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EL FELIPISMO O LA CONSPIRACIÓN PERMANENTE

Cuando la suegra de Jesús Santaella leía los periódicos o veía la tele, un gesto de indignación la asaltaba de inmediato: ¡pero qué cara tienen!, ¿cómo pueden hablar de chantaje?, ¿qué chantaje?

Ella, lega en las artes de la manipulación, nunca hubiera podido sospechar que alguien con habilidad y medios suficientes pudiera dar la vuelta a la realidad como si de un calcetín se tratara. «Pero si yo he cogido el teléfono montones de veces a “don José”, que así se presentaba, “don José”,… “¿De parte de quién?”, preguntaba yo. “De don José”, decía Pepe Barrionuevo con un tono de voz inconfundible. ¿Cómo pueden ahora decir que tú les chantajeabas? Y lo mismo Belloch, ¡Si eran ellos los que te llamaban! ¿Cómo pueden mentir de esta manera?».

El 4 de febrero de 1995, el abogado Jesús Santaella recibió una llamada de un magistrado en activo, poco conocido, íntimo amigo de José Barrionuevo y bastante, también, de Santaella. Mario Conde había salido de la cárcel de Alcalá apenas unos días antes, el 31 de enero del mismo año, y el diario El Mundo era todos los días una feria de muestras por la que desfilaban los más variados escándalos del felipismo: ya se habían producido las declaraciones de los ex policías Amedo y Domínguez y se sabía de la existencia de unas cuentas en Suiza en las que el Gobierno les había abonado 200 millones de pesetas por guardar silencio.

El magistrado habló al abogado como un colega quejoso por la negativa marcha de las cosas:

—Hay que ver cómo está todo de mal, escándalo tras escándalo… El pobre Pepe no sabe dónde meterse, habría que intentar calmar las cosas, hacer algo. Yo creo que esto sólo pueden arreglarlo dos personas, que son Mario y Barrionuevo.

—¿Tú crees?

—Por supuesto.

—Hombre, podría ser respondió —Santaella—. Tu amigo está muy próximo a Felipe, y yo creo que son Mario y Felipe los que de verdad tendrían que ponerse de acuerdo y poner sordina en esta pelea.

—¿Y tú piensas que Mario podría entrevistarse con Barrionuevo?

—Pues, en principio, no veo inconveniente, pero se lo diré y te transmitiré la respuesta.

José Barrionuevo se apresuró a contactar con Mario Conde en cuanto el coronel Perote salió a la palestra. El ex ministro sabía que Julián Sancristóbal había estado con el banquero en la cárcel, que ambos habían establecido una buena relación y que el ex director general de Seguridad le había contado cosas, de modo que, cuando Mario recobró la libertad, «don José» se dijo: «Este tío es un peligro ahora; me interesa tenderle la mano».

Conde no se fiaba de ese acercamiento, recelaba, y fue Santaella quien tuvo que animarle:

—Hombre, no puedo pensar que estos tíos estén tan locos como para tratar de engañarte, al contrario, están en el poder y pueden ayudarte. Me parece que todo lo que sea hablar es bueno. Creo que deberías verle y enterarte de lo que ofrecen, por intentarlo no pierdes nada. ¿Qué podemos hacer nosotros por ellos? Como poco saben que podemos deslizar mensajes en un lado y en otro y crear un clima de opinión que venga bien a sus fines.

Y el ex banquero, asediado, cogió la oportunidad al vuelo.

—Venga, tira palante

Así empezó lo que podría denominarse «teoría y práctica de la conspiración permanente», conspiración antifelipista, por supuesto, filosofía suburbial que presidió el último año de González en el Gobierno y buena parte de la legislatura Aznar. El final canceroso del felipismo se manifestó con los estertores de «la conspiración», muestra del agotamiento de un sistema incapaz de producir más que basura conceptual con la que, cual tinta de calamar, tratar de oscurecer las miserias morales y materiales de un régimen.

* * *

La primera entrevista entre Barrionuevo y Santaella, celebrada en la casa que el primero posee en Alpedrete, en la sierra de Madrid, marcó las pautas de las que vendrían después. El ex ministro del Interior, hombre directo y escasamente sutil, repetía por activa y pasiva que lo que se había hecho con Mario era «una barbaridad» y que ellos iban a hacer todo lo posible por arreglarlo, iban a influir sobre el Banco de España, iban a… A cambio, «Pepe», igualmente claro a la hora de manifestar sus preocupaciones, pedía que Conde presionara e influyera sobre Pedrojota, «porque vosotros podéis hacerlo», para que El Mundo parara la sangría que el periódico provocaba todos los días en el maltrecho cuerpo socialista. Las grandes líneas del pacto quedaron perfiladas: arreglo del caso Banesto a cambio del silencio de El Mundo.

Santaella y Barrionuevo se vieron no menos de una docena de veces entre febrero y abril del 95, sin contar el más de medio centenar de conversaciones telefónicas que mantuvieron.

El propio Mario Conde se entrevistó con Barrionuevo en la casa de la sierra madrileña. Fue un encuentro largo, que se prolongó de once de la mañana a una y media de la tarde.

Santaella creía firmemente que el ex ministro era buena persona, y así se lo manifestaba a Conde cuando éste le hacía partícipe de sus cuitas: pero ¿tú crees que Barrionuevo es de fiar?… Mario no lo tenía claro. Unos me dicen que es un tío cojonudo, leal y noble, que es lo que opina Julián Sancristóbal, pero otros me comentaron ya hace tiempo que se trata de un verdadero cabrón que engaña hasta a su padre si hace falta, que es lo que opina de él Jesús Polanco.

Pero, con el paso de las semanas, el abogado se fue dando cuenta de que aquella relación no conducía a ningún sitio. Casi tres meses mareando la perdiz sin ningún resultado concreto. Santaella había redactado varios papeles exponiendo distintas alternativas para ir desbrozando el camino, informes sobre cómo se podían hacer las cosas para reducir a cero la tensión Banesto y encauzar el asunto judicialmente. Ni el menor avance.

El abogado se deshacía en apremios: tenéis el poder, controláis la mayoría de los medios de comunicación, disponéis de dinero… ¿Qué os pasa? ¡No entiendo por qué no dais un paso al frente de una vez! Al contrario, todo eran excusas, joder, que los funcionarios no se dejan, que esto es muy difícil; pero no fastidies —replicaba Santaella—, de la misma forma que disteis la orden al Banco de España de intervenir decidle ahora que, pasito a pasito, vaya echándole agua al fuego. Conde sospechaba que lo que el ex ministro del Interior pretendía era, simplemente, ganar tiempo.

En ello estaban cuando, a través de El Siglo, un semanario marginal que tanto el PSOE como el Grupo Prisa solían utilizar para disparar los obuses menos sofisticados (la estrategia era siempre la misma: primero «disparaban» desde El Siglo o similares y, si al día siguiente y en función de la rentabilidad política lo consideraban pertinente, Prisa recogía el material del cubo de la basura y lo elevaba a la categoría de información desde las nobles páginas de El País o las ubicuas antenas de la SER), el Gobierno descargó un zarpazo contra el ex banquero cuando aparentemente no había razón para ello en aquellas fechas. Decía la revista que Conde, con el «cambio de chaqueta» de Amedo y Domínguez, le estaba echando un pulso al Estado.

¿A qué podía responder aquella bofetada? El abogado se enteró por una confidencia de que la fuente había sido el Ministerio del Interior, y que era personalmente Juan Alberto Belloch quien estaba metido en faena, aunque no se sabía muy bien con qué misterioso objetivo. Santaella decidió llamar a Belloch.

El abogado visitó al biministro en su despacho y le explicó con todo lujo de detalles que su cliente no estaba en aquel momento metido en ninguna clase de pulsos. Muy al contrario, tanto él como Conde llevaban varios meses hablando con Barrionuevo, con conocimiento del propio Felipe, para rebajar la tensión y encontrar fórmulas de acuerdo.

Y entonces Belloch se destapó recomendándole que no se fiara un pelo de Barrionuevo, habla sólo conmigo, fíate de mí y yo me encargaré de transmitir al presidente la marcha de los contactos. El biministro quería manejar personalmente la aguja de marear. Y Santaella se entrevistó con Belloch al menos una docena de veces, visitándole en su despacho del palacio de Parcén, sede del Ministerio de Justicia, y ello sin contar las conversaciones telefónicas mantenidas (el abogado guarda todavía el tarjetón que el ministro le dio de su puño y letra con sus teléfonos privados).

Pero transcurrió el mes de mayo y no sólo no ocurrió nada en la dirección deseada sino que se produjeron algunos acontecimientos que remaban en sentido contrario. Por ejemplo, se anunció la prórroga de García-Castellón (quien, recién llegado de Valladolid, se había convertido en el azote de Conde) como juez especial del caso Banesto, en contra de lo que el propio Belloch había prometido a Santaella.

La defensa del ex banquero recurrió esa prórroga y Belloch garantizó entonces al abogado que el Tribunal Supremo arreglaría el asunto suspendiendo el nombramiento, pero, de nuevo, nada de eso ocurrió, sino todo lo contrario. El biministro parecía estar tomándoles el pelo, o alguien se lo estaba tomando a él.

Era preciso subir un peldaño más y llegar a la fuente de poder. El abogado Santaella se fue entonces a ver a Adolfo Suárez, de quien había sido subsecretario de Justicia en los gobiernos de la UCD, dispuesto a pedirle un favor. Felipe González tenía que saber lo que estaba pasando.

Y para animar a unos y a otros, con puntualidad que a algunos podría parecer sospechosa, el 12 de junio del 95, el diario El Mundo empezó a publicar el escándalo de las escuchas ilegales del Cesid, que llegó a afectar incluso a Su Majestad el Rey Juan Carlos.

Unos días después, el 19 de junio, el coronel Juan Alberto Perote era detenido en Madrid. Su abogado, para sorpresa de La Moncloa, resultaba ser también Jesús Santaella. Un hombre clave, sin duda alguna, colocado en el meollo de los asuntos más calientes de la política española. Felipe González no salía de su asombro. Quizá sería conveniente empezar a tomárselo en serio.

Como Santaella lo había previsto, Adolfo Suárez, el gran componedor de la democracia española, llamó a su casa con la ansiada respuesta. El duque era portador de un mensaje importante: Felipe estaba dispuesto a recibirles a él y a Mario Conde el jueves 23 de junio del 95.

* * *

Se trataba de una reunión planteada, en principio, a cuatro, pero Mario decidió muy al final no acudir porque ya desconfiaba de todo el mundo. ¿No le tendrían preparada alguna trampa? De modo que, casi en vísperas del encuentro, Santaella llamó al político abulense con un mensaje:

—Conde no irá a esa entrevista en ningún caso, pero yo estoy dispuesto a acudir en su nombre.

—No creo que haya problema en que vayas solo, pero lo anunciare y te comunicare la respuesta.

Lo hizo al poco rato:

—No hay problema: te esperan. A partir de este momento, Juan Alberto Belloch se pondrá en contacto contigo para concretar los detalles.

El biministro, en efecto, llamó varias veces al despacho del letrado a lo largo del día 22, sin éxito. Santaella había decidido encarecer la mercancía. Belloch llamó de nuevo el 23 por la mañana, sin obtener respuesta, hasta que a primera hora de la tarde, por fin, el abogado decidió atender la llamada:

—Felipe nos recibe en Moncloa a las ocho de la tarde.

—De acuerdo.

—Estate a las siete y media en Parcén, para irnos juntos desde allí.

Sentado frente al presidente del Gobierno, Santaella realizó una exposición de los agravios de sus defendidos, empezando por la situación de Perote, una ignominia lo de este hombre, que tenía que estar en la calle de todas todas, y Felipe que no, que donde mejor está ahora es en Alcalá, porque los militares están tan cabreados que si estuviera fuera a lo peor le pasaba algo más grave que la cárcel…

—De acuerdo, estará muy bien en la cárcel y a lo mejor le habéis hecho un favor —protestó Santaella—, pero que sepáis que desde el punto de vista de vuestros intereses habéis metido la pata hasta el corvejón sacando a la palestra a Perote.

—¿Por qué?

—¿Es que no os dais cuenta de que le habéis puesto a los pies de los caballos en el caso GAL? Ahora todo el mundo piensa que lo habéis encerrado porque sabe mucho del GAL y, de hecho, lo primero que ha hecho Garzón ha sido llamarlo a declarar.

—Es posible que tengas razón. Y ¿qué habría que hacer según tú?

—Lo primero, desactivar el caso Perote.

—¿Cómo se desactiva eso?

—¡Pues poniéndolo en libertad!

El abogado aseguró que había una posibilidad de garantizar el silencio del coronel, y en tal sentido comentó los términos de un borrador que portaba en su cartera.

