Estalló la bomba. El mayor terremoto ocurrido en la política española desde el 3 de marzo del 96 tuvo lugar el viernes 24 de abril del 98. La burra de las primarias del PSOE parió un hermoso alazán de nombre Borrell, cuando todos esperaban el bautizo de un jamelgo pastueño llamado Almunia, el chico de los recados de González, el hombre encargado de calentar el sillón de mando hasta el eventual ritorno del carismático líder.
Noche de radio. Eran pasadas las doce y, en la COPE, Luis Herrero (en antena debía estar a esas horas el programa deportivo de José María García) seguía a los mandos, en conexión directa con una unidad desplazada en la calle Ferraz. Allí, una locutora iba desgranando lo que veía, un Almunia que «no deja traslucir lo que debe estar sintiendo en esos momentos», datos, señales para el oyente que acababa de sintonizar en el sentido de que algo raro podía estar pasando, tan raro que más de uno se vio obligado a preguntarse: ¿qué está ocurriendo aquí? ¿Es posible que haya ganado Borrell? No puede ser, sería demasiado el terremoto… La locutora seguía narrando, Almunia estaba ya al pie del estrado, iba a intervenir de un momento a otro, temporal de aplausos y gritos de ¡Joaquín, Joaquín! De modo que no, falsa alarma, parece que ha pasado lo que tenía que pasar, que ha ganado Almunia, y en esto que la locutora cierra el pico y en su lugar se escucha una voz absolutamente cascada por la afonía, un «compañeros» en falsete que provoca una oleada de risas, y un segundo intento igualmente fallido, hasta que el pelao se arranca y anuncia, ronco, ronco, que «el vencedor de las primarias ha sido José Borrell»…
Demoledor triunfo de José Borrell, y vuelco fundamental en el panorama político español. «Borrell derrota a Almunia y trastoca la situación del PSOE», decía El País. El Mundo, con el alarde tipográfico de las grandes ocasiones, hacía la única lectura pertinente de lo ocurrido: «Borrell derrota al felipismo».
Los militantes habían dado la espalda al «aparato», apostando por la renovación del socialismo español. Borrell obtuvo el 55,1 por 100 de los votos frente al 44,5 por 100 de Almunia, que sólo se impuso en Andalucía, Castilla-La Mancha y País Vasco. Para el candidato oficialista resultó especialmente dolorosa la derrota sufrida en la Federación Socialista Madrileña (66,5 frente a 33,1 por 100). La prometida dimisión del secretario general y de toda la Ejecutiva abocaba al PSOE a un Congreso extraordinario.
Almunia o ir por lana y salir trasquilado. Al secretario general del PSOE le había ocurrido lo que al presidente francés Jacques Chirac, que también convocó un proceso electoral, sin necesitarlo, para perderlo. Almunia pretendió emular las dimisiones teatrales de Felipe González para reforzar su posición dentro del partido, y se quedó sin posición y sin partido. Un listo —dicen que Alfredo Pérez Rubalcaba, condimento obligado en todos los pucheros del felipismo— le acercó al precipicio con una milonga bien adobada, oye, Joaquín, para lograr ese plus de legitimidad que añoras he pensado que sería bueno extender las primarias (sólo previstas para candidatos a municipios de más de 100.000 habitantes donde el PSOE no tuviera el poder) a la candidatura a la Presidencia del Gobierno. A lo mejor tienes suerte y algún tonto intenta competir contigo: estupendo, lo barres en las urnas y quedas como el Capitán Trueno. Y, sin sospecharlo, Almunia se embarcó en el juego de la ruleta rusa, para acabar metiéndose un tiro en la sien.
Alfonso Guerra, que algo sabe de la vida interna de los partidos, ya advirtió que la iniciativa le parecía peligrosa, cosas de niños que comienzan jugando con fuego y acaban quemados.
«El desenlace no estaba en las rodillas de los dioses, ni en las consignas del aparato, ni en la presión de los barones y caciques, sino en las urnas», decía Raúl del Pozo. Los militantes socialistas habían quitado el poder a la dirección salida del Congreso, cerrando la etapa que se abrió en Suresnes, y al hacerlo habían rescatado, ennoblecido y elevado a la categoría de acontecimiento político de primera clase un proceso que todo el mundo creía amañado y descafeinado. Una gran lección: por el territorio español se mueve un ejército de ciudadanos anónimos capaces de pensar por su cuenta, al margen de las consignas salidas de la cúpula de los partidos y de las prédicas de los «creadores de opinión». Una lección también para Aznar. «Es peligroso asomarse al exterior», decía un viejo anuncio insertado en las ventanillas de los trenes de Renfe. En política sucede al revés: es peligroso instalarse en la hornacina del poder, sin enterarse de lo que ocurre en la calle.
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Sólo Antonio Asunción, en Valencia, y Rodríguez de la Borbolla, en Andalucía, dos outsiders, habían apostado, entre los dignatarios socialistas, por Borrell. Entre los «barones», únicamente Rodríguez Ibarra. El «guerrismo», de forma un tanto camuflada, había apoyado al candidato catalán haciendo realidad una venganza largo tiempo rumiada.
La gran mayoría de los dirigentes, sin embargo, le habían dado la espalda, empezando por el propio Felipe González, que hizo campaña en favor de Almunia. El ex presidente fue capaz de escribir un artículo en El País, 13 de abril de 1998, en el que, con total desvergüenza, anunciaba: «Votaré a Joaquín (sic). Me mueve ante todo el razonamiento de lo que será mejor para España, pero también de lo que más beneficiará al partido al que pertenezco». En otras palabras, según González, Borrell era un peligro para España y para el PSOE.
Ya se había manifestado así meses atrás, cuando, ante un grupo de empresarios con los que compartía mesa y mantel, al pasar revista a sus posibles sucesores dentro del PSOE despachó a Borrell con un «es un tío muy listo, pero como presidente del Gobierno sería un desastre…».
Cuando Felipe escribió ese artículo ya se olía el pastel. Y ya estaba la maquinaria andaluza empleándose a fondo en favor de Almunia, con Gaspar Zarrias cocinando el «pucherazo» que, a las órdenes de Chaves, meses después sería noticia de primera página. Sin las trampas de Andalucía, Almunia habría resultado literalmente arrasado, lo que demuestra una vez más la importancia del caladero electoral andaluz. Como dijo un famoso catedrático de la Complutense, «el felipismo sigue parasitando la política española subido en la burra andaluza».
Conviene, sin embargo, hacer una distinción entre la Andalucía rural y la urbana, señalando que el candidato Borrell ganó en todas las capitales de provincia (excepto Almería), mientras Almunia lo hacía en el interior, en aquellos lugares donde el PSOE todavía obtiene mayorías a la búlgara en las elecciones legislativas.
La militancia socialista (muy inflada, a lo que parece, puesto que apenas votó el 54,3 por 100 del supuesto censo de 383.482 militantes), harta de soportar el pertinaz aguacero de escándalos del felipismo, cansada de vivir a la defensiva, escondida desde hacía años, acobardada, había decidido, en un gesto de rabia, dar un sopapo a los responsables de esa situación para poder salir a cuerpo, sacar cabeza y respirar de nuevo el aire fresco de la mañana, pasándose por el arco del triunfo las instrucciones del aparato y eligiendo a un tipo capaz de renovarles la ilusión.
A «Pepe» Borrell lo habían votado los cabreados, un fenómeno que no había sido detectado en la ciudadela de Ferraz. También los desplazados, los no atendidos, los agraviados, gente presta a saldar las cuentas pendientes que existen en todos los partidos, militantes dispuestos a pasar factura si se les da la oportunidad de votar. Son los riesgos de la democracia directa, verdadera bicha de toda cúpula que se precie.
Pero la militancia socialista había hecho algo mucho más importante: había votado a Borrell porque lo creía más capaz de derrotar a Aznar que Almunia. Puesta en sus manos la posibilidad de elegir un candidato, había optado, con una lógica aplastante, por el caballero que creyó mejor preparado para ganar el torneo de la Presidencia del Gobierno.
Una derrota sin paliativos del felipismo y lo que el felipismo representa. «Por fin hablaron —decía El País del lunes 27 de abril— Felipe y el candidato». La llamada, ¡a iniciativa de Borrell!, se había producido en la noche del sábado, y en ella González se ofreció «para lo que fuera menester». Incluso para asesinarle.
Derrota, pues, de Felipe, y derrota, estrepitosa, del aparato, para el que lo ocurrido era sencillamente un desastre. Para Narcís Serra, para el fontanero Rubalcaba, que en cínica autocrítica se apresuró a manifestar que «Borrell es ahora el mejor candidato, y debo decir que en este momento también lo es para mí». Con el aparato quedaban seriamente tocados algunos de los más conspicuos barones del partido, especialmente dos: Manuel Chaves y José Bono. El presidente extremeño, Rodríguez Ibarra, fino «guerrista», se burló de políticos tan perspicaces y tan capaces de haber puesto todos los huevos en la cesta de Almunia. No contaban con que Borrell, como una estrella fugaz, aparecería en escena para desbordarlos por la izquierda y llevarse el triunfo a pesar de su condición de outsider.
Pero quizá el gran derrotado entre la «población civil» era Jesús Polanco. El Grupo Prisa, que tantos y tan afanosos esfuerzos había realizado durante la campaña en favor de Almunia, había visto alzarse en el horizonte la candidatura solitaria de Borrell. Todo el inmenso poder de los Polancos, que tanto pánico provoca entre los pusilánimes ricos hispanos, no pudo impedir que 105.000 militantes del PSOE votaran al leridano.
La derrota de Almunia suponía un grave tropiezo para los intereses del editor, a quien el triunfo de Borrell cogió con el pie cambiado. Toda la operación afanosamente tejida tras la desdichada —para ellos— retirada de Felipe se venía abajo. El remplazo natural de González era su escudero Almunia, en el bien entendido de que si Felipe, nuestro Felipe del alma, salía indemne de los procesos judiciales del GAL, él seguiría siendo nuestro hombre ahora y siempre por los siglos de los siglos. Y por si Almunia fallara en el entreacto, ahí estaba el querido Javier Solana, el relevo natural, un socialista light como nosotros, un progre, un godfellas que pronto volvería a casa bien arropado por la embajada americana.
Por eso, la primera tarea que los Polancos se impusieron sin demora consistió en impedir que Joaquín Almunia cumpliera su promesa de dimitir como secretario general del PSOE si salía derrotado, y para ello Javier Pradera se afanó en columnas y editoriales en la defensa de la bicefalia, les iba mucho en el envite, el ticket decía Praderita, sí señor, el ticket era lo procedente además de lo moderno, la solución que más convenía a los felipancos, había que salvar los restos del naufragio, minimizar la repentina presencia al frente del partido, «nuestro» partido, de un partisano con el que Prisa nunca se había llevado bien.
Un francotirador capaz de poner los pelos del amo como escarpias. Sí, lo de Borrell presidente del Gobierno no era una broma, pensaba don Jesús. Aquello era jugar con la chequera, ponerse a tiro de un hombre a quien el grupo nunca había tratado bien, un loco capaz de freírme a impuestos o expropiarme, no, no, aquello era muy serio. Cualquier cosa antes de permitir que le tienten a uno la cartera.
La hoja de servicios del PSOE como defensor a ultranza de los intereses de un grupo económico/mediático como el de Polanco se había terminado con Borrell. La liaison profunda que durante años había existido entre los González, Polancos, Cebrianes, Rubalcabas, Praderas… juntos y en unión, vive les compagnons!, navegando en el mismo barco, siguiendo la misma ruta, todos en amigable armonía, eso se había acabado.
¿Se avendría Borrell a seguir la senda que le marcara Pradera? Era una de las incógnitas abierta por el resultado de las primarias. «Sería un error táctico grave buscar el enfrentamiento con Polanco, que es el verdadero poder fáctico de nuestro tiempo —aseguraba Arrióla—, sobre todo teniendo en cuenta que, dado el tipo de socialismo que ejercita Borrell, el enfrentamiento con ese grupo y lo que representa no tardará en surgir de modo inevitable».
Estaba claro que Polanco y su grupo iban a hacer todo lo posible por reducir a cenizas al candidato Borrell.
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Pero había otras gentes, otros intereses, otros partidos a quienes la inesperada victoria de Josep Borrell iba a trastornar más de lo que nunca hubieran podido imaginar, tal que el Partido Popular. La irrupción de Borrell en la primera línea de la política española vino, en efecto, a truncar el plácido sesteo en que se había convertido el tercer año de José María Aznar en el Gobierno. Un vuelco fundamental.
Para el líder del PP, la situación política había experimentado a finales de 1997 un cambio radical con respecto al nefasto otoño vivido en el 96. Como de la noche al día.
El segundo semestre del 97 había estado marcado por dos hechos prefijados políticamente: la discusión y aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para 1998 y las elecciones al Parlamento gallego, y ambas pruebas se habían salvado con garantía sobrada para el Gobierno popular.
Los síntomas de provisionalidad, sin embargo, no habían desaparecido del todo. José María Cuevas, presidente de la patronal CEOE, advertía en las cuentas del Reino para el 98 un tufo electoralista claro. «Aquí todo el mundo se palpa la ropa sobre la eventualidad de elecciones el año que viene, y eso es lo que imprime carácter a unos Presupuestos que responden a la debilidad política del Ejecutivo y al deseo de los nacionalistas de apurar al máximo y sacar la mayor tajada posible, porque piensan que éstos son los últimos que van a tener que apoyar en esta legislatura. Excepto por una salvedad: prosigue la lucha contra el déficit, dentro de un criterio de racionalidad muy de agradecer».
Se entraba en una época políticamente amorfa, pero judicialmente muy movida. No había más actividad que la judicial, con el Gobierno de mero espectador. Sobre las filas del primer partido de la oposición llovían piedras procedentes del Supremo y la Audiencia Nacional, con un PSOE que, desconcertado, levantaba el puño airado en dirección a Moncloa sin que allí tuvieran mucho que ver con sus desgracias: nada que ver con el juicio de Filesa, cuya instrucción se había iniciado tres años antes, en pleno Gobierno socialista, ni con el sempiterno escándalo de la Expo sevillana, que el fabuloso juez Garzón, número dos de la candidatura socialista en las generales del 93, había tomado con singular empeño, lo mismo que el fiscal Anticorrupción, un hombre de reconocidas simpatías pro-PSOE.
En la primera decena de diciembre, Joaquín Almunia, verde abrigo verde olivo subiendo las escalinatas del palacio de La Moncloa, acudió a entrevistarse con el presidente del Gobierno para hablar… ¿de qué? ¿De qué podía hablar el abogado de González con Aznar en la coyuntura judicial que afligía al líder del PSOE?
Tras años de oficiar de Maritornes, criada despreciada, humilde fregona, algunos jueces parecían dispuestos a lavar la cara mancillada de doña Justicia, a recuperar el honor perdido de esta cariátide ciega acostumbrada a dar tumbos por los palacios de injusticia. El PSOE estaba recogiendo los frutos de la equivocación que significó pretender judicializarlo todo, porque sus líderes pensaban que controlaban a los jueces, a todos los jueces.
Y ahora Almunia se veía obligado a visitar Moncloa para pedir árnica, desactivar el caso GAL en nombre del jefe sin dejar demasiadas plumas en la gatera, que el orgullo es grande y la piedad corta, y muchos españoles avisados tuvieron la sensación de que, entre bastidores, se estaba viviendo un nuevo episodio de aquel «pacto de legislatura» que, patrocinado por Su Majestad el Rey, había permitido a José María Aznar formar Gobierno en abril del 96.
Un pacto que Aznar había arrinconado en el desván cuando, el 24 de diciembre del 96, vio su estabilidad amenazada por el acuerdo Polanco-Asensio y la complicidad de los poderes fácticos.
Se cumplía un año del famoso «pacto de Nochebuena». Los Polancos se habían forjado una realidad a su medida: Para un Gobierno débil como el de Aznar, el golpe del 24 de diciembre debía marcar el retorno triunfal de las tropas de don Felipe, dispuesto a restablecer sus reales en Moncloa en el plazo de unos meses. La travesía del desierto de la oposición iba a ser apenas un paseo, un ligero receso entre dos grandes períodos de poder felipista. Pero los hados, siempre cargados de misterio, tenían otro libreto escrito.
El castigo a la chequera del señor Polanco en el año transcurrido había sido notable, Desde un punto de vista estrictamente económico, el 24 de diciembre del 96 el dueño de Prisa parecía directamente abocado al negocio de su vida, con plusvalías que para su 25 por 100 de Sogecable podían superar fácilmente los 20.000 millones limpios al año, casi cuatro veces más que los beneficios anuales del grupo Prisa.
La operación era muy clara. Consistía en trasladar los 1.400.000 abonados de Canal Plus —susceptibles de llegar a los dos millones en un mercado de no competencia— a Canal Satélite Digital y elevar la cuota de abono mensual en torno a las 7.000 pesetas, para contabilizar ingresos anuales superiores a los 125.000 millones de pesetas. Un magnífico negocio.
El odio, entreverado de desprecio, que Jesús Polanco sentía hacia el Gobierno Aznar estaba más que justificado. Lo que podía haber sido el business del siglo se había trocado en riesgo de suspensión de pagos a cuenta de los pasivos asumidos. La guinda en aquel cóctel de amargura la ponía la certeza de que sólo un acuerdo con Telefónica podía eludir el riesgo de quiebra. Había que hacer de tripas corazón y tratar de llegar a un acuerdo con Villalonga.
En la Navidad del 97, Polanco y su troupe seguían teniendo, sin embargo, casi intacto su enorme poder en el terreno judicial y, por supuesto, en el mediático. Además de dominar a la perfección las técnicas del agit-prop, contaban a su favor con el gregarismo de un PSOE encargado de amplificar en sede parlamentaria los desmayos de Cebrián y los suyos, no se sabe bien si por ideología, por dinero o por ambas cosas a la vez. Era ese matrimonio de intereses Prisa-PSOE lo que hacía y hace aparentar a los Polancos mucha más influencia de la que realmente tienen.
Polanco había hecho una apuesta por un Gobierno débil y breve, pero ninguno de sus vaticinios se estaba cumpliendo. ¿Mantendría su apuesta de oposición a ultranza hasta el final? ¿Seguirían en esa línea después de la entrada en la Unión Económica y Monetaria? Eran las preguntas que, expectantes, se hacían en el entorno presidencial. Mientras tanto, palo a la burra blanca, palo a la burra negra, porque, al margen de los deseos del cántabro, el objetivo declarado de Cebrián en cenas y saraos era «que este Gobierno de fachas no gane las próximas elecciones generales».
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Para la esfinge refugiada en el Palacio de la Moncloa, el final del año 97 unía a lo inesperado la calidad de lo idílico. Imposible haber imaginado cambio similar en la Navidad del 96. Quienes estaban a su lado, sin embargo, seguían sin saber muy bien si llovía o tronaba. Aznar es así. Un sepulcro inasequible a los cambios del tiempo. Ni se crece en las victorias ni se hunde en las derrotas. Ni frío ni calor. Político que siempre funciona con previsiones a largo, en sus cálculos de meses atrás ya entraba el cambio del clima que iba a experimentar su Gobierno.
Una coyuntura bicéfala. Por un lado, la economía, marchando como un tiro. Por otro, una vida política más bien aburrida, con un Aznar no sólo consolidado sino subiendo en las encuestas como el mercurio al sol.
Los ecos que sobre la situación económica llegaban del mercado no podían ser mejores. «Vamos a tener al menos dieciocho meses de crecimiento muy fuerte y también de creación de empleo, y el impulso puede llegar mucho más lejos», aseguraba el embajador de España ante la OCDE, José Luis Feito.
El optimismo era general y alcanzaba al propio ministro de Economía, Rodrigo Rato: «El 98 debe ser el año de la confirmación de nuestra política económica. Si España llega al 99 con un crecimiento en velocidad de crucero de un punto por encima de la media europea, con una inflación sólo ligeramente superior a la media, un déficit por cuenta corriente prácticamente cero o muy suave y un déficit público muy bajo, las cosas estarán centradas, y lo estarán por mucho tiempo si no cometemos la equivocación de creer que esto es Jauja».
No era Jauja, pero lo parecía. A mediados de enero del 98, «las encuestas nos dan esos cinco puntos de diferencia sobre el PSOE, pero cinco puntos muy sólidos, muy asentados —aseguraba un alto funcionario de Moncloa—, de ahí que el presidente no quiera correr».
La doctrina de la «lluvia fina» de Pedro Arrióla, objeto de tantas pullas dentro del propio PP, parecía estar calando. «Cada día que pasa el Gobierno gana en solidez, al tiempo que se difumina la imagen de provisionalidad y se acrecienta la sensación de desconcierto que desprende el principal grupo de la oposición», aseguraba el propio Arrióla. Sin riesgo de cambios económicos ni de cataclismos sociales, el 98 parecía un camino de rosas para el Gobierno Aznar, al tiempo que amenazaba convertirse en el annus horribilis del felipismo desde el punto de vista judicial.
Una imagen idílica que estaba lejos de responder a la realidad, porque las corrientes profundas de la política circulaban en plena ebullición, calientes como pocas veces. Bajo esa capa de aparente normalidad, se estaba dirimiendo el ser o no ser del régimen salido de la Constitución de 1978, y esa batalla se estaba librando en el campo del poder mediático y en los tribunales, las dos plazas fuertes de los felipancos.
Tal era la curiosa dicotomía que presidía la vida española a primeros del 98: por un lado, la economía siguiendo su brillante curso, y con ella la vida de millones de personas que trabajan, aman, ríen y lloran al margen de los grandes problemas de Estado; y por otro lado, una vida política totalmente judicializada, como no podía ser de otra forma, porque a la esclusa de los tribunales habían llegado las aguas de catorce años de corrupción.
A estas alturas de la legislatura, pocos dudaban de que la «derrota dulce» del 3 de marzo del 96 había resultado mucho más amarga de lo que el PSOE había previsto, hasta el punto de que el ciclo económico iba a dar dos mandatos al chico del bigote si alguna catástrofe no lo evitaba. Después de casi catorce años de grasia sevillana, los españoles decían haberlo pasado muy bien en la feria, pero no querían saber nada de aquella fiesta.
Dispuestos a crispar la realidad lo que fuera menester, para impedir que esa imagen de normalidad se instalara en la conciencia del electorado, los Polancos lo intentaron de manera especial en el mes de febrero con la famosa «conspiración» de Ansón, una puesta en escena que perseguía un envite de enorme trascendencia: lograr la retirada del apoyo de CiU al Gobierno Aznar, en una nueva edición del episodio que ya intentaron con motivo de las famosas amenazas de Rodríguez contra Asensio.
Ocurría, sin embargo, que con el ciclo a favor, Aznar contaba por primera vez con casi todas las cartas en la mano para manejar a su antojo la situación. Pujol no podía amenazar con forzar la disolución de las cámaras porque a quien más podía interesarle disolverlas era al propio Aznar.
El Honorable no hubiera tenido fácil explicar a su emprendedor electorado (Cataluña había absorbido, con el 15 por 100 de la población española, el 26 por 100 del empleo neto creado desde la victoria electoral del PP) que había que tirar por la borda las favorables perspectivas económicas del 98 sólo por el juego de poder de unos señores en Madrid. El empresariado catalán, mantenedor de esa gestoría de lujo que es CiU, no entendería que en un ejercicio de consolidación y crecimiento alguien introdujera incertidumbres que pusieran en peligro las cuentas de resultados.
Este ejercicio de realismo ha chocado a lo largo de toda la legislatura con la querencia felipista de los Molins de turno, gente que se siente más a gusto —al contrario de lo que ocurre con Arzalluz— con la trapacería de González que con la inhóspita frialdad de Aznar. Al final, felipismo y pujolismo son criaturas siamesas nacidas del tronco común de la corrupción y de una forma personalista de ejercer el poder con vocación de exclusividad y total colusión entre lo público y lo privado.
Pero Pujol viajó a Madrid a finales de febrero del 98 y al salir de Moncloa hizo añicos las esperanzas de los felipancos. De vuelta a Barcelona, el Honorable contó a su gente que había salido muy satisfecho de su encuentro con Aznar. El grado de complicidad al que había llegado con el presidente, que le invitó a almorzar en la parte privada de Moncloa, era tan acusado que habían decidido tutearse, y a partir de ese detalle todo había resultado mucho más fácil. Los tabúes se habían roto.
Don Jordi, que a todo el mundo trata de usted, había tardado casi quince años en conceder el tuteo a Felipe González, algo que, más que un gesto, supone para él la ruptura de un invisible velo que abre las puertas a un tipo de relación personal de mayor confianza.
A José María Aznar le había costado la mitad de tiempo alcanzar tan alto honor, y ese tuteo podía exhibirse como un grandísimo éxito del centro-derecha español. Ya podíamos dormir tranquilos. Alabado sea el Señor: la gobernabilidad parecía asegurada para toda la legislatura.
Casi de inmediato se presentó el segundo aniversario de la victoria electoral del PP, evento presentado en sociedad por medio de una entrevista de dos días en El Mundo, un «latifundio», según Martín Ferrand, que tuvo para Pedrojota la virtud de permitirle salir por primera vez sentado en Moncloa al lado del presidente después del escándalo de su vídeo.
Las valoraciones se habían hecho casi tópicas: la economía muy bien, gracias, pero en otros terrenos se afianzaba la idea de que se había avanzado poco o muy poco, tal que en la Justicia, una batalla que el Gobierno Aznar estaba perdiendo de calle, y que no era sino parte de esa gran asignatura pendiente llamada «regeneración democrática».
En esos temas, un Aznar retraído, ladino, zorro, seguía sin mover pieza, como esperando que fuera el tiempo quien pusiera las cosas en orden, quien despejara el horizonte de unos nubarrones que constantemente salían de la factoría mediática de Jesús Polanco, los nubarrones de la crispación.
El Gobierno seguía sin saber «vender» sus logros económicos, que, a cuenta de la superioridad mediática del polanquismo, a menudo quedaban enmascarados o contrarrestados por las trampas para elefantes que los Cebrianes colocaban artificialmente en el primer plano de la actualidad un día sí y otro también, tal que el caso de la ya comentada «conspiración» de Ansón o el incidente artificialmente provocado por la comparación que el malogrado Antonio Herrero efectuó entre Mónica Lewinsky y doña Rosa Conde.
En cuanto la oportunidad se presentaba, el PSOE se embarcaba en un lenguaje «guerracivilista» que ponía los pelos de punta, como puso de manifiesto doña Carmele Hermosín cuando dijo aquello de que «si pudiera, el PP fusilaba a toda la izquierda». Víctima propiciatoria de un sectarismo sin fecha de caducidad, la convivencia no parecía estar tan asegurada como algunos habían supuesto. El país respiraba paz social por los cuatro costados, pero algunos habían decidido crisparlo hasta la extenuación. De nuevo las «dos Españas», sólo que la España que se suponía progresista y avanzada se había tornado en la España agraz y sectaria que «dolía» a nuestros Unamunos. Se habían cambiado los papeles. Y todo porque no estaban dispuestos a soportar la eventualidad de una segunda legislatura con la derecha en el poder.
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En la habitación sin vistas de un Gobierno aferrado al arambol de la Economía y una oposición que seguía anclada en sus traumas, aferrada al mito de la «conspiración» que González intentaba reactivar de forma autista, había ocurrido, sin embargo, un acontecimiento que iba a alterar radicalmente el libreto político: la victoria de Borrell en las primarias socialistas.
Con el leridano instalado en el altar del PSOE, la primavera del 98 confirmó las mejores expectativas de un año glorioso desde el punto de vista de la economía. Un año espectacular. El paro, por primera vez en mucho tiempo, podía situarse por debajo del 19 por 100 de la población activa, y con claras perspectivas de seguir bajando. Y aunque el aparato mediático del Gobierno se cuidaba muy mucho de no pregonarlo, la tasa de paro juvenil había descendido nada menos que en siete puntos, pasando del entorno del 43 al 36 por 100 (la media europea se situaba en torno al 25, y la francesa en el 30), lo que representaba una bajada espectacular. La perspectiva de equiparar la tasa de paro juvenil española a la de la UE no era ya una quimera.
La percepción social de que la buena marcha de la economía estaba, al margen de la fría realidad de las cifras, reportando ventajas para la mayoría de los ciudadanos empezaba ya a calar en la calle.
Con el respaldo de las realidades económicas, Aznar había visitado en abril el Círculo de Economía de Barcelona para disertar ante cerca de quinientos empresarios catalanes, la crème de esa vanguardia del dinero que Pujol viene utilizando desde hace lustros como objeto de sus desvelos frente a Madrid. Pujol puso gran empeño en respaldar a Aznar ante tan selecta audiencia, y éste le correspondió con una intervención de altura, aunque carente de chispa. El respaldo de CiU al Gobierno del PP parecía más sólido que nunca, a pesar del rifirrafe motivado por la Ley del Catalán. Todo apuntaba a que ambos líderes habían pactado en Barcelona, además de la tranquilidad, el calendario electoral hasta el final de la legislatura.
Aznar cerraba sus ojos piadosos ante los dislates lingüísticos de su socio catalán, y pretendía hacer lo mismo con los escándalos del pasado que, como recuerdos viejos, salían ahora al encuentro de su Gobierno, como el descubrimiento de las escuchas ilegales que el Cesid había estado realizando en la sede de HB en Vitoria.
El escándalo del Cesid dio de nuevo ocasión para contemplar a un Aznar aferrado a los clichés del pasado, con el principio de autoridad como norma suprema, un Aznar presto a cerrar filas en nombre de no se sabe qué sacrosantos intereses de Estado, cuando lo que su electorado demandaba en el caso del Cesid era la exigencia de responsabilidades y la expulsión de ineficaces y corruptos, como paso previo a su democratización y a la introducción de verdadera inteligencia en unos servicios dignos de tal nombre.
Para grandes capas de población era extenuante seguir oyendo las mismas monsergas, los mismos discursos, la misma resistencia a romper con el pasado, la autoridad por encima de todo, el sostenella y no enmendalla, los mismos tics retóricos que uno oyó de niño, sin que se vislumbrara siquiera el menor síntoma de cambio.
«Aznar debe ser consciente de que va ganando la batalla de la eficacia económica, pero va perdiendo —y no sólo por el bucle efectista de las primarias socialistas— la de la regeneración democrática», aseguraba Pedrojota Ramírez en su homilía dominical del 11 de abril del 98. El periodista le acusaba de estar instalado en la «tumbona de la autosatisfacción» y de haber perdido la «iniciativa política que mantuvo durante toda la primera mitad del 97».
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La noticia, al llegar junio, era que, frente al tirón electoral del PSOE provocado por lo que entonces se llamó el «efecto Borrell», el Partido Popular seguía estancado en intención de voto. Las encuestas se negaban a responder a la solidez de los argumentos económicos que podía con justicia esgrimir el Gobierno. Frustración era la palabra adecuada para describir el estado de ánimo de las gentes del PP.
Una encuesta del CIS efectuada antes del debate sobre el estado de la Nación mostraba que la aparición de un déjá vu como Borrell en escena había sido suficiente para que el PSOE sobrepasara al PP en casi 5 puntos. ¿Qué tenía que hacer el PP para lograr de una vez la confianza y el respaldo mayoritario de los electores? Misterio. Lo que el PSOE tenía que hacer parecía claro: simplemente estarse quieto y seguir utilizando los papeles de trabajo del profesor Barea por toda oposición… Era la constatación, una vez más, de un fenómeno tan viejo como fascinante: la fidelidad del electorado socialista hacia un partido roto en mil pedazos y cuyo máximo dirigente se había salvado del banquillo en el caso Marey por una artimaña judicial.
Aznar no lograba calar en el electorado. El presidente del Gobierno es un buen jefe de obra, un magnífico contable que hace bien su trabajo pero que no levanta pasiones, no entusiasma al electorado. Salvadas las distancias, para muchos españoles es como ese experto fiscal a quien uno recurre una vez al año para que le haga la declaración de la renta y del que una vez firmada se despide hasta el año que viene. Un buen administrador de la finca, pero no un vendedor de ilusiones. Lo cual, dicho sea de paso, podría ser la situación ideal para un electorado maduro que reniega, por peligrosos e innecesarios, de los liderazgos carismáticos, los charlatanes de feria y los vendedores de gangas. Aznar podría perfectamente ser considerado como «uno de los nuestros», un hombre normal, desprovisto de todo carisma, que hace su trabajo con rigor. Pero, al contrario de lo que ocurría con Kohl en Alemania, ésa no es aquí mercancía suficiente. Los españoles necesitan un conductor, quieren un líder carismático, un jefe todopoderoso que infunda miedo, respeto o veneración, porque no les resulta suficiente un eficaz consejero delegado de España S.A.
La constatación de esta realidad produjo en las filas del Partido Popular un efecto demoledor en plena primavera del 98. Las cofradías de agraviados que crecen en los suburbios de todo partido en el poder comenzaban a dar síntomas de vida, alentadas por el desconcierto que se advertía en ese mismo poder a cuenta del comportamiento de unas encuestas que se negaban a responder a las sólidas verdades de la economía. Las críticas a José María Aznar comenzaban a proliferar por los cenáculos de los segundones.
«No es admisible su frío distanciamiento con gente del partido de toda la vida, a la que debe muchos favores», aseguraba un histórico del partido, quejoso con un comportamiento implícito al uso del poder, ese sobrevolar sobre los antiguos afectos, ese cerrar la puerta a las viejas fidelidades, ese «pasar», ese egregio ausentarse, ese no ver ni sentir más allá del oropel palaciego. «Yo creo que se sentía un poco incómodo por no haber contado conmigo en junio del 96, después de años de pelear codo con codo desde sus tiempos en Ávila, y un día me dijo, oye, voy a decirle a Ana que os vengáis a cenar a Moncloa, y hasta hoy…».
Había decepción por «esa forma que tiene de llegar al hemiciclo y apalancarse en la cabecera del banco azul, como hacía González, y salir pitando en cuanto acaba la sesión sin decir ni mu», de modo que la mayoría de los diputados del Grupo Popular no tenían el menor contacto con el presidente del Gobierno. Aznar era para ellos como la esfinge de Keops: un poder sobrevenido del cielo, y aquí paz y después gloria.
En el Grupo Parlamentario no se entendía la fijación del presidente con algunos de sus colaboradores directos, caso del secretario de Estado de la Comunicación o de algunos/as ministros/as, esa radical negativa a introducir cambios cuya necesidad parecía obvia.
¿Miedo a alimentar el número de los agraviados que toda crisis de Gobierno provoca a cuenta de las ambiciones no satisfechas de quienes se creen llamados a mayores empresas? Un hombre que en tal sentido influía mucho en Aznar era el ministro Arias-Salgado, quien le recomendaba mucha precaución con los cambios, presidente, acuérdate de la UCD, porque cada vez que desplazas a un ministro de su sillón abres heridas tremendas, generas resentimientos, alientas la aparición de sindicatos de agraviados por partida doble: por parte de los que quitas y por parte de los que no pones, y luego te topas de regalo con un Grupo Parlamentario lleno de ex ministros rezumando amargura, que eso fue lo que le pasó a Adolfo, y eso convirtió a UCD en ingobernable, así que tú verás, pero mi consejo es que aguantes todo lo que puedas…
El descontento del grupo había cristalizado en torno a la figura de Miguel Ángel Rodríguez, chivo expiatorio de la gélida temperatura del amo. «Hemos entrado en Maastricht cuando nadie daba un duro por nosotros; hemos asegurado las pensiones; hemos bajado la inflación y los tipos de interés y se está creando empleo, pero luego sale MAR los viernes en la tele, hace una gracieta y lo echa todo a perder…». En el Grupo Parlamentario surgió por aquel entonces la iniciativa de formar una comisión para ir a plantear al «jefe» la necesidad de sustituir a MAR como portavoz del Gobierno, pero al final la idea se deshizo como un azucarillo, fuéronse y no hubo nada, porque, ¿quién ponía el cascabel al gato?
Seguramente MAR tenía poco que ver en el imbalance entre los logros económicos alcanzados y los escasos frutos obtenidos en las encuestas, y sí mucho más la forma de Gobierno, que en el fondo no se distinguía en muchos aspectos de la de González, la misma distancia impuesta por la fortaleza arpillada de Moncloa, la misma olímpica incapacidad para conectar con las aspiraciones de una sociedad que, después de la experiencia vivida, ya no se contentaba con que el Gobierno no robara, y que esperaba algo más que buenos datos macroeconómicos.
La demanda de cambios en la política de comunicación del Gobierno estaba precisamente centrada en el Ministerio de Economía y Hacienda. En el curso de una Comisión Ejecutiva celebrada a primeros de junio, el subsecretario de Economía, Fernando Díaz Moreno, se atrevió a planteárselo claramente al presidente, después de un largo parlamento del secretario general, Francisco Álvarez Cascos, según el cual el partido había cumplido ya nada menos que el 85 por 100 de su programa electoral… «Estaremos cumpliendo, lo estaremos haciendo de maravilla, pero si no se entera nadie, pues ya me contarán…». Pero Díaz Moreno se quedó solo. Nadie más se atrevió a tomar la palabra. Silencio sepulcral.
Algunos tenían la impresión de que el fallo de la política de comunicación de Moncloa no estaba en MAR, sino en la ausencia de un jefe de gabinete, un jefe de cocina. «No es que las cosas no se expliquen bien, lo que sucede es que, sobre un mismo tema, cuatro ministros opinan de cuatro formas distintas, de modo que lo que se echa en falta es el papel que hacia un Julio Feo en la primera época de Felipe».
La presión sobre el presidente para que moviera ficha iba in crescendo. Rodrigo Rato estaba claramente en esa tesis, pero Rato sé dejaría torcer un brazo antes de cometer un desliz que pudiera perjudicar su carrera. «Aznar quiere pasar a la historia de su pueblo como el primer presidente que hizo la vuelta a Burgos sin cambiar una sola vez de bicicleta», afirmaba un diputado popular.
«En estos momentos hemos recorrido un largo camino de crédito, de confianza, de aceptación, de tranquilidad del país, además de haber consolidado nuestra posición de poder en casi todas las autonomías que gobernamos —aseguraba el ministro de Economía a finales de junio del 98—, y creo que nos hallamos en una etapa de transición: la gente está encantada con lo que pasa, no tiene ningún tipo de resquemor ni de recelo, pero todavía no ha cambiado de fidelidades… El trick está en cómo hacer que cambie, porque el PSOE mantiene firmemente aferrado su electorado. Es evidente que tenemos un serio problema de comunicación o, mejor dicho, de lo que yo llamo “gestión de medios” —añadía—. La verdad es que el mundo de los medios en este país es complicadísimo, un tema muy duro, muy arduo, muy crispado. Dicho lo cual, mi obligación es tratar de llevarme bien con todo el mundo; a todo el mundo hay que darle un bocadillo, aunque uno pueda tener luego amigos a quienes dé caviar. Pero la gestión de medios es indispensable: hay que llamar a todos y trabajarse a todos por igual y discutir con todos, porque yo no puedo renunciar al 50 por 100 de la prensa española. Yo no puedo decirle a mi jefe de prensa, oye, macho, a ésos ni agua, porque estoy obligado a atender a todo el mundo».
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Consciente de las limitaciones del aparato de Moncloa, Rodrigo Rato, el más político, by far, de todos los ministros de Aznar, estaba haciendo la guerra por su cuenta, pactando a hurtadillas con los Polancos, lo cual respondía perfectamente al espíritu de la vieja derecha levantisca y aguerrillada, tan alejada del espíritu de clan del PSOE y tan poco dispuesta a aceptar la disciplina de partido cuando ésta no conviene a sus particulares intereses.
Hacía mucho tiempo que Rato había llegado al convencimiento de que nadie le iba a arreglar sus eventuales problemas de imagen con Polanco y Prisa, «un grupo muy compacto, muy inteligente, muy profesional, que funciona a la voz de “ar”», y mucho menos un hombre como MAR. En esa certidumbre, decidió arreglárselas por sus propios medios.
Conviene decir que el hombre que más pegas puso a la llamada a filas de Aznar en la Navidad del 96 había sido precisamente él. Falto de todo ardor guerrero, a Rato no le gustaba nada el toque de corneta contra Polanco. Como ministro de Economía, le resultaba imprescindible contar con un marco social y político adecuado en el que poder desarrollar con éxito su política, de modo que para él lo importante no era la pelea con Polanco, sino el que no le estropearan el escenario en el que escenificar la recuperación económica. Le preocupaba que se pudiera crear un oleaje de tal crispación que obligara a todo el mundo a tomar partido, haciendo imposible el diálogo social con los sindicatos.
Cuando, un año después, ya era evidente el éxito de su gestión económica, entraron en juego de forma automática las particulares razones de un hombre que alimenta fundadas aspiraciones de suceder en un futuro próximo al propio Aznar en la presidencia del Gobierno de la nación y que sabe que, para hacerlas realidad, necesitará contar con la neutralidad, al menos, del grupo mediático más poderoso del país. Rato se hizo cada vez más reacio a enfrentarse con Polanco.
Además, el ministro de Economía debía también cuidar sus espaldas empresariales. Para él era muy desagradable que alguien empezara a airear los problemas de sus empresas, problemas ligados a la mediocre gestión de su hermano Ramón, responsable, al parecer, de la pérdida de gran parte de la fortuna familiar en estos años. Con los trabajadores de su grupo manifestándose en Cibeles, era importante contar con la benevolencia del grupo Prisa. Rato contó con ella, de modo que esas protestas pasaron prácticamente desapercibidas.
«Mis relaciones con Polanco no son buenas, pero tampoco malas —reconoce en privado—. La situación de Prisa es complicada, porque, enfrentado a un Gobierno que parece que va a durar, sus aliados son unos señores que representan el pasado y que se niegan en redondo a abordar su reconversión».
En realidad, las relaciones de Rodrigo Rato con Jesús Polanco son excelentes, y excelente es o suele ser el trato que los medios de Prisa, empezando por El País, dispensan al ministro. La jugada del cántabro es perfecta. Con el PSOE bien atado por el ronzal, el editor cuida, riega y abona con mimo, desde hace tiempo, dos preciosas crisálidas en el jardín del PP que un día no lejano podrían llegar a convertirse en espléndidas mariposas: Alberto Ruiz-Gallardón por el centro-izquierda y Rodrigo Rato por la derecha, dos hombres que sin duda pelearán muy pronto por la sucesión de Aznar.
Con Ruiz-Gallardón muy quemado a cuenta de la divina impaciencia de un hombre que enseñó demasiado pronto sus cartas y que hoy está bloqueado en el partido (no es descartable que Polanco intente con él, en el momento procesal oportuno, alguna jugada descabellada), la gran apuesta de Polanco a cuatro años vista en el Partido Popular es Rato.
Rato es el único ministro del Gobierno Aznar, y casi el único hombre de la derecha política, que asiste con cierta regularidad a los saraos que organiza el editor en su dacha de Valdemorillo. Rato es «el rostro amable» de la «derechona». El último convite de tronío tuvo lugar a finales de junio del 99 en la vecina casa, Valdemorillo again, de Plácido Arango, íntimo amigo de Polanco, el multimillonario mexicano dueño de la cadena Vips: Plácido, Jesús, Alicia Koplowitz, Emilio Ybarra y Rodrigo Rato. Y señoras. La crème de la crème. Y Sus Majestades los Reyes de España, don Juan Carlos y doña Sofía, como incomparable florón para dejar bien sentado quién manda aquí. Tras la cena, de luxe total, los Reyes, casi un milagro de la ciencia, bailaron juntos por primera vez en décadas una ranchera lenta a los sones de un mariachi. Don Rodrigo fue el único que no bailó.
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A la altura de junio del 98, el ministro de Economía había aprendido ya a buscarse la vida por su cuenta en los terrenos de la comunicación, «porque lo de Rodríguez clama al cielo —aseguraba uno de sus hombres—, es una especie de flagelación que no se entiende ni desde la franja de Gaza».
«La verdad es que resulta desesperante que después de dos años tan buenos, con un equipo que se formó casi con alfileres en condiciones muy difíciles después del resultado electoral, no se haya ganado la confianza suficiente como para darle a esto un vuelco —aseguraba, por su parte, otro ministro acogido al anonimato—. Todo el éxito de este Gobierno consiste en dejar de asustar, en que ya no metemos miedo, ya no mordemos, pero de ahí a entusiasmar media un abismo. Y el caso es que algo habrá que hacer, algún glamour habrá que derrochar para volver a ganar las próximas generales».
La demanda de cambios en el Gobierno y su entorno se había convertido en un clamor dentro del Grupo Parlamentario popular y del propio partido. ¿A qué espera Aznar? El señor presidente, frío, gélido, imperturbable, reacio a consultar sus decisiones con nadie, se había dedicado a viajar al extranjero por toda respuesta, mientras en el interior se extendía la creencia de su carácter aurista y evanescente, en un perpetuo «ni está ni se le espera».
La insistencia para que moviera ficha antes del 1 de agosto era muy fuerte. Los barones del partido habían incrementado de forma notable su presión para que descabalgara de una vez a MAR, como responsable de la mala imagen del Gobierno, del estancamiento electoral y de la incapacidad para comunicarse con los ciudadanos. Cascos, Oreja, Arenas y Rajoy se habían acercado individualmente al presidente para hacerle ver la imposibilidad de continuar con tal situación. El paso siguiente era que el Estado Mayor conjunto de los barones se presentara un día en bloque en su despacho de Moncloa, lo que hubiera supuesto algo así como una rebelión de los coroneles.
Con todo el éxito de la gestión económica a cuestas, el empleo creciendo por encima del PIB y el consumo de las familias disparado, José María Aznar se encontraba ante un horizonte complicado si seguía negándose a entrar en política y no empezaba a vender un proyecto mínimamente ilusionante.
En esta situación iba a resultar muy complicado aguantar dos años más, sin lanzar algún mensaje político de importancia, sobre todo cuando el panorama de elecciones parciales en el 99 auguraba una exacerbación de los conflictos nacionalistas.
A las puertas del verano del 98, ante el gobierno Aznar se alzaba una inquietante realidad: la certidumbre que existía apenas seis meses antes de que la segunda victoria electoral del PP estaba asegurada ya no era tal, había desaparecido, era humo, y en su lugar se había instalado la creencia de que sería necesario pelear muy duro para poder ganar en el 2000.
Un cambio dramático. «De especular sobre la posibilidad de aumentar la representación parlamentaria, e incluso lograr la mayoría absoluta, hemos pasado hoy a preguntarnos: ¿podremos ganar las próximas elecciones?», se preguntaba Alejo Vidal Cuadras. Era un interrogante que cinco meses antes nadie se hubiera planteado. Lo llamativo de la situación era que, sin mover un dedo, el PSOE tenía asegurado un virtual empate técnico con el PP. «Y yo digo una cosa, ¿ha valido la pena tanta genuflexión, tanta renuncia a los principios, tanta iniquidad con los leales para esto?».
Todo lo cual venía a demostrar el fracaso de la doctrina de la «lluvia fina», apenas un sirimiri que estaba muy lejos de calar entre la población. Una estrepitosa milonga, a pesar de las favorables condiciones ambientales. Los enemigos de Pedro Arrióla se frotaban las manos: «Los asesores de Aznar están especializados en hacerle perder elecciones o en hacerle ganar por un margen mínimo. Algo falla. Lo único que no falla es la incapacidad de esta gente para reconocer su error. Es la misma gente que buscará las excusas oportunas para justificar la derrota si al final lo de la lluvia fina se convierte en una torrentera al estilo de “El Niño”».
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El viernes 10 de julio del 98, al terminar la referencia del Consejo de Ministros impartida por el denostado Miguel Ángel Rodríguez, el propio MAR hizo saltar la liebre al despedirse de los presentes. El portavoz anunció que había presentado su dimisión irrevocable al presidente del Gobierno. La situación se había hecho tan insostenible que éste no había tenido más remedio que aceptársela.
¡Estalló la bomba! La noticia corrió como la pólvora mientras el propio MAR completaba el relato de su muerte anunciada. Un hombre injustamente tratado, que tuvo el extraño privilegio de ver magnificados sus errores y reducidos al silencio sus aciertos.
Su salida de Moncloa era, en cualquier caso, una mala noticia para el PSOE, que nunca había mostrado interés en pedir su dimisión por una cuestión de mera conveniencia: en él tenían identificado al muñeco al que arrear estera, una especie de blanco fijo, el punto débil, el talón de Aquiles perfectamente identificado del Gobierno.
Sus enemigos se habrían llevado, sin embargo, una decepción si hubieran tenido noticia del mensaje alborozado con el que el propio interesado vendía la nueva a sus amigos: aquél era un hombre libre, en un estado que bordeaba la euforia, que por fin se había quitado de encima un peso insoportable.
«MAR fue un buen jefe de prensa de partido de la oposición, pero nunca llegó a ser un buen secretario de Estado de la Comunicación —asegura uno de los fontaneros de Moncloa—, Pensó en el 96 que iba a ser nombrado ministro portavoz y de hecho luchó por ello, aunque Aznar ni siquiera se lo planteó. Lo nombró secretario de Estado de Comunicación, pero él forzó la máquina y se quedó también con la portavocía. Y ahí estuvo su error, porque si no hubiera intentado compatibilizar ambas cosas ahora seguiría siendo secretario de Estado. Aquí el que se lleva las tortas es quien da la cara».
Pero la salida de MAR era apenas el aperitivo del gran convite que Aznar tenía preparado para los impacientes de su partido. «Aznar es un maestro en la medición de los tiempos —prosigue el mismo fontanero—. Si hablamos de ganar o perder las elecciones, no vale para nada barrer en las encuestas un año antes, porque lo que cuenta es la foto finish. Yo le he visto en situaciones muy apuradas, donde lo más fácil hubiera sido tomar decisiones precipitadas, y sin embargo permanecía impertérrito. ¿Por qué no interviene? Porque hay que saber elegir el momento adecuado para tomar decisiones. Y ahora iba a demostrárselo a los críticos del propio PP».
Dos días después saltó la verdadera bomba: el titular de Industria, Josep Piqué, era nombrado ministro portavoz del Gobierno, al tiempo que el entonces secretario de Estado para el Deporte, Pedro Antonio Martín Marín, pasaba a ocuparse de la Secretaría de Estado de la Comunicación.
Harto de aquella batalla de gestos, más que de palabras, que le habían planteado quienes deseaban la pira de MAR, Aznar hizo los cambios a espaldas de todos, con clara intención de marcar los territorios, para que supieran quién mandaba allí. Y eligió, además, a Piqué, el candidato que menos podía apetecer a Rodrigo Rato, precisamente el ministro que más se había movido en contra de Rodríguez.
Los aspirantes al puesto dentro del propio Gabinete eran muchos. Lo quería Arenas, seguro de contar con las condiciones necesarias para el cargo; lo pretendía Loyola de Palacio, quien llegó a estar convencida de ser la elegida; e igualmente lo deseaba Rajoy, y todos llamaron al recién nombrado tras la fumata bianca para felicitarle, oye, si no he sido yo, me parece bien que seas tú… Piqué no suponía entonces una humillación para nadie, porque no era del PP. Era un estado de gracia que podía terminar abruptamente el día que el nuevo portavoz dejara entrever de forma más o menos explícita cualquier adicional apetencia de poder.
Para Carlos Aragonés, el ticket Piqué-Martín Marín era una opción perfecta, porque Antonio compensaba las posibles carencias de Piqué y representaba un estilo totalmente distinto al de MAR, con la seguridad de que las cosas se iban a hacer de otra manera.
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A los amigos del catalán les sorprendió más «la aceptación que la proposición». Entre él y Aznar se había establecido una relación de confianza guiada por el descubrimiento paulatino de las habilidades del catalán como hombre que se explica bien, que construye con solidez los argumentos y los expone con un claro afán pedagógico.
Al margen de ese anhelo didáctico, Piqué, un pragmático puro, listo y ambicioso, le había servido con acierto en un ministerio clave, con actuaciones tan importantes como la política de privatizaciones, la liberalización eléctrica, la reestructuración del acero, los acuerdos de la minería y astilleros…
Su labor al frente de Industria ya estaba en buena medida concluida, hasta el punto de que había llegado a adelantar al presidente su deseo de abandonar el Ministerio enarbolando la bandera de la «misión cumplida» para pasar de nuevo a la empresa privada. Piqué era un hombre de grandes aspiraciones en ese terreno, en cuyo camino se había cruzado la bella Esther Koplowitz para ofrecerle un cargo similar al que Óscar Fanjul desempeñaba a la vera de su hermana Alicia, con tan buenos resultados para el bolsillo de ésta.
Pero la llamada de Aznar, apenas tres días antes del anuncio oficial, cumplía todos los requisitos para hacerla irrechazable. Como ministro portavoz, se iba a encargar de los temas de estrategia, de dar la cara tras los consejos de ministros de los viernes y de la relación con los grupos mediáticos para tratar de poner paz en ese frente, una enfermedad crónica del Gobierno. No hacía falta ser un lince para prever que si el nuevo portavoz lograba sellar la paz en ese delicado terreno, y además conseguía centrar los mensajes, su cuota de poder iba a crecer en proporción directa a la evolución favorable de las encuestas. Era la estrella ascendente del universo Aznar. Un hombre llamado inevitablemente a grandes metas.
¿Podría Piqué entrar definitivamente al trapo de la política, olvidando sus aspiraciones en el campo de la empresa privada? Sólo si Aznar era lo suficientemente listo como para ofrecerle el puesto adecuado, y ése no era otro que el Ministerio de Economía y Hacienda.
Su nombramiento desconcertó a Pujol y compañía. Para el presidente catalán, la dimisión de MAR tampoco fue una buena noticia. Por razones parecidas a las del PSOE, la agresividad de Rodríguez le permitía seguir jugando con impunidad el papel de moderado, de político responsable forzado, malgré lui, a seguir apoyando a Aznar para asegurar la gobernabilidad de España, y ello a pesar de los insultos y desplantes de ese tal Rodríguez.
De pronto, la combinación de tener a Maragall en Barcelona y a Piqué en Madrid dejaba al Honorable prisionero de un sandwich tan peligroso como inesperado. ¿Quién podía discutirle al nuevo portavoz su catalanidad? Hablando con la mesura y el seny propio de su condición, Piqué desmontaba buena parte del juego dialéctico que había mantenido vivo a Pujol durante décadas. Y algo más: hacía añicos la condición de CiU como peculiar gestoría de los intereses de la clase empresarial catalana en Madrid. Los empresarios del Instituto de la Empresa Familiar, un poderoso lobby del que Pujol se decía valedor, podían ya hablar en Madrid con un ministro catalán sin necesidad de pasar por el fielato de los «convergentes». Era lo peor que le podía pasar al Honorable.
Moviendo sus bazas con habilidad, Aznar había desmontado la estrategia de conflicto que tanto convenía a Pujol para arropar su inacabable lista de reclamaciones ante Madrid. Y lo había hecho, además, sin darle la oportunidad de protestar.
Con despacho en Moncloa, Piqué se integraba de forma automática en los famosos «maitines» de los lunes en Génova, al lado del núcleo más duro del aparato. Frente a MAR, su ventaja como ministro portavoz estribaba en poder llamar a un ministro y, además de impartir doctrina, ponerle firme. Pero eso implicaba meterse de bruces en la cocina del PP, y seguramente hacerse militante del partido. Y en ese momento Josep Piqué ya no podría seguir jugando el mismo amable juego del pasado reciente, el juego del independiente que no es enemigo de nadie porque a nada aspira, estrategia que tan buenos dividendos le había proporcionado en Industria.
Aznar le había hecho un encargo principal, y era sentar las bases para la firma de una paz honrosa con Jesús Polanco, «arréglame eso», y a ello se aplicó con renovado entusiasmo el nuevo ministro portavoz, convencido de que la sinceridad de su oferta, la fluidez de su verbo y la fuerza de sus argumentos obrarían el milagro de acabar con el principal problema con el que había tropezado el presidente en su camino.
Fumar la pipa de la paz con Polanco implicaba abandonar definitivamente la idea primigenia de MAR de dar vida con paraguas oficial a un gran grupo mediático capaz de competir con garantía frente a Prisa, hacer, en suma, el anti-Prisa, una tarea a la que se había aplicado con desigual dedicación Juan Villalonga desde la presidencia de Telefónica.
«Queremos abandonar ese experimento —aseguraba el propio Piqué nada más tomar posesión de su cargo— para orientarnos en otra línea radicalmente distinta, que consiste en alentar la aparición, en igualdad de condiciones, de todas aquellas iniciativas empresariales que puedan surgir en el mundo mediático, dejando que sea el mercado quien coloque a cada una en su sitio. Apostar por el modelo “anti-Prisa” implicaba, por lo demás, un riesgo muy fuerte, porque, en caso de perder el Gobierno dentro de un par de años, el nuevo grupo pasaría a engordar directamente las filas del batallón mediático del PSOE, con lo cual la derecha podría despedirse de volver al Gobierno durante mucho tiempo. La idea de diversificar los poderes mediáticos es, pues, mucho más rentable, natural y lógica».
Bellas palabras, sin duda, capaces de arrancar una gozosa carcajada de las fauces de Jesús Polanco. Muy pronto, sin embargo, se iba a enterar el virginal ministro portavoz con quién se estaba jugando los cuartos.
* * *
La idea de Piqué de arrinconar el proyecto original de MAR, al margen de abrir un serio interrogante sobre el grupo mediático liderado por Telefónica, era consecuente con el corpus doctrinal que José María Aznar estaba precisamente lanzando a la sociedad española: el viaje —o el viraje— al centro del Partido Popular.
¿En qué se iba a concretar ese viaje al centro político durante el resto de la legislatura? «La respuesta tiene una parte de estilos y otra de contenidos —aseguraba el propio Aznar—. Creo que hemos hecho muchas cosas y que ahora llega el momento de ver la coherencia de todas ellas. Desde el punto de vista de las tareas de la Presidencia, mi obligación es provocar el impulso necesario para que el país dé un salto hacia adelante que consolide su futuro de la mano de una fuerza política de raíz claramente liberal, muy centrada, capaz de entrar con plena fortaleza en el siglo XXI sin ninguno de los complejos y adherencias del pasado reciente. Todo eso hay que concretarlo en detalles políticos, pero lo que más me interesa ahora es afianzar la coherencia de las líneas maestras de este proyecto, que se resumen en la consolidación de un programa liberal capaz de cambiar estructuras y mentalidades y de propiciar ese definitivo salto hacia adelante del país».
Al margen del disgusto que, para un hombre que bajo esa capa de frialdad esconde grandes dosis de afecto con los amigos, había supuesto tener que prescindir de Rodríguez, José María Aznar estaba políticamente contento, porque la operación le había salido casi redonda, como enseguida se encargó de demostrar un sondeo: 400.000 votos de diferencia a favor del PP inmediatamente después de anunciado el relevo.
Y algunos empezaron a alimentar la tesis de que, puesto que el cambio había sido bueno y a un coste casi cero, el presidente podría animarse a hacer algún otro de más enjundia en su equipo ministerial. Sin embargo, al presidente lo que realmente le atraía era agotar la legislatura con el mismo Gobierno.
Frente al contento de Aznar, un clima de incertidumbre se apoderó de pronto de algunos de los más significados aliados mediáticos con los que había contado para llegar a Moncloa.
Era el caso de Pedrojota que, como otros muchos periodistas que habían seguido la peripecia de Aznar, se preguntaba si esa salida respondía a un simple movimiento táctico destinado a mejorar la imagen del Gobierno o si, por el contrario, era el primer síntoma de un cambio estratégico mucho más profundo cuyo relato secuencial incluiría la dimisión de MAR, primero, el abandono por Cascos de la Secretaría General del partido, después, y, finalmente, el pacto o la entente cordial con Jesús Polanco, asunto que implicaba un riesgo muy fuerte para El Mundo.
Pedrojota sospechaba que Rodrigo Rato, que tanto había tenido que ver con la salida de Rodríguez de Moncloa, podría ser la piedra angular de ese pacto, un acuerdo que podría estar basado en los siguientes términos: paz fiscal para Prisa a cambio de paz mediática para el Gobierno.
Otro pilar de la operación sería Juan Villalonga, igualmente necesitado de un respiro frente al cañoneo inmisericorde al que le tenía sometido el Grupo Prisa. El elemento capital del pacto sería la firma del acuerdo para la fusión de las respectivas plataformas digitales, lo que alejaba a Polanco de la amenaza de la suspensión de pagos para Sogecable, fusión que precisamente se iba a hacer pública el 21 de julio, apenas unos días después de los cambios operados en Moncloa. Villalonga, cuyo papel quedaba relegado entonces al de un simple peón de Aznar, se desentendía definitivamente de la idea de formar su propio grupo mediático, entregando la defensa de sus intereses a la magnanimidad del padrone Polanco y su Grupo. Pero, ¿es que alguien en su sano juicio pensaba que Prisa podía ayudar al PP a ganar las próximas elecciones generales?
La situación, desde el punto de vista mediático, no podía ser más desalentadora para la guerrilla que se negaba a aceptar la pax polanquil. Hacía justamente un año, en la primavera del 97, parecía a punto de caramelo un gran grupo de comunicación alternativo a Prisa. Doce meses después no sólo no existía tal grupo, sino que la situación en el frente anti-Polanco estaba presidida por la inestabilidad y la fragmentación: el ABC se había pasado al frente «enemigo», encantado su director de poder comer de cuando en cuando con el director de El País; la COPE se encontraba sacudida por las tensiones internas provocadas por la desaparición de Antonio Herrero; Onda Cero andaba metida en pérdidas, y El Mundo navegaba a media máquina, con el timón averiado a cuenta del misil que había supuesto el vídeo contra Pedrojota.
Las filas «polanquistas», por el contrario, con todos sus aditamentos (La Vanguardia, El Periódico de Catalunya y chalupas menores tal que El Siglo o Cambio 16), estaban más unidas y crecidas que nunca tras la victoria sobre el juez Gómez de Liaño.
El de los medios de comunicación era, sin duda alguna, el punto flaco del PP, o más bien su perro flaco, un can famélico al que todo se le volvían pulgas. Todo lo demás, por supuesto el envite de los nacionalismos, e incluso la Justicia, era herencia de un pasado o materia de unos pactos que resultaban imprescindibles para seguir gobernando, algo, en suma, con lo que había que tragar, mientras que la política con los medios de comunicación no podía haber sido peor.
* * *
En plena primavera del 98, el distanciamiento entre Aznar y el grupo de periodistas que había contribuido de forma más o menos decisiva a auparle a la presidencia del Gobierno de la nación era un hecho.
Semanas antes de los cambios descritos, el 1 de mayo de 1998, Fiesta del Trabajo, José María Aznar, que al día siguiente debía asistir en Bruselas a la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, invitó a cenar en Moncloa a Luis Herrero y a Federico Jiménez Losantos.
En el curso de la cena, a la que asistió el hijo mayor del matrimonio Aznar, el presidente vertió duras palabras contra ese grupo al que los Polancos llaman «el sindicato del crimen», comandado por dos personalidades tan fuertes como las de Pedrojota Ramírez y Antonio Herrero, a quien en concreto acusó de estar absolutamente radicalizado, echado al monte de una crítica sin ninguna proporción, un francotirador dispuesto a disparar contra todo lo que se moviera. Eso era tan cierto, afirmó, que su hijo, allí presente, un impenitente fan del locutor, le había dicho que ya no lo soportaba, que apagaba la radio…
Al día siguiente, Antonio Herrero fallecía ahogado en aguas de la bahía de Marbella cuando practicaba submarinismo.
Naturalmente, los invitados a la cena relataron a José María García, el célebre «Butanito», los términos de la cena y las críticas vertidas por el presidente contra Antonio, lo que motivó que el lunes 4 de mayo, en el primer programa de La Mañana de la era post-Herrero, conducido al alimón por Luis Herrero y García, este último cerrase la tertulia, al filo de las diez de la mañana, con un durísimo ataque contra Aznar, en el que llegó a decir que no le perdonaría nunca que no hubiera asistido al funeral de Antonio en Marbella, al que habían asistido nada menos que tres ministros del Gobierno. Aznar se había excusado en privado: «Yo sólo voy a los funerales por las víctimas del terrorismo».
El domingo 9 de mayo, Pedrojota dedicaba su artículo a la memoria de Antonio Herrero. Lo interesante estaba en el último párrafo, todo un mensaje de despedida a José María Aznar: hemos hecho lo que hemos podido; la muerte de Herrero reduce nuestras fuerzas, y es hora de que juegue quien tiene que jugar. En suma, señor Aznar: defiéndase usted solo…
Justo un día antes, Luis María Ansón había publicado una «tercera» en ABC titulada «¿Quién teme a José Borrell?», en la que aconsejaba al Gobierno realizar cambios en la política de comunicación, porque había periodistas «ligeros de cascos», que estaban pensando en apoyar a Borrell. De hecho, son muchos los que piensan, empezando por el propio Ansón, que si al leridano le hubiera salido bien el debate sobre el estado de la Nación ahí mismo se habría acabado Aznar, un presidente desprotegido, debido a la ausencia de un aparato mediático razonablemente engrasado en derredor.
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Pero, ¿qué podía pasar, en efecto, con Francisco Álvarez Cascos? ¿Iba a ser la nueva víctima propiciatoria de esa súbita pasión por el centro que le había entrado a la derecha española?
El «gurú» presidencial, Pedro Arrióla, lo tenía claro: «Ni hablar. En primer lugar, porque Paco Cascos es el músculo político de este Gobierno. En segundo, porque Paco es imbatible desde el mismo momento en que ha sido él quien ha dicho que quiere irse, se lo ha dicho claramente a Aznar. Recién casado, y ya con una buena edad en su haber, lo normal es que quiera tomar otros derroteros, entre otras cosas hacer su pequeño patrimonio, porque él no piensa, como otros, en llegar a presidente del Gobierno, y por tanto no tiene que casarse con Polanco ni con nadie para ver cumplida esa ambición. Yo creo que aguantará con Aznar en el Gobierno el tiempo que Aznar quiera, pero no en el partido».
Aznar, un tipo no sólo inteligente sino listo —cualidad que poca gente le reconoce—, era plenamente consciente de que Cascos, aparte de ser «el defensor del vínculo» entre Gobierno y partido, constituía un alfil de vital importancia para él, un peón que los Polancos quisieron siempre derribar para hacer posible el jaque mate en el ajedrez del poder.
Los idus no le eran ciertamente favorables a Cascos. Al margen de las buenas palabras de Arrióla, el vicepresidente se enfrentaba a una serie de handicaps que hacían muy difícil su supervivencia política. El primero era el nuevo modelo de partido pretendido por Aznar, que, en esencia, consistía en buscar desde la derecha lo que Blair había encontrado desde la izquierda. El líder británico, en un proceso muy similar al que luego seguiría el alemán Schroder, había centrado el laborismo, metiendo en el redil socialdemócrata al ala radical, y al final le había salido un partido de diseño con el que estaba haciendo políticas de corte liberal, a las que añadía algunos toques compasivos con los teóricos ideales de la izquierda.
Aznar pretendió en el verano del 98 seguir los pasos de Blair desde la derecha. Su objetivo consistía en instalar al PP en el gran caladero de votos del centro, desplazando al PSOE de esas aguas y poniendo en marcha un centro posmoderno, ambiguo, comprensivo y difuso, ideológicamente descafeinado pero capaz de lograr la mayoría parlamentaria. Este planteamiento requería buena imagen pública, capacidad de diálogo, suavidad en las formas, flexibilidad en los planteamientos, competencia técnica, grandes dosis de pragmatismo y una calculada desideologización… ¡Josep Piqué! He ahí el hallazgo. Piqué era el perfecto representante de ese tipo de partido complaciente con todo el mundo, dispuesto a hacer honor a la frase pronunciada por Blair ante la Asamblea francesa: «Las políticas económicas no son de derechas ni de izquierdas; son las que funcionan y las que no funcionan».
Miguel Ángel Rodríguez no tenía sitio en ese nuevo esquema, y a Álvarez Cascos le ocurría algo parecido. Cascos, un hombre de una pieza, para quien la palabra dada sigue teniendo un valor, no encajaba tampoco en la foto de ese tipo de partido oportunista y centrado, un partido en el que ya no eran imaginables las batallas digitales de la primera mitad del 97, que eran precisamente las que había librado Cascos como mariscal de campo de Aznar.
«Todos nosotros estamos viajando hacia el centro desde que teníamos uso de razón en AP —protestaba el afectado—. Fraga escribió «la teoría del centro». Él fue quien primero teorizó sobre ello, aunque quien lo llevó a la práctica fue Adolfo Suárez. El objetivo de situarse en el centro del arco político está en el abecedario de cualquier partido democrático en un sistema parlamentario. En ese viaje al centro, el eslogan de nuestro Congreso de Sevilla, año 90, fue precisamente el de “centrados en la libertad”. De manera que lo de ese giro no es una pirueta, no es un “pronto” que le haya dado a Aznar».
En efecto, se trataba de un viaje antiguo, iniciado en el 89 y alumbrado por el deseo de promover una gran renovación política con gente joven, muy leal y con aptitudes. El hombre que en su día elaboró ese mensaje fue Arturo Moreno, primer vicesecretario electoral, un tipo inteligente, políticamente muy dotado para captar en cada momento la temperatura de la sociedad, que ha seguido colaborando con Aznar en la sombra, suministrando papeles e ideas, durante todos estos años y que hoy trabaja en Telefónica Media.
Sin embargo, aquel proceso sufrió un brusco frenazo con motivo del caso Naseiro, una operación de Ferraz, seguramente en connivencia con los aparatos de información del Estado, en el que se vio implicado de lleno Arturo Moreno. Aquello fue utilizado por ciertos sectores de la derecha para quitar poder a Aznar y paralizar el proceso de renovación.
«Lo que pasa es que el centro no es un punto fijo, inamovible, en torno al cual giran los usos y costumbres sociales, sino un espacio que hay que articular todos los días —prosigue Álvarez Cascos—. De ahí la teoría del “centro renovación” de Aznar. Lo cual obliga a una constante peregrinación hacia ese centro ideal, entendido como la necesidad de ajustar, sintonizar con las demandas sociales de la mayoría. Por tanto, en la medida en que se mueve la mayoría se tiene que mover el partido, renovando sus propuestas y adaptándolas a los tiempos que corren. De otra forma sería muy fácil: bastaría con elaborar un programa y repetirlo hasta la saciedad. Pero, lógicamente, el contenido de un programa de centro para las elecciones del año 2000 no es el mismo que para las del año 82».
Sin embargo, para Guillermo Gortázar, responsable del área de formación del PP, «el centro no existe. Nadie sabe lo que es. Lo que sí existen son tintes y valores de izquierda y tintes y valores de derechas y éstos se pueden ejercer con moderación o con mala educación. La tendencia actual, según la cual para moderar los perfiles políticos hay que renunciar a la ideología, me parece ciertamente absurda. A riesgo de pecar de reduccionista, la cosa está clara: los que anteponen la igualdad son de izquierdas y los que priman la libertad son de derechas. E igualdad significa más intervención, más sector público, más presión fiscal, mientras que libertad implica liberalizar, privatizar y reducir el papel del Estado en la economía y la sociedad. Entonces, una vez establecidos los valores de la derecha, si los llevas a la práctica de forma educada, sin imposiciones y con gente amable, pues estás dando una imagen de centro. Pero es una cuestión de educación, casi de familia…».
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A lo largo del otoño del 98, el Gobierno de José María Aznar se iba a aplicar con tanto celo en el giro al centro que quienes en cubierta seguían presentando una imagen de derechas salían despedidos de la nave a un mar embravecido por la violencia del giro a babor.
Un buen ejemplo del desbarajuste ideológico que el baile de disfraces estaba provocando en el PP lo constituyó la firma del nuevo acuerdo sobre el contrato de trabajo a tiempo parcial suscrito entre Gobierno y sindicatos, marginando a la CEOE, en un giro de ciento ochenta grados con respecto a los criterios que, un año antes, habían inducido al Ejecutivo a no interferir en la negociación de la reforma del mercado de trabajo entre patronal y sindicatos.
La CEOE, indignada con el Gobierno, se negó a suscribir el acuerdo, pero el Ejecutivo ganaba por partida doble: abortaba la posibilidad de protestas sindicales —cualquier cosa antes que manifestaciones en las calles— y, además, la actitud de la CEOE le proporcionaba un impagable pasaporte centrista.
Para Aznar había llegado el momento de aligerar equipaje. Nadie podía quejarse con propiedad. Como presidente del Gobierno, había guardado fidelidad a la gente que le había acompañado en la dura travesía de la oposición y en la batalla campal contra el felipismo.
Había sido una pelea ciertamente dura, condicionada por la falta de carisma del candidato. El PP, frustrado por la derrota del 93 frente a un González enredado en todo tipo de escándalos, se vio enfrentado al siguiente dilema: Ya que no podemos atraer, vamos a hacer que el otro resulte repulsivo. Y entre 1993 y 1996 el PP se embarcó en una oposición muy dura. Había que demonizar al PSOE, asunto ciertamente fácil, con una oposición de una agresividad brutal que, como no podía ser de otro modo, tuvo también un coste para el atacante, gráficamente plasmado en la imagen del dóberman. Hasta tal punto que en el 96 se ganó, pero por muy poco. Y hasta tal punto que, tras más de dos años de Gobierno, con excelentes resultados económicos, paz social, entrada en la Unión Monetaria, etc., el despegue electoral seguía resistiéndose.
Era necesario imprimir un golpe de timón, deshaciéndose de las caras más representativas de aquel período, dejando en la cuneta la carga más ominosa, porque se trataba de construir un partido amable, suave, moderado, receptivo a las iniciativas sociales, a imagen y semejanza de lo que estaban haciendo las nuevas generaciones socialdemócratas en Europa. Por eso caen Rodríguez y Cascos. Por eso sube Piqué. Y pasa a primer plano gente no contaminada en ninguna batalla, personas de perfil agradable, chicos guapos, sonrientes, buenos gestores, Rato, Zaplana, Rudi, Acebes, Pío…
Políticos en línea con la transformación del partido en un centro reformista muy volcado al pragmatismo, entregado al seguimiento preciso de la opinión pública en cada momento, dispuesto al vaciado ideológico y al ayuno intelectual. Porque, además de hacer las cosas bien, y a pesar de contar enfrente con un partido sin liderazgo, sentado en el banquillo de los acusados, el PP necesitaba embellecerse para terminar de despegar.
De modo que, enfilando la Navidad del 98, Aznar decidió desprenderse de forma implacable de todo lo que oliera a derecha clásica, peleona, rancia, dispuesto a hacer olvidar esa época de enfrentamiento a primera sangre con el PSOE y a convertir al PP en un partido de referencia en el que el español medio se sintiera reflejado, escuchado, amparado y comprendido. Sin ideología, porque «lo que vale es lo que funciona», en famosa frase de Blair.
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El huracán Cascos aumentó su potencia cuando, el 12 de noviembre del 98, el diario ABC publicó una nota, casi un suelto, asegurando que el director general de RTVE, Fernando López-Amor, «será relevado de su cargo con toda seguridad» en un próximo Consejo de Ministros. Era otro hombre cuya imagen se compadecía mal con la idea de moderación perseguida por el nuevo centro reformista de Aznar.
Estaba claro que aquélla era una operación de Piqué, un destello del grandísimo poder que atesoraba en sus manos la nueva estrella del Gobierno Aznar, y fue Piqué quien filtró a su amigo y antiguo colaborador en Industria (secretario de Estado de la Energía), Nemesio Fernández Cuesta, actual presidente de Prensa Española, la inminente decapitación de López-Amor cuando éste se encontraba retozando en Centroamérica, convencido de que aún le quedaban muchas lunas al frente de RTVE.
Si hubiera sido listo, el director general del ente público se habría dado cuenta de que tenía todas las papeletas en la mano para ejemplificar en su cabeza, o al menos apoyar con ella, el giro al centro. Porque a su imagen agresiva López-Amor unía una condición insólita en un cargo tan sometido al vasallaje del poder político que lo nombra: nuestro hombre había hecho de RTVE su pequeño taifa y sobre él reinaba con total suficiencia y descaro, haciendo y deshaciendo a su antojo sin prestar la menor atención a las recomendaciones procedentes de Moncloa. El Gobierno, por aquello de no cambiar de burra, estaba decidido a aguantar con él lo que durara la legislatura, pero la situación se había hecho insostenible.
Piqué utilizó el ABC para lanzar la operación y que no hubiera vuelta atrás. Se supone que con la anuencia de Aznar, de ahí que el recinto de Moncloa no entendiera el enfado del presidente por haber perdido el control de los acontecimientos. En efecto, a Aznar le hubiera gustado anunciar el cese de López-Amor por sorpresa y a continuación citar el de su sucesor, como ocurrió con MAR. Y ahora, por el contrario, estaba a remolque de los acontecimientos, aunque fuera él quien se encargara de modularlos.
El desconcierto duró veinticuatro horas en Moncloa, porque en la rueda de prensa del Consejo de Ministros del viernes (televisada por el Canal 24 Horas creado por el propio López-Amor) se anunció su sustituto: Pío Cabanillas.
La personalidad del sucesor de López-Amor causó impacto. Hijo de uno de los políticos más famosos del franquismo y de la transición, era, en opinión de un amigo de su padre, «un chico sano y majo, que hasta hace un par de meses ocupaba un cargo de responsabilidad en Sogecable, muy amigo de los hijos de Polanco y del abogado Matías Cortés».
Todas las señales de alarma se encendieron entonces para muchos votantes del PP. Aquéllas eran demasiadas coincidencias como para que todo fuera casual. Al contrario, estábamos ante una operación de gran calado que comenzó con la destitución de MAR y el nombramiento de Piqué, siguió con la defenestración de Álvarez Cascos, continuó con las negociaciones para la fusión de las plataformas digitales, tuvo su punto fuerte en la visita de Polanco a Moncloa y acababa de conocer su último episodio con la caída de López-Amor y su sustitución por Pío Cabanillas.
Una explicación piadosa aseguraba que Cabanillas había abandonado Sogecable de motu proprio y sin la menor idea de que terminaría desembarcando en RTVE porque no soportaba a Juan Luis Cebrián. Pero alguna gente se preguntaba: ¿se fue Cabanillas júnior de Sogecable porque alguien le pidió desde Moncloa que así lo hiciera con tiempo prudencial? De ser así, estaríamos ante la piedra del arco del magno acuerdo entre el Gobierno Aznar y el polanquismo destinado a lograr el apoyo del grupo Prisa de cara a las próximas elecciones generales.
Cabreado o no con Cebrián, la cultura del joven Cabanillas es Prisa cien por cien. Se trataba de un progre con el sello de garantía Polanco y el perfil del joven ejecutivo con aureola de máster que, sin embargo, no había gestionado gran cosa en su todavía corta vida. Algunos veían en él una réplica bastante ajustada, incluso en su capacidad para la soberbia, de Mónica Ridruejo. «Pero ¿qué demonios ha gestionado este chico? Me alucina que digan que es un “gestor” —aseguraba, sorprendido, un parlamentario popular—. Por lo menos espero que, si no es gestor, tampoco sea un submarino de Prisa».
Piqué era definitivamente el factótum de este cambio, porque el fichaje de Pío era obra del nuevo ministro portavoz, aunque «bien es cierto que el “Presi” no tardó ni un minuto en comprarme la idea». Demasiado poder, demasiado rápido. Un detalle que no pasó desapercibido para el entramado de los felipancos. Sobre la jaima de Aznar estaba emergiendo la estrella de un político en el que hasta entonces nadie había reparado y que, dotado de una capacidad de persuasión desconocida en la derecha, podía convertirse en un enemigo de cuidado, ocasionando graves destrozos en el caladero de votos del PSOE.
El acierto o desacierto de los cambios no se vería hasta la próxima cita electoral, las elecciones europeas, municipales y autonómicas previstas para el 13 de junio del 99. Esa iba a ser la reválida del viaje al centro del Partido Popular de José María Aznar.