Aquél parecía un día de trabajo más en el Juzgado Central número 1 de la Audiencia Nacional. Como de costumbre, el secretario del juzgado de Francisco Javier Gómez de Liaño acudió puntual a la una de la tarde a reunirse con sus compañeros de los otros cinco juzgados para proceder al reparto de los casos recién llegados por decanato.
Los secretarios judiciales cuidan de que en sus respectivos juzgados no recalen más asuntos que los que la suerte determine, tratando de evitar aquellas denuncias especialmente complejas, susceptibles de llevar aparejada una gran carga de trabajo, de modo que, durante los sorteos, todos se vigilan por el rabillo del ojo para evitar que se haga una sola trampa.
Aquel 24 de febrero no fue distinto. Cuando la secretaria judicial, Rosa Paz, abrió la puerta del despacho de Gómez de Liaño para darle cuenta del reparto, encontró al juez, como siempre, enfrascado en su trabajo.
—Aquí han entrado varias cosas, Javier: un asunto de falsificación de moneda, una extradición y una cosa del fútbol.
—Muy bien, déjalo ahí.
La secretaria depositó rutinariamente los papeles sobre una bandeja de rejilla y el juez —ajeno a la bomba de relojería que desde la una y cuarto de la tarde descansaba sobre su mesa de despacho— se fue aquella noche a su casa sin haberse molestado en examinarlos. No reparó en el asunto hasta que, a la mañana siguiente, recibió la visita del decano.
—Oye, Javier, que por lo visto ayer te entró en el registro un asunto de Canal Plus relacionado con el fútbol…
—No lo sé, ni lo he mirado, ¿qué pasa?
—No, que resulta que Manolo García-Castellón tiene también algo de una denuncia del fútbol y, como la está tramitando desde hace varios días, me ha dicho Clemente que a lo mejor es competencia suya.
—Pues espérate un momento que le eche un vistazo.
Sin moverse de su asiento, el juez escarbó entre el papeleo amontonado en aquella bandeja hasta que encontró lo que buscaba. Apenas treinta segundos le bastaron para cerciorarse de que aquel era material de muy distinto pelaje y condición.
—Oye, así a simple vista, esto no tiene nada que ver con el fútbol —dijo mirando fijamente al decano—. Se trata de una denuncia de Jaime Campmany a cuenta de unos depósitos de la empresa Canal Plus. De hecho, lo que se denuncia es apropiación indebida y no tiene ninguna relación con lo que me estás contando.
—Ya, pero es que dice Clemente que quizá tendrías que inhibirte en favor de García-Castellón.
—Oye, oye, este asunto es competencia de este juzgado y te ruego que no insistas. Según lo que me has contado y he visto, esto no tiene ninguna relación con lo que lleva Manolo.
—Efectivamente, yo también creo que no tiene nada que ver.
Clemente Auger, presidente de la Audiencia Nacional, acababa de jugarse un órdago en favor de su amigo Jesús Polanco que, de haberle salido bien, el editor nunca hubiera podido agradecerle suficientemente. Le salió mal. Fue el primer intento de obstrucción a la Justicia en lo que enseguida pasaría a denominarse «caso Sogecable».
Intento del que se hizo eco puntual el diario El País, que al día siguiente enseñaba la patita informando de que «posiblemente la denuncia, que ha caído en el juzgado de Gómez de Liaño, le corresponda al juez García-Castellón», que ya llevaba otro caso parecido.
Javier Gómez de Liaño, aunque lejos de imaginar su trascendencia, se dio cuenta entonces de que en sus manos había caído un asunto importante, que pronto gozaría de honores de apertura en telediarios, noticieros de radio y primeras páginas de la prensa escrita.
* * *
Precisamente, el 25 de febrero de 1997 el juez Liaño tenía apuntado en su agenda un almuerzo que daría que hablar. Se trataba de una reunión de amigos para evaluar y comentar el acto celebrado unos días antes, el 20 de febrero, en el Palacio de Exposiciones y Congresos, en homenaje a los llamados «fiscales indomables» perseguidos por los Zato y compañía.
Los dos magistrados de la Audiencia Nacional, Javier Gómez de Liaño y Baltasar Garzón, y los cuatro fiscales expedientados (Fungairiño, Rubira, Márquez de Prado y Gordillo) querían agradecer a Antonio García-Trevijano, Enrique Gimbernat, Federico C. Sainz de Robles y Pablo Sebastián el trabajo desplegado para hacer posible aquel acto.
Al restaurante Lur Maitea, en la calle Fernando el Santo, llegó Gómez de Liaño cuando el resto de los comensales —entre quienes se encontraban el también juez Joaquín Navarro y el periodista Jesús Neira— ya empezaban a desesperar. Se habían tomado el aperitivo y faltaba Javier, ¿dónde estará este hombre? Por fin apareció Javier, su cartera de cuero negro pendiendo voluminosa de su mano derecha, ¡pero hombre, Javier, que habíamos quedado a las dos y media!, y Javier que se disculpa, perdonad chicos, menuda mañanita, por cierto, que me acaba de entrar un asunto contra Polanco que es el que me ha retrasado, porque he tenido un pequeño rifirrafe con el decano a cuenta de si me correspondía a mí o no.
—¿De qué se trata? —preguntó Sebastián.
—De una denuncia de Campmany contra Canal Plus sobre la utilización de los depósitos de los abonados.
Tras unas breves pinceladas del juez, el catedrático Gimbernat, situado entre los fiscales Fungairiño y Márquez de Prado, emitió opinión:
—Pues si es como dices, eso parece una apropiación indebida de libro…
No había terminado de hablar cuando García-Trevijano, rápido como un zorzal, se lanzó en picado:
—Pues te voy a decir una cosa, Javier: éste es uno de los asuntos más importantes de los que te hayan podido caer como juez. Ándate con cuidado, porque ya sabes cómo se las gastan esos chicos, y te hablo por experiencia. Por cierto, Baltasar, no tendrás celos, ¿no?
Y Baltasar, súbito objeto de todas las miradas, torció el gesto mientras buscaba aceleradamente en el arcano de la memoria alguna frase brillante con la que salir del trance, pero todo quedó en una mueca, el rictus de un hombre al que acaban de clavar un aguijón, porque, efectivamente, a él le hubiera encantado tener en sus manos un caso semejante.
La historia había comenzado una mañana de mediados de enero de ese mismo año. El periodista Luis Ángel de la Viuda y el economista Gerardo Ortega se encontraban en el despacho del segundo hablando del guante que Jesús Polanco había arrojado al Gobierno cuando el periodista, de manera incidental, sacó a colación la capacidad de resistencia de Prisa en una guerra de desgaste semejante, porque, vamos a ver, ¿cuánto pueden aguantar estos tíos con el dineral que han comprometido en el fútbol?
—No lo sé —respondió el economista y auditor—. Hombre, yo creo que Canal Plus es un buen negocio, pero habría que ver las cuentas; de todas maneras, es difícil que Prisa soporte eso durante mucho tiempo, porque las inversiones que han hecho me parecen disparatadas.
—Pues mira, aquí tengo el último balance publicado. ¿Quieres echarle un vistazo?
—Por supuesto.
