A Manuel Murillo, dirigente de los socialistas históricos españoles en el interior, no le sorprendió la llamada matinal de Manuel Fraga. El ministro de la Gobernación del Gobierno de Arias Navarro le invitaba a cenar esa misma noche en un reservado del restaurante Jockey.
—¿Se trata de algún tema político?
—Por supuesto.
—¿Te importa si voy con Prat?
—En absoluto.
El ministro franquista y el socialista represaliado se tuteaban. Era casi una imposición de don Manuel, nada melindroso en el trato, siempre sin pelos en la lengua, directo al grano. A la mutua condición de gallegos se añadía la circunstancia de que Murillo había estudiado con las hermanas de Fraga y conocía mucho a su madre, a cuya casa, en sus tiempos de estudiante en Santiago, había acudido en más de una ocasión a tomar café. Existía, pues, una relación amistosa entre ambos que el muro de la ideología no había conseguido borrar del todo.
Los contactos, como no podía ser de otro modo tras la ruptura que impuso el franquismo, habían quedado reducidos al ámbito político, directamente relacionados con la condición de Murillo como secretario general del PSOE Histórico. Con tal motivo, ambos habían mantenido ya varias reuniones desde la muerte de Franco. Recién llegado de la embajada española en Londres, Fraga sabía que la democracia en España seria una realidad tarde o temprano, y con ella la existencia de partidos políticos, por lo que buscó el contacto con los representantes de los partidos tradicionales, a los que procuró una discreta protección en los últimos años de la clandestinidad, evitando cualquier exceso de los elementos ultras. «No quería que nos pasase nada porque sabía que los partidos no tardarían en ser legalizados».
Pero cuando, en aquel primer semestre de 1976, un poderoso Fraga, muy barnizado de democracia a la inglesa, le llamó para invitarle a cenar, Manuel Murillo estaba lejos de sospechar la trascendencia del evento. El dirigente socialista había visitado con cierta asiduidad ese templo de la política y los negocios que es Jockey. Varías veces había almorzado allí con otro gallego, Otero Novas, director general de Política Interior. Y también en Jockey el propio Murillo había presentado a Fraga a Victoria Fernández España, miembro de la familia propietaria de La Voz de Galicia, un periódico cuyo favor cultivaba don Manuel. De esa presentación surgiría la relación entre Fraga y Fernández España[16], que al poco tiempo pasaría a formar parte de Alianza Popular, partido con el que alcanzaría el escaño de diputada y el cargo de vicepresidenta del Congreso.
El ministro abordó en seguida el motivo de la cita, sin esperar siquiera a consultar la carta que amablemente un camarero había repartido entre los comensales. Manuel Murillo sabía que, con Fraga al lado, no merecía la pena perder el tiempo husmeando entre la oferta gastronómica. Don Manuel se encargaba de pedir por todos. Don Manuel era así. Murillo recuerda un almuerzo en Jockey con Víctor Salazar[17], otro socialista histórico, en el que Fraga se empeñó en que sus invitados tomaran pescado, porque había un pescado «muy rico y muy gallego».
—Gracias, don Manuel, pero a mí me apetece un filete —replicó Víctor Salazar.
—No, no, tú tomas pescado.
—Que no, muchas gracias, que tengo bastante con un filete con patatas.
—Ni hablar. No le haga caso —insistía terminante don Manuel ante el atribulado camarero—. Tráigale pescado.
Salazar zanjó la curiosa disputa con una palmada en la mesa:
—Pero, vamos a ver, Fraga, ¿usted me ha invitado a comer o a comer pescado?
Aquella noche de la primavera del 76 no hubo discrepancias con el menú. El asunto que les había reunido parecía demasiado importante como para perder el tiempo en detalles.
De acuerdo con la explicación de Manuel Fraga, el Gobierno de Arias Navarro alentaba una respuesta violenta a las acciones del terrorismo etarra. Arias estaba decidido a contestar a los atentados de la organización separatista con el bíblico «ojo por ojo y diente por diente». Había que hacer algo para detener aquella sangría. Responder al terrorismo con su misma moneda.
—Hay un plan elaborado, que tengo encima de mi mesa y que Arias quiere impulsar sin demora. Un grupo de policías, que ya está seleccionado, se encargaría de llevar a cabo las represalias en el sur de Francia. Es gente consciente de que no van a servir para la democracia, de modo que una vez ejecutada su misión de descabezar a la cúpula etarra se retirarían, al extranjero incluso, con un buen sueldo, y a correr…
Murillo y Prat, que había sido nombrado presidente del PSOE por el Congreso del interior, habían cruzado varias veces la mirada mientras hablaba el político gallego. Aunque el cargo tenía más de elemento decorativo que de ejecutivo, condición que recaía sin discusión en el secretario general, a Murillo le gustaba contar con la ayuda de Prat en aquellos eventos que se presumían importantes. Tanto Prat, viejo lobo de la política, como Saborit, experto en relaciones internacionales, tenían siempre a punto ese sabio consejo que brota de una dilatada experiencia política.
—¿Y por qué nos cuentas esto, Manolo?
—Porque esto son palabras mayores. Esto es un delito, y como estoy convencido de que los partidos políticos van a ser una realidad en este país dentro de poco, no quiero pasar a la Historia como el que tomó una decisión de este calibre en solitario. Por eso quiero que sepáis que este plan existe y que me digáis qué os parece, qué opináis vosotros.
Prat solía repetir, a modo de latiguillo, el mismo consejo a su compañero y amigo: «Antes de decir nada, cuenta hasta diez». Pero esta vez Murillo no necesitó la ayuda de la aritmética.
—Me parece una locura.
Prat lo miró con gesto aprobatorio. Tampoco había necesitado recurrir a los números para llegar a esa conclusión.
Manuel Fraga habló de «una docena de funcionarios» (policías) que, a través del Servicio Central de Documentación (Seced), creado por el almirante Carrero Blanco, tenían localizada a la cúpula de ETA en el sur de Francia con direcciones, movimientos, fotografías, etc. Todo estaba preparado. Era cuestión de ponerlo en marcha. El plan consistía en secuestrar a los etarras, traerlos a España y liquidarlos. Eliminación fue la palabra utilizada por el político gallego.
—Esa es una idea descabellada, Manolo, una barbaridad, y como ciudadano, como periodista y como abogado no puedo decir otra cosa. Algo inaceptable desde todos los puntos de vista. Y dime una cosa, ¿tú crees que de esta forma vais a acabar con el terrorismo de ETA?
—En absoluto —corroboró Fraga—. Además, esas cosas siempre se acaban sabiendo, y ya no sólo por las responsabilidades penales que en el futuro pudieran derivarse, sino porque la Historia será muy dura con una iniciativa de esta clase, y yo no estoy dispuesto a asumir ese coste en solitario.
—¿Con quién más has hablado de esto? —preguntó Murillo.
—Con Gil-Robles,
—¿Y qué te ha dicho don José María?
—Lo mismo que vosotros. Que no le gusta el tema. Que le parece una locura.
—¿Y con quién más?
—Con Miguel Boyer y con Felipe González.
Murillo no le preguntó por la respuesta de los jóvenes líderes del renovado PSOE salido de Suresnes. Las relaciones de Murillo y Felipe, más que malas, eran pésimas. «Estábamos a insulto diario en los medios de comunicación, y preferí callar. No quise saber más, aunque supongo que su respuesta fue también negativa».
Muchos políticos de la época están convencidos de que el padre de la idea era el coronel Ignacio San Martín, director del Cesid, pero, fuera quien fuera el autor moral y material del proyecto, lo cierto es que Manuel Fraga, tal vez porque no encontró apoyos o porque sinceramente era reacio a una iniciativa de aquella clase, no puso en marcha el plan de «desmoche» de la cúpula etarra. Paralizó la iniciativa y la dejó dormir el sueño de los justos.
* * *
Murillo permaneció expectante en los meses sucesivos, como sin duda quedaron Prat y el resto de políticos a quienes Fraga había confiado su terrible secreto. No ocurrió nada. Tampoco en 1977 y en los años sucesivos. La operación continuó congelada bajo los mandatos de Martín Villa, Juan José Rosón e Ibáñez Freire como ministros del Interior.
¿Por qué entonces el empeño del PSOE en endilgar a los gobiernos de la UCD la paternidad de la banda? ¿Por qué la protesta de tanto socialista honrado argumentando que existió actividad «en contra de las bandas terroristas» antes de la llegada del PSOE al poder?
Parece una evidencia que, con anterioridad a la Constitución del 78, incluso antes de la transición, existieron grupos más o menos incontrolados (el famoso Batallón Vasco Español entre ellos), en una medida difícil de precisar por cuanto los organismos de seguridad gozaban de una autonomía muy notable alentada por el propio sistema. Por un lado estaba la Policía, por otro la Guardia Civil y además los distintos servicios de información militares. Al no existir un control democrático de su funcionamiento, sus acciones quedaban impunes. No había que dar cuenta de lo que pasaba, y tampoco había un Parlamento democrático capaz de exigir responsabilidades.