Pero el pez gordo que interesaba a González era Mario, un personaje por el que nunca había dejado de sentir una cierta fascinación, un sentimiento que era compartido por Conde, quizá porque poder llama a poder, y ambos son dos animales políticos como seguramente ha parido pocos este país.

—¿Cómo está Mario?

—Pues está muy bien, tranquilo y relajado.

—Me alegro. ¿Y cómo está ahora mismo lo suyo?

El letrado efectuó entonces una descripción de los tres frentes en los que se jugaba la partida: el penal, el administrativo y el civil. En cuanto al primero, por la Audiencia Nacional circulaba el caso Argentia, además del propio caso Banesto. Por el segundo se estaba instruyendo el expediente sancionador del Banco de España contra los administradores de la entidad. Y en cuanto al frente civil estaban en curso las impugnaciones de todas las juntas de accionistas de Banesto que se habían celebrado.

Santaella realizó un rápido análisis jurídico de cada uno de los frentes y de las posibilidades que había de irlos ensamblando en un mismo paquete para llegar a una gran transacción que necesariamente debía contemplar tres aspectos: por un lado, el Banco de España, como autor de la intervención; por otro, los antiguos administradores de Banesto; y, por fin, los nuevos propietarios del banco, la familia Botín. Ello con el preceptivo dictamen del Consejo de Estado, de forma que se cerrasen de una vez todos los pleitos que estaban enfrentando al banco emisor y a Banesto contra los antiguos accionistas.

—En cuanto al tema penal, que es el más difícil, pues ahí se trataría de, con mucha habilidad, ir…

—No, si eso ya lo sé —interrumpió Felipe—. Ya me han informado de que Mario no va a ir a la cárcel porque ahí no hay nada, pero, bueno, y Mario ¿qué quiere?

—Pues, hombre, Mario no quiere nada. Sabe que la presidencia de Banesto está perdida y que lo pasado, pasado está, pero…

—Por supuesto, la intervención de Banesto es irreversible —remachó, tajante, el entonces presidente.

—Ya, pero ahí ha habido unos perjuicios patrimoniales muy fuertes, tanto para él como para sus consejeros. Hombre, yo creo que el objetivo sería tratar de restablecer a los perjudicados por el acto de intervención en la situación patrimonial que tenían a 28 de diciembre del 93, como si no hubiera ocurrido. Sobre la base de que van a perder las acciones de Banesto, y de que han perdido, lógicamente, sus cargos en el consejo del banco.

—Te repito que eso es innegociable.

—Me imagino, pero eso no es incompatible con indemnizar a los perjudicados restableciéndoles en la situación que tenían.

—Pero, y eso, ¿cuánto es?

—Pues no lo sé, porque yo no soy especialista en eso, pero supongo que se puede calcular.

—Sí se puede, presidente —intervino Belloch—, y no te preocupes, que eso está en marcha, que de los números ya se encarga Zabalza.

—Pero, ¿cómo cuánto podría ser? dime una cifra… —insistía González, mirando directamente a los ojos a Santaella.

—Presidente, es que en estos momentos es muy prematuro dar una cifra.

—Pero, ¿cuánto?…

—Que no lo sé. Puede estar entre los 10.000 y los 20.000 millones, porque habría que acumular el valor de las acciones, los contratos blindados que tenían como directivos, los intereses desde esa fecha… Entendiendo, naturalmente, que si estamos en una transacción pues todo es negociable, claro; quiero decir que a cambio de llegar a un acuerdo se puede renunciar a una serie de cosas.

—Insisto, ¿cuánto es? Porque ese abanico de cifras es muy grande.

—Lo que te he dicho, presidente, entre 10.000 y 20.000 millones, de ese orden de cosas, yo no puedo aquilatar más.

—Pero ¿te das cuenta de que 20.000 millones es más del 30 por 100 de los beneficios del Santander?… ¡Botín no suelta una cantidad así ni en broma!

En ese momento acudió de nuevo Belloch al quite:

—Presidente, Pedro Solbes ya ha hablado con Botín de esto, y Botín sabe que más pronto o más tarde va a tener que pagar.

—Además —retomó el hilo Santaella—, no se trata de entrar a hablar aquí de porcentajes. Esta es una operación que se puede hacer en diez años sin necesidad de tener que pagar cash, y que además puede estar sujeta a una serie de condiciones, por ejemplo, si te preocupa que Mario pueda entrar en política…

—Ni hablar, a mí no me preocupa eso en absoluto.

—Bueno, quiero decir que si te preocupara tal eventualidad, éste podría ser un mecanismo muy bueno para disuadirle, dejando constancia de que si entra en política deja de cobrar la cantidad que se haya pactado… Pero mi creencia es que eso no se va a producir, entre otras cosas porque Mario está dispuesto a irse de España e instalarse en Argentina.

Mario estaba de acuerdo y ya lo había hablado con Lourdes: pasamos unos años en Argentina (cuyo ministro de Economía era muy amigo suyo) donde tenemos un buen patrimonio, tengo ahora cuarenta y siete años, volvería con cincuenta y cinco, con dinero y todavía con muchas posibilidades de hacer cosas y enderezar el rumbo torcido.

La contrapartida a tan magnífica predisposición para saldar los pleitos de Mario Conde tenía nombre propio y vocación de medio de comunicación libre: el diario El Mundo. El felipismo, obsesionado con el periódico, quería tapar aquella boca a cualquier precio, «Nos pidieron, y de forma reiterada, algo que nosotros no podíamos conseguir salvo por la vía de convicción».

—Es que vosotros sois los que podéis parar a El Mundo —repetía González.

—Pues ya me contarás cómo, presidente —replicaba Santaella.

—Porque Mario es el propietario del 45 por 100 del periódico.

—Eso no es cierto. Una cosa es que Mario pueda tener cierto ascendiente sobre el director, como demostró en señalada ocasión mediando ante el auténtico propietario de ese 45 por 100, los italianos del grupo Rizzoli, pero no tiene esa capacidad de control sobre Pedrojota que le suponéis.

—Mira, que ésas no son nuestras informaciones, ni es lo que dice cierta persona muy importante de este país que también se vio envuelto en aquel episodio.

—¿Te refieres al Rey?

—No me refiero a nadie. Lo que quiero decir es que vosotros podéis arreglar eso.

—Que no, que no, que estáis muy equivocados. Otra cosa es que, por vía de convicción, podamos hacerle ver al director de ese periódico que a lo mejor no es bueno para nadie un ataque tan desaforado, pero ahí no podemos garantizar ningún tipo de resultado.

Era el argumento al que se había agarrado Barrionuevo cuando exigía a Mario que vendiera su 45 por 100 de El Mundo, y a ese soniquete se aferró todo el PSOE, Belloch incluido. Santaella se esforzaba por encontrar una posible salida:

—Insisto en que eso no es así, ahora bien, si de lo que se trata es de que los italianos suelten ese paquete para colocarlo en otras manos, pues a lo mejor nosotros podemos intentarlo. ¿Cuanto vale ese 45 por 100? ¿Siete mil millones de pesetas? Bueno, pues nos dais el dinero y se intenta.

La entrevista terminó con una pregunta clave que formuló Santaella y una respuesta contundente de Felipe González, que venía a ser el certificado de garantía del pacto con Conde:

—Entonces, presidente, ¿nos encargas a Juan Alberto y a mí que demos los pasos necesarios para solucionar todo esto?

—Sí, sí, naturalmente, adelante —respondió sin dudarlo.

Era una operación perfecta, o eso pensaba Santaella, porque cerraba globalmente la herida de Banesto y se reglaban los pagos difiriéndolos en el tiempo, con lo cual eran fácilmente asimilables por el beneficiario de la intervención, el señor Botín, y con el control que el PSOE tenía de buena parte de la prensa, de la Justicia y de casi todo lo demás a Felipe le hubiera resultado fácil saldar esta cuestión. A cambio, la guerrilla de Conde rendía a los pies del emperador González toda su munición informativa. «Nunca se sabrá del todo por qué, pero, en vez de hacerlo así, decidieron ir por las bravas, y por eso están hoy donde están: en la oposición».

* * *

La entrevista terminó a las 9,15 de la noche de aquel 23 de junio de 1995. Belloch, que había acompañado a Santaella a Moncloa desde el Ministerio de Justicia, se quedó en Presidencia hablando con Rubalcaba, y como alguien tenía que devolverle a San Bernardo, donde el abogado había dejado su coche con el chófer de Mariano Gómez de Liaño al volante, el biministro pidió a Rubalcaba que le prestara el suyo, de modo que fueron el chófer y el coche del portavoz del Gobierno los que devolvieron a Santaella al palacio de Parcén.

Santaella llegó a la sede de Justicia a las 9,30. Tras dar las gracias al chófer de Rubalcaba se introdujo en su coqueto Jaguar Sovereign verde que le condujo al restaurante Lur Maitea, en la calle Fernando el Santo, donde el abogado había quedado para cenar con Mario y el propio Gómez de Liaño a fin de evaluar los resultados de este trascendental primer asalto, pero en el corto trayecto que media entre San Bernardo y el restaurante sonó el teléfono móvil del letrado. Era Luis María Ansón, que, sin preámbulo de ninguna clase, le espetó:

—¿Qué tal te ha ido en la reunión, Jesús?

—¿Cómo dices?

—Sí, sí ¿qué tal ha ido eso?

—¡Ah!, bien, bien… pero ya hablaremos, ya hablaremos.

Santaella colgó desconcertado. Y, aturdido al descubrir que acababa de salir de Moncloa y Ansón ya sabía perfectamente de dónde venía, una sensación de pánico le invadió de repente: era fundamental que el encuentro no se filtrase a los medios de comunicación. Y éste, ¿cómo coño lo sabe? Ni Conde, ni Mariano, ni él mismo se lo habían dicho a nadie. Al contrario, expresamente se habían juramentado para no contarlo ni a sus mujeres. Sabían lo que se jugaban en el envite. Pero Ansón, pregonero mayor del Reino, estaba al corriente.

Alguien del otro bando tenía que haberlo filtrado. ¿Quiénes estaban al tanto en la acera de enfrente? Lo conocían Felipe y Belloch, naturalmente, y también Adolfo Suárez, que había sido el intermediario. Pudiera ser que también Serra (era lógico pensar que el Cesid tenía que estar al corriente) y Rubalcaba lo supieran, pero Santaella no tenía constancia de que así fuera. En el secreto del asunto andaban seis personas, los seis citados. Y si del entorno de Mario no había salido, la filtración tenía que proceder del lado del Gobierno. Mario Conde tuvo entonces una sospecha: ¿sería Luis María Ansón lo que en la jerga del espionaje se llama un «agente doble»?

Había sido una entrevista distendida, cordial incluso. El «embajador» de Conde y Perote estuvo, como no podía ser de otro modo, más suave que un guante. Aquélla podía ser una oportunidad única de prestar a sus clientes un servicio impagable, enderezando unos derroteros que, por el escabroso sendero de los tribunales de Justicia, difícilmente podrían arribar a buen puerto. Para el presidente del Gobierno y sus adláteres, por su parte, aquel hombre estaba en situación de poner punto final a un rosario de escándalos que estaban haciendo al partido un daño tremendo desde todos los puntos de vista.

Felipe González, que estaba por el pacto, encargó a Belloch y a Santaella desarrollar el acuerdo. El abogado, tras alabar las potencialidades de la estación veraniega como bálsamo amortiguador de todo tipo de escándalos y decisiones administrativas de dudosa legalidad, adujo que agosto era un mes perfecto, «porque la gente está en la playa», para poner en marcha el proceso e ir desactivando frentes con la discreción debida. «Tenemos suerte, si la sabemos aprovechar». Se estableció entonces un plan de trabajo, con asignación de tareas concretas. Y todos convinieron en que les parecía perfecto.

Días después de aquella reunión, mes de julio en marcha, Moncloa designó como interlocutores a José Enrique Serrano y a Antonio («Toni») Zabalza. Ocurrió que este último desapareció muy pronto de la escena, ocupado por aquellos días en negociar con las autoridades de Kuwait la solución al problema planteado con las inversiones de KIO en España tras el paso del ciclón De la Rosa, en un esquema muy parecido al planteado por Santaella para sus dos llamativos clientes. Quedó en liza Serrano, con quien el abogado empezó a tratar el caso Conde. Para el contencioso del coronel Juan Alberto Perote, La Moncloa designó como interlocutor de Santaella al general Jesús del Olmo, ex secretario general del Cesid.

Por expreso deseo de «La Casa», Santaella y Del Olmo se reunieron por primera vez en la habitación 501 del hotel Velázquez, en la madrileña calle del mismo nombre, con la intención evidente de grabar el encuentro mediante la correspondiente cámara oculta. El abogado llegó a la puerta de la habitación y llamó. Le abrió el propio militar, y al letrado le dio la risa floja. La situación era un tanto peculiar: dos hombres en la habitación de un hotel. Podría haber pensado otra cosa, pero ésa fue la que acudió a su mente, ¡coño, Jesús!, se le ocurrió decirle, la próxima vez nos vemos en un sitio más normal, porque como nos vea alguien va a pensar mal de nosotros… El militar se puso extrañamente serio, como cohibido, y calló.

A los quince días de la entrevista, el coronel Perote salió de la cárcel de forma fulminante. Belloch, comprendiendo el alcance de la equivocación cometida, se dio toda la prisa del mundo en enmendar su error.

De acuerdo con lo pactado ante Felipe, el biministro tenía mucha tela que cortar durante el verano para ir deshaciendo técnicamente los asuntos pendientes. En el caso Perote, hacer que el juzgado militar se inhibiese en favor de la Sala 5ª de lo militar, una sala mixta donde, con el apoyo de una serie de argumentos jurídicos de peso, cabía esperar que el «cabreo» militar se diluyera hasta que el caso quedara archivado de la mano de los magistrados civiles.

Había que actuar sobre el Banco de España en el asunto Conde. En aquel momento, el banco emisor todavía no había remitido el famoso informe de los peritos y tenía pendiente otro de los auditores. Bastaba con que ambos fueran de verdad imparciales para, incorporados al sumario Banesto, confirmar la ausencia de base incriminatoria.

Serra, por su parte, tenía que hablar con Botín para calibrar su disposición a participar en algún tipo de arreglo y animarle a ello. La existencia de una serie de procedimientos de impugnación de juntas en curso permitía suponer que el banquero consideraría la posibilidad de entrar en una eventual transacción.

* * *

Pero no se hizo nada en absoluto, fundamentalmente porque la liberación de Perote surtió un efecto sedante sobre el proceso. Y es que el verdadero pánico del Gobierno residía en aquellos momentos en el coronel Perote, en la importancia de los secretos que Perote se había llevado consigo del Cesid y en lo que Perote pudiera hacer o decir. Por eso, aceptando la sugerencia de Santaella, lo pusieron de inmediato en la calle. Y transcurrió la segunda quincena de julio sin que pasara nada. Ni un sobresalto. Y empezó a correr el mes de agosto y tampoco ocurrió nada. Seguía la calma. Esto ya está desactivado, se dijo Belloch.

Se hicieron algunos movimientos, cierto, de los que José Enrique Serrano iba dando cuenta a Santaella, y que fundamentalmente afectaban a los temas penales de Mario Conde, temas de los que entendía Mariano Gómez de Liaño como abogado del ex banquero. Algunas gestiones se realizaron también con el Banco de España, gestiones que, en pleno mes de agosto, provocaron el enfado de García-Castellón. El juez supo que algo estaba pasando entre bastidores y, temiendo quedar en entredicho, llamó indignado al banco emisor amenazando con que a él no le dejaban colgado de la brocha… El bizarro Castellón había metido en la cárcel a Mario Conde poco menos que fiándose de la palabra de los peritos del banco: hay materia incriminatoria, todavía no está disponible, pero te la daremos…

Los chicos de Belloch se fueron de vacaciones mientras Santaella se quedó en Madrid soportando el duro ferragosto capitalino. Y fueron pasando los días sin que aparentemente ocurriera nada. En realidad, sí que ocurrió. Belloch y su troupe no habían movido un dedo respecto de los compromisos asumidos ante González por ambas partes, pero sí habían intentado instrumentalizar al famoso agente Paesa para «comprar» a Perote, con el fin de desactivar de forma definitiva ese frente y dejar al mismo tiempo a Mario Conde, o eso suponían, a la intemperie, sin «munición» de ninguna clase. Sin embargo, como casi todo lo que emprende el «camarada» Belloch, el intento no prosperó, y en lugar de dividir el bloque Conde-Perote, como pretendían, consiguieron indignar al militar y confirmar las tesis de Mario de que «estos tíos no son de fiar».

Santaella mantuvo otra entrevista con Del Olmo el 28 de agosto, y una más con éste y con José Enrique Serrano el 1 de septiembre, ocasión que el abogado aprovechó para comunicar a sus interlocutores que renunciaba a desarrollar los compromisos contraídos en la entrevista de Moncloa.

—Decidle al presidente que no estoy en condiciones de poder cumplir lo que me pidió, y no por mi culpa. Aquí habíamos acordado quedarnos en verano para ir solventando asuntos, pero él se ha ido agosto y estamos en la misma situación que teníamos el 23 de junio, y han pasado dos meses y pico. Yo me retiro como profesional y dejo de dar cualquier paso al frente para intentar arreglar las cosas, porque veo que no habéis reaccionado. Decidme lo que queréis que transmita a mis clientes, porque yo aquí vengo como buzón, pero sabed que el día 5 Perote está citado para declarar ante Garzón y el coronel va a responder a todo lo que el juez le pregunte, incluido que él ya advirtió el 28 de septiembre del 83 que iban a empezar las bofetadas al otro lado de la frontera.

En ese momento, Jesús del Olmo, visiblemente indignado, advirtió a Santaella que mucho cuidado, no te pases ni un pelo, que ya conoces lo aficionados que son los muchachos del Cesid a tirar de gatillo… Una advertencia que el abogado tomó como lo que era: una amenaza en toda regla.

El 5 de septiembre Perote declaró efectivamente ante Garzón. Pero la liebre iba a saltar por otro lado, porque lo que casi nadie sabía es que esa misma tarde iba a aparecer Ricardo García Damborenea en escena blandiendo uno de los papeles más comprometedores para González en el caso GAL, la llamada «acta fundacional» de la banda. El estrépito fue ensordecedor, ¡zuuummmbaaa!… El pánico se apoderó de las huestes de González, adiós, éstos han decidido tirar por la calle de en medio y vienen a matarnos.

El lunes 18 de septiembre, el Gobierno filtró en Tiempo la existencia de negociaciones con Conde, y al día siguiente, martes 19 de septiembre, El País explotó a toda pastilla la maravillosa teoría de que Mario Conde había intentado chantajear al Gobierno, con la petición de archivo de las actuaciones judiciales en torno al caso Banesto y 14.000 millones de pesetas, una cifra de la que nunca se habló en la entrevista con Felipe, entre otras cosas porque Santaella tuvo buen cuidado en no caer en esa trampa. Belloch, siempre brillante, hizo la cuenta de la vieja: siete millones de acciones que eran propiedad de Conde, a 2.000 pesetas por acción, 14.000 millones de pesetas.

Los Polancos entraban en liza: la «conspiración» tomaba cuerpo dispuesta a habitar entre nosotros durante los próximos años.

* * *

Felipe había decidido reventar la historia antes de que pudieran hacerlo Conde o el propio Perote, asustado con la deriva que habían tomado los acontecimientos tras la declaración del coronel y la aparición en escena de Damborenea. El miedo que impulsaba a las tropas del general González a romper la baraja se debía a que, si además de esos testimonios llegaba a saberse que el Gobierno había intentado negociar con los apestados, su posición iba a quedar sumamente debilitada. Y, en una muestra más del estado de descomposición en que se encontraba el núcleo duro del felipismo, optaron por pinchar el globo.

Una zapatiesta espectacular. El Grupo Prisa, moviendo todas sus terminales mediáticas, logró poner a la opinión pública contra la pared. El 29 de septiembre volvieron a meter a Juan Alberto Perote en la cárcel. ¿Por qué? Por haber declarado ante Garzón.

Toda la dinámica de «la conspiración», diseñada por ese genio de la intoxicación que es Alfredo Pérez Rubalcaba y gerenciada por Juan Luis Cebrián, se había puesto en marcha. La operación, con toda la fanfarria oficial, no perseguía más que instalar en la mente del electorado un mensaje muy simple: los malos, tan malos que hasta han pretendido chantajearnos, son ellos. Y todo esto lo decían cuando Jesús Santaella llevaba hablando con Pepe Barrionuevo desde el mes de febrero.

El efecto del chaparrón informativo que cayó sobre las posiciones de Conde resultó demoledor. Jesús Santaella quedó achicharrado, como si por sus manos hubiera pasado una descarga eléctrica de alto voltaje. En un rasgo de generosidad que le honra, el abogado decidió dar la cara y salir a la palestra a defender a su cliente: «Prefiero quemarme yo antes de que lo hagas tú: todavía te queda el caso Argentia y todo el juicio Banesto». Santaella aguantó el tirón, con gran sorpresa de los felipistas, soportando a cuerpo serrano los embates de «la conspiración» durante los meses de octubre y noviembre.

Hasta que se le ocurrió aceptar la invitación para acudir a un programa de televisión denominado Las noches de Antena 3. Las presiones sobre Hermida y Oneto para que no se emitiera la entrevista con Santaella fueron tremendas. No lograron su objetivo. Y el abogado, aunque pisó mucho el freno, no se mordió la lengua. Fue entonces cuando definitivamente decidieron ir a por él.

«¿Chantaje por mi parte? —se pregunta Jesús Santaella—. De ningún tipo. Cuando me preguntan si fui a chantajear a Felipe, respondo asombrado: “Pero, oiga, si yo entré allí con dos clientes y salí con tres: Mario, Perote y Felipe”». Se trataba, sin duda, de la tripleta de defendidos más ilustre del momento.

La pregunta clave es: ¿por qué el presidente acepta tener una entrevista en Moncloa, en presencia de Belloch, con un simple abogado y no con Mario Conde? Porque había perdido el control de la situación. González tenía que haber dado la cara en el Parlamento asumiendo su responsabilidad en el caso GAL. Pero le faltó valor. Y, además, apareció un charlatán en escena que le convenció de que con triquiñuelas procesales podía sacarlo del atolladero y solucionar el embrollo, porque contaba con gran predicamento entre los jueces. Las consecuencias de aquel fiasco han llegado hasta hoy, y de ahí la indignación que tantos militantes del PSOE sienten hacia Belloch.

¿Chantaje de Conde? «Muy al contrario. Lo único que pretendía Mario por aquellos días era arreglar sus cosas porque sabía de sobra que la llegada de Aznar al poder podía dejarlo totalmente a la intemperie. Su única posibilidad de arreglo era Felipe».

De hecho, el genio estrafalario de Conde «metomentodo» llegó a parir en aquel momento la brillante idea de realizar una especie de declaración solemne, incluso un gran discurso ante el Parlamento, en favor de Felipe González, diciendo: señores diputados, esto es, por lo que me han contado, lo que pasó de verdad con los GAL, y ahora hagan ustedes lo que quieran con un presidente que puso a ETA en su sitio.

Santaella insistía ante Belloch en que no era demasiado tarde, aún había margen para esa «confesión» parlamentaria, cualquier cosa antes que ir a juicio, «porque el drama de los procedimientos judiciales es que al final su interés va dirigido hacia los aspectos más morbosos del caso, la cal viva, los huesos estibados en bolsas de El Corte Inglés, y esos aspectos tan negativos desaparecen en sede parlamentaria…».

La entrada en liza del abogado le pareció a González un golpe de fortuna, agua de mayo. Lejos de ser el chantajista, desde su perspectiva era poco menos que el salvador que iba a convencer a Mario Conde de que cesara la guerra a cambio de determinadas compensaciones.

Y Adolfo Suárez acabó de convencerlo, diciéndole que si era verdad lo del GAL merecía la pena que intentara utilizar al abogado para arreglarlo, porque era una persona que nunca iba a utilizar esa información para perjudicarlo, sino todo lo contrario. Santaella estaba para ayudar. Y Felipe le pidió que les ayudase. Que les ayudase a desactivar el escándalo de los GAL, columna vertebral de todo el affaire, naturalmente, pero le pidió más, llegó a pedirle que desactivasen a Javier de la Rosa, «que tiene también mucho peligro», y Santaella le respondió que ahí no tenía nada que hacer.

El presidente estaba obsesionado con Pedrojota. Era la misma insistencia por callar a El Mundo que mostraba Rafael Vera ante el propio Perote; ese 45 por 100 era de Conde y de eso no había la menor duda.

No había nada que hacer. Y tanto Barrionuevo en su casa de Alpedrete como Belloch en su despacho insistían ante Santaella en el mismo leit motiv, había que parar a El Mundo, había que frenar a un Pedrojota que estaba provocando una sangría en el colectivo socialista. Ambos estaban convencidos, como el propio Felipe, de que el periódico, además de ser propiedad de Conde, era el que había montado la operación de los GAL con Amedo, Domínguez y Cía., y que don Mario controlaba el proceso. Pero Conde podía hacer poco al respecto, porque el periódico no era suyo. En caso contrario, su suerte habría sido seguramente distinta, puesto que podría haber evitado la cárcel ordenando a Pedrojota otra línea editorial o, simplemente, destituyéndolo como director.

La insistencia de aquellos paladines de la libertad de expresión por acallar a El Mundo era tal que, en un determinado momento, llegaron a plantear seriamente al abogado Santaella la posibilidad, como fórmula alternativa, de que Mario Conde hiciera una oferta a los italianos por el mencionado 45 por 100. Contando siempre con que existía un derecho de retracto por parte de los cuatro socios fundadores, que controlaban el 15 por 100 del capital y que tenían sindicado su paquete con los italianos. Y si los italianos vendían, Pedrojota podía tardar cuarenta y ocho horas en conseguir los apoyos financieros necesarios para comprarlo.

Conspiración, ¿qué conspiración? Luis María Ansón tiene una explicación mucho más radical: «Es verdad: Felipe fue sometido a un chantaje al que quería ceder, y al que no cedió porque no pudo. No pudo conseguir los 14.000 millones que pedía Conde, ni cambiar al juez García-Castellón, que eran las dos condiciones impuestas, de modo que en septiembre decidió hacer frente al chantajista porque no podía cumplir las condiciones del chantaje. Y entonces es cuando se desencadena todo. Ese todo es lo que Santaella llevaba en su cartera, un primer documento que supuso la dimisión de Serra, García Vargas y Alonso Manglano, no nos engañemos, porque Felipe sabía muy bien lo que había en esa cartera, y por eso recibió al chantajista».

Con Jesús Santaella sometido a lapidación en plaza pública a la bíblica manera, los contactos Gobierno-Mario Conde no se interrumpieron en absoluto tras el pinchazo de la famosa conspiración. Ambas partes siguieron hablando hasta primeros del 96, aunque a través de otro interlocutor. El intermediario pasó a ser entonces Horacio Oliva, un abogado de adscripción socialista que precisamente era el defensor de Fernando Garro, íntimo amigo y hombre de confianza que fue de Conde. El misterio Fernando Garro.

El objetivo era llegar directamente a Felipe González a través del «Doctor H. Oliva», como dice su tarjeta de visita, para que fuera él quien abordara directamente la solución del problema dejando al margen a los «traidores». Para el felipismo, el traidor era Santaella. Para Conde, un traidor claro era Belloch, que además se reveló como un traidor tontuelo, pero más traidores aún eran Narcís Serra y Rubalcaba, que fueron quienes reventaron las negociaciones con Santaella.

La secuencia de la información era: Conde-Garro-Oliva-Felipe González. Es evidente, sin embargo, que el Dr. Oliva no llegó a nada. Entre otras cosas porque a finales del 95 la sombra de las elecciones generales anticipadas era ya demasiado evidente y no había nada que hacer. En Moncloa se iba a instalar el peor contexto político posible para la causa de Conde: el PP de José María Aznar, un partido y un líder a quienes el banquero había zaherido con saña durante años, a menudo en compañía de su amigo el Rey de España.

Pero, ¿cuál fue el papel desempeñado por Garro? Mucha gente tiene la certeza de que Fernando fue una pieza útil en la estrategia de González, que nunca pretendió arreglar el problema de Conde, sino simplemente tenerlo controlado, saber qué iba a hacer en cada momento y de qué artillería disponía. El juego parecía estar claro para todo el mundo menos para el propio Mario Conde, un «genio» que al final ha terminado por ser engañado por medio mundo.

* * *

Tras haber montado tan fenomenal aparato eléctrico con la conspiración, los Belloch/Rubalcaba se aplicaron en demostrar la perversidad de Jesús Santaella, el malo de la película, mientras seguían los contactos por otros derroteros. Articularon entonces una doble ofensiva sobre Perote y Conde para lograr que uno y otro rompieran con el letrado y renunciaran a sus servicios profesionales.

«Unas semanas antes de mi juicio —asegura el coronel Perote— vino a visitarme a la cárcel un abogado socialista vasco de nombre Raúl, mandado por Txiki Benegas, para pedirme que rectificara mis manifestaciones inculpatorias ante Garzón “y en veinticuatro horas te sacamos de la cárcel, pero tienes que colaborar y tienes que despedir a tu actual abogado…”. Tuve también varias reuniones con Rafael Vera, que vino a verme con el mismo o parecido mensaje, “te van a caer siete años, así que tú verás lo que haces…”. Me pidió que, a cambio de mi libertad, hiciera unas declaraciones en El País desdiciéndome de lo declarado ante Garzón, y me ofreció periodista, me dijo que se las podía hacer a Ernesto Ekaizer o a Miguel González. Me dio a elegir periodista. Y esto lo dijo ante testigos de mi familia».

Pero Perote se negó en redondo, y cuando Santaella trató de facilitarle la labor aconsejándole que aceptara el trato, el coronel protestó con vehemencia. Y la misma respuesta obtuvieron de Mario Conde.

Los felipistas necesitaban tener un «malo» en cada momento. Tras Santaella le tocaría el turno a Juan Alberto Perote. Así, durante la primera mitad del 96 el malo fue Perote, un traidor que se había vendido a Gadafi y también a ETA, entre otros mercaderes. Un montaje impresionante, en la mejor técnica Rubalcaba.

Santaella consiguió, sin embargo, sacar a Perote de la cárcel en contra de la voluntad del Gobierno. Como el coronel se les terminó escapando entre los dedos por falta de pruebas, a pesar de que el juicio se montó a puerta cerrada, echaron mano entonces de un «tercer malo», que ya no podía ser otro que el propio Mario Conde, el malo malo de verdad, y para demostrarlo soltaron sobre él, gracias a los buenos oficios de Manuel Prado y Colón de Carvajal, la gran traca de la trama suiza que luego se convertiría en el hard core del juicio Banesto.

Tamaño asedio no dejó de causar profundas brechas en las defensas de los perseguidos. Las divisiones internas comenzaron a aflorar en torno a Conde. El fallo de Argentia, muy duro para el ex banquero, condenado a seis años de cárcel por la desaparición de 600 millones que, precisamente ésos, todo el mundo sabe que no se llevó (la sentencia le adjudicó una culpa in vigilando, argumento que colocaría entre rejas al 90 por 100 de los empresarios y banqueros españoles), provocó la división entre Mario y Mariano Gómez de Liaño, su abogado y hombre de confianza de siempre.

Se trataba de una estrategia que buscaba el aislamiento paulatino del ex banquero, mediante una técnica que consistía en arrinconarle cada día un poquito más, pero dejando al mismo tiempo una pequeña ventana abierta a la esperanza, para, a continuación, dar otro paso al frente y estrechar el cerco, aunque, eso sí, con la correspondiente trampilla a una eventual salida pactada.

El banquero tardó mucho tiempo en darse cuenta del juego, y hasta casi el final estuvo confiando en dicha salida, al margen de que estaba convencido de que jurídicamente tenía razón, y de que los tribunales terminarían por dársela. El engaño fue sistemático, como ya indicaba la composición de la sala que debía juzgar en el caso Argentia: de los cinco magistrados que la componían (Villarejo, Bacigalupo, Martín Pallín, Martín Canivel y Román Puerta), sólo uno podía ser calificado como independiente en función de su trayectoria, porque el resto eran PSOE de carnet en boca.

Después de enemistarle con Gómez de Liaño, le calentaron la cabeza diciéndole que Santaella estaba muy desprestigiado y que no podía seguir con él, y, aunque se resistió durante un tiempo, el abogado, cuyo último servicio al banquero fue la presentación del recurso en Estrasburgo, fue quedando aislado del entorno de su asesoría jurídica.

Mariano Gómez de Liaño y Jesús Santaella eran las únicas personas en el entorno de Mario Conde con capacidad para contarle las verdades del barquero. Desde 1994, el gallego no había dado un paso sin que ellos lo supieran, y ellos fueron los responsables de que la práctica totalidad de las locuras que imaginaba en noches llenas de desesperación acabaran en el cubo de la basura. El círculo íntimo de Conde quedó reducido a Enrique Lasarte, César de la Mora y Fernando Garro.

El último golpe, tremendo, en aquella estrategia de aislamiento fue precisamente el de Garro. Aquél era un trauma personal, por cuanto afectaba a los sentimientos, a su mejor amigo de siempre, el «último de Filipinas», Fernando Garro. Y Mario rompió con Fernando a cuenta del caso Argentia. En realidad, a cuenta de algo todavía más grave, a pesar de la dificultad de disculpar a un hombre que consintió en ver desfilar a su mejor amigo camino de la cárcel por no atreverse a confesar que, en un determinado momento, tuvo la tentación de pedir, y quedarse, con un mordisco de los famosos 600 millones de Argentia. Porque para Conde resultó mucho más grave la duda, la sospecha de que si Fernando, su fiel amigo del alma de toda la vida, le había engañado una vez al no decir la verdad en ocasión tan decisiva como el juicio Argentia, no le habría engañado otras veces, no le habría estado engañando durante bastante tiempo haciendo de agente doble, no habría estado actuando en los años duros del 94 al 96 como topo del PSOE. Era una duda brutal que corroía y minaba el corazón del héroe de porcelana.

Al margen de la peripecia personal de Mario Conde, el caso Banesto se ha revelado como un episodio de capital importancia en la pérdida del poder del PSOE. Si la expropiación de Rumasa, otra aberración jurídica digna de tirano bananero, le salió gratis, la intervención de Banesto le costó muy cara. Cuando, en diciembre del 93, Felipe González dio la orden de intervenir el banco, estaba también firmando su sentencia de muerte política. Otra vez se ha demostrado aquello de que los dioses ciegan a quienes quieren perder.

* * *

Tras el cambio de Gobierno provocado por las elecciones generales de marzo del 96, la conspiración «condista» se convertiría en la madre de todas las conspiraciones que, como frutos podridos, irían cayendo del árbol ajado del felipismo durante toda la legislatura Aznar.

Al inicio de la primavera del 97, después de que el Gobierno popular hubiera recogido el guante que con tanta soberbia le había lanzado Jesús Polanco, el establishment crecido a la sombra de los casi catorce años de Gobierno González (el aparato del partido, su brazo ideológico —Prisa—, y los grupos financieros afines) comprendió que la tesis de que Aznar se iba a diluir como un azucarillo se había revelado errónea, y que los planes para un regreso inmediato al poder se desvanecían como un meteorito.

Con los almendros en flor ya estaba claro que la economía iba a ser el cohete propulsor capaz de transportar a José María Aznar y a su Gobierno, en teoría el más inestable de la historia de la democracia española, hasta el final de la legislatura. Y los grupos bancarios (BBV, BCH) que habían abrazado la idea de que el ritorno de González era cuestión de meses, empezaron a tentarse la ropa y marcar distancias. «éstos pueden durar más de lo que habíamos previsto».

Quien primero se dio cuenta, naturalmente, fue el propio González: si Aznar no cae por culpa de su inexperiencia y sus propios errores, habrá que ayudarlo a caer antes de que el crecimiento económico pueda consolidar definitivamente sus opciones. El felipismo se embarcó entonces en la teoría de la «crispación», con la cual se trataba de alentar artificialmente un clima de tensión y de miedo entre la ciudadanía a esa tan denostada «derechona» que, tras muchos años de no tocar poder, estaba ansiosa por intervenir, amenazar y recortar libertades, abusando, en definitiva, del ejercicio del poder por medios antidemocráticos. Crispación porque, no está de más recordarlo, el señor Aznar eligió tras la jura de su cargo el atajo de echar tierra sobre los escándalos en lugar de poner los trapos sucios en manos de los jueces y abrir las ventanas del patio de monipodio felipista al aire serrano.

El felipismo y su brazo mediático enarbolaron por primera vez el estandarte de la crispación con motivo de la denuncia de los 200.000 millones de pesetas perdonados a cerca de 600 personas físicas y jurídicas; volvieron a hacerlo con ocasión de las iniciativas legislativas del Ejecutivo contra Polanco, y repitieron la operación a cuenta de las invectivas que Álvarez Cascos, un hombre poco proclive a morderse la lengua, dedicó a González y su responsabilidad en el caso GAL.

Todas las cualidades de Felipe González como animal político se iban a poner de manifiesto con ocasión del deterioro de las relaciones entre Antonio Asensio y Jesús Polanco.

Como le había advertido alguna de su gente («Antonio, esto no te va a salir gratis»), el dueño del grupo Zeta iba a conocer muy pronto el coste de haberle tomado el pelo al Gobierno con el famoso «pacto de Nochebuena». El editor catalán se había puesto la soga al cuello, y la gente dispuesta a apretar el nudo formaba cola. Era cuestión de saber cuánto podría aguantar.

«Sé que la situación es límite», decía a mediados de marzo Aldo Olcese, el experto empeñado en aclarar la maraña financiera y societaria del editor en Antena 3. Con José Frade dando guerra y la Fiscalía Anticorrupción mirándole las tripas, el editor tenía bloqueada, en espera de la oportuna autorización administrativa que debía expedir Fomento, la transmisión de un 12 por 100 del capital de Antena 3 a una serie de inversores norteamericanos a través del Bank of New York.

Uno de los que habían empezado a apretar la soga era José María Amusátegui. El Gobierno, que conocía de sobra la condición del BCH como socio financiero de Asensio en Antena 3, le estaba apretando a su vez las clavijas a Amusátegui, y Amusátegui ardía en deseos de congraciarse con el Gobierno, Antonio, no puedo más, no puedo más, llamaba alarmado el banquero al editor, me están apretando mucho.

Amusátegui parecía dispuesto a facilitar una salida a cambio del perdón de sus pecados. ¿Cómo? Vendiendo todo o parte del paquete del BCH en Antena 3 a «manos amigas», lo cual, si además fuera a buen precio, supondría un gran favor para el banco, enfrascado en una penosa labor de saneamiento.

Las presiones no se limitaban a Amusátegui y al BCH, sino que alcanzaban a toda la banca, fiel servidora, al final, de los intereses del Gobierno de turno: se trataba de ahogar financieramente a Asensio. Por fortuna para él, también había banca internacional, y por ahí se escapaba el editor, pero ¿hasta cuándo?

Aldo Olcese, experto financiero y hombre de confianza de Asensio en labores de «cuidador», trataba de mentalizarle, un día sí y otro también, sobre la necesidad de volver a ocupar su demarcación natural lejos de Polanco.

—¡Joder, es que vienen a por mi! —se quejaba, alarmado.

La solución final se acercaba conforme avanzaba la primavera. «Cualquier cosa puede ocurrir, porque el elemento clave para el Gobierno es él y no Polanco, y Antonio se ha puesto ya tantas veces colorado que tampoco le importaría demasiado ponerse una vez más —aseguraba Olcese—, Le estoy amenazando con todos los males del mundo, algunos de los cuales me invento».

Y llegó un momento en que Antonio Asensio empezó a despegarse de Polanco. Lejos quedaba ya el clima navideño que condujo a Felipe González a las instalaciones de Antena 3 para una magna entrevista televisada, con todas las fuerzas vivas de la cadena, excepto Carrascal, saliendo a rendirle pleitesía a su llegada. Lejos también los días de enero y febrero en que Polanco hablaba a diario con Asensio para infundirle ánimos y transmitirle confianza en la nueva aventura emprendida.

* * *

Polanco, advirtiendo el paulatino alejamiento de su socio, realizó ímprobos esfuerzos por asegurarse su fidelidad.

Un viernes de primeros de mayo, a las 21,30 horas, Antonio Asensio organizó una rumbosa fiesta en el hotel Ritz de Madrid para celebrar el cincuenta cumpleaños de su mujer, Chantal, una cena de gala, seguida de baile, todo un esplendor, las señoras de traje largo, los caballeros de smoking y, entre los invitados, la joya de la corona: Jesús Polanco en compañía de Mari Luz Barreiros, espléndida, con su melena rubia colgando sobre sus hombros desnudos.

El cántabro había hecho de tripas corazón aceptando la invitación porque venía notando a su socio nervioso y distante, frío, y temía que, bajo la presión del Gobierno, pudiera producirse un giro copernicano de la situación que en nada le beneficiaría.

Y estaba tan dispuesto a hacer lo que fuera menester para impedirlo que el gran tycoon de la prensa española fue capaz aquella noche de abrir el baile sacando a bailar no a Chantal, muñeca de cera envuelta en tules de azul ilusión, no, sino a Montse Fraile, la mujer de José María García, uno de los hombres que más odia el cántabro en el ámbito del panorama informativo español y a quien nunca ha podido soportar.

Ver a Polanco marcarse un pasodoble con Montse Fraile en los brazos fue una de esas cosas que jamás olvidarán algunos de los asistentes al festejo. Porque nunca como entonces quedó claro que los de Polanco y Asensio eran mundos distantes, dos formas incompatibles de entender la vida, dos personalidades difícilmente fusionables, dos hombres, en suma, que jamás se habían fiado uno del otro, unidos coyunturalmente bajo las arañas de cristal de Bohemia del Ritz por el cordón umbilical del dinero.

Nada era, sin embargo, capaz de parar la deriva de Antonio Asensio hacia otros puntos de amarre. Polanco tenía tan claro que su socio se le escapaba que, en un determinado momento, dio la voz de alarma a su amigo Felipe González. No necesitaba decirle nada, porque el «carismático líder» estaba al tanto de los devaneos de Asensio con los Olcese, y de su disposición a «arrepentirse» de sus pecados y volver al redil del PP. Felipe es uno de los hombres mejor informados de España, si no el mejor, y lo es porque sigue recibiendo información puntual del Cesid, los servicios de inteligencia que el PP ni siquiera ha tocado y que el felipismo utilizó siempre para provisionarse de material sensible sobre sus potenciales enemigos.

Felipe y Polanco decidieron cortarle la retirada. A Antonio Asensio le iban a obligar a jugar el terrible papel de Hernán Cortés quemando sus naves. No habría vuelta atrás para él. Al enfrentarlo abiertamente con el Gobierno Aznar no le quedaría más remedio que anclar de forma definitiva en los predios de los felipancos.

Aznar se estaba apuntando el tanto del boom económico en marcha, y González, un hombre que veía en peligro su recuperación política, parecía dispuesto a jugarse el todo por el todo poniendo en línea de combate lo único que realmente controlaba: el grupo de medios de comunicación de su amigo Jesús Polanco.

Así, el 6 de mayo afirmó que España sufría «una preocupante regresión de las libertades» y que se empezaba a «sentir miedo», y cuarenta y ocho horas después denunció una magna conspiración del vicepresidente Álvarez Cascos, a quien acusó de haberse reunido con Amedo en el despacho de Pedrojota para implicarle en el caso GAL.

En aquel mayo caliente del 97 quedaba por estallar la bomba Asensio. Y fue el ex presidente quien quitó la espoleta: «La Moncloa amenazó a Asensio con la cárcel, según Felipe González —decía El País a toda página el 11 de mayo—. El ex presidente aseguro ayer en México que el Gobierno de José María Aznar amenazó a Antonio Asensio, presidente de Antena 3, con “terminar en la cárcel” por el acuerdo alcanzado con Prisa para compartir los derechos de la Liga».

—Pregúntenle a don Antonio Asensio, y si no, a don José Oneto, que recibió la llamada desde la Presidencia, diciendo que, haciendo lo que habían hecho, su jefe terminaría en la cárcel. Y debo decir que Antonio Asensio no se arruga y contestó adecuadamente. Pregúntenle cómo contestó, que es hasta divertido.

González no especificó quién telefoneó:

—¿Fue el presidente? —le preguntaron.

—No digo que sea él, puede ser su portavoz o cualquier otro.

Para el ex presidente, todo formaba parte de una estrategia contra el Grupo Prisa que afectaba sobre todo «a un paquete de acciones muy importante, que es vivir en libertad», y que pretendía «cargarse lo que ellos llaman el felipismo en medios de comunicación».

Aquel 10 de mayo, un día de lluvia pertinaz sobre Madrid, la ira de González calaba de espanto el ánimo de millones de españoles demócratas y de preocupación, cuando no de simple y vulgar miedo, los despachos del Gobierno. Y uno de sus ministros más significados sacó a colación la metáfora del conquistador dispuesto a hundir la nave para evitar la tentación de la vuelta atrás. El aventurero era esta vez Felipe, pero, a diferencia del titular de la historia original, éste no quería ir hacia el futuro, sino alejarse de un pasado que podía llevarlo a dar con sus huesos en el banquillo de los acusados.

Por delante, a tiro de piedra del mes de junio, se erguían los juicios de Perote, Filesa, Roldán y, casi de inmediato, el secuestro de Segundo Marey. Tal era el horizonte atronador de un hombre que había tenido muchísimo poder y que, negándose a aceptar sus responsabilidades, parecía dispuesto a tensar vida política sacando a flote sus peores instintos.

Muchos recordaban entonces una frase, elevada casi a la categoría de filosofía política, del propio Felipe cuando ejercía de líder de una feroz oposición contra Adolfo Suárez: «Yo me pongo al borde del abismo, y si el otro no se raja, soy capaz de tirarme y arrastrarlo conmigo».

Su secreta aspiración se centraba en provocar elecciones generales anticipadas, pero el único que podía hacerle ese favor era Jordi Pujol, de ahí el miedo que se advertía en las filas del PP cada vez que don Jordi radicalizaba sus posturas frente al Gobierno popular.

—Cuando veo que Jordi Pujol marca en exceso los desacuerdos, un tic de preocupación me invade —aseguraba el citado ministro.

* * *

Pepe Oneto estaba aquel sábado 10 de mayo en un concierto y en el entreacto miró el buzón de voz de su móvil y vio que le habían enviado un mensaje desde Antena 3 tratando de localizarle y contándole a grandes rasgos lo ocurrido. Algo le dijo que aquello iba a traer cola. De inmediato llamó a Asensio. Antonio no entendía por qué Felipe había disparado desde México, pero, como instinto no le falta, comprendió enseguida que nada bueno podía derivarse para él de aquello.

La verdad es que había mucha gente al corriente de las bravatas lanzadas por el secretario de Estado de Comunicación contra Antonio Asensio. Aquello era un secreto a voces. El propio Oneto había contado por activa y por pasiva el episodio vivido aquel 23 de diciembre del 96 en que su amigo Miguel Ángel Rodríguez, muy en caliente, tiró de teléfono para advertirle:

—Que sepas, Pepe, que trabajas para un gángster y, como amigo, te avisaré cinco minutos antes, pero vamos a por él. No voy a parar hasta que este tío acabe en la cárcel… Este no sabe lo que ha hecho.

—¡Pero qué estás diciendo, Miguel Ángel! ¿Tú estás loco?

—Que no, que no, Cuéntaselo a tu jefe, cuéntaselo, que se ha ido a Estados Unidos y os ha dejado ahí empantanados.

Oneto se lo contó efectivamente a Asensio.

—Tranquilo, Pepe, no pasa nada.

En los días de vino y rosas que siguieron a la firma del acuerdo del 24 de diciembre, Asensio se lo contó a Polanco, y a Polanco le faltó tiempo para contárselo a su copain González.

Había sido, en todo caso, la bravuconada en caliente de un personaje que se creía burlado en su poder. Pero, puesta en otro contexto y salida de la boca de un ex presidente del Gobierno, aquello parecía la bomba atómica, el fin del mundo: la «derechona» amenazaba con la cárcel a aquellos que se le resistían…

Un par de meses después del episodio navideño, cuando Álvarez Cascos ya había tomado el mando de las operaciones contra Polanco, Rodríguez remitió una nota a Pepe Oneto al final de la cual, como addenda fuera de contexto, incluyó la siguiente leyenda: «Quisiera saber de parte de quién estás en la batalla digital: si al lado de los profesionales o de las empresas».

Oneto le respondió con un tarjetón: «Yo, Miguel Ángel, siempre estoy con los amigos. Cuando un amigo mata a una vieja, siempre digo que algo habrá hecho la vieja…».

El lío montado por la denuncia de Felipe resultó fenomenal. «CiU exige responsabilidades al Gobierno por amenazas a Asensio», decía el titular de El País del 13 de mayo. «En España hay miedo», aseguraba el presidente de Antena 3. «CiU, la coalición nacionalista catalana cuyo apoyo permite al PP seguir gobernando, exigió ayer al Ejecutivo que explique las “gravísimas acusaciones” del presidente de Antena 3 Televisión, Antonio Asensio». Josep Antoni Duran i Lleida, el socio democristiano de Convergencia, se subió al tren en marcha asegurando que «no hay pacto de gobernabilidad ni estabilidad que pueda limitar en lo más mínimo nuestra condena».

El «cañón Bertha» había abierto fuego. El Grupo Prisa puso todas sus baterías en línea, más las de sus aliados (La Vanguardia, El Periódico y Telecinco entre los más significados), y las columnas del templo de la democracia parecieron temblar aquellos días ante el espectacular envite, el derroche de medios, la potencia de fuego de tan fenomenal «armada». La democracia española, en efecto, parecía en peligro.

Por parte de Juan Luis Cebrián, aquél iba a ser un «ensayo con todo». A partir de este caso, cada vez que el dúo Felipe-Polanco decidiera poner contra las cuerdas informativamente hablando al Gobierno, lo lograría sobre la base del ruido mediático, el alboroto, el griterío ensordecedor que no hacía sino poner de manifiesto una y otra vez el imbalance mediático que separaba al Gobierno de la oposición.

Para González, aquél era un ovillo ideal, que podía dejar réditos muy superiores a los de poner en dificultades al Gobierno. En efecto, dada la cercanía de Jordi Pujol a Antonio Asensio, a quien ha considerado siempre su protegido, no hacía falta ser un lince para sospechar que el escándalo iba a poner a prueba la solidez del pacto de gobernabilidad suscrito entre PP y CiU, que era, en definitiva, lo que sostenía a José María Aznar en Moncloa.

¿Hasta qué punto podía Felipe, como se ha insinuado estos años en Madrid, forzar a Jordi Pujol a abandonar a su suerte a José María Aznar provocando un adelanto electoral? ¿Qué muertos, al margen de Banca Catalana, guarda don Felipe González en el jardín de don Jordi?

Que fuera Felipe González quien apretara el gatillo de las amenazas contra Asensio habla a las claras, en cualquier caso, de la escandalosa implicación del ex presidente del Gobierno con el Grupo Prisa, implicación que rebasa los lazos de amistad o la mera afinidad ideológica y que inevitablemente contamina al PSOE. En el mantenimiento de la entente con Asensio había muchos miles de millones de pesetas en juego. Tener trincado a Asensio significaba para Polanco —¿quizá para alguien más?— conservar el monopolio del fútbol por televisión de pago, además de alinear al grupo Zeta y a Antena 3 frente al Gobierno.

Desde el momento en que Felipe hablara en México la madeja no había dejado de liarse. Mientras la tormenta se reflejaba todos los días en las páginas de la prensa, se acercaba el puente de San Isidro y con él la fecha prevista para que Antonio Asensio explicara ante el Parlamento «las amenazas» recibidas, de modo que el entorno del editor decidió permanecer ese puente en Madrid para preparar adecuadamente tan señalado envite.

En torno al dueño de Zeta estaban presentes José Oneto, Manuel Campo, José Manuel Lorenzo, Dalmau Codina… Todos creían que era una locura que Antonio compareciera en el Parlamento, así que se trataba de minimizar los riesgos que esa iniciativa pudiera tener para él con una intervención lo más light posible, en la cual debería tratar de echar mucha agua a la pira que Felipe había diseñado con mimo para que unos cuantos ardieran en ella.

Antonio compartía plenamente esa posición, incluso las cuestiones meramente formales, o de atrezzo, de las que también se había hablado: debía acudir sólo a la carrera de San Jerónimo, nada de escoltas y menos aún rueda de prensa, mucho sosiego, mucha calma, no calentarse por nada del mundo, porque tu objetivo, Antonio, consiste en salvar este trance sin abrir heridas innecesarias, de modo que, a menos que Rodríguez se eche al monte y empiece a decir barbaridades, lo que te obligaría a cambiar el libreto, tú debes pasar por allí con el perfil más bajo posible.

* * *

Todo parecía, pues, atado y bien atado, pero un detalle incidental iba a cambiar el curso de los acontecimientos. Se trataba de Javier Gimeno, consejero delegado de Antena 3, que, crítico con el acuerdo del 24 de diciembre («un disparate»), estaba entonces muy distanciado del empresario catalán.

Gimeno empezó a preocuparse seriamente por su futuro cuando se enteró de que la plana mayor de la casa había estado reunida, en sesiones de sábado y domingo, en torno a Asensio, mientras él, en la mayor de las ignorancias, vacacionaba en Marbella. Pensó entonces que había perdido definitivamente el favor del jefe y cometió la imprudencia de enviarle una carta, «sé que has estado reunido con tu gente este fin de semana, y aunque a mí no me has convocado, quiero que sepas que me tienes a tu disposición para todo, porque soy testigo de excepción de lo ocurrido, que hablé con Pepe Oneto el día de la famosa llamada de Rodríguez, y hablé también con Hermida…».

Con esa carta en su poder, Antonio se frotaba las manos. Ahí iba a estar la prueba del delito. Y para reforzar su efecto llamó a Pepe Oneto y a Jesús Hermida y les pidió que, puesto que Gimeno se había retratado de forma tan generosa, declarándose poco menos que testigo de los cargos contra Rodríguez, ellos hicieran otro tanto y explicasen, con pelos y señales, la forma tan desalmada en que un secretario de Estado le había amenazado con la cárcel.

Hermida se asustó, «esto es una locura, Pepe, de la que vamos a salir todos trasquilados, ya lo verás», pero Pepe Oneto no veía otra salida, «será una locura, Jesús, pero la culpa es del capullo este que ha escrito esa carta, y si el presidente de la compañía nos pide que hagamos nosotros lo mismo, no tenemos escapatoria».

El caso es que Hermida y Oneto escribieron su carta al Rey Mago Asensio, aunque con una condición: esas cartas nunca saldrían de las instalaciones de Antena 3 Televisión.

Y llegó el 19 de mayo, día previsto para la comparecencia del editor, y ese lunes, nadie sabe por qué, Manuel Campo Vidal apareció en escena desde primera hora diciendo que por la tarde quería acompañar a Asensio en su viaje a los infiernos parlamentarios, contraviniendo el acuerdo alcanzado veinticuatro horas antes; insistía en ir con el jefe, quería estar a su lado por encima de todo y, aunque no llegó a entrar a su lado en el recinto, lo acompañó en el coche durante el trayecto, e hizo más, mucho más: le cambió totalmente el discurso.

Campo Vidal, ecce homo, había sido un elemento clave en el cambio de bando de Asensio el 24 de diciembre, y también iba a serlo ahora. El periodista, que se consideraba en Zeta el gran vencedor del pacto de Nochebuena, terminó después mal con Asensio, porque el dueño de Zeta consideró que le estaba traicionando, remando en Audiovisual Sport a favor de Polanco y no de quien le pagaba el sueldo.

Hay datos suficientes, sin embargo, para creer que no solamente fue el ágil verbo de Campo Vidal lo que operó el cambio de papeles de Asensio aquella tarde de mayo camino del Parlamento, sino una llamada telefónica de Jesús Polanco amenazándole con el fuego del infierno si no entraba a matar y se mantenía firme en la denuncia contra las trapacerías de Rodríguez y del Gobierno Aznar. Polanco no estaba dispuesto a consentir que su socio se fuera por la tangente.

Asensio tenía que servir para más altos designios. «Miedo al Gobierno», decía el editorial de El País del 13 de mayo: «Si alguien desde el Gobierno amenaza con la cárcel a un empresario de comunicación —o de cualquier otro sector— por no seguir sus designios a la hora de establecer alianzas empresariales, actúa como un grupo mafioso, y no como un Ejecutivo democrático […]. La concatenación entre las sugerencias de ciertos medios y las actuaciones del Gobierno se ha convertido ya en una regla de comportamiento comprobada en esta legislatura, por lo que a nadie puede extrañar que González y Asensio den carta de naturaleza pública a una evidencia conocida por muchos: que algunos miembros de este Gobierno, en colusión de intereses y propósitos con un grupo de periodistas afines, se han dedicado a realizar presiones incalificables sobre empresarios privados de medios de comunicación».

Ese mismo día, el periódico de Polanco extraía la adecuada moraleja al caso: «El PP llegó al poder con “juego sucio”, según el PSOE. Rodríguez Ibarra afirma que la derecha pudo ganar porque algunos ciudadanos creyeron sus “infamias”».

* * *

En una estrategia perfectamente diseñada para volver del revés la voluntad de Asensio, nada más poner pie en el recinto de la carrera de San Jerónimo el editor se topó con la portavoz socialista, Rosa Conde, que rápidamente le condujo a su despacho y se encerró con él a cal y canto durante media hora al menos. Era evidente que González no iba a permitir que la pieza contra la que había disparado desde México se le escapara viva.

El caso es que Antonio Asensio, hombre normalmente frío, compareció ante sus señorías de la Comisión Constitucional del Congreso dispuesto a embestir como un torito bravo en pos del engaño que le acababan de tender los amigos de Campo Vidal. Olvidando las recomendaciones de los Hermida y compañía, el editor se lanzó por la pendiente que más complacía a don Jesús Polanco, sacando a relucir las cartas escritas por sus subordinados, faltando a la promesa realizada. Un lío monumental. Antonio Asensio estaba definitivamente amarrado a la ribera de los Polancos, que es de lo que se trataba.

«Asensio afirma que el portavoz del Gobierno le amenazó con la cárcel —titulaba El País—, El presidente del grupo Zeta apoyó esta afirmación aportando notas escritas por varios directivos de Antena 3 Televisión, que fueron receptores de otras amenazas de Rodríguez».

La denuncia causó conmoción. «CiU se muestra “horrorizada” e IU cree que Rodríguez debe explicarse», decía, entre otras muchas cosas, el diario de Polanco el 20 de mayo. Pujol era el verdadero objetivo de aquella farsa.

El ruido levantado por la cañonería de Prisa & Asociados resultaba ensordecedor. Como TVE no prestó la atención debida en sus telediarios a la denuncia de Asensio, los socialistas pidieron la dimisión de Sáenz de Buruaga. «No nos asustan —afirmaba Pradera en su editorial del 23 de mayo—. Es inútil empeñarse en situarnos en una facción política, como hace El Mundo para justificar su actitud facciosa […]. El presidente Aznar está encerrado entre su guardia de hierro y nos tememos que su libertad política también».

Más titulares del mismo día 23: «El director de El País denuncia una intromisión ilegítima del Gobierno en los medios: el designio es de Aznar, y Cascos ha tomado la dirección del proyecto». Material adicional del mismo día: «Antonio Franco y Juan Tapia resaltan la persecución judicial a Prisa». «No se bajan del balcón», editorial del 24 de mayo. «No asusten», volvía a pedir Pradera en otro editorial del 25 de mayo.

Pero lo que no esperaban los Polancos es que Miguel Ángel Rodríguez (MAR) se defendiera ante la Comisión parlamentaria con tanta decisión como acierto. En lugar de jugar el papel de víctima propiciatoria, el muchachito de Valladolid jugó el partido al ataque, dejando desarbolada las defensas de los edecanes de González, que perdieron los nervios; tal fue el caso del ex PSUC Solé Tura, quien cometió el desliz de reprochar a Rodríguez su condición de «pueblerino».

Rodríguez, entre otras cosas, exhibió el tarjetón que unos meses antes le había remitido Oneto con referencia a «la vieja», para demostrar que se había querido hacer un océano de una gota de agua.

Al día siguiente del debate, Oneto remitió otro tarjetón a Rodríguez: «La vieja está bien. Te ruego discreción». Rodríguez encajó el tirón de orejas y acusó recibo por el mismo sistema: «El amigo también está bien y también te pide disculpas».

El cabreo de los Polancos con la reacción de MAR rozó el ridículo: «Rodríguez miente y él lo sabe». «Creemos a Asensio, a Oneto y a Hermida frente al mentís de Rodríguez. Redactores de este periódico —y de otros medios de comunicación— le han oído proferir tantas bravuconadas en tono amenazador sobre El País y las otras empresas del Grupo Prisa, que su desmentido a Asensio no nos merece crédito».

Rubalcaba, ese eficaz ministro plenipotenciario que Polanco tiene destacado en el PSOE, puso el dedo en la llaga al recordar que «lo más grave de la amenaza del Gobierno contra Asensio es que se cumplió, porque el fiscal general Úrculo ordenó actuar a la Fiscalía Anticorrupción contra el presidente de Antena 3».

Y como en España no hay conspiración que se precie en la que no esté presente Mario Conde, el ex banquero, aunque tarde, salió por fin a escena: «Almunia denuncia connivencia entre el Ejecutivo, medios de comunicación, jueces y fiscales. ¿Quién amenazó al empresario Antonio Asensio desde La Moncloa por pactar con Sogecable? ¿Quién se introduce en los expedientes de los contribuyentes de la Agencia Tributaria? ¿Quién es el responsable de la filtración de esos expedientes a algunos medios de comunicación? ¿Qué connivencias existen entre el Gobierno, algunos medios de comunicación, jueces y fiscales para perseguir a empresarios y personas? ¿Por qué aparece siempre o casi siempre detrás de estas cuestiones Mario Conde?».

Pero el intento de moverle la silla a Aznar a través de Jordi Pujol no prosperó, a pesar de que se intentó con toda suerte de reclamos. «Pujol advierte al Gobierno del PP que no le ponga “en una situación imposible”», decía el 15 de mayo El País, que el mismo día titulaba también: «El Gobierno desoye a CiU y pone en peligro los acuerdos del fútbol y las televisiones». El día 18, confundiendo realidad y deseos, Pradera echaba su cuarto a espadas en un editorial titulado «Precaria estabilidad», en el que ahondaba en la debilidad del pacto, las continuas desavenencias entre ambos líderes y la difícil tesitura provocada por la irrupción del caso Asensio.

El riesgo de ruptura se diluyó pronto: Pujol visitó Moncloa y a su salida destrozó las esperanzas de los Polancos: el pacto gozaba de buena salud. El presidente había invitado al Honorable a almorzar en las dependencias privadas de la familia Aznar en el primer piso, y por primera vez se habían tuteado. No hubo referencias a que se hubieran despedido con un beso. El «cañón Bertha» había fracasado de nuevo a pesar de su grueso calibre. Otra vez el Grupo Prisa había medido en exceso el poder del que dispone.

Ni siquiera Jesús Polanco puede edificar castillos en el aire. Porque entre el clima de crispación que querían implantar unos cuantos y el ambiente de paz social que se respiraba en la calle mediaba un abismo. Sólo a los felipancos les salían las cuentas de la crispación.

Pues bien, pasó lo que tenía que pasar: llegó el debate parlamentario sobre el Estado de la Nación, 10 de junio del 97, y se acabaron los fuegos artificiales. Felipe González, que días antes había dicho sentirse «acosado» por el PP, apenas rozó el tópico en su discurso, y lo hizo tarde y mal. Aznar le ganó en toda regla el debate, como demostraron de forma palmaria las encuestas, incluida la de Demoscopia, la empresa de sondeos del Grupo Prisa, y se acabó la crispación.

Frente al tópico del «España va bien» de Aznar, González no fue capaz de decir ni una sola vez que «España va mal», y fue incapaz de rentabilizar en términos políticos la vaga teoría de la crispación. Al cesto de los papeles la crispación. La pobre actuación del «carismático líder» en la tribuna de oradores puso fin a una polémica que no tenía base sociológica alguna, porque, sencillamente, era mercancía falsa, humo.

Ocurría siempre con este tipo de operaciones basadas en la inspiración de los Rubalcabas y en la infinita soberbia de los Cebrianes, que aún siguen creyendo que su «cañón Bertha», con ser importante, va a ser capaz de poner patas arriba a España entera, y no es eso, no es eso.

* * *

Si 1997 fue el año de la crispación, 1998 fue el gran año de la conspiración. Conspiraciones por doquier. Sería casi imposible llevar la cuenta de las que han jalonado esta legislatura. Todas se reducían a tormentas mediáticas en las que Prisa y sus amigos removían con gran empeño las aguas de los medios, tratando de mover los pilares del templo patrio en medio de un griterío atronador que al cabo de unos días se iba y se quedaba en nada, humo de factoría mediática, porque todo era fenómeno impostado y el país real estaba a otra cosa, a mejorar, a buscar empleo, que por primera vez lo había, y a vivir en un clima de paz social como pocas veces se ha conocido igual.

La rueda de las conspiraciones, no obstante, siguió su camino, inasequibles al desaliento los responsables de la feria de las vanidades felipista, con el «carismático líder» como gran patrón y a sus órdenes el dueto Cebrián-Rubalcaba moviendo las ramas del árbol, haciendo ruido, aceptando sin rechistar fiasco tras fiasco, porque ésta ha sido para ellos la legislatura de los grandes fracasos, han sido cuatro años para desalentar a estos goebelianos aprendices de brujo, expertos en crear tensión de la nada, que han acabado reiteradamente con el rabo entre las piernas. Al final, al único que se han llevado por delante ha sido a un secretario de Estado de la Comunicación, un muchachito de Valladolid que aceptó ser víctima propiciatoria cuando se lo pidió el jefe.

Nunca, sin embargo, dejaron de intentarlo. En septiembre de 1997, el habitual show mediático de los Prisa tuvo por tema el homenaje organizado por el Partido Popular a Miguel Ángel Blanco en la plaza de toros de Las Ventas de Madrid. En el curso del acto, un grupo de energúmenos la emprendió a silbidos con el cantante Raimon, una de las viejas glorias de la lucha antifranquista.

Se armó la de San Quintín, y un asunto que hubiera dado de sí para un par de glosas de los Cotarelos se convirtió en un gran escándalo en torno a la intolerancia de la «derechona» que estuvo coleando durante semana y pico. La cuestión siempre era la misma: la incapacidad para comunicar del PP frente a la habilidad para el agit-prop de la fiel progresía felipista, que siempre perseguía el mismo objetivo: desenfocar cualquier incidente y agrandarlo a conveniencia, endosando al PP las responsabilidades, si las hubiere. La capacidad del combinado PSOE/Prisa para la desmesura con los errores del PP ha resultado, en este sentido, digna de encomio.

El problema del PP ha sido doble a lo largo de la legislatura: no saber organizar la comunicación propia, y tener en frente una comunicación ajena perfectamente engrasada por años de rodaje.

Operación de mayor enjundia fue la organizada con motivo de la cumbre europea sobre el paro, celebrada en el mes de noviembre en Luxemburgo. Aquél era un envite plagado de peligros para Aznar. La economía española podía presumir de unas cifras de vértigo frente a sus colegas europeos, pero igualmente de vértigo era la tasa de paro, que casi doblaba la media europea. Acudir a una cumbre sobre el empleo con el 19 por 100 de tu población activa en paro sólo podía abordarse desde el reconocimiento de cierta vergüenza propia o desde la alegre desvergüenza de la izquierda española responsable del problema.

Pero Aznar, en contra de la práctica de un Felipe González siempre tan apreciado por dicharachero y consentidor entre sus colegas europeos, le echó redaños y se negó a firmar un pacto para el empleo que era un papel plagado de lugares comunes que nadie pensaba cumplir.

A muchos españoles les satisfizo ver cómo, por primera vez, el presidente del Gobierno de su país se plantaba ante los grandes del continente, pero, como era de prever, los felipancos armaron la correspondiente zapatiesta: Aznar se había quedado solo. España estaba dejada de la mano de Dios. Era la pauta a seguir en este tipo de eventos: ningunear el papel de Aznar, negándole cualquier protagonismo en cumbres de carácter multinacional, aunque ello significara contar reuniones virtuales o inventadas y endosar fracasos que sólo habían existido en la mente de quienes no podían soportar ver en la esfera internacional a nadie que no fuera el «carismático líder».

Ocurrió después de esa cumbre que los gobiernos de Madrid y París celebraron un encuentro al máximo nivel en Salamanca. En la rueda de prensa correspondiente, algún corresponsal bien aleccionado preguntó a Jacques Chirac si España se había quedado aislada en Europa, y Chirac, lo mismo que Jospin, pareció sorprenderse mucho ante tal interpretación, ¿que España está aislada?, pues ya nos gustaría a nosotros estar ahora mismo como está España, pero ¿de qué están ustedes hablando? Estaban hablando de la versión que de la cumbre de Luxemburgo había dado el Grupo Prisa y que El País había vendido a sus lectores: una cumbre, en cualquier caso, distinta de aquella a la que habían asistido el resto de los medios españoles y europeos.

* * *

Al aproximarse la Navidad de 1997, el panorama político español lucía un aspecto bien distinto al de doce meses antes.

Con una economía creciendo y creando a razón de mil empleos por día, el consumo y la inversión tirando fuerte del crecimiento y varios millones de españoles jugando en Bolsa, el PP parecía encontrarse a las puertas del nirvana, tan lejos ya de los agobios que en la Navidad del 96 habían propiciado el famoso «pacto de Nochebuena». Por si fuera poco, las elecciones gallegas habían significado un importante refrendo de la alternativa popular, al tiempo que se habían llevado por delante el experimento del «olivo» a la española que PSOE e IU habían ensayado en Galicia.

Frente a un PP exultante, sólo había truenos catastrofistas salidos de la factoría de Cebrián y Rubalcaba. La sentencia de Filesa, por otro lado, había dejado muy touchée a la cúpula socialista por su desmesura, todos deprimidos, íntimamente atormentados viendo desfilar hacia la cárcel a una gente que al final no había hecho más que cumplir órdenes.

Y es que José Augusto de Vega, un magistrado de la casa, parecía haberse ensañado con los soldados rasos tras haber salvado del paredón a los jefes. Había sido el sargento Vázquez de turno de la Justicia española. Penas de esa cuantía para gente que no se había llevado un duro a casa parecían un exceso. Eran los riesgos de una Justicia injusta, capaz de dejar indemnes a los poderosos y de castigar con rigor a los débiles, capaz de las mayores tropelías cuando, acuciada por el desprestigio, se veía tentada a hacerse respetar.

Y en puertas estaba el juicio por el secuestro de Segundo Marey, el primero de los correspondientes a la saga de los GAL. Joaquín Almunia hacía serios esfuerzos por sacar al PSOE del estercolero sin conseguir concretar una alternativa ni política, ni social, ni económica.

El nuevo secretario general intentaba, en cualquier caso, soltar lastre, pero a su paso surgían los fantasmas de Filesa, el GAL, la Expo de Sevilla… El pasado no le daba tregua. González y su pasado no lo dejaban respirar. Y todo apuntaba a que el «carismático líder» seguía siendo «el jefe» y no estaba dispuesto a retirarse a un segundo plano.

En los inicios del año 1998, el Gobierno Aznar planteó a la opinión pública la más acertada de sus propuestas sobre política económica: la reforma del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF). El debate consiguiente se convirtió en otra gran batalla que enfrentó al Ejecutivo con la artillería mediática de los felipancos, como no podía ser de otra forma, puesto que la decisión apuntaba directamente al corazón del ideario socialista: su innata querencia a subir los impuestos para poder afrontar su también innata propensión al gasto público, única forma de abordar lo que ellos llaman el reparto de la riqueza, proceso que al final suele devenir en la inevitable recesión y en paro, es decir, en la distribución de la miseria.

Fue una de las últimas puestas en escena «con todo». Demagogia a todo trapo por parte del PSOE y de Prisa, intentando convencer al pueblo soberano que aquélla era una reforma «para los ricos».

La victoria del Gobierno en este asunto no cabe calificarla más que de aplastante. Se repetía el problema con el que durante toda la legislatura ha tropezado la armada polanquil, y es que ni el ejército más poderoso del mundo puede luchar con humo contra la realidad de las cosas. Aquella reforma significó que, a partir de enero del 99, en los bolsillos de millones de asalariados españoles comenzaba a entrar un dinerito extra que fue muy bienvenido, una realidad contra la que caben pocas demagogias. ¿Resultado? PSOE y Prisa se olvidaron por completo del asunto e hicieron vergonzante mutis por el foro.

Nunca más los Polancos han vuelto a mencionar la reforma del IRPF, sin duda uno de los éxitos más importantes del Gobierno del PP en esta legislatura, pero lo llamativo del caso es que tampoco ha hablado mucho de ello el PP, con esa incapacidad congénita que le asiste para «vender» sus conquistas.

En realidad, las esperanzas del felipismo al inicio de 1998 se centraban en que el PP se estabilizara socialmente en su condición de partido que hace los deberes, que gestiona bien, pero que no prende en el corazón de los ciudadanos, poco dispuestos a hacerse cómplices electorales de alguien tan ordinary people como José María Aznar. En el fondo, el PSOE seguía confiando en que los votantes continuaran engolfados con González, un «chulo» a cuyos encantos mediáticos se rinden más de 9 millones de votos.

Ese era, en efecto, el problema del PP: «Ustedes lo hacen muy bien y punto». Porque, de hecho, las encuestas demostraban que, si en ese final del año 97 se hubieran realizado elecciones generales, los resultados habrían sido casi idénticos a los de marzo del 96: victoria del PP por escaso margen.

* * *

Pero la prueba más excelsa de «la conspiración» antifelipista iba a llegar en las primeras semanas del 98, para convertirse en recurrente tema de conversación y enfrentamiento entre clanes políticos y periodísticos a lo largo de casi todo el año, mientras Juan Español andaba a lo suyo. La prueba, esta vez, iba a venir servida de la mano de uno de los hombres que, desde la dirección de ABC, más había zaherido al felipismo y sus prácticas: Luis María Ansón. La denuncia, por tanto, iba a contar ahora con el aval de credibilidad añadido que le otorgaba un hombre como Ansón.

La puesta en escena se realizó en las páginas de la revista Tiempo, del grupo Zeta, en forma de una entrevista que Ansón concedió a un supuesto periodista, a la sazón hermano del ex ministro Juan Alberto Belloch, directamente relacionado con el entorno de los Vera y Barrionuevo. En ella, el veterano periodista y académico relataba que Felipe González había sido víctima de una conspiración urdida por un grupo de ilustres colegas conjurados para acabar con su Gobierno.

Para que ninguno de los citados pudiera pretextar inocencia, Ansón fijó el escenario de la conjura en su propio despacho de director de ABC. El ilustre académico no hablaba, pues, de oídas. Él había actuado de maestro de ceremonias. La entrevista, al parecer corregida hasta la última coma por el propio Ansón antes de su publicación, levantó el revuelo que la historia merecía por su audacia fantasiosa. El Grupo Prisa y sus adláteres se lanzaron en picado —Felipe tuvo la revista en sus manos antes de que llegara a los quioscos—, pero esta vez la armada polanquil contó con la inestimable ayuda de los denunciados en la conjura, desde Pedrojota al difunto Antonio Herrero, pasando por Pablo Sebastián, Manuel Martín Ferrand y otros, que entraron al trapo que el felipismo les tendía con justificado cabreo pero con un sentido político muy escaso.

El corolario de la «Ansonada» era que Felipe González no había sido derrotado en buena lid electoral, sino que había caído víctima de la perversa voluntad de un ramillete de señores conjurados para acabar con él desde la moqueta de un despacho. El problema era que los GAL, Roldán, Ibercorp, Interior, Filesa, Expo y tantos otros casos de corrupción rampante no eran un invento salido de las meninges del malvado Pedrojota, sino una realidad constatable que se retrataba todos los días en sede judicial.

A pesar de realidad tan brutal, los felipancos se lanzaron por la pendiente de la conspiración con vigor renovado. Fue un diluvio mediático esplendoroso, lleno de fuerza e imaginación. Un gran éxito de los Cebrianes y compañía, porque, hace falta ser muy habilidoso para montar semejante pandemónium con materiales tan endebles como los suministrados por Ansón.

La «Ansonada» tenía poco que ver con el oportunismo de un hombre acostumbrado a llevar al tiempo varias conspiraciones en paralelo —la conspiración para acabar con la Monarquía y La conspiración para acabar con los conspiradores antimonárquicos—, y debe ser contextualizada en el juicio, entonces inminente, sobre el secuestro del ciudadano francés Segundo Marey por mercenarios de los GAL. Los dos peces gordos de esa causa eran el ex ministro del Interior José Barrionuevo y el ex secretario de Estado para la Seguridad Rafael Vera, y ellos fueron quienes colocaron a Luis María Ansón en el disparadero de hacerse públicamente el harakiri, metiendo en el saco de una conspiración que nunca existió a todos sus antiguos aliados periodísticos.

Luis María se vio las caras con Vera y Barrionuevo en una famosa reunión celebrada en el restaurante El Salvador de Moralzarzal. Allí, los antiguos responsables de Interior pergeñaron una operación en la que Luis María nunca hubiera entrado de buen grado de no haber sido por la presencia en la escena española de ese reconocido zascandil que es Rafael Ansón, un colibrí que ha picoteado en todos los grandes despachos de la banca y la política española, a razón de 100 millones, o incluso más, de pesetas por año, y que también picoteó en el Ministerio del Interior.

Y son Vera y Barrionuevo quienes montan el esquema de la conspiración, dispuestos a soltar el material que han ido recopilando en Interior ante la traca final, como meses antes han hecho con el vídeo de Pedrojota. Con ello tratan de llevar al ánimo de los magistrados que han de juzgarlos la idea de que los GAL fueron un ingrediente más de esa gran maquinación periodística urdida para derribar a Felipe González de su pedestal. A Felipe le dan el trabajo muy hecho, muy cocinado, lo que explica que saliera a escena de inmediato, sin miedo a hacer el ridículo. El se limita a poner su aval personal a la teoría de la conspiración.

Y lo hace porque Barrionuevo se lo pide. Casi se lo exige. Felipe, que pasa por conocer muy bien a las personas, sabe que «Pepe», y sobre todo su mujer, Esperanza Huélamo, son capaces de plantarse en el último minuto ante los jueces y decir «hasta aquí hemos llegado», colocándole de golpe en el banquillo de los acusados.

La operación, pues, tiene un origen claro (Barrionuevo y Vera) y un destino final (González), y es al tiempo una operación defensiva (para los encausados del GAL) y ofensiva (en manos del ex presidente del Gobierno).

Y es esta cualidad última lo que da a la «Ansonada» relevancia política. Porque, a pesar de que Aznar es un señor sin carisma, las circunstancias objetivas le han situado en una posición ideal para revalidar el aplauso en las próximas generales. Paralizado por una sensación de impotencia y de ausencia de liderazgo, el PSOE intenta con ello una doble maniobra. Por un lado, descalificar la victoria pasada, deslegitimando el triunfo electoral del PP en marzo del 96. Hubo una conspiración para acabar con González, y unos conspiradores. Lo dice el jefe de los conjurados. No hay réplica posible. Por otro, hacer lo imposible por aminorar la victoria futura, es decir, intentar sembrar todas las dudas posibles para evitar que el PP se escape electoralmente hablando.

En la conspiración se mezclaba la ambición de poder del PP, que de otra forma nunca hubiera podido con el carismático González, y la ambición profesional de una serie de personas como Pedrojota, García-Trevijano, Herrero, Sebastián, Gutiérrez… Faltaba, con todo, un ingrediente de más peso para hacer de este engrudo algo más que una ensoñación de resentidos ambiciosos: faltaba Mario Conde, que es lo que dio definitivos vuelos a la conspiración. La presencia de Mario terminaba por explicarlo todo.

El corolario político inmediato que cabía extraer del episodio es que el Partido Popular, como ya sabía todo el mundo, era un partido político que había jugado sucio en democracia, Que no era demócrata.

Todo el discurso, hilvanado a la sombra de los viejos clichés del socialismo marxista, tenía, por lo demás, un tufillo franquista francamente obvio. ¿Qué pueden hacer cinco señores cuando se reúnen un par de veces o tres en el despacho de uno de ellos? Lógicamente, ¡conspirar! Sólo faltaba la Brigada Político-Social del franquismo para detener a unos conspiradores sorprendidos con las manos en la masa.

Ya metido en gastos, Luis María Ansón, un reconocido monárquico —aunque haya quien lo ponga fundadamente en solfa— metió también al Rey en danza: aquélla era también una conspiración para derribar la Monarquía; a Felipe González y a Juan Carlos I, dos por el precio de uno.

Como era de prever, la «teoría de la conspiración» salió a relucir durante el juicio por el secuestro de Segundo Marey en el Supremo. De acuerdo con la declaración del testigo Narcís Serra, ex ministro de Defensa, «Luis María Ansón me advirtió que iba a comenzar una campaña para obligar a González a dejar el Gobierno y con la Monarquía como objetivo final». Era la «conspiración». El abogado Cobo del Rosal preguntó también por ella al ex vicepresidente y Serra respondió que «hubo una conspiración contra Polanco, González y el Rey».

* * *

¿Cuál fue el gran error de los «conspiradores», los Pedrojotas y demás familia? Entrar al trapo, alimentar la gresca, echar leña al fuego, liarse a mandobles contra Luis María Ansón, porque de esa forma les hicieron el juego a los padres putativos del invento.

Para el Gobierno, la «Ansonada» resultó casi un regalo. El mayor enredador del Reino se había desmarcado, y gratis. A enemigo que huye, puente de plata. Tras un primer momento de cabreo y desconcierto, en aguas del Ejecutivo se instaló una paz seráfica: «Nos hemos quitado un moscón de encima que estaba tocando las pelotas todos los días», aseguró un ministro del Gobierno.

«En su momento tendrás conocimiento de por qué moví yo esa ficha [la conspiración], que era imprescindible mover —aseguraba Ansón—. La única cosa que no calculé fue que Pedrojota iba a atizar todo lo que pudiera este asunto para que se olvidasen de su vídeo, atizamiento que me ha llegado por veinte sitios, aunque tanto Pedrojota como Cascos me lo han negado».

Pasado el chaparrón, el genio de Luis María parecía mantenerse a flote: «Al cabo de dos meses de tormenta, la opinión pública no tiene conciencia de los rifirrafes entre colegas, sino de que ahí hay un tío muy importante que está abriendo los telediarios todos los días, lo cual me ha robustecido personalmente de manera extraordinaria… Y si para muestra vale un botón, ahí está la estupefacción que causó mi entrada en la biblioteca de la Universidad de Alcalá, en el acto de entrega de los premios Cervantes, adonde fue Aznar y adonde fue el Rey, y no fui menos aplaudido que ellos, créeme. Entré solo y la gente se puso a aplaudir, y lo mismo me ocurrió a la salida, y ésa es la realidad, porque la ignorancia de la gente sobre el fondo de las cosas es tremenda. Iba detrás de mí Eugenio Fontán y me dijo, muy extrañado: “¡Luis María, no me podía imaginar que fueras tan popular!”; “Ni yo tampoco”, le respondí».

El gran momento de Luis María Ansón llegó con motivo de la lectura de su discurso de ingreso en la Real Academia Española, un acto que colapso la zona que va del Retiro al paseo del Prado. No invitó a ningún político, «porque si yo invito a los políticos, al día siguiente hay para siempre una fotografía mía al lado de Aznar en primera de El País, y me pasaría lo que a Pemán con Franco, que siempre le sacaban la misma foto. Y para la opinión pública ya te puedes imaginar: el señor Ansón ha ingresado en la Academia porque es del PP, porque me hubieran venido siete u ocho ministros…».

«Yo llamé al Rey y me dijo:

—Luis María, aquí tengo un problema, porque ya sabes que no quise ir a la de Cebrián…

—Señor —le respondí—, vuestro padre nos enseñó que el Rey es de todos.

—Pero dime una cosa, ¿a quién quieres que te mande? ¿Quieres al Príncipe?

—A nadie, señor.

Y me envió una carta que es una belleza de carta. Y no invité a Aznar. No sólo eso: les llame para que no fueran, y con Esperanza tuve una pelotera de cuidado, ¡porque insistía en presentarse…!».

* * *

La «conspiración» se fue agostando como una planta sin tierra y sin riego. Su fracaso, la última intentona de desestabilizar al Gobierno Aznar y forzar un adelanto electoral, significó un cambio radical en la estrategia del felipismo.

Hagamos recuento. En el otoño del 96 se instaló en España la «tesis del paréntesis»: el Gobierno del PP no daba la talla. Estos chicos no son capaces, no tienen gente competente, no saben manejar la Administración y esto va a ser un paréntesis que va a durar año y pico, a lo sumo un par de años, porque no disponen de apoyos parlamentarios sólidos y a las primeras de cambio sus socios nacionalistas les dejarán en la estacada, les darán el empujón y no tendrán más remedio que disolver y convocar elecciones. Para entonces, habrá pasado ya la marea de los Filesas, los Gales y demás extraña familia, y estaremos en disposición de regresar, enviándolos de nuevo al paro para otra década y pico.

La tesis, vigente durante la primera mitad del 97, se reforzó con «la crispación», o el peligro de la derechona en el poder, mercancía de curso legal hasta el debate sobre el Estado de la Nación, en el cual Felipe fracasó ante Aznar. Con ello quedó enterrada la crispación. Inmediatamente después, González dejó su cargo como secretario general del PSOE, dando paso a ese momento tan delicado en un partido que es el relevo del líder.

La teoría de «la crispación», lanzada por el felipismo en el 98 sin abdicar, no obstante, de la «tesis del paréntesis», intentaba forzar un adelanto electoral. Felipe había sido víctima de una conjura, al servicio de un partido que por medios democráticos nunca hubiera sido capaz de arrebatarle el poder. El fracaso de tal conspiración marcó un giro radical en la estrategia opositora del PSOE. El objetivo ya no sería desestabilizar a Aznar. Se aceptó como inevitable el hecho de que su Gobierno pudiera durar toda la legislatura. En consecuencia, había que prepararse para la gran cita electoral.

Pero antes era necesario resolver un problema interno: ¿qué hacer con Pepe Borrell? Los felipancos, que nunca aceptaron de buen grado su victoria en las primarias sobre Joaquín Almunia, fueron viendo cómo el candidato se deshacía en su propia verborrea. Derrotado también por Aznar en el debate sobre el Estado de la Nación del año siguiente, el brioso potro andaluz de abril del 98 se fue tornando en contumaz mulo manchego con el paso de los meses, de modo que el verdadero amo de la cosa, con la ayuda de su amigo Polanco, decidió acortar el trámite por la vía rápida en lugar de mantenerlo como cartel electoral para la cita del 2000.

Los felipancos se embarcan a partir del verano del 98 en una doble tarea de demolición: la ya comentada de Pepe Borrell y la de Izquierda Unida: el Gobierno se ha consolidado; este chico no tiene carisma, pero tampoco parece que le haga mucha falta; el Gobierno no vende bien su mercancía, pero la mercancía del crecimiento se vende por sí misma, pero… ¡Ah! Este es un país de centro izquierda y, si somos capaces de evitar la ruptura que divide el espacio de la izquierda entre el PSOE e IU, podemos volver a ganar aunque el Gobierno Aznar lo haga bien, porque esa mayoría sociológica de centro-izquierda puede volver a colocarnos en La Moncloa. El genio político de González, de nuevo al aparato.

Y eso ya no sería ninguna conspiración, sino la consecuencia de sumar los votos de PSOE e IU, como demuestra el cotejo de los resultados electorales. Para su desgracia, el partido del Gobierno no puede esperar sacar provecho del hundimiento de los nacionalismos periféricos de derechas, cosa que no se ha producido, sino que, antes al contrario, debe preocuparse por cerrar las grietas que amenazan su propia estructura con escisiones comandadas aquí y allá por los tradicionales caciques de la derecha travestidos hoy de presidentes autonómicos.

Es la espada de Damocles que, sobrevolando las realidades de la Economía, pende hoy sobre el Gobierno del Partido Popular.