De la Viuda abrió su cartera y extrajo un par de folios fotocopiados reproduciendo el balance de la Sociedad de Televisión Canal Plus S.A., que pasó a su amigo. Con la agilidad del especialista, Ortega les echó una rápida ojeada antes de exclamar:
—No, esto no puede ser el balance de Canal Plus; tiene que haber alguna equivocación.
—¿Por qué lo dices?
—Porque esto está mal.
—Pero, ¿por qué está mal?
—Porque aquí no aparecen los depósitos; éste no puede ser el balance de Canal Plus.
—¿Qué depósitos?
—Los depósitos de los abonados; deberían figurar en el pasivo y aquí no aparecen por ningún lado.
—Tienen que estar, Gerardo, porque éste es el balance.
—Que no, hombre, que no, que yo de esto sé algo…
—Pues es lo único que tengo.
—No pasa nada, pero quizá merecería la pena mirarlo en el Registro Mercantil.
Fue el mismo Ortega quien, picado por la curiosidad, se encargó de pedir las cuentas regístrales de Canal Plus, convencido de que lo que De la Viuda le había pasado contenía un error de transcripción. Pero enseguida se dio de bruces con la sorpresa de otra sociedad, Sogecable, alusiones constantes a Sogecable, aquí hay algo más serio de lo que yo pensaba, se dijo, de modo que solicitó los balances de todos los ejercicios a partir del año 91, y allí se encontró con que los depósitos se habían transferido a otra compañía, no puede ser, bueno, pidamos los balances de Sogecable.
Tratando de recomponer el puzzle, Ortega descubrió en un instante el montaje societario que los Polancos habían realizado con el negocio de la televisión de pago, resumido, grosso modo, en la utilización de dos sociedades para una misma actividad o negocio. ¿Con qué propósito? Con el de ocultar la realidad de la situación financiera de la compañía titular y además con el de poder manejar libremente los casi 23.000 millones de pesetas pertenecientes a los abonados.
* * *
El 2 de febrero, el diario El Mundo publicó, sin firma, una información a tres columnas: «Canal Plus utilizó las fianzas de sus socios para financiar sus inversiones». El subtítulo decía que «El alquiler de los descodificadores le reportó 23.400 millones de pesetas», y el antetítulo hacía referencia a que «El traspaso a Sogecable podría suponer una irregularidad contable».
El lunes 17 de febrero, Jesús Cacho dedicaba su columna semanal en la revista Época a analizar el clima de enfrentamiento que Prisa y PSOE estaban alimentando contra el Gobierno del PP: «Dos patriotas se echan al monte (Polanco y Felipe disparan contra todo lo que se mueve)». Lo más novedoso, sin embargo, de la información estaba en el recuadro que acompaña dicha columna, titulado: «Canal Plus y el dinero ajeno», en el que se incluía la primera denuncia explícita de las irregularidades contables detectadas en Sogecable[14].
El 21 de febrero, y en su «Rueda de la Fortuna» de El Mundo, Cacho remataba la faena con una información titulada «El IVA, el santo y la limosna de Jesús Polanco»: «Se puede concluir que el beneficio obtenido por Canal Plus-Sogecable por la reducción del IVA ascendió a 678 millones en 1993, 2.775 millones en el 94, 3.591 en el 95 y 4.300 (estimados) en el 96. En total, unos 11.344 millones de pesetas, una pastizara, que tenía que haber ido a parar al erario o al bolsillo del millón de abonados de Canal Plus».
La importancia de la denuncia era tal que el Grupo Prisa no pudo permanecer callado y en la tarde de ese mismo viernes anunció la adopción de medidas legales contra Jesús Cacho así como contra la revista Época y el diario El Mundo. Pero Jaime Campmany, sintiéndose amenazado, decidió tomar la delantera presentando una denuncia en el juzgado contra Sogecable. La maquinaria judicial se había puesto en marcha. Acababa de nacer el caso Sogecable, un escándalo que, además de poner de manifiesto la querencia por la «ingeniería financiera» que los Polancos tanto habían criticado en Conde y otros notorios personajes de la época dorada del felipismo, iba a dejar en evidencia el frágil y corrupto andamiaje en que hasta entonces se había movido la Audiencia Nacional en particular y la Justicia española en general, y ello por la importancia de los querellados, sin duda el grupo de presión más poderoso crecido al calor de los favores de los gobiernos de Felipe González.
El 25 de febrero, el diario ABC, bajo el título de «Campmany denuncia a Polanco», escribía: «Ante el anuncio hecho por la empresa Sogecable, propietaria de Canal Plus, de su intención de presentar una demanda contra la revista Época por la publicación de informaciones empresariales de Sogecable, el director de esta revista, Jaime Campmany, presentó ayer una denuncia ante el Juzgado Central de Instrucción Decano de la Audiencia Nacional en la que se da cuenta de hechos relacionados con las empresas Sogecable y Canal Plus por si pudieran ser constitutivos de delito».
De la denuncia de Campmany se hizo cargo el juez Gómez de Liaño, que tres días después se personó en la sede de Sogecable para efectuar un registro y llevarse algunos contratos de abonados de Canal Plus elegidos al azar. Aquel día el diario El Mundo publicó un pequeño editorial a dos columnas, titulado «El “truco” de las dos Sogecables».
Un nuevo actor hizo entonces entrada en escena: Francisco Javier Sainz Moreno, un polémico profesor de Derecho, antiguo pasante del no menos polémico Matías Cortés, quien años atrás le había acusado de haberle robado las agendas de su despacho profesional. Sainz Moreno, en el ejercicio de la acción popular, presentó el 27 de febrero querella criminal por apropiación indebida, delito societario de falsedad y estafa contra los veinte consejeros de Sogecable y el auditor José Antonio Rodríguez Gil, quien, en nombre de Arthur Andersen, había revisado las cuentas de Sogecable y de Canal Plus desde 1990.
El 28 de febrero, Gómez de Liaño admitió a trámite la querella de Sainz Moreno. El auto judicial prohibía salir de España, sin permiso del juez, al presidente de Sogecable, Jesús Polanco, al consejero delegado, Juan Luis Cebrián, al secretario general, José María Aranaz y al auditor Rodríguez Gil.
Polanco, tan sorprendido como indignado por el brusco giro de los acontecimientos, no dudó en achacar su situación judicial al tour de force que mantenía con el Gobierno de José María Aznar. Eran los efectos del maremoto provocado por el famoso «pacto de Nochebuena». La línea argumental de Prisa, difundida urbi et orbi por la poderosa armada mediática del Grupo y sus filiales dentro y fuera de España, estaba clara: el Gobierno, además de legislar contra la plataforma de televisión digital de Prisa, había decidido jugar fuerte abriendo un frente judicial. «Te quieren meter en la cárcel, Jesús», le asustaba Cebrián. Aznar era, al final de la cadena, el responsable último de la querella interpuesta por Sainz Moreno, un hombre de paja, como el propio juez, Jaime Campmany y todos los demás.
Para Polanco y los suyos se trataba de una arbitrariedad política sin precedentes. «Todo un Gobierno fascistizado, mussolinista, franquista, lanza su peso contra un empresa que emite información y opinión», escribía Haro Tecglen. En un editorial titulado «Un peldaño más», El País relacionaba la querella interpuesta contra Sogecable con una «operación del Gobierno».