Durante el Gobierno de Arias Navarro, los servicios de información estaban todavía circunscritos a los tres ejércitos. El del Aire, el más evolucionado, se había abierto ya a conceptos democráticos que todavía estaban lejos de prender en las otras armas y, en consecuencia, su servicio de información se comportaba como un servicio militar, con labores centradas exclusivamente en el campo de la defensa aérea del territorio.
El servicio de información del Ejército de Tierra, en cambio, tenía objetivos mucho más ambiguos, como corresponde al protagonismo político de que había disfrutado con la dictadura. Sus tareas no sólo abarcaban las labores puramente militares, sino que también se implicaba en el campo de las actividades políticas contrarias al Régimen. Este servicio fue el que, por ejemplo, actuó con saña contra la Unión de Militares Demócratas (UMD).
Sin embargo, fueron los servicios de información de la Marina los que más se distinguieron por su dedicación «política», en una especialización que eclipsó cualquier otra actividad. El primer pilar del Régimen, antes que el Ejército de Tierra, era la Marina, y sus servicios de información gozaron de una enorme influencia bajo el almirante Carrero Blanco.
Además, en la Presidencia del Gobierno que entonces ocupaba el propio Carrero Blanco también se encontraba el Seced, donde proliferaban los marinos, y que en realidad era un servicio de defensa del Régimen. Coronando el pastel, el Ejército contaba con el servicio de información de la Junta de Jefes del Alto Estado Mayor, el llamado «Servicio de Documentación», que tenía misiones de contraespionaje y una operativa más acorde con lo que podía ser un servicio de inteligencia tradicional.
En ese ambiente tuvo lugar el asesinato de Carrero Blanco. Y aunque todos los servicios de información militares prestaron su apoyo para tratar de descubrir a los culpables, fue el de Marina el que se sintió con el deber y el derecho de profundizar en la investigación y vengar el asesinato. Y fue ese servicio el que realizó algunas actuaciones en el sur de Francia con ese propósito de venganza, entre otras el asesinato de Argala, una operación que hubiera resultado imposible llevar a cabo sin contar con una red de apoyo sobre el terreno de la que sólo ellos disponían.
Los servicios de información de Tierra, Marina y Aire, más el Servicio de Documentación del Alto Estado Mayor, se integraron en 1978 en un sólo organismo, el Centro Superior de Información de la Defensa (Cesid), que bajo los auspicios del general Gutiérrez Mellado empezó a funcionar ese mismo año.
El Cesid nació como un intento de poner orden en el caos de unos servicios cuyas funciones se solapaban y cuya operativa estaba reñida con cualquier criterio democrático y de funcionalidad. Con el Cesid, Gutiérrez Mellado pretendió transformar aquellos reinos de taifas en una inteligencia moderna, aunque en un primer momento resultó imposible evitar la influencia de los servicios anteriores, en general, y el lastre de los marinos, en particular. En efecto, quienes en un principio se hicieron con las riendas del Cesid procedían de la Marina, cuyo protagonismo en los primeros momentos fue evidente, porque eran ellos los que tenían experiencia en la lucha contra ETA. De ahí la figura del célebre don Pedro «el Marino», y de ahí que los dos primeros aspirantes a la jefatura de la Agrupación Operativa fueran un marino y José Luis «Pepe» Cortina.
Los problemas de Adolfo Suárez con unos servicios cuyo funcionamiento desconocía y de cuya lealtad desconfiaba quedan patentes en el hecho de que, cuando llegó a Moncloa, no pidió el asesoramiento de esos servicios militares a la hora de montar su seguridad. En realidad, Suárez desembarcó en la Presidencia con la mochila al hombro. Carente del menor respaldo, hasta su propio centro de comunicaciones estaba trufado por gente perteneciente a los distintos servicios. «No es que me vengan a servir —decía con ironía—, es que me vienen a controlar».
Suárez no tuvo más remedio que echarse en brazos de la CIA norteamericana, que fue la que, de forma indirecta, le ayudó a organizar su propia seguridad. La CIA y hombres como López de Castro, un comandante que en aquellos momentos actuó con auténtica lealtad a su persona, más algunos otros que también le sirvieron con fidelidad. Con estos antecedentes, y con una reforma política por delante que, entre otras cosas, incluía la legalización del PCE, estaba claro que Adolfo Suárez no tenía más remedio que soltar el lastre que suponían esos servicios y encargar a Gutiérrez Mellado su transformación en lo que sería el Cesid.
Las dificultades fueron numerosas. En «La Casa» recuerdan todavía la visita que el propio Suárez realizó para, en compañía del general Gutiérrez Mellado, explicar las intenciones del Gobierno con respecto a la nueva institución y dar unas directrices de funcionamiento democrático. Pues bien, cuando los políticos abandonaron el edificio, el entonces director, general Bourgón López Dóriga, realizó una serie de comentarios descalificando las palabras del presidente y señalando que el centro de información pensaba seguir a su aire. «Estos han venido a decirnos lo que tenemos que hacer, pero ya veremos nosotros lo que hacemos». Enterado de los comentarios de Bourgón, Gutiérrez Mellado lo destituyó de forma fulminante en veinticuatro horas y lo mandó a reflexionar a Melilla.
El político abulense se sentía perdido en el proceloso mundo de los espías. «¿Esto es cosa de los servicios?», preguntaba cuando ocurría alguna acción aparentemente inexplicable en el País Vasco. «¿Quién controla esto?» Cuando llegó al poder, el Batallón Vasco Español estaba dando sus últimas boqueadas. Suárez no sabía quién lo movía ni a quién reportaba, y cuando preguntaba no obtenía respuesta convincente. La solución consistía en comenzar a limpiar el patio de todos aquellos que pudieran estar relacionados con la guerra sucia y montar sus propios servicios de información. Fue la tarea que acometió Gutiérrez Mellado con la creación del centro.
De hecho, una de las primeras labores que emprendió fue realizar una amplia «operación limpieza» consistente en jubilar a todos los que habían tenido algo que ver en la lucha contra la ETA de los primeros tiempos o que venían marcados por ella, caso del citado Pedro «el Marino» (que había estado relacionado con tipos de la catadura de Jean-Pierre Cherid) y de otros muchos que poco a poco fueron desapareciendo de la escena. ¿El Batallón Vasco Español? Ahí estaba cuando llegó Suárez, cierto, pero, en contra de la tesis que esgrime el PSOE, fuera de todo control oficial.
Ahora bien, el GAL ¿comenzó a funcionar antes de la llegada del PSOE al poder? Como tal GAL, nunca. Cosa distinta es que las actividades de la guerra sucia comenzaran antes, pero durante la transición esa actividad nunca estuvo controlada por el Estado.
* * *
Recién llegado Adolfo Suárez a la Presidencia del Gobierno, con el Servicio Central de Documentación instalado aún en el palacete de Castellana 5, frente a la plaza de Colón de Madrid, Emilio Cassinello (miembro del Seced, diplomado de Estado Mayor en Guerrilla y alumno aventajado de la escuela de contrainsurgencia norteamericana), se le acercó un día con un recado poco tranquilizador:
—Presidente, aquí hay un proyecto de lucha contra ETA que está en el cajón desde los tiempos de Carrero Blanco, ¿qué hacemos con él?
Suárez le respondió que no entendía de esos temas, pero que, en principio, lo que acababa de oír no le gustaba nada. Lo pensaría.
La cuestión se abordó en profundidad durante las segundas vacaciones de verano, mes de agosto, de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, en la casa que Antonio van de Walle, un coronel del Ejército muy bien relacionado con los servicios de inteligencia españoles y norteamericanos, posee en Bagur, Costa Brava, y en la que Suárez estaba invitado.
—¿Te importa que convoque aquí a mi gente para una reunión? —pidió permiso al dueño de la casa.
—En absoluto.
Y allí, ante Fernando Abril, Gutiérrez Mellado, Emilio Cassinello, Alonso Manglano y el propio Van de Walle, Suárez realizó un análisis de la situación de la lucha antiterrorista y comentó que había un proyecto que, desde los tiempos de Carrero Blanco, llevaba varios años congelado, un plan que alguien le había recordado, y no tengo elementos de juicio, aparte de que no me gustan esas cosas, pero yo delego la decisión en quien realmente sabe de estas cuestiones, que no es otro que el general Gutiérrez Mellado, un hombre que cuenta con mi total confianza, de modo que lo que él decida será respaldado por mí hasta el final.
Entonces tomó la palabra Gutiérrez Mellado para decir que no era partidario de esos métodos, que si pensara que de esa forma se iba a acabar con ETA no habría problema en contratar los servicios de la mafia marsellesa para matar etarras en el sur de Francia, pero que no creía en absoluto que ésa fuera la solución, y que además ese tipo de acciones no se podían realizar en un Estado democrático.
Y allí se acabó la historia de los GAL con la UCD. Lo que no quiere decir que, cuando Felipe González llegó a Moncloa, no hubiera ya actuado en el sur de Francia un «generoso batiburrillo»[18] de grupos parapoliciales españoles: Triple A (Alianza Apostólica Anticomunista), Batallón Vasco Español (BVE), Antiterrorismo ETA (ATE), etc., con un saldo de nueve muertos y tres heridos. Se trataba de grupos y acciones difícilmente controlables desde el Gobierno, dada la autonomía y libertad de que gozaban los distintos servicios y cuerpos de seguridad crecidos a la sombra del franquismo. La mayor parte de esas acciones fueron llevadas a cabo por mercenarios reclutados por los Santamaría, Ballesteros, Cassinello, Conesa, Martínez Torres et altri, soldados de fortuna que pertenecieron a la OAS francesa, la ultraderecha italiana y los bajos fondos marselleses, tipos como Jean-Pierre Cherid, Carlos Gastón y Georges Mendaille, que acabaron instalándose en la costa mediterránea española.
* * *
El programa electoral con el que el PSOE ganó las elecciones generales de octubre de 1982 incluía entre sus principales objetivos (punto 4.5, sobre «política antiterrorista y contra la subversión anticonstitucional») la necesidad de abordar globalmente el problema del terrorismo y la involución, convencidos de que una cosa alimentaba a la otra, «Tanto el terrorismo de extrema derecha como el de extrema izquierda, el GRAPO y el independentismo de ETA», afirmaba el documento, «sirven hoy de soporte a la subversión anticonstitucional».
Sin embargo, lo que realmente preocupaba a Felipe y sus hombres recién llegados al poder era el riesgo de golpe militar. Y no sólo porque el susto provocado por la intentona del 23-F permaneciera entonces muy fresco en la memoria, sino porque el mismo 27 de octubre, víspera de las elecciones generales que elevaron a González a los altares, el Cesid había abortado otra intentona con sangre que, de haber triunfado, hubiera dejado el 23-F convertido en un juego de niños.
De acuerdo con la documentación incautada al coronel Muñoz, que contenía el plan de operaciones, se trataba de un golpe de Estado en toda regla, con órdenes concretas sobre uso de la fuerza en caso de encontrar resistencia.
Nada supo la opinión pública de aquella intentona. La debilidad del Estado democrático era tal que, en aquellos momentos, la más elemental prudencia aconsejaba no dar publicidad a lo ocurrido para no alarmar aún más a la población. Por fortuna, el Cesid llevaba meses siguiendo de cerca los preparativos, lo que hizo posible desmontarlo en la noche del 27-0. El Centro había venido realizando un gran esfuerzo de infiltración en áreas involucionistas, un proceso en el que desempeñaron un papel destacado el coronel Juan Alberto Perote, que se haría luego famoso por otros motivos, y el teniente coronel Bastos, que llevaba el área de involución.
La suerte les sonrió una tarde en que, merced al seguimiento a que estaba siendo sometido, descubrieron que Muñoz había estado visitando a Milans del Bosch en la cárcel, antes de acudir a la Academia de Artillería de Fuencarral, donde estaba destinado, de la que salió al caer la tarde con un par de maletines en las manos.
Por fortuna, Muñoz cometió el error de dejar esa documentación en el maletero de su coche mientras asistía a una cena con Blas Piñar y otros destacados ultraderechistas. Los hombres del Cesid, tras localizar el automóvil aparcado al lado del restaurante Biarritz, procedieron a abrir el vehículo y fotografiar la documentación antes de volverla a reponer en sus carpetas como si nada hubiera ocurrido. Para su sorpresa, lo que allí había era una orden de operaciones para el día siguiente, 28 de octubre, jornada electoral, con un objetivo claro: acabar con el sistema democrático. El plan incluía el clásico esquema de intervención de medios de comunicación, especialmente televisiones y centros gubernamentales, y órdenes concretas para poder utilizar la violencia si se diera el caso, «Ocupar y eliminar», decían los textos incautados.
Acabada la operación, los agentes se dirigieron al Centro, donde mostraron a Emilio Alonso Manglano la documentación intervenida. El director del Cesid se puso de inmediato en contacto con Alberto Oliart, a la sazón ministro de Defensa en funciones, quien decidió actuar policialmente ordenando el arresto de los conjurados.
Nada más ser nombrado ministro de Defensa, Narcís Serra se reunió con Emilio Alonso Manglano para ratificarlo al frente del Cesid (cargo para el que había sido nombrado por Oliart) y transmitirle el deseo urgente del nuevo Gobierno de abordar la involución y el terrorismo como misiones principales del Centro. Y así lo expuso el propio Manglano a sus hombres de confianza en la primera reunión que mantuvo con ellos: «El Gobierno socialista me confirma en el puesto, y nos impone dos misiones concretas».
Tras años de comprobar el frustrante comportamiento de Francia en la lucha contra ETA, la falta de colaboración francesa se había convertido para los gobiernos de Madrid en una especie de obsesión que, a partir de octubre de 1982, heredó el primer Ejecutivo socialista. François Mitterrand y los socialistas franceses todavía guardaban de los etarras una cierta imagen heroico/romántica como guerrilleros de la libertad contra la dictadura franquista, visión que revelaba un desconocimiento palmario de la realidad de la Constitución española del 78 y del propio Estatuto de Gernika, que otorgaba a los vascos grandes dosis de autogobierno.
Tras la primera entrevista que como presidente del Gobierno español mantuvo con Mitterrand, Felipe González volvió a Madrid francamente cabreado por la soberbia de su colega, una especie de mariscal imbuido de la grandeur napoleónica, porque le había tratado «como un pobre de pan pedir»:
—Les vamos a organizar a éstos un problema terrorista en suelo francés que se van a enterar.
En las filas socialistas (especialmente entre la gente del Ministerio del Interior de José Barrionuevo) fue tomando cuerpo la idea de trasladar el problema del terrorismo etarra a Francia. Había que darles una lección. Demostrarle a París que lo de ETA no era ninguna broma, y que tenían que empezar a colaborar con el Gobierno de Madrid.
En ese momento, el Cesid estaba en mantillas en el País Vasco francés. «Habíamos mandado algún agente durante el año 82, pero más en misiones de sondeo que otra cosa —señala una fuente de La Casa—. Meros pinitos. Juan Ortuño, que entonces mandaba la unidad operativa, envió a un par de agentes a estudiar a la Universidad de Pau. Y poco más. La exigencia del nuevo Gobierno, sin embargo, supuso un paso adelante y dio un impulso decidido a las actividades del Centro en Francia. De pronto, empezamos a tomarnos con verdadero entusiasmo la idea de combatir el terrorismo en el país vecino».
Lo cual estaba en perfecta sintonía con la filosofía del programa electoral socialista, que, en un interesante precedente del espíritu que animó la aparición de los GAL, aseguraba que «el Estado no puede regatear medios humanos y materiales para establecer su poder e imponer la ley».
El Cesid veía la lucha contra ETA como una operación de inteligencia en la que no se debía descartar ninguna de las alternativas, incluida la opción de la violencia. No excluir la actividad real implicaba estar preparados para afrontarla si el Gobierno así lo ordenaba. Esa tarea se abordó durante los primeros meses de 1983, y consistió en preparar la Unidad Operativa para su eventual participación en acciones violentas, sin descuidar la actividad de inteligencia propia de un servicio secreto.
Esa dualidad, perfectamente compatible, quedó reflejada en una serie de estudios realizados por aquel entonces en La Casa, en los que se recogen los pros y contras del paso a la actividad violenta frente a las ventajas que, en cambio, representaba una actividad puramente de inteligencia. Tal dualidad, señal de la inquietud que una eventual actividad armada producía en el Centro, estaba presente en el célebre documento —entre otros— del mes de julio del 83, la denominada «acta fundacional» de los GAL, donde también quedaba claro que el primer objetivo era el secuestro de miembros cualificados de ETA para trasladarlos a España e interrogarlos.
* * *
Como parte de su trabajo de inteligencia, el Cesid se fue introduciendo con éxito en los ambientes etarras del sur de Francia. «No sin dificultades, logramos infiltrar gente en su entorno, lo que nos permitió mantener una vigilancia constante sobre los eventuales objetivos, viendo cómo se movían, por qué medios, con qué ayudas… Y ello, repito, como parte del trabajo de inteligencia, aunque sin descartar que un día nos pidieran otra cosa».
Dos de tales agentes (cuyo despliegue en el país vecino no ha sido negado por nadie, ni siquiera por el teniente general Alonso Manglano) habían logrado acomodarse con tanta naturalidad en los medios abertzales del sur de Francia que, cuando consiguieron uno de sus principales objetivos (contactar y reclutar a «Monique», una mujer de triple nacionalidad, antigua colaboradora de la Policía francesa), remitieron un informe a su base comentando las características de la ciudadana, las posibilidades que ofrecía, y otros sugerentes detalles que terminaban de esta guisa: «En definitiva, que se ha entablado una buena relación de amistad con ella, íntima si se desea…».
En el mes de septiembre del 83, sin embargo, Juan Alberto Perote, jefe desde 1981 de la Agrupación Operativa de Misiones Especiales (AOME), se llevó una buena sorpresa. Uno de sus hombres más cualificados, el sargento Pedro Gómez Nieto, que La Casa había enviado al cuartel de Intxaurrondo para coordinar las operaciones con Rodríguez Galindo, acudió muy excitado a visitar a su jefe para contarle «el problema que se nos avecina».
Los antiguos mercenarios de la OAS se habían hecho viejos y de la mafia era mejor no fiarse. ¿Quién podía, entonces, hacerse cargo, con el arrojo y la profesionalidad necesarios, de la tarea de combatir al terrorismo etarra con sus propias armas? Nadie mejor que los agentes de la 513 Comandancia de la Guardia Civil, los hombres que Rodríguez Galindo dirigía con mano firme en el cuartel de Intxaurrondo, a pocos kilómetros de la frontera francesa. Y los aguerridos guardias de Intxaurrondo ya habían decidido llevar el terror a los santuarios etarras en el sur de Francia, pagarles con su misma moneda, enseñarles a vivir con el miedo al salir de casa, poner en marcha el coche y doblar la esquina.
El problema que preocupaba a Gómez Nieto tenía que ver con una reunión celebrada en Intxaurrondo, con el propio Galindo y otros mandos del cuartel en la cabecera de la mesa, en la cual se había formulado una propuesta concreta de actuación violenta en «Euskadi norte» de acuerdo con una orden de operaciones específica. «¿Qué va a pasar si nos metemos en esa historia? ¿Con qué respaldo contamos? ¿Qué me puede ocurrir a nivel personal?» En el ánimo del sargento anidaba el temor a ser detenido un día por la Policía francesa, a recibir un tiro de los etarras o a que, andando el tiempo, alguien le pudiera exigir algún tipo de responsabilidades.
Perote intentó tranquilizar a su hombre: «Vete tranquilo, porque entiendo que vais a contar con el respaldado necesario. Yo le voy a trasladar esta información al director del Centro, y si él no me dice nada será que la iniciativa viene de arriba y no es una ocurrencia de un comandante o un teniente coronel loco».
La novedad cogió a Manglano aparentemente por sorpresa. Ningún síntoma de estar al corriente o de sospecharlo siquiera. Muy al contrario: «Esto lo tengo que elevar», dijo alarmado. Es entonces cuando escribió el polémico «Pte.» en la célebre nota de despacho. «Pendiente» o «Presidente», lo que para Perote quedó claro es que Manglano se tomó el asunto muy en serio: «Esto es algo muy grave, y hay que consultarlo», dijo textualmente. Y lo iba a consultar el viernes: «Pte. Viernes».
Las peores sospechas de Juan Alberto Perote quedaron confirmadas días después, cuando el sargento López Nieto se presentó de nuevo en su despacho con unas hojas manuscritas que contenían la transcripción de una cinta en la que había grabado las reuniones operativas de actuación en Francia.
Era la prueba definitiva de lo que se avecinaba. Los hechos se encargaron de confirmar sus temores cuando, el 5 de octubre del 83, ETA (p-m) secuestró al capitán de Farmacia Alberto Martín Barrios, un suceso que conmocionó como pocos a la opinión pública española y a sus poderes fácticos, y que iba a desencadenar la inmediata réplica de los GAL.
El cuerpo sin vida del capitán Martín Barrios fue encontrado con un tiro en la nuca el 19 de octubre de 1983 en la proximidades de Galdácano. Fue un asesinato particularmente abyecto, que provocó un sentimiento de indignación sin precedentes en las Fuerzas Armadas. Unos días después de ese acontecimiento, 24 de octubre, el periodista José Luis Gutiérrez publicaba en Diario 16 un texto revelador:
«“Hay que matarlos a hachazos. En la guerra no recibieron más que patadas en los cojones y, además, puestos de rodillas. Allí se vio la talla que tenían estos vulgares asesinos. Había que degollarlos porque a los chulos y a los asesinos hay que tratarlos con mano dura. Es la única vía”. Las líneas arriba reproducidas no han sido extraídas de un comentario acalorado de una sala de banderas, sino de la voz de irritación de todo un coronel del Estado Mayor y podrían servir de ilustración al estado emotivo que, tras conocerse el infame asesinato del capitán Martín Barrios por ETA, ocasionó una situación de alta tensión en las esferas militares como no se recordaba desde los meses dramáticos que precedieron al intento del golpe del 23-F.
»Por otra parte —proseguía el periodista—, la actividad intoxicadora durante las horas dramáticas de antes de ayer fue incontenible. El ministro de Defensa mantuvo contactos con el general Alonso Manglano, responsable máximo del Cesid, para rastrear posibles movimientos en el seno de las Fuerzas Armadas a las reacciones que la muerte del capitán Martín Barrios generaba en el colectivo castrense. Algunos generales y jefes hablaron informalmente y la conclusión fue similar a la de ocasiones anteriores: “Basta ya. El Ejército ha de intervenir activamente en la lucha contra el terrorismo. Las soluciones manejadas van desde la abracadabrante invasión del País Vasco a la reimplantación de la pena de muerte”.
»En este punto, las tesis de las citadas fuentes militares son de una claridad tan esquemática como meridiana: “La lucha contra el terrorismo es una guerra auténtica y en los estados en guerra hay pena de muerte. Si, en cambio, se considera que no estamos en guerra, entonces a los terroristas hay que tratarlos como a delincuentes comunes y, en este caso, las salidas políticas son nulas”».
Un año después de la victoria electoral socialista, el Ejército parecía de nuevo a un paso de la rebelión, aunque esta vez no en contra de las instituciones, sino por culpa de la supuesta ineficacia de esas mismas instituciones para luchar contra el terrorismo etarra. De nuevo el fantasma del golpismo.
* * *
Durante la celebración del juicio por el secuestro de Segundo Marey, el testigo Narcís Serra, ex ministro de Defensa, mostró especial interés en destacar el ambiente de crispación que, recién llegado al Ministerio, le tocó vivir con motivo del secuestro y posterior asesinato de Martín Barrios, y ello a pesar de que ni las acusaciones ni el fiscal le apretaron en tal sentido. Aun así, Serra reconoció que se encontró «presionado» por la Junta de Jefes del Estado Mayor (JUJEM).
A preguntas del abogado de García Damborenea sobre si se había hablado de la intervención del Ejército en el País Vasco a raíz del asesinato, Serra respondió que «en esos términos, no». Pero a continuación aclaró que, cuando se conoció la noticia, la Junta de Jefes del Estado Mayor pidió que, como había ocurrido en gobiernos anteriores, se diera a los ejércitos un papel en la lucha contra el terrorismo. Y, sin que nadie le preguntara, citó una reunión de la JUJEM en el Ministerio del Aire.
Respondiendo a una pregunta del abogado Manuel Murillo, «el testigo manifiesta que puede decir que recuerda el asesinato del capitán Martín Barrios. Recuerdo el funeral, la tensión en los acuartelamientos de Bilbao, la entereza del padre. Recuerdo la reunión con la Junta de Jefes del Estado Mayor, que piden algún tipo de intervención».
Pero ¿de qué forma se lo pidieron a Serra? ¿En qué términos Serra apaciguó esa exigencia? El ministro socialista vino a tranquilizar a los militares asegurándoles que no era necesaria su intervención porque ya se había tomado la decisión de actuar por otra vía.
En la madrugada del 16 de octubre, tres días antes de que apareciera el cuerpo sin vida del capitán Martín Barrios, un comando de la Guardia Civil secuestró en Bayona a dos simpatizantes de ETA, José Lasa e Ignacio Zabala, de los cuales nada volvería a saberse hasta que, en 1995, sus restos aparecieron en un pueblo cercano a Alicante. Fue el pistoletazo de salida de los GAL, así bautizados por Julián Sancristóbal, entonces gobernador civil de Vizcaya. Había llagado la hora de la venganza.
«Mi opinión —sostiene Manuel Murillo— es que cuando se celebró la reunión de la Junta de Jefes de Estado Mayor a la que alude Serra el plan ya estaba en marcha». El lanzamiento de los GAL se decidió en la primavera del 83, en el curso de una reunión que duró veinticuatro horas y que tuvo lugar en una finca del Icona situada en la sierra madrileña, concretamente en El Espinar, según explicaron durante la instrucción del caso Ricardo García Damborenea y Julián Sancristóbal. Entre los asistentes a esa reunión se encontraban Barrionuevo, Vera, Elgorriaga, Txiki Benegas, Ramón Jáuregui, Enrique Casas y los propios Sancristóbal y Damborenea. «Al final de una jornada agotadora, y después de no pocas divergencias entre los asistentes, se aprobó por mayoría tirar para adelante e ir a ver a Felipe».
Dos días después del secuestro de Lasa y Zabala por guardias civiles de Intxaurrondo, policías de la comisaría de Bilbao llevaron a cabo su particular «debut» en el terrorismo de Estado con el intento de secuestro en Francia del etarra José María Larretxea Goñi, dirigente de ETA (p-m). Al frente de la operación, el comisario Álvarez había colocado a un hombre de su entera confianza, Jesús Gutiérrez Argüelles, que ya había trabajado a sus órdenes en Barcelona y que iba a estar acompañado por tres geos.
La operación consistía en secuestrarlo en Francia, traerlo a España y eliminarlo. Larretxea salvó el pellejo porque los secuestradores fracasaron en su empeño. El automóvil de los geos lo embistió y derribó de la motocicleta que conducía cuando circulaba por una carretera secundaria. A continuación intentaron introducirlo en el coche, pero era muy gordo, no cabía y además se defendía con todas sus fuerzas. «Era muy alto y pesaba más de cien kilos, se resistió y gritó», declaró Argüelles durante el juicio. En ésas estaban cuando un coche patrulla de la Policía rural francesa hizo su aparición en escena, con el corolario de que el inspector y los tres geos fueron conducidos a comisaría, donde fueron acusados de lesiones y posteriormente encarcelados.
Jesús Gutiérrez declaró en el juicio que, cuando volvieron a España tras ser excarcelados el 8 de diciembre de 1983, recibieron miles de telegramas y cartas de felicitación «de altos cargos, de alguien del Tribunal Supremo, de la Familia Real…». El ciudadano español Segundo Marey no recibió ningún telegrama de felicitación.
El Cesid supo inmediatamente que el intento de secuestro de Larretxea era una acción de la Policía. «Empezamos a tener la certidumbre de que algo estaba pasando que el Centro no controlaba. Otros organismos de Seguridad estaban actuando al margen de La Casa». Lo que de misterio pudiera haber en aquel súbito vendaval contraterrorista quedó rápidamente confirmado por el silencio cómplice de unos y las confidencias de otros, si es que el testimonio directo de los agentes que La Casa tenía destacados en esos cuerpos no hubiera sido suficiente, ¿o es que Gómez Nieto estaba de vacaciones en Intxaurrondo?
Y lo que estaba pasando es que los GAL habían empezado a actuar, y lo hacían por una doble vía: por un lado, la Guardia Civil, fundamentalmente desde el famoso cuartel de Intxaurrondo en San Sebastián, centro neurálgico de la actividad contraterrorista, y por otro, la propia Policía desde la Jefatura Superior de Bilbao, al frente de la cual estaba Francisco («Paco») Álvarez, comisario general y número uno de su promoción, que había llegado por méritos procedente de Barcelona, donde había dirigido con gran éxito la Brigada Antiatraco. En Bilbao estaba también Julián Sancristóbal, gobernador civil de la provincia, y García Damborenea, de la Ejecutiva del PSOE y uno de los principales inspiradores de la respuesta violenta a ETA.
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Tras el fiasco del secuestro de Larretxea, excelsa representación de la chapuza a la celtibérica manera, se puso en marcha la variante mixta de utilizar policías dentro de España y mercenarios fuera, a quienes se pagaba con fondos reservados. Es así como se llevó a cabo la operación Segundo Marey, el «secuestro de un viajante» que dijo Raúl del Pozo.
En la noche del 4 de diciembre de 1983, dos mercenarios franceses contratados por el policía José Amedo llamaron al domicilio de Segundo Marey, un español natural de Irún pero residente en la localidad francesa de Hendaya, representante de material de oficina, que en ese momento había subido al piso superior a lavarse las manos antes de cenar mientras contemplaba por la televisión un episodio de Benny Hill. En eso estaba cuando sonó el timbre. Su esposa acudió a abrir. Al bajar vio la puerta abierta. No pudo ver más. Dos hombres le golpearon y arrastraron, descalzo y con las gafas rotas, hasta introducirlo en un Peugeot 505 gris conducido por otro mercenario que poco después sería detenido. En realidad, el objetivo de los secuestradores no era Marey, sino el etarra Mikel Lujua, que vivía a dos kilómetros de la casa de Segundo (y a quien éste conocía de vista), pero el error no se descubriría hasta varias horas después. Marey vive porque no tenía absolutamente nada que ver con ETA.
Los secuestradores de Segundo Marey hicieron entonces público un comunicado en el que aseguraban que si los policías españoles detenidos en Francia, acusados del intento de secuestro de Larretxea Goñi, no eran liberados en cuarenta y ocho horas, «ejecutarían» a Marey.
Estuvo diez días encerrado en una cabaña de Colindres (Cantabria), diez días que le parecieron diez años, diez días drogado, en pijama, en zapatillas y encapuchado… En su relato ante el Supremo contó que sufrió alucinaciones durante el período que estuvo con los ojos tapados, lo que atribuyó a haber sido drogado, que sólo recordaba una comida, que hacía mucho frío y que siempre creyó que iban a matarlo. «Yo quería que me mataran». Marey es, en este sentido, un superviviente del perenne Auschwitz que se esconde en cualquier Gobierno no democrático y en muchos sedicentemente democráticos.
«¿Les preguntaba él si iban a matarlo?», quiso saber la abogada de Marey durante el juicio. «En algunas ocasiones lo preguntaba. Lo recuerdo con pena», respondió el acusado Hens, uno de los policías que lo custodiaron.
«Era habitual mantener encapuchados a los detenidos —aseguró durante el juicio el comisario Saiz Oceja, otro de los procesados—, para que no reconocieran a los agentes. Después se prohibió esa práctica por motivos de derechos humanos… No sé, ahora la Ertzaintza lo hace al revés: se encapuchan ellos para que no los reconozcan».
«Uno me dijo: “Segundo, hoy te liberamos” —añadió el propio Marey en su declaración—, pero otro dijo: “No, hay que matarlo”. Todos los días pienso en aquello».
En la segunda mitad de 1983 y a lo largo de 1984 se realizaron una serie de acciones, unas veces por parte de las comisarías de Policía y otras por las comandancias de la Guardia Civil. Así se sucedieron los atentados contra Ramón Oñaederra (diciembre del 83), Mikel Goicoetxea (diciembre 83), Domingo Perurena y Ángel Gurmindo (febrero del 84) y Eugenio Gutiérrez (también febrero del 84). Las dos partes actuaban como compartimentos estancos, aunque, en los ambientes vasconavarros donde se desarrollaba la actividad, resultaba imposible evitar las filtraciones y confidencias entre cuerpos de seguridad totalmente trufados: guardias civiles que informaban a la Policía, y policías que hacían lo propio con los civiles, y todos, de una u otra forma, en contacto con el Cesid.
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¿Sabían Felipe González y Narcís Serra lo que estaba ocurriendo en el cuartel de Intxaurrondo y en la Jefatura Superior de Policía de Bilbao?
Los testimonios de que Felipe participaba activamente de la filosofía del ojo por ojo están suficientemente documentados, incluso por simpatizantes que, en un momento dado, lo compartieron todo con el carismático líder.
Otoño del 82. Plena campaña electoral. Hotel Ercilla de Bilbao. En una habitación, a solas[19], Felipe le pide al periodista José Luis Martín Prieto (entonces en el diario El País) que apague el magnetofón para espetarle a bocajarro:
—¿Qué te parece si empezamos a matar a estos tíos?…
Según Martín Prieto, la misma pregunta, que le conste, se la hizo a Carlos Garaikoetxea. Parece que FG estaba realizando su particular sondeo sobre la forma de tratar a los etarras.
Una frase parecida dirigió González en los pasillos del Congreso a Pedrojota Ramírez, entonces director de Diario 16, frase que el periodista ha repetido en diversas ocasiones:
—Lo único que tenemos que pactar con ellos [con ETA] es dejar de matarlos cuando ellos dejen de matarnos.
Para quienes conocen la operativa del Cesid, es imposible que el presidente del Gobierno no tuviera conocimiento de lo que estaba ocurriendo sabiéndolo el responsable de sus servicios de información, puesto que la primera obligación del jefe del servicio es trasladar lo que conoce a sus mandos directos, entonces Serra y González.
Así había ocurrido con el intento de golpe de Estado del 27-0. Cuando Juan Alberto Perote le mostró a Manglano la documentación descubierta en el maletero del coche de Muñoz, el director del Cesid tiró de teléfono y llamó a Alberto Oliart, que se presentó de inmediato en el Centro. El titular de Defensa había advertido, a su vez, a Leopoldo Calvo-Sotelo, presidente en funciones, y a Juan José Rosón, ministro del Interior, de lo que ocurría. La información también le llegó a Felipe González.
¿Qué debió hacer necesariamente Alonso Manglano cuando, en septiembre del 83, el mismo Perote le anunció lo que, de acuerdo con su informante, el sargento Gómez Nieto, se estaba preparando en el cuartel de Intxaurrondo? Avisar rápidamente a sus superiores, porque si una serie de guardias civiles, con su propio armamento, se dedicaban a cruzar la frontera con intención de secuestrar y matar gente en territorio francés, el riesgo de que pudiera producirse un conflicto diplomático de graves proporciones con Francia era más que una hipótesis de trabajo, y está en la naturaleza de las cosas que un director de los servicios de inteligencia no puede ocultar a sus superiores información que afecte a la seguridad del Estado o a las relaciones con países vecinos. Algo que estuvo a punto de ocurrir en alguna ocasión. «Más de una vez tuvimos que salir por pies, perseguidos por la Policía francesa y tirando material por las ventanillas de los coches para que no nos cogieran con la prueba del delito», asegura un antiguo agente que participó en aquel despliegue.
Por lo demás, es inverosímil —en una situación de tensión como la que existía en 1983 y 1984, con una Francia reacia a colaborar con España en la persecución de los refugiados etarras en suelo francés— que desde Intxaurrondo pudieran mandar guardias civiles a cruzar la frontera sin conocimiento de un superior, sobre todo en una estructura tan jerarquizada como la de la Guardia Civil.
Como impensable es que las máximas jerarquías de la nación —desde luego, el presidente del Gobierno y también el jefe del Estado— no supieran que el servicio de inteligencia español había realizado un despliegue de agentes en un país vecino como Francia, máxime cuando don Juan Carlos I tuvo como una de sus principales misiones durante los primeros años de su reinado el suavizar las relaciones entre España y Francia, tanto con Giscard como, después, con Mitterrand. ¿Dónde estaban esos agentes? ¿Cuántos eran? ¿Qué hacían? Esos detalles quedaban para el mando operativo del Centro.
Las evidencias de implicación superior son numerosas, además de inevitables. El Cesid tuvo en esta guerra sus propias bajas, producidas en alguna ocasión por disparos etarras y en otras por meros accidentes, como ocurrió en el caso de un agente, natural de Palencia, que volviendo de una misión en el sur de Francia falleció a consecuencia de un accidente de tráfico. En tales ocasiones, los jefes operativos se preocupaban por defender los derechos de los herederos de la víctima, cosa no siempre fácil. En este caso, como en otros, el Centro necesitó el apoyo de la Administración para lograr la máxima pensión. La gestión la hizo el propio Manglano, que directamente pidió el favor a Narcís Serra, cuya intervención fue decisiva para conseguir el 200 por ciento del sueldo para la viuda e hijos del fallecido. ¿Cómo pudo decir Serra, durante su declaración en el juicio por el secuestro de Marey, que no conocía la actividad que estaba llevando a cabo el Cesid?
«Mi sorpresa fue total cuando en 1983 comenzaron a llegar noticias de secuestros como el de Segundo Marey y asesinatos por parte de un grupo que se hacía llamar GAL —asegura Murillo—. Enseguida me di cuenta de que se trataba de las mismas operaciones diseñadas por el Seced que Fraga nos había “vendido” unos años antes. Incluso utilizaron gente que había estado involucrada en los servicios de Presidencia del Gobierno con Carrero Blanco, tipos que carecían de escrúpulos o que tenían una ideología fascista. Me callé, sí, porque denunciar en el 83 al PSOE, un partido respaldado por más de 10 millones de votos, hubiera sido una locura, aparte de que nadie me hubiera creído porque lo hubieran tomado como un intento de venganza personal contra Felipe González».
El propio Manglano, en el transcurso del juicio sobre el caso Marey, insistió en que se trataba de un plan copiado de un estudio totalmente teórico que incluso venía descrito en algunos libros periodísticos. Tenía razón, pero le faltó decir que se trataba de una mera actualización de la idea que, en 1976, el entonces ministro de la Gobernación reveló a diversos líderes políticos de la época. «Los señores Manglano y Perote cogieron el plan del Seced del 76 y lo actualizaron en el 83. Esa es la clave», asegura Murillo.
La realidad es que los tres ministros de Interior de los gobiernos de la UCD lo dejaron dormir en un cajón. Después llegó un socialista, Felipe González, que le dio el visto bueno, y un ministro del Interior, José Barrionuevo, que lo puso en marcha bajo su dirección. Y además lo hizo con gran entusiasmo, que es uno de los aspectos que más han llamado la atención a los que conocen el caso: la energía y determinación desplegada en su día por «Pepe» Barrionuevo a la hora de responder a la barbarie etarra.
La estrategia de González de concienciar a Francia sobre los riesgos de hacer la vista gorda con el terrorismo etarra empezó pronto a dar sus frutos, y el Gobierno Mitterrand comenzó a prestar colaboración en la lucha contra ETA. El 14 de junio del 84, los ministros del Interior de ambos gobiernos emitieron un comunicado conjunto en el que se afirmaba que «un terrorista nunca podrá ser un refugiado político».
El 7 de agosto de ese mismo año, Barrionuevo y Pierre Joxe firmaron la paz con un apretón de manos, dando paso a una nueva era en las relaciones hispano-francesas en materia de lucha antiterrorista. En septiembre, un tribunal francés concedió por primera vez la extradición a España de tres etarras, al tiempo que deportaba a cuatro más a un país africano. Unos meses después, los GAL dejaron de existir. Ya habían cumplido el cometido para el que fueron creados.
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El viaje de ida y vuelta a la política (número dos por Madrid en las listas del PSOE en las generales de junio de 1993) del singular juez Garzón sirvió para reabrir definitivamente el sumario de los GAL y situar a Felipe González entre la espada y la pared a cuenta de su responsabilidad en el caso. Julián Sancristóbal estaba ya en la cárcel, y el escándalo del terrorismo de Estado avanzaba imparable en los tribunales.
Ante la avalancha que se le venía encima, la cúpula socialista reaccionó negando los hechos —primera línea de defensa— e intentando traspasar la responsabilidad de la guerra sucia a los gobiernos anteriores: fue la UCD, es decir, Adolfo Suárez, quien puso en marcha los GAL, una segunda línea en la que ha resultado decisivo el apoyo prestado por los medios de comunicación del Grupo Prisa.
Para sustentar esta base argumental, el PSOE ha exhibido una cinta magnetofónica, grabada en su día en la sede del Cesid, de la cual podría colegirse que el abulense estaba al corriente de los manejos contraterroristas. La cinta había sido obtenida ilegalmente en el curso de una visita que Suárez realizó a finales de los setenta a la Agrupación Operativa, y que devino en monumento a la farsa. La comedia dio comienzo en la misma verja de Moncloa: se trataba de impresionar al presidente, desconocedor de dónde se ubicaba la citada Agrupación, de modo que, tras montar en un coche del Centro, fue sometido a una serie de extrañas maniobras hasta conseguir que sus escoltas perdieran la pista del coche presidencial antes de llegar al destino.
Ya en la Agrupación, le hicieron contemplar unas fotos obtenidas entrando en el edificio, en las que su cabeza aparecía en el centro de una diana rodeada del típico circulo mortal. Al abulense aquello le puso de muy mal cuerpo. Se trataba de demostrarle la vulnerabilidad de su sistema de seguridad. En la Agrupación, sita en la calle Miguel Aracil, el presidente escuchó una presentación de sus actividades, en el curso de la cual fue conducido con habilidad hacia unos terrenos que no debería haber pisado nunca en torno a los métodos de lucha antiterrorista y a lo que se podría y no se podría hacer; por ejemplo, le dijeron que una de las formas de actuar podría consistir en golpear en los santuarios del sur de Francia donde los etarras encontraban cómodo refugio…
—Pero ¿qué me están diciendo? ¿Que serían unas personas que estarían residiendo en Francia y que serían autónomas?
—Pues sí. Podría ser.
Adolfo Suárez estaba lejos de sospechar que esta conversación estaba siendo grabada. Adecuadamente conservada, casi quince años después sería utilizada en su contra por González, como supuesta prueba de la implicación de los gobiernos de la UCD en la trama de los GAL.
Antes de que la revelación apareciera en el diario El País, Juan Alberto Perote, que había mantenido una buena relación con Suárez desde sus tiempos de presidente, se presentó una mañana de febrero del 95 en el despacho del abulense, calle Antonio Maura, para, provisto de una copia de la cinta en cuestión, advertirle de la operación que le estaban preparando:
—Ten cuidado, que éstos te la quieren meter doblada.
—¡Pero bueno, es increíble, estos tíos me grabaron sin mi consentimiento!
—Sí. Te grabaron y guardaron la cinta en el Cesid.
Suárez pidió permiso a Perote para poder utilizar su nombre ante Felipe González. Se trataba de avalar la protesta con la identidad del informante. El coronel se lo dio, pero este episodio no le ayudó ciertamente a resolver sus problemas. Al revés, a partir de su advertencia a Suárez comenzaron a lloverle tortas desde todas las direcciones.
Unos días antes, La Casa había reunido a una serie de antiguos agentes, tipos que pertenecieron a la Guardia Civil y que se ganaban la vida dedicados a las tareas más variopintas (desde «pinchar» teléfonos a tanto alzado hasta buscar pruebas sobre infidelidades matrimoniales), en la gasolinera de Repsol sita en el kilómetro 13 de la Nacional VI, carretera de La Coruña.
En un pequeño local provisto de varias mesas en la tienda de la citada estación, «don Emilio», alias de Emilio Jambrina, se dirigió a los reunidos para explicarles una operación que a alguno podía resolverle sus problemas: el Gobierno del PSOE estaba decidido a presentar pruebas de la implicación de la UCD en la trama de los GAL, y aquellos de los reunidos que estuvieran dispuestos a prestar su nombre como aval de esa tesis recibirían la adecuada recompensa.
El propio Felipe González había avalado esa tesis sobre el origen de los GAL durante su discurso en el debate sobre el Estado de la Nación del año 95. Todo encajaba a la perfección.
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El juicio sobre el secuestro de Segundo Marey no aportó ninguna gran novedad en torno a la génesis de los GAL. En realidad, ésta es una historia que quedó vista para sentencia el primer día del proceso, cuando dos de los principales testigos ratificaron sus declaraciones previas reconociendo su participación en los hechos. El uno, José Amedo, sin desdecirse ni una coma. El otro, Michel Domínguez, denunciando a Garzón por haberle sacado la confesión bajo amenazas, pero sin desmentir en un solo punto el fondo de la historia.
El espectáculo duró más, aunque para muchos quedó definitivamente arruinado tras la declaración de Sancristóbal, el 2 de junio del 98, verdadero testigo de cargo en la causa. «No es que lo que contara tenga sentido —aseguraba un editorial de El Mundo—, es que no hay ninguna otra hipótesis que lo tenga. De ahí que ni siquiera los defensores de Barrionuevo y Vera, cuando lo interrogaron, pusieran énfasis en presentar sus imputaciones como falsas. A estas alturas, todo el mundo sabe que las cosas sucedieron así, y que Barrionuevo estaba al tanto del secuestro, y que Vera pagó para que se realizara».
Sancristóbal (el padre de las siglas GAL, Grupos Anti terroristas de Liberación, nombre que eligió porque «era más sonoro»), afirmó que contó con la autorización explícita de Barrionuevo y Vera para llevar a cabo la acción, sin la cual «no se hubiera secuestrado a Marey»; confirmó que el ministro estuvo informado «minuciosamente» la noche de los hechos y aseguró que Rafael Vera, entonces director de la Seguridad del Estado, le entregó en su despacho un millón de francos con el que se financió la «operación».
La puntilla para los acusados llegó precisamente cuando, cuatro días antes de la fecha prevista para sentencia, desde un juzgado de instrucción de Plaza de Castilla arribó al Supremo el sumario sobre el millón de francos de los fondos reservados utilizado para perpetrar el delito. Sus señorías comprobaron entonces que los acusados no solamente habían secuestrado a un ciudadano inocente, sino que habían estado disponiendo, en beneficio propio, de fondos públicos. Se habían quedado con el dinero del Estado.
Era la «variante financiera» del caso. Los capitostes de los GAL, además de asesinar a veintinueve personas violentando su condición de garantes de la ley, se gastaron en tres años miles de millones de pesetas en estas operaciones. Eran fondos otorgados por el Parlamento para ser utilizados en la lucha contra el terrorismo; pero en los que la cúpula de Interior metía la mano todos los meses para repartirse 10 ó 20 millones. Y las únicas personas que disponían de firma para utilizarlos eran Vera, Barrionuevo y Sancristóbal, que nunca firmó solo.
Cuando a las 14,46 horas del 14 de julio de 1998 el presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo pronunció la frase «visto para sentencia», casi nadie hubiera apostado un duro por una sentencia absolutoria, a pesar de las bravuconadas que, en público, seguía protagonizando el entorno felipista.
Hasta cinco testigos, por falta de uno, relataron los hechos con pelos y señales, aportando pruebas incriminatorias contra Barrionuevo, Vera y el general Sáenz de Santamaría, máximo responsable de la Guardia Civil, que igualmente tuvo conocimiento de lo ocurrido la misma noche del secuestro y que, casualidad o misterio, no se sentó en el banquillo de los acusados. Para éstos, las pruebas no eran suficientes. Alguien les había prometido días antes de la sentencia que la prescripción ya estaba acordada. Y Felipe González así se lo comunicó a Barrionuevo:
—Está todo arreglado. La prescripción está hecha, te lo garantizo.
Fallaron las previsiones del sindicato felipista. «Ha sido una sentencia ideológica», afirmaron los altavoces del PSOE. Al contrario. Con una minoría de magistrados supuestamente afines a las tesis del Partido Popular, resultó decisiva la presencia de tres de ellos de ideología de izquierda que se sintieron francamente conmovidos con lo que vieron y oyeron en el juicio, y actuaron en consecuencia.
El fallo pareció sorprender a los acusados: diez años de cárcel para Barrionuevo y Vera, dos menos de los que se habían anunciado en una filtración periodística ocurrida unos días antes y que, lógicamente, consiguió su objetivo: rebajar la condena.
Para una mayoría de sesudos comentaristas, la sentencia significaba el final político de Felipe González. Vistas las cosas con cierta perspectiva, ésa fue una afirmación arriesgada aplicada a un personaje que, como los gatos, parece tener siete vidas políticas. El fin de fiesta del caso Marey resultó, desde luego, demoledor para él: uno de los hombres que más poder ha tenido en la España del siglo XX terminaba su singladura a las puertas de la cárcel de Guadalajara, despidiendo a sus hombres y agradeciéndoles los servicios prestados, la omertá, el compromiso de guardar silencio y no inculparle.
Felipe González se salvaba de los juzgados, pero no del juicio de la opinión pública y de la Historia. La imagen, que en su despechada rabieta él mismo calificó de «gloriosa», a las puertas de la cárcel alcarreña, no pudo resultar más patética: el líder estaba encerrando a sus colaboradores más directos, dándoles el último empujoncito hacia dentro mientras él, cual capitán Araña, se quedaba fuera, escurría el bulto gracias al sacrificio de sus inferiores. Toda una prueba de coraje, todo un rasgo de valor. Fue una imagen que recorrió España y Europa, cerrando el currículum de un hombre que tenía engañado a medio continente. Como escribió Raúl del Pozo, «en la charca de las mentiras, van asfixiándose los peces gordos».
Por fortuna para él, los jueces que encarcelaron a los secuestradores de Segundo Marey decidieron ponerlos en la calle a los cuatro días, para escarnio de Doña Justicia. Con ello acabaron de un plumazo con la preocupación que le corroía: que el ánimo de «Pepe» Barrionuevo, viendo pasar los días y las noches entre rejas, empezara a flaquear hasta el punto de decidirse a cantar un día y contar toda la verdad, el temido «hice lo que me ordenaste».
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El secuestro de Segundo Marey y el juicio posterior significaron uno de los momentos más delicados de la corta historia de Prisa. El grupo que forjó su prestigio en España y en Europa sobre la defensa de los valores de la democracia se vio de pronto entrampado en la disyuntiva de seguir apoyando a Felipe González y, por lo tanto, el crimen de Estado, o romper con los compromisos contraídos con el Régimen y variar radicalmente de postulados.
Pronto iba a quedar claro que Jesús Polanco no iba a aprovechar la oportunidad de lavar sus culpas en el Jordán de ese juicio. Las connivencias políticas, ideológicas y empresariales de Prisa con el régimen felipista y su complicidad con lo que significó esa época hacían, en cualquier caso, muy difícil un intento de autocrítica como punto de arranque de un proceso de regeneración informativa y editorial.
Muy al contrario, Polanco y su mayordomo, Cebrián, demostraron que estaban dispuestos a echar su cuarto a espadas en defensa del «carismático líder» mediante la puesta en marcha de un fuego fatuo que incluyó rebajar la trascendencia del asunto, dar pábulo a la estrategia de calificar la causa de «juicio político»[20], descalificar a quienes habían destapado el caso y ningunear a los testigos de cargo, infravalorando su testimonio.
La doctrina del grupo progresista a propósito de los crímenes de Estado cometidos bajo el felipismo quedó condensada en dos preciosas píldoras contenidas en otros tantos editoriales de El País («Primero, la verdad», aparecido el 25 de mayo, y «Guerras sucias», publicado quince días después): los GAL fueron «un desgraciado asunto» y un «exceso en la lucha antiterrorista».
En realidad, El País, instalado en una permanente maniobra de distracción, se dedicó a servir de altavoz, en la línea de un clásico periódico de partido, de los argumentos de la cúpula socialista, de modo que, sin los postes repetidores de Prisa, las acusaciones y protestas de Barrionuevo y Cía. habrían quedado como trigo sembrado en barbecho.
Aquélla fue, con todo, una prueba muy amarga. Demasiada la bilis tragada. «¿Y los intelectuales? ¿Qué dicen los intelectuales orgánicos del felipismo sobre el caso Marey? Los intelectuales del felipismo ante el juicio final, callan —decía Pablo Sebastián—. Lo mismo con los 150 columnistas y tertulianos de Polanco, que siguen de bomberos del GAL, echando leña al fuego fatuo de la conspiración. Ninguno osa decir la verdad».
Entre las tropas de apoyo a Barrionuevo y Cía., nadie con tanto instinto como Javier Pradera. A su lado palidecen personajes como Tusell, Pérez Royo y otros, utilizados por El País para los trabajos de brocha gorda. El siguiente párrafo, perteneciente a una columna publicada el 17 de junio, ilustra la finezza del ideólogo del felipismo: «Mientras los defensores de la inocencia de Dreyfus recibieron el apoyo de la izquierda francesa, los promotores de la condena a Barrionuevo y Vera tienen el apoyo de representantes tan destacados de la derecha autoritaria como Cascos (vicepresidente del Gobierno del PP), Mario Conde y Juan Alberto Perote».
Especial predilección dedicó Pradera a Pedrojota Ramírez, a quien obsequió con la siguiente caricia: «El director del diario El Mundo tiene bien acreditada su vocación de perejil de todas las salsas: como Celestino de la pinza entre Aznar y Anguita contra los socialistas en la anterior legislatura; como correveidile del ex coronel Perote y como alcahuete de Conde en el chantaje del ex banquero al Estado en 1995; como mamporrero de la compra de Antena 3 por Telefónica en 1996». Los ideólogos de la izquierda no se paran en barras.
La desvergüenza de los Polancos llegó al punto de pretender convertir el «caso Marey» en el «caso Cascos»: el secuestro del ciudadano francés, como todo el caso GAL, no era sino una gigantesca maquinación montada por el PP y algunos periodistas para derribar al legítimo Gobierno González.
Para lanzar la caña en esas aguas revueltas, Prisa contó con la complicidad de una Sala Segunda que, no contenta con haber exculpado a Felipe González bajo el argumento de que su inclusión como imputado lo hubiera «estigmatizado», sometió al Gobierno a la humillación de citar a su vicepresidente primero —Villarejo no se atrevió con el propio Aznar— como testigo del caso y al mismo nivel que el propio Felipe González, aunque, cuando fue secuestrado Marey, era un simple concejal del Ayuntamiento de Gijón.
La maniobra vino de la mano de una denuncia efectuada por el acusado Michel Domínguez según la cual Álvarez Cascos, siendo diputado del PP, se había reunido en 1995 con su abogado en el despacho de Pedrojota Ramírez y le había prometido el indulto el día que el PP llegara al Gobierno, siempre y cuando su defendido se comportara «adecuadamente», es decir, inculpara a González.
La «revelación» provocó que el vicepresidente aludido tuviera que acudir al Congreso de los Diputados para dar cuenta de esa supuesta entrevista. Ya metido en gastos, Cascos aprovechó su comparecencia para atacar directamente a Felipe González, atribuyéndole «el nacimiento, la organización y la financiación de los GAL».
El grupo Prisa en general y El País en particular echaron el resto con motivo de la declaración del número dos del Gobierno como testigo del caso Marey. Se trataba de una ocasión pintiparada para disparar contra el hombre que tanto daño había hecho a los negocios del editor.
El 22 de junio, la teoría de la «conspiración» llegó por fin al Tribunal Supremo. Álvarez Cascos acudió a declarar ante la Sala Segunda para explicar si el secuestro de Segundo Marey era, como sostenían Vera y Barrionuevo, apenas una excusa utilizada por el PP en su día para echar al PSOE del poder. Pero a los padres putativos de tal teoría (esgrimida también en el juicio por el testigo Narcís Serra, utilizando los materiales de derribo aportados por la «conspiración» de Ansón) les salió el tiro por la culata porque Cascos no sólo desbarató la tesis, sino que pinchó el complot colocando una carga de profundidad en la averiada nave de los principales acusados al revelar que Barrionuevo le pidió que intercediera en su favor ante el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
El número dos del Ejecutivo negó haber ofrecido el indulto al abogado de Amedo y Domínguez para sus clientes. Cascos repitió lo que era un secreto a voces: la única presión que recibieron los ex policías fue la del Gobierno de González para que no hablaran, aunque, finalmente, ambos decidieron confesar cuando el Ministerio del Interior que dirigía esa lumbrera que es Juan Alberto Belloch dejó de pasarles «la paga» procedente de los fondos reservados. El detalle freudiano lo puso, cómo no, el presidente de la Sala, Jiménez Villarejo, cuando mandó al acusado Rafael Vera «interrogar al testigo» Álvarez Cascos…
Finalizado el juicio, el propio Vera, el más listo de la banda, confesaría que la citación del vicepresidente —pedida por un Barrionuevo cuyos hilos movía González— había sido un error de bulto, puesto que la jugada les salió al revés de como habían previsto. Y es que todos se habían olvidado de un hombre: Segundo Marey.
* * *
Un par de días después, 24 de junio, compareció en el Supremo como testigo el propio Felipe González. El ex presidente acudió provisto de un largo alegato escrito, que El País reprodujo íntegramente y que introducía, según el diario, «algo más que una duda en la versión de los acusadores». El ex presidente defendía a sus subordinados apoyándose en que los GAL perjudicaban su colaboración con Francia. El editorial de Pradera del día, «El testigo González», era una laudatio del sevillano, en quien ponderaba su gran «calidad» como político y como persona.
Como era de prever dada la gallardía del personaje, él «no tuvo nada que ver con la guerra sucia ni con los GAL». Felipe nunca supo nada durante los años que ocupó la Presidencia del Gobierno. Como aseguraba a finales de junio el prestigioso semanario británico The Economist, González se había revelado como «un primer ministro bastante negligente». Tenso y sudando abundantemente, el ex presidente lamentó, eso sí, la ausencia de un pacto de Estado sobre el caso que hubiera servido para dar esquinazo a la Justicia, punto de vista en el que coincidió con el de Jordi Pujol, otro demócrata de reconocido pedigrí.
Todo le hubiera salido razonablemente bien si Fernando Quíntela, redactor gráfico de El Mundo, no hubiera conseguido fotografiar en plena Sala del Supremo a un González con la mirada fija en el suelo, documento que se convirtió en un testimonio demoledor contra él[21]. Era la foto del estigma que algunos magistrados solícitos habían querido ahorrarle no citándolo como imputado en la causa.
La catadura de Felipe González («No hay pruebas, ni las habrá», había manifestado hasta la saciedad sobre el caso GAL) quedó en evidencia gracias a ese gran escaparate de la condición humana que fue el juicio sobre el caso Marey. González dejó solos a sus antiguos subordinados mientras él, como sombra evanescente, desaparecía por las praderas de Pozuelo y se trajinaba su futuro lejos del avispero español como candidato a la Presidencia de la Comisión Europea.
La sentencia condenatoria colocó al felipismo en el lugar que le corresponde en la Historia de España, como reo del delito de secuestro, asesinato y asalto a las arcas públicas. «La sentencia constituye tan sólo el último ápice de dignidad de un sistema que salva in extremis su condición democrática; es ese mínimo que puede aún separarnos de las repúblicas bananeras», escribía un hombre de izquierdas como Juan Francisco Martín Seco.
Era, por lo demás, un pequeño homenaje a todos aquellos que durante mucho tiempo, en las condiciones más adversas, habían luchado por que se hiciera justicia. «La Historia suele ser el relato de los vencedores —decía el 15 de junio Raúl del Pozo—, pero esta vez la relación de hechos del GAL no la han sacado a la luz los poderosos, sino un par de jueces de instrucción y unos cuantos periodistas que fueron injuriados, perseguidos, acusados de golpistas y de “hijos de puta”».
Igualmente, pero en la dirección opuesta, era un tremendo varapalo para aquellos medios de comunicación, especialmente para el poderoso Grupo Polanco, que durante años se habían aplicado a la tarea de callar, borrar, oscurecer, difuminar y confundir a la opinión pública, para mejor servir así a los intereses de quienes, desde el Gobierno, tantas mercedes y durante muchos años les habían otorgado.
Lo que estaba en juego no era tanto el castigo de los culpables, que también, como que quedara acreditada la verdad del terrorismo de Estado ante la Historia, porque la historia de Felipe y del felipismo se escribirá necesariamente de otra forma tras la sentencia del juicio por el secuestro del ciudadano Segundo Marey.