de ir a la cárcel, contando con Clemente Auger al frente de la Audiencia Nacional. Y Polanco lo acogió amorosamente en su seno, porque eso iba a poner en sus manos la llave de la fortaleza. Polanco estaba dispuesto a blindar a Prado, a cambio de que Prado le hiciera partícipe de los secretos que atesoraba.
Por eso Prado, un hombre en el cruce de todos los caminos en la Historia de España de los últimos treinta años, aseguraba en las famosas cintas de KIO que «El País es el único periódico serio que defiende a “mon patrón”».
Naturalmente, lo que hizo Prado fue entregar al Rey en el ara sacrificial del editor. Juan Carlos I se convertía en prenda de Jesús Polanco y su grupo mediático. Comprando la información de Manolo Prado, el editor se transformaba en intocable.
La primera consecuencia directa del pacto fue la «muerte» de Mario Conde, el final de Mario como fuente de poder cercana al Monarca, Polanco reclamaba para sí toda la influencia sobre el Rey, de modo que había que dinamitar el obstáculo Conde para hacerse, en solitario, con el cotarro de Zarzuela. Había, pues, que matarlo y esparcir al viento sus cenizas. Sobraba también Fernando Almansa, lo que explica el intento, frustrado, de ponerlo en la calle en el 95, porque Almansa era amigo y testigo de Mario y podía seguir siéndole fiel.
Y fue Prado quien suministró a Polanco y El País la información de la llamada «trama suiza» de Conde, el Grupo Euman-Valyser. En realidad, la «muerte» civil del ex banquero de Tuy fue una gran demostración de fuerza de Jesús Polanco ante los poderes fácticos del Estado.
Porque la realidad es que hasta finales del 95, dos años después de ocurrida la intervención de Banesto, Conde seguía manteniendo un contacto muy fluido con el Monarca. Para romperlo, para acabar definitivamente con esa relación, los «felipancos» montaron la historia del chantaje al Rey, después de comprobar que la «conspiración» de Santaella no había dado los resultados apetecidos. Decidieron entonces, y a través de Diario 16 (no se atrevieron a utilizar El País), elevar el listón a la Corona. Pero el Monarca se mantuvo firme, negándose a testificar contra Conde. La consecuencia inevitable, no obstante, fue el deterioro de la relación entre ambos, relación hoy inexistente. De esta forma, el Monarca quedó en manos de Jesús Polanco.
Hubo un día en que Ansón publicó en ABC, con visos de escándalo, la noticia de que la querella del fiscal del sumario Banesto, Florentino Ortí, ahora en las filas más rentables del bufete Garrigues, era una simple copia del informe realizado por los peritos del Banco de España, y ese mismo día, Polanco, sentado frente a Fernando Almansa, despotricó como un poseso contra Ansón, «¿a qué juega el Luis María éste?, ¿es que no sabe que lo de Mario tiene que ser por cojones?».
Había que acabar con Mario y hacer lo propio con Francisco («Paco») Sitges, el otro amigo del Rey. ¿Quién sienta en el banquillo a Sitges? ¿Quién lo mete en la trama suiza? Hay quien sostiene que el mismo diario que metió a Conde (Javier de la Rosa asegura tener pruebas de que se pagaron 300.000 francos al abogado suizo Gallone para que lo implicara), en una operación absolutamente coordinada. Era un problema de poder. Polanco se había dado cuenta de que quitando de en medio a los amigos tradicionales del Monarca, y con Prado bien cogido por el ronzal, se quedaba como único amo de La Zarzuela.
El sábado anterior a la declaración de Gallone, 5 de febrero del 96, ante la comisión rogatoria enviada a Lausanne, Paco Sitges visitó a Su Majestad, quien le sorprendió con un consejo que le dejó frío:
—Oye, ten mucho cuidado con tu abogado Gallone.
—Pero, Señor, si va a hablar de…
—Yo te digo que tengas cuidado.
Sitges estaba tranquilo, porque pensaba que estaba todo bien amarrado, pero días después se llevó la sorpresa de su vida cuando el suizo declaró que los dueños de Asni y de Jamuna eran Mariano Gómez de Liaño y él mismo.
¿Cómo sabía el Monarca el sentido de la declaración que iba a efectuar Gallone? ¿Quién se lo dijo? Posiblemente los mismos que habían montado la trama, decididos a restar toda credibilidad a Sitges sentándolo en el banquillo.
A través de Manuel Prado, Polanco «conquista» al Rey, lo cual significa disponer de un canal informativo directo con el Monarca. Y lo «conquista» con la intención de servirse de él cuando sea menester. ¿Cuándo? Quizá nunca; tal vez muy pronto. ¿Con qué motivo? El único realmente importante: que esté en peligro el negocio, es decir, el Grupo Prisa.
Sólo tuvo que esperar la llegada del PP al Gobierno y la aparición en escena del caso Sogecable. Asediado en los frentes empresarial, mediático y judicial, el editor utilizará en la pelea las armas suministradas por Prado. Su tabla de salvación será Prado y, en último término, el Rey.
En realidad, lo que hizo fue convertir su problema en una razón de Estado, que el propio Monarca se encargó de poner sobre la mesa del presidente del Gobierno. Lo cual explica la llamada de Aznar a Álvarez Cascos, y la de Cascos a Margarita Mariscal, y la de ésta al fiscal general del Estado. «Este hombre no puede ir a la cárcel, ¿nos hemos vuelto todos locos?»… Aznar no lo hizo por miedo o afecto a Polanco, sino porque antes había recibido una llamada de altura pidiendo árnica para el editor.
Eso salvó a Polanco. El Gobierno Aznar no tenía más remedio que sacarlo del atolladero de Sogecable, porque Polanco no habría consentido sentarse en el banquillo, y mucho menos Cebrián, el hombre bisagra entre Polanco y Felipe González. En ese momento fraguaron en íntima comunión dos intereses imbatibles: Prado (que podía ir a la cárcel por el caso KIO) y Polanco (que corría el riesgo de ir a parar al mismo sitio por el caso Sogecable).
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Una trama que explica el hecho de que Manolo Prado no esté en la cárcel cuando De la Rosa lleva ya más de un año (desde el 15 de octubre del 98) en prisión preventiva. Porque Prado forma parte de la entente, de ese pacto no escrito que eleva el caso KIO a cuestión de Estado. Por eso se ha salvado él, y se ha salvado también el señor Polanco.
Todo el edificio constitucional podría, sin embargo, venirse abajo como consecuencia de las causas abiertas en torno al caso KIO, una ante la Corte de Londres y otra en Madrid, que instruye la juez Teresa Palacios. Es, sin duda, el asunto que más preocupa en estos momentos para la estabilidad del país.
Si la investigación del caso Torras llegara a progresar sin interferencias políticas del más alto nivel, existen pocas dudas de que la juez Palacios llegaría a toparse, como el aventurero en la isla, con el tesoro.
Quienes desean ver resplandecer la verdad en este caso, como en tantos otros, podrían llevarse, sin embargo, una nueva decepción. Los resultados del juicio de Londres están desde hace meses en las páginas de los periódicos y aquí no ha habido más terremoto conocido que el de Turquía. Los líderes de Kuwait no parecen interesados en amargarle a Manuel Prado y Colón de Carvajal los últimos días de su vida. ¿Por qué no va a pasar otro tanto en los tribunales de Madrid?
El único cabo por atar reside en asegurar el silencio de Javier de la Rosa. De momento, el catalán se pudre en la cárcel de Can Brians en régimen de prisión preventiva, situación que constituye sin duda uno de los escándalos más sonoros de la Justicia española. Pero, ¿cuántos años de cárcel está dispuesto a soportar sin exhibir las pruebas que ha dicho siempre guardar, entre otras la relativa a esa cuenta en Licchtenstein a la que fue a parar el dinero de KIO?
El 13 de septiembre de 1999, el diario La Vanguardia publicó un revelador reportaje, obra de los periodistas Martín de Pozuelo y Santiago Tarín, en el que podía leerse: «Tanto la familia como sus abogados están convencidos de que De la Rosa es víctima de un elaborado plan de manipulación psicológica con el objetivo de que no revele datos comprometedores para terceras personas o que, en el caso de que lo hiciera, fuera tomado por loco […]. En síntesis, la presunta manipulación habría partido del Cesid, haciéndose efectiva mediante el concurso de un intermediario colaborador del procesado».
Mercedes Misol, su mujer, se mostraba a mediados del mes de octubre aún más concluyente: «Le han puesto un cuidador, un tipo relacionado con el Cesid, que le visita y le llama todos los días a la cárcel, le cuida y le aconseja. Y ha conseguido poner a Javier en contra mía, de sus hijos y de sus abogados. Nosotros somos los malos, y ellos son los que le van a “salvar”, a sacar de la cárcel. Pero todo “mañana”. Quieren agotar sus defensas y convertirlo en un vegetal sin capacidad para reaccionar y defenderse».
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Tal es la situación actual, la de un modelo que apunta síntomas crecientes de agotamiento, consecuencia del «apaño» que significó la transición y otros pecados no menores como el 23-F. Pero el pueblo español, en un ejercicio de realismo político digno de elogio, no quiere cambios, odia los sobresaltos, recela del salto en el vacío que, en las actuales circunstancias, con la vertebración del Estado abierta aún en canal, supondría plantear la vieja disyuntiva Monarquía-República. El sangriento recuerdo de la Guerra Civil sigue vivo en el inconsciente colectivo de los españoles, como una vacuna que rechaza toda clase de aventurerismos. No más querellas civiles.
Es el único tema realmente tabú existente hoy en los medios de comunicación españoles. Nadie sacaría nunca a relucir un escándalo que fuera creíble y que afectara a la estabilidad de la Institución de manera efectiva. No, desde luego, Pedrojota y El Mundo. Menos aún el ABC. Asensio, dueño del Grupo Zeta, es un hombre con un instinto de supervivencia demasiado desarrollado. ¿La familia Ybarra y el Grupo Correo? Nadie se metería en ese lío, excepto el Grupo Prisa. Naturalmente, siempre y cuando hubiera una razón de peso que lo justificara. Por ejemplo, si estuviera en juego, por iniciativa de un Gobierno hostil, la supervivencia del entramado de dinero y poder tejido por los «felipancos» en los últimos veinte años. Porque en ese caso, pocos dudan, empezando por el propio Monarca, que Polanco, solo o con la ayuda de su brazo político, lanzaría su órdago sobre la mesa nacional. El «republicano» Polanco es, pues, el hombre que hoy maneja el «paraguas nuclear» de la estabilidad institucional española. Es, al tiempo, el primer defensor y la gran amenaza de la institución monárquica.