* * *
En la mañana en la que los querellados debían acudir al juzgado —en compañía de Horacio Oliva, el afectado «Dr. H. Oliva», letrado designado por Sogecable así como por Polanco y Cebrián— a recibir la querella y ser instruidos en sus derechos, ocurrió algo que Gómez de Liaño tardaría en valorar adecuadamente: el también abogado Antonio González Cuéllar se presentó en su despacho para saludarle y quizá algo más. González Cuéllar, ex fiscal, había trabajado durante años en el despacho profesional de Mariano Gómez de Liaño, hermano del juez, y había sido además, hasta finales de enero de 1996, abogado de Mario Conde en el caso Argentia Trust y en el caso Banesto.
Al juez le sorprendió aquella visita, a pesar de tratarse de un hombre con el que había mantenido una relación de cordialidad.
—Es únicamente para comentarte que Polanco y Cebrián me acaban de encomendar su defensa.
—Pues encantado, Antonio, porque las cosas salen mucho mejor cuando funciona la relación humana. Contaré contigo.
—Muy agradecido. Quiero que sepas que les he puesto una sola condición.
—No me tienes que contar nada, Antonio.
—Sí, sí. Les he puesto como condición que en el momento en el que el diario El País o algún medio de comunicación del grupo se meta contigo desde un punto de vista estrictamente personal, no desde la perspectiva de tu actuación judicial… claro, porque entonces…
—Claro, claro…
—Bueno, pues que si se meten contigo a nivel personal yo dejaré la defensa.
Gómez de Liaño valoró aquellas palabras como un gesto de amistad y de hombría. ¡Qué lejos estaba de imaginar que el abogado había actuado como mensajero de toda la cicuta que, en adelante, Polanco y su grupo iban a hacer tragar al juez!
Por recomendación de Clemente Auger, Cuéllar había sido fichado a cuenta de la estrecha relación que había mantenido en el pasado próximo con Mariano Gómez de Liaño y con el propio Javier. Era la segunda maniobra que, en el plazo de muy pocos días, Jesús Polanco ponía en marcha para interferir en el normal desarrollo del proceso.
El 1 de marzo, El País daba cuenta a cinco columnas de la repentina desgracia que afligía a su propietario. Jesús Polanco, Juan Luis Cebrián y Matías Cortés, gestos crispados, sonrisas de hiena, aparecían retratados en primera entrando en la Audiencia Nacional y rodeados de una nube de periodistas.
Ese mismo día, El Mundo se preguntaba: «¿Dónde están los depósitos de Canal Plus?». En el último párrafo de un editorial dedicado al asunto se señalaba que «Polanco, Cebrián y el resto de los administradores de Canal Plus/Sogecable deben explicar dónde han estado y dónde están los 23.000 millones de pesetas que ellos tenían la obligación de custodiar. No vale decir que a los abonados que lo han solicitado se les ha devuelto el dinero. Faltaría más. Aquí estamos hablando de otra cosa que el Código Penal tipifica en su artículo 252 como apropiación indebida».
Un escándalo monumental. Desde México, el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, pedía prudencia, porque se trataba de «un tema muy delicado». Y tanto. Si el caso Ibercorp supuso la quiebra de la llamada «biutiful pipol», verdadera columna vertebral económica del felipismo como gestora de la Economía y del Banco de España, ahora hacía aguas su columna vertebral ideológica, el señor Polanco y su grupo, los representantes de todo lo que había en este país de lo supuestamente progre y moderno.
El tornado de la corrupción felipista no había dejado supervivientes. Ni siquiera Polanco. Y con él estaba lo más granado del capitalismo patrio, algunas grandes fortunas, caso de los March, que por miedo a eventuales medidas nacionalizadoras se habían arrimado al cántabro en 1982. Con él estaba también buena parte de la banca, los Ybarra y los Botín. En definitiva, al lado de Polanco se sentaban todos aquellos que creían contar o significar algo en España. Pues bien, todo estaba contaminado por la corrupción y las malas prácticas financieras. El felipismo se había hundido con todos sus tripulantes dentro.
Resulta que, después de pretender lavar la cara de los gobiernos González criminalizando con saña a su antiguo amigo Mario Conde como único responsable de la llamada «cultura del pelotazo», se demostraba que también Jesús Polanco se había convertido en un mago de la «ingeniería financiera», reo de idénticos pecados.
La España culta y urbana no enfangada con el felipismo se preguntaba, incrédula, si aquello era posible. Era la misma pregunta que en el mes de enero se había formulado el propio Gerardo Ortega, «porque cuando yo vi aquello me dije ¡no puede ser! Yo no podía imaginar que unos señores tan serios pudieran quitar esos pasivos del balance, de modo que muchos colegas economistas me preguntaban, pero ¿en qué asiento los han puesto? ¡En ninguno, coño, que lo que ha pasado aquí es que han cogido la goma de borrar y los han hecho desaparecer, de modo que no es que los hayan quitado, es que los han borrado!…».
* * *
El juez iba a saber enseguida con quién se estaba jugando los cuartos. El 3 de marzo, Javier Pradera le dedicó una columna titulada «Escalones y prevaricadores», en la que le llamaba prevaricador sin eufemismos de ningún tipo. Por primera vez el juez se dirigió al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) para denunciar «el preludio de una campaña contra la independencia judicial». «Liaño teme una campaña contra su independencia por el caso Sogecable», decía una información aparecida en El Mundo el 6 de marzo.
Pero el mayor enemigo lo tenía el juez en casa, es decir, en la propia Audiencia Nacional. Su presidente, Clemente Auger, es un hombre criado a los pechos de Jesús Polanco, un incondicional de Prisa que presume de inspirar la línea editorial de El País en cuestiones judiciales y que no necesita que nadie le dé órdenes porque sabe de sobra lo que hay que hacer cuando los intereses del grupo están en juego. Clemente es miembro habitual de la tertulia que los sábados a mediodía tiene lugar en el restaurante El Frontón de Madrid, en la calle Pedro Muguruza, donde oficia como gran maestre su íntimo amigo, el ilustre Javier Pradera. Y a través del cordón umbilical de Clemente, Javier ha mantenido siempre un estrecho mareaje sobre el sistema judicial español, en general, y sobre la Audiencia Nacional, en particular, cuidando a aquellos jueces y magistrados amigos y zahiriendo a los «enemigos».
Clemente Auger lleva con tal desenfado su condición de «colega» que, en el momento más duro de la refriega del caso Sogecable, no tuvo empacho en presentarse, bellamente ataviado de smoking, comme il faut, en la sede de la Real Academia Española de la Lengua con motivo de la lectura del discurso de ingreso de Juan Luis Cebrián, otro copain, como nuevo académico de la institución. Hacerse presente y dejarse fotografiar generosamente al lado de su amigo.
No es extraño, por tanto, que por los pasillos de la Audiencia Nacional comenzara pronto a correr desatado el rumor de que el presidente de la Sala de lo Penal, Siró García, y el propio presidente, Auger, estaban maniobrando sin descanso.
Muy pronto el juez se percató de que las defensas recurrían todas las iniciativas del juzgado, primero en reforma y después en queja ante la Sala. Uno de tales recursos, que llamó poderosamente la atención, intentaba sacar la competencia de la Audiencia Nacional, argumentando que no se trataba de un «delito» de apropiación indebida por importe de casi 23.000 millones de pesetas, sino de 1.500.000 «faltas» (tantas como abonados), a razón de 15.000 pesetas por falta, en cuyo caso la competencia debía pasar a la plaza de Castilla. Con ello estaban reconociendo implícitamente que algo habían hecho mal.
Todo hubiera sido soportable de no ser por la abierta obstrucción de la Fiscalía. En efecto, el fiscal general del Estado, Ortiz Úrculo, comenzó a presionar al fiscal del caso, Ignacio Gordillo, ordenándole que le mantuviera puntualmente informado de cualquier resolución que se adoptara. Más aún: la secretaría técnica —órgano asesor de la Fiscalía— empezó a realizar informes paralelos a la instrucción, al tiempo que, por boca del propio jefe de esa secretaría, Eduardo Torres Dulce, trataba de convencer a Gordillo de la ausencia de delito. Estaba claro que Polanco había puesto ya a su gente a trabajar con denuedo en favor del sobreseimiento y el archivo de las actuaciones.
Sobre la mesa había una acción penal, promovida por una querella, que no se podía investigar bajo el argumento, automático, reiterativo, de que no había delito. Y al juez no le permitían saber si realmente lo había o no. No se podía investigar, no se podía tomar declaración, no se podía practicar una sola diligencia. Y en cuanto el instructor hacía un solo movimiento, crujían las bóvedas del templo judicial.
Para intimidar al juez y lograr el archivo de las actuaciones, el grupo Polanco montó una campaña de agit-prop que muy bien podría estudiarse en el futuro en las facultades de Ciencias de la Información como ejemplo de manipulación de la realidad. Empezó, como es natural, por la propia redacción de El País, llamada el 4 de marzo a mostrar su repulsa por «la campaña del Gobierno y sectores afines contra Prisa», y siguió con la demanda de solidaridad de los socios de Canal Plus y Sogecable.
«Polanco y Cebrián pretenden que todos sus socios se impliquen en su arriesgada estrategia de enfrentarse al Gobierno del presidente Aznar y de ir por la vía de insinuaciones malintencionadas contra el juez Gómez de Liaño», aseguraba Pablo Sebastián en su columna de El Mundo.
En el sagrado empeño de rescatar al jefe sano y salvo de las garras de Liaño, todo aquel que tuviera una cuenta pendiente con Polanco, le debiera algún favor o, sencillamente, apacentara en su prao, fuera clérigo o seglar, civil o militar, letrado o indocto, filósofo o titiritero, todos, desde la Asociación de Editores de Diarios Españoles (AEDE) hasta el presidente de la Asociación Española de Banca (AEB), deberían aparecer en el proscenio para escenificar su apoyo y dejar constancia de su simpatía hacia el gran hombre capaz de cambiar vidas y haciendas.
La gran traca, sin embargo, se estaba cocinando fuera de nuestras fronteras y no llegó a nuestras costas hasta el 20 de marzo, día en que la primera de El País dejó sin aliento a los españoles ante tamaña exhibición de poder: «García Márquez, Bobbio, Eco, Mailer, Fuentes y Sontag se solidarizan con el Grupo Prisa. Directores de medios de Europa y América denuncian una campaña de acoso».
Días después, un tal «Parlamento Internacional de Escritores» hacían lo propio. La gran mentira había traspasado ya las fronteras. Porque la «campaña de acoso» no tenía nada que ver con un supuesto delito contra la libertad de expresión. Polanco, Cebrián et altri no estaban en los tribunales por algo que hubieran dicho o escrito, sino por algo que habían hecho.
«Cuentan que don Jesús de Polanco quiere hacer un alarde de su poder que deje temblando al Gobierno y sorprenda en el extranjero», escribía Jiménez Losantos en su columna de ABC. Para El Mundo, la iniciativa «lleva oculta una carga de profundidad contra el juez Gómez de Liaño, al que se pretende coaccionar».
La soberbia de Polanco y su edecán, Cebrián, llegaba al punto de pretender instrumentalizar la asamblea del Instituto Internacional de Prensa (IPI) que el 24 de marzo se inauguró en Granada y convertirla en un plebiscito en favor de Prisa y en contra del Gobierno popular. El propio Aznar se vio obligado en el acto de clausura de la asamblea a salir a escena para denunciar «el privilegio legal concedido a los grupos más afectos al poder».
* * *
Ante tal avalancha de presiones, los más conspicuos conocedores de los vericuetos de la Justicia española, en general, y de la Audiencia Nacional, en particular, hacían sus quinielas tratando de acertar cuánto tiempo duraría Gómez de Liaño al frente del caso Sogecable. ¿Lograría completar la instrucción del sumario? Sólo los románticos acertaban a responder que sí.
Por si sus dificultades fueran pocas, el propio juez, en un ejercicio de torpeza difícil de igualar, iba a dar nuevas bazas a la estrategia de los Polancos al no autorizar al editor, el 4 de abril, viajar al extranjero para ser investido doctor honoris causa por una universidad norteamericana.
La respuesta del grupo Prisa no se hizo esperar. «Nos encontramos ante una formidable ofensiva del poder contra un grupo de comunicación independiente y no dispuesto a doblegarse a sus caprichos —aseguraba el editorial de El País del día siguiente—. La crispación que viene sufriendo España amenaza seriamente la normalidad de la convivencia entre los ciudadanos. La seguridad jurídica está en entredicho; el Estado de derecho, amenazado; la libertad de expresión y la de empresa, en peligro». El Grupo Prisa perdía así cualquier atisbo de objetividad. El líder de IU, Julio Anguita, lo definió como «falta de deontología, manipulación y subordinación de la información a los intereses económicos».
Lo más llamativo del caso es que Gómez de Liaño no «prohibía» a Polanco viajar a los Estados Unidos. «Aquello fue malinterpretado. Lo único que se decía en el auto es que, como se trataba de un imputado y tenía que estar a disposición permanente del Juzgado, cuando fuera a salir tenía que pedir autorización. Es lo que se hace siempre con todos los ciudadanos de este país». Desde que el mundo es mundo, quien tiene el poder de comunicar tiene también el de manipular y cambiar el curso de la Historia.
El fiscal Gordillo, atado de pies y manos por orden de Úrculo, se vio obligado a recurrir, por «desproporcionada», la medida que prohibía viajar a Polanco.
Hubiera o no «prohibición», la iniciativa del juez instructor resultaba tan innecesaria (nadie imaginaba al santanderino saliendo de España para no volver) como contraproducente para él y para el propio caso Sogecable. Aquel día, Javier Gómez de Liaño firmó su sentencia de muerte. Sus espaldas, aunque anchas, eran poca cosa para resistir los embates del grupo de presión más importante del país. Aquello era más de lo que la soberbia de Polanco estaba dispuesta a permitir.
El plan de laminación del juez se puso en marcha. Consistió, en una primera fase, en desacreditarlo a conciencia. Para ello utilizaron a la Sala, que sistemáticamente rechazaba los autos del juez con publicidad y alevosía, autos todos, además de muy bien escritos, perfectamente razonados, medidos y realizados a petición del fiscal, los cuales eran jaleados al día siguiente en la primera de El País: «Segundo varapalo al juez Liaño…», «Cuarto varapalo al juez Liaño…». Una fiesta, una orgía a la que se sumaban gozosos la SER y otros medios satelizados por Prisa, tal que Diario 16, La Vanguardia o El Periódico de Catalunya.
Y por si esto fuera poco, decidieron emprenderla contra la compañera sentimental del instructor, la fiscal María Dolores Márquez de Prado, a través de una campaña de vejaciones (era «la barragana» del juez, decían) como no se ha visto otra igual, campaña que no consiguió levantar una sola protesta entre esa progresía femenina «oficial» que abreva en aguas de Prisa. Había que echar a Márquez de Prado de la Audiencia Nacional para evitar el evidente influjo que su carácter abierto y resuelto ejercía sobre el resto de fiscales, y cualquier cosa era buena con tal de lograrlo y dañar al tiempo la confianza del juez que se había atrevido a importunar a Polanco.
* * *
El 7 de abril, el juez realizó las primeras citaciones para tomar declaración a los imputados. Gómez de Liaño había perdido en este primer tramo del caso un tiempo precioso, dando oportunidad a la poderosa armada polanquil para, repuesta de su sorpresa inicial, organizarse y poner en funcionamiento toda su potencia intimidatoria. De acuerdo con la tesis que ha circulado por la Audiencia, Liaño perdió la guerra por premioso. ¿Qué tendría que haber hecho? Haber acelerado al máximo la instrucción del sumario, con la adopción de las medidas cautelares oportunas, colocando a los imputados lo antes posible ante el juicio oral.
Uno de los que más fogosamente se declaraba partidario de la política de hechos consumados era Baltasar Garzón. El famoso juez irrumpió una mañana en el despacho de la fiscal Márquez de Prado y, en presencia de Ignacio Gordillo, se lanzó a tumba abierta:
—Si este caso me hubiera correspondido a mí, Cebrián y Polanco ya estaban en la cárcel. Lo que pasa es que este Javier, aparte de lento, es un acojonado…
Garzón ya había dado cumplidas muestras de su carácter belicoso. Unos días después de estallar el caso Sogecable, Luis María Ansón había invitado a cenar en su señorial despacho de ABC a Antonio García-Trevijano, Baltasar Garzón, Joaquín Navarro y Jesús Neira.
El director de ABC, una salsa inevitablemente presente en todo guiso español que se precie, quería pulsar la opinión de sus invitados sobre la trascendencia penal de las prácticas de Canal Plus con el dinero de sus abonados, y no habían servido el primer plato cuando Garzón ya se había manifestado rotundo:
—Eso es un delito de apropiación indebida como la copa de un pino. —Y antes de que el resto de los comensales hubiera expresado opinión añadió dirigiéndose a Neira—: Jesús, ésta es la ocasión de poner una querella contra esta gentuza que los deje tiesos…
Pero Liaño, respetuoso con el Derecho, prefirió ir piano piano. Preocupado por no cometer un solo error, se lo tomó con la debida calma, ponderando cada una de sus decisiones, estudiando a fondo cada uno de los autos que salían de su pluma y tratando de asesorarse con los dictámenes de una serie de expertos contables que resultaron, además de lentos, profesionalmente mediocres.
En definitiva, permitió que los Polancos pudieran poner en marcha toda su inmensa maquinaria de poder, con todo tipo de trucos y maniobras, algunos de una simpleza casi infantil. Porque, conforme iba avanzando la instrucción, se iba viendo con mayor claridad que gente tan poderosa no estaba dispuesta a someterse al juez predeterminado por la ley. Querían a otro juez.
Clemente Auger, que ya había intentado que Gómez de Liaño dejara el asunto en las manos más dúctiles de García-Castellón, volvió de nuevo a la carga, pero esta vez a través de un Baltasar Garzón que ya había cambiado de bando, aunque Liaño aún no lo sabía.
Una mañana de primeros de mayo, el polémico juez entró en el despacho de Gómez de Liaño para plantearle que, puesto que se encontraba tan estresado, dejara la causa en sus manos, de modo que pudiera tomarse unos días de vacaciones, los que necesitara, para recuperarse, porque él se encargará de tomar declaración a Polanco y Cebrián. El instructor, entre perplejo y airado, respondió con la falta de cintura que le caracteriza:
—Ni estoy enfermo ni estresado, y no sé a cuento de qué viene este ofrecimiento. No sé por dónde vas, pero si lo que quieres decirme es que Clemente Auger quiere que seas tú el instructor, te diré que no me extraña en absoluto. Dile a Clemente que me llame y me lo pida él, que dé la cara, pero adviértele que voy a grabarle lo que me diga.
El 30 de abril, el juez Liaño cita finalmente a declarar a Jesús Polanco y a Juan Luis Cebrián. Seis días después comparece ante él Carlos March, quien reconoce que Canal Plus utilizó el dinero de los abonados para su actividad. El juez le prohíbe salir de España y le obliga a presentarse cada quince días. Las mismas medidas adopta contra Leopoldo Rodés, elegante miembro de la «biuti» y dilecto numerario de esa «corte» que rodea al emperador Polanco. Tanto March como Rodés son representantes de la Corporación Financiera Alba (Grupo March) en el Consejo de Administración de Sogecable.
La situación del nieto del famoso contrabandista, fiel amigo y ferviente defensor de Jesús Polanco, es especialmente llamativa, convertido en parábola de cómo los grandes apellidos y las mayores fortunas españolas se han transformado en gregarios de lujo del único poder fáctico español de este final de siglo: Jesús Polanco.
Para el pueblo llano era todo un espectáculo asistir en butaca de palco al desfile de una de las mayores fortunas de España por la escalera de la Audiencia Nacional. El juez, que vive con poco más de 350.000 pesetas al mes, frente al señor de las casas, los jardines, los bancos, las fincas de caza con pista de aterrizaje para avión propio…
Al día siguiente, el presidente de la AEB, José Luis Leal, ex ministro de la UCD y uno de los más reputados good for nothing de la vida española, se creyó obligado a mostrar públicamente su «preocupación» y la de la AEB por la situación del «pobre» banquero Carlos March.
Pero el instructor, puntilloso y legalista, casi un ayatollah del Derecho, comenzaba a cometer errores infantiles entrando al engaño que le tendían desde una judicatura poblada de personajes dispuestos a hacerle un favor a Polanco. «El juez considera una vejación que la Audiencia lo llame “arbitrario” —titulaba el diario El Mundo el 8 de mayo—, Gómez de Liaño eleva una queja al Consejo General del Poder Judicial por la acción de la Audiencia Nacional». Don Quijote estaba dispuesto a pelear a la vez contra todos los molinos de viento.
* * *
El juez Joaquín Navarro cree que fue a mediados de abril cuando se empezó a hablar de la posibilidad de un «querellazo» —tal era la expresión utilizada en Prisa— contra Javier Gómez de Liaño, aunque había quien se inclinaba por su recusación.
Jaime García Añoveros, ex ministro de la UCD y consejero de Prisa, invitó un día a almorzar en el restaurante Pazo de Monterrey a los jueces Baltasar Garzón y Joaquín Navarro y, sin venir a cuento, les preguntó si sería suficiente causa para recusar a Liaño el hecho de ser suscriptor de Canal Plus.
—Eso que estás diciendo es una gilipollez como un piano. Hay otras causas más serias para recusarle —aseguró muy convencido Garzón.
—Pero ¿qué tonterías estás diciendo, Baltasar?, ¿de qué causas hablas? —saltó Navarro, convencido aún de que Garzón y Liaño eran los íntimos amigos que siempre creyó que eran.
—Lo que oyes.
—Mira, yo no sé lo que os traéis entre manos, pero me parece inconcebible que digas eso. Y me parece, Jaime, que si el objetivo de este almuerzo es hablar mal de un amigo…
—No, no, Joaquín, ni mucho menos —interrumpió Añoveros con su innato sentido para la doblez—, lo que pasa es que estoy muy preocupado.
—Pues no sé por qué, pero a mí dejadme tranquilo, porque Javier es amigo mío y no voy a ir contra él. Y si estás hablándome en nombre del señor Polanco, dímelo porque inmediatamente salgo por esa puerta.
—¡Que no, que no, que yo te hablo como amigo!
En aquel almuerzo, Garzón, que tan beligerante contra Polanco se había mostrado semanas atrás, ya dejó claro que su corazoncito estaba al lado del poderoso:
—Me consta que se están produciendo algunas reuniones con el objetivo de prolongar artificialmente la instrucción…
—No, Baltasar, la instrucción se está prolongando artificialmente por un rosario de recursos que van más allá del ejercicio del propio derecho, hasta convertirse en abuso de derecho y fraude de ley. Es exactamente al revés.
—Ya veremos. Ya veremos. Porque tu amigo está enloqueciendo, es un visionario, un loco peligroso.
Joaquín Navarro salió de aquel almuerzo convencido de que, una vez más en su vida y sin explicación previa, Baltasar Garzón había cambiado de acera o estaba a punto de hacerlo. Salió también convencido de que, si podían, los Polancos estaban dispuestos a matar al juez.
Pocos días después, el juez Navarro pudo confirmar sus peores presagios sobre Garzón. Dispuesto a lo que fuera menester con tal de disipar los recelos existentes entre ambos jueces de la Audiencia Nacional, alentó la celebración de una cena a la que pensaban asistir Gómez de Liaño y su entonces novia, María Dolores Márquez de Prado.
—Es que yo no sé si debería ir a esa cena —respondió con frialdad Garzón.
—¿Por qué?
—Hombre, porque, en el supuesto de que se planteara una recusación contra Javier, tendría que ser yo el que la resolviera.
—Baltasar, hijo, me dejas de piedra, porque Javier ha resuelto recusaciones interpuestas contra ti por los acusados del GAL y eso no le impidió almorzar y cenar contigo millones de veces… ¿Tú crees que ésa es razón para que te prives de cenar con unos amigos?
—Pues no sé. Mira, hagamos una cosa: si puedo, voy, porque tampoco sé si voy a poder librarme de algunos compromisos.
Joaquín Navarro sabía que Garzón no haría acto de presencia. La cena fue una reunión de amigos en la que apenas hubo referencia alguna al caso Sogecable. Fue el propio juez quien, de pasada, se refirió al asunto:
—Están recurriendo en cadena. Esto es la leche. Me recurren hasta el aliento…
—Ten cuidado, Javier —le advirtió Navarro—, que esta gente está planteando la posibilidad de un «querellazo». Así lo llaman ellos: «querellazo».
* * *
El 12 de mayo, los peritos dictaminaron que Canal Plus había repartido dividendos con los depósitos de los abonados. El instructor comenzó a ver indicios de apropiación indebida, delito societario y estafa.
El consejero delegado de Sogecable (nueva denominación de la Sociedad de Televisión Canal Plus S.A.), Juan Luis Cebrián, directo responsable de cualquier supuesto delito que hubiera podido cometerse en la sociedad, estaba citado a declarar el 19 del mismo mes. Y allí ardió Troya.
Todos los centros de poder se movieron en la tarde del 18. Con el auto del juez en la mano, los Polancos y sus mesnadas de abogados creían que al día siguiente Cebrián tendría que ir a declarar con el pijama y los útiles de aseo bajo el brazo, porque estaban convencidos de que desde la Audiencia Nacional iba a viajar directamente a la prisión de Alcalá-Meco.
Al atardecer, Jesús Polanco llamó al presidente Aznar a su despacho de Moncloa. Su grito, más que ruego, era simple: ¡que meten a Juan Luis en la cárcel!… Y meter a Juan Luis en la cárcel significaba meter a Polanco y todo lo que Polanco había representado en la Historia de España en los últimos veinte años.
Casi a la misma hora, el presidente había recibido una llamada aún más importante. Su Majestad el Rey, muy preocupado, también se interesaba vivamente por la suerte del periodista. Había que hacer algo. Gracias a su patronazgo sobre Manolo Prado y Colón de Carvajal, Polanco era un hombre que, además de poder, poseía la mejor información sobre la gente más importante del país. No se podía correr el riesgo de colocarlo entre la espada y la pared.
Aquella tarde, el presidente parlamentó varias veces con su vicepresidente primero, Francisco Álvarez Cascos, a quien cursó las instrucciones oportunas. Aquello no se podía «ir de las manos». Había que llamar al fiscal general del Estado y ordenarle que tomara las medidas necesarias para impedirlo.
En el interminable atardecer de un miércoles de junio, al despacho de Álvarez Cascos había acudido un conocido empresario y su jefe de gabinete dispuesto a plantearle al político un problema surgido en torno a una importante inversión en el extranjero. El sujeto en cuestión, sin embargo, parecía cabreado y alarmado por una incidencia previa.
—¿Qué te pasa? —quiso saber el vicepresidente.
—Que me acabo de enterar que mañana publica El País que soy socio de mi hermano en una empresa de mierda y me van a joder, ¡coño!, ya lo verás…
—Pues yo que tú llamaba a Polanco y se lo decía.
—¡Sí, como que se me va a poner!
—Claro que se te pone.
—¿Tú crees?
—Yo te digo que si tú le llamas esta tarde, no tarda ni medio minuto en ponerse…
Dicho y hecho. Allí mismo tiró de móvil y, con cierta aprensión, llamó a don Jesús. Una secretaria preguntó al otro lado del hilo «¿quién llama, por favor?», el afectado respondió y en menos de treinta segundos Polanco estaba al aparato. El empresario comenzó a explicar su problema con la sintaxis atosigada por los nervios, su problema con El País, aquello no era verdad y además era una tontería y, de repente, calla, y calla, y calla, porque parece que quien está hablando largo y tendido es Jesús Polanco…
Así era. Álvarez Cascos, sentado al lado del jefe de gabinete, riendo en silencio viendo la cara descompuesta del empresario, y en un momento dado, moviendo el pulgar aceleradamente hacia atrás con el característico gesto de quien descubre una jugarreta, musita entre risas contenidas al oído del tercero en discordia:
—Ahora. Ahora es cuando le va a decir que más problemas tiene él, porque mañana meten a Juan Luis en la cárcel…
El empresario colgó y, ante la expectación contenida de sus interlocutores, musitó con cara de asombro:
—¡Me ha dicho que mañana meten a Cebrián en la cárcel!
—¿Lo ves?, ¿lo ves?… —reía Cascos.
Álvarez Cascos hizo su trabajo llamando, además de al fiscal general del Estado, a la propia ministra de Justicia, Margarita Mariscal, para ordenarle que parara ese asunto y dispusiera lo necesario para que no se tocara a la mano derecha de Jesús Polanco. Como el editor y su entorno no han dejado de predicar que Aznar y su Gobierno quisieron meterlos en la cárcel, hay que concluir que fue el Rey quien les salvó del trance y es al Rey a quien agradecen el favor.
A primera hora de la mañana de aquel 13 de mayo de 1997 ya se sabía que Cebrián no iría a declarar, de momento. El juez, pretextando las coacciones ambientales, incluidas las declaraciones del inevitable Rubalcaba, había acordado suspender la comparecencia y pedir el amparo del CGPJ. El portavoz del PSOE, adalid de la causa polanquil, había amenazado con revelar «toda la trama del caso Sogecable» si al juez se le ocurría adoptar medidas privativas de libertad contra una persona tan honorable como Cebrián.
«Ni en las peores épocas de la dictadura franquista asistí a un caso tan grave de interferencia sobre el poder judicial», aseguraba un prestigioso catedrático de Derecho que desea el anonimato. Aquello parecía puro golpismo judicial. ¿Dónde quedaba la separación de poderes que distingue a todo Estado de Derecho?
* * *
La Fiscalía General del Estado reaccionó a la tormenta política de la tarde/noche anterior como era de prever: plegándose a las exigencias del poder político. En la mañana del miércoles 14 de mayo, vísperas del puente de San Isidro, una orden arribó al despacho del fiscal jefe de la Audiencia Nacional. Eduardo Fungairiño llamó a María Dolores Márquez de Prado:
—¡Asómbrate: mira lo que acabo de recibir!
Se trataba de un escrito mediante el cual Ortiz Úrculo, ya cesado desde el Consejo de Ministros del viernes anterior, ordenaba a la Fiscalía de la Audiencia Nacional y a su fiscal jefe que no se adoptara ninguna medida cautelar contra Jesús Polanco ni contra ninguno de los querellados de Sogecable, con mandato expreso de que si el juez, en contra del criterio del fiscal, llegara a adoptarla, el fiscal la recurriera. Naturalmente, la Fiscalía debía tener al tanto al fiscal general de cualquier novedad que se produjera en el caso.
Fue ésta una iniciativa de enorme importancia, porque dejó al fiscal del caso, Ignacio Gordillo, atado de pies y manos, sin poder tomar ninguna medida, amordazado por una situación que se fue haciendo más y más abracadabrante conforme avanzaba la instrucción.
La sorpresa mayor, con todo, estaba por llegar, y lo hizo con el nombramiento de Jesús Cardenal como nuevo fiscal general del Estado. La Fiscalía de la Audiencia le pidió enseguida que revisara la orden que Úrculo había dejado por herencia.
—Esta situación no se puede mantener por más tiempo. Con esa orden estamos todos maniatados. ¿Qué hacemos?
—Dejarlo como está —respondió Cardenal.
Fue una de las interferencias más claras sufridas por la Justicia desde la llegada de la democracia. El poder Ejecutivo, a través del Ministerio Fiscal, tiene controlada la acción penal, y tiene, por tanto, controlada a la propia Justicia.
El Gobierno de José María Aznar, en contra de lo que torticeramente han extendido los voceros de Polanco, no sólo no quería meter a Jesús Polanco en la cárcel, sino que hizo todo lo posible por evitarlo. Aznar creía que el tycoon hispano de la comunicación ya había recibido suficiente castigo con las medidas legislativas adoptadas en el terreno de la televisión digital y el fútbol y que, por obvias razones, no le convenía en absoluto hacer de él un mártir de la libertad de expresión.
El caso Sogecable se había convertido en una carrera de obstáculos para el juez Gómez de Liaño. Advertida por la iniciativa del fiscal general del Estado de que el Gobierno no sólo no estaba detrás del instructor respaldando sus iniciativas, como se habían hartado de pregonar los Polancos, sino que, muy al contrario, temía las consecuencias que para su imagen, especialmente a nivel internacional, pudieran derivarse del caso, la jerarquía de la Audiencia Nacional, con Clemente Auger y sus fieles magistrados a la cabeza, se iba a lanzar contra el juez como una jauría de lobos sobre un incauto cordero. Totalmente desprotegido, estaba claro que la cuerda terminaría rompiéndose por el lado más débil.
El instrumento para dinamitar el caso iba a ser la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que preside Siró García, que el 13 de mayo revocó, por «innecesario», el auto de Gómez de Liaño por el que se declaraban secretas las actuaciones contenidas en el sumario.
Hay que advertir que la primera providencia que suele adoptar todo juez que se topa con un supuesto delito económico es intervenir contabilidades y decretar el secreto del procedimiento. Fue lo que hizo el juez Manuel García-Castellón en el caso Banesto, y a esa misma Sala le bastaron un par de líneas de fundamentación jurídica salidas de la modesta pluma de ese juez para ratificar tal decisión. Y el secreto del sumario del caso Banesto estuvo en vigor durante mucho tiempo, tanto que a las partes imputadas ni siquiera se les notificó la querella. ¿Por qué cambió radicalmente de criterio la Sección Segunda en este caso?
Lo cierto es que lo que se hace normalmente en cualquier tribunal de justicia no se pudo hacer con Sogecable, porque rápidamente era tachado de «barbaridad» por la propia autoridad judicial. Excepción tras excepción, con Polanco no valía ni el secreto del sumario, ni la solicitud de autorización de salir del territorio nacional, ni la petición de la contabilidad, ni el listado de abonados… En el caso Sogecable se produjo una verdadera fractura del principio de igualdad ante la ley.
Pero «Lancelot» Liaño, ayuno de toda prudencia, en lugar de callar y no provocar a la fiera dictó una resolución, «en el ejercicio de mi independencia», calificando de «vejatorios» para su persona los autos de la Sala y de «insólito» el último de ellos ordenando el levantamiento del secreto sumarial, en la medida en que dejaba sin efecto una cautela de gran importancia para la protección de las investigaciones, instada además por el fiscal. Pocas veces un adjetivo ha podido causar tantos disgustos a un hombre.
Porque Liaño no se paró ahí, no. Unos días después efectuó un triunfal ritorno volviendo a decretar el secreto del sumario, respondiendo a una petición de la Policía Judicial para proteger las investigaciones. Aunque razones no le faltaban, la iniciativa del instructor fue considerada por los Siró y demás familia como un inadmisible desafío. Hasta el punto de que el 16 de mayo, García, presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, remitió un escrito de queja al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) contra la actitud del juez Javier Gómez de Liaño en el caso Sogecable y pidió la apertura de un expediente disciplinario contra él a cuenta del calificativo de «insólito», algo que, en opinión de Auger, «no se podía consentir».
En la costa del CGPJ, el instructor del caso Sogecable iba a encontrar aún más piratas que en la propia Audiencia Nacional. En efecto, algunos de sus vocales (caso de Javier Moscoso, Bruno Otero y Jacobo López Barja), predicadores de la doctrina del «ahí no hay nada» en lugar de proteger la independencia del juez para permitirle concluir el sumario, eran partidarios de acabar con él instando su suspensión. De hecho, el CGPJ nombró un instructor para el expediente, el señor Jiménez Villarejo, que, cuando llegó el momento de resolver, pasó por encima del propio Ministerio Fiscal, que había solicitado una sanción leve, y pidió la sanción máxima como falta de respeto al tribunal. Por si no quieres caldo, Villarejo, otro reconocido hooligan del felipismo, denunció, sin el apoyo del fiscal, a Gómez de Liaño por un posible delito de prevaricación.
La patada en el culo del CGPJ se la llevó, como era de prever, Javier Gómez de Liaño. «Involuntariamente —escribía un editorial de El Mundo del 23 de mayo—, el Consejo ha puesto más munición en poder de quienes desean deslegitimar al magistrado. Primero se arrogaron el papel de ser juez y parte de la cuestión y ahora pretenden convertir el caso Sogecable en el caso Liaño». Unas palabras premonitorias. El caso Sogecable se iba a convertir paulatinamente en el caso Liaño. Polanco se sentía ya totalmente arropado tanto en la judicatura como en el Parlamento, a través del PSOE. Su poder era tan grande, daba de comer a tanta gente que incluso había hecho miembro de la Real Academia Española a su mano derecha, Juan Luis Cebrián, quien el 19 de mayo leía su discurso de ingreso y se fotografiaba al lado de sus amigos Felipe González y Clemente Auger.
La campaña de desprestigio contra el juez, afectando incluso a la esfera de su vida privada, estaba en todo su apogeo. «La Audiencia Nacional iniciará hoy una inspección del juzgado de Liaño», anunciaba con deleite El País.
El 30 de mayo del 97 se conoció por fin el contenido del informe solicitado por el juez instructor a los peritos de Hacienda Ignacio Ucelay y José Manuel Ríos. Su publicación en la prensa era, sin embargo, materia para especialistas en hermenéutica.
«Las cuentas de Canal Plus no reflejan la “imagen fiel” de la empresa, según el informe elaborado por dos peritos de Hacienda y entregado al juez Gómez de Liaño —decía El Mundo, que añadía—: Aunque aumentó beneficios a costa de Sogecable, repartió dividendos legalmente». El mismo día, sin embargo, El País vendía la noticia de esta forma: «Los peritos informan al juez que Canal Plus distribuyó sus dividendos de forma legal». Subtitular: «El reparto no se hizo “con cargo a los depósitos”, sino “con los beneficios obtenidos”».
He aquí un ejemplo de cómo una misma noticia puede interpretarse de forma totalmente distinta —si no contraria— en dos medios de comunicación diferentes. Lo relevante del informe de unos expertos fiscales, que no en Derecho, era esa conclusión en torno al no respeto de la «imagen fiel», lo que venía a confirmar que, por lo menos, en la Sociedad de Televisión Canal Plus se había cometido delito societario.
El informe de los peritos iba a publicitar el alejamiento definitivo de Baltasar Garzón de su otrora íntimo amigo Javier Gómez de Liaño. En efecto, el juzgado de Garzón, víctima de un enfermizo afán de notoriedad, aprovechó una baja por enfermedad de Liaño para filtrar el informe de los peritos al diario El País. Ni corto ni perezoso, «Quijote» Liaño pidió el 9 de junio al CGPJ, donde tantos amigos tenía, que investigara a su colega en relación con esa filtración. Es fácil imaginar lo que hizo el CGPJ.
* * *
El 20 de junio, casi cuatro meses después de presentada la querella, Jesús Polanco subió por fin al Gólgota de la Audiencia Nacional para ir a declarar ante el juez como un español más. Aquel mismo día, Felipe González anunciaba ante el Congreso del PSOE su renuncia a la Secretaría General del partido. Las dos grandes figuras de un régimen político que duró casi catorce años, unidos del brazo en caída libre por la pendiente de la Justicia y del tiempo.
La imagen de un Polanco entrando en la Audiencia sin corbata, el rostro compungido, con dos botones de la camisa desabrochados, resultaba patética. Era la representación de un poderoso cuya caída del limbo no había podido impedir todo su poder mediático. Un personaje rozando lo grotesco, flor de soberbia que sólo puede crecer en paisajes tan plagados de caciques y tan históricamente sedientos de democracia como el nuestro.
En la representación más suntuosa de la justicia celtibérica, Polanco llegó, sin embargo, rodeado de una legión de letrados, abogados principales, abogados accesorios, representantes de abogados y una numerosa claque de ejecutivos de las empresas del grupo dispuestos a arropar al gran jefe en tan duro trance. El presidente Bill Clinton, un hombre un poco más poderoso que Polanco, de momento, había acudido por las mismas fechas a prestar declaración ante la comisión especial del Senado de los Estados Unidos que investigaba el escándalo Lewinsky con dos abogados, dos, por toda escolta.
La rabia contenida de Polanco se expresó por boca de González: «Voy a desmontar la trama», dijo el ex presidente a cuatro columnas en El País, aludiendo a la famosa «conspiración», la palabra totémica de la sedicente progresía patria en este final de siglo.
La faena más gorda, con todo, que el juez Liaño podía hacerle a Jesús Polanco consistió en obligarle a declarar dos días consecutivos, de modo que el dueño de Prisa tuvo que volver el lunes para concluir su declaración. Ración doble. El editor y el juez compartieron, por tanto, muchas horas en una declaración muy fluida, donde no hubo el menor atisbo de provocación o de violencia por ninguna de las partes y en la que Polanco aceptó responder a las preguntas del fiscal, pero no de las acusaciones.
Como empresario, Jesús Polanco Gutiérrez causó una más que discreta impresión a los reunidos. Un hombre sin soltura dialéctica, sin vocabulario, con un manejo muy pobre de términos y conceptos económicos, que se refirió a los descodificadores como «los cacharros ésos»… Parecía claro que se trataba de alguien que había vivido en el convencimiento de que los depósitos eran dinero propio y no ajeno, y que por lo tanto se podía utilizar libremente en el normal desarrollo de la actividad empresarial sin necesidad siquiera de pagar intereses.
Alguien, que no Polanco, había realizado en Canal Plus un sencillo cálculo de posibilidades; dando por sentado que era imposible que se dieran de baja de golpe más del 20 por 100 de los abonados, habían decidido dejar en reserva ese porcentaje para atender eventuales devoluciones y disponer libremente del resto de los depósitos, ahorrándose así el coste financiero de tener que pedir prestado el dinero al banco.
Fue el abogado Manuel Murillo quien gráficamente describió el sistema durante la declaración de Polanco: «Mire usted: en vez del modelo Canal Plus Francia, donde el dinero de los abonados no se toca, el suyo ha sido el “modelo Sófico”».
El fiscal Gordillo leyó parte de las instrucciones recibidas del anterior fiscal general del Estado, Ortiz Úrculo, y ratificadas por su sucesor, Jesús Cardenal, que le impedían solicitar ninguna medida cautelar. Su situación era reveladora del destrozo que en términos jurídicos estaba causando la interferencia política en el caso: si al auditor, que ya había prestado declaración, le había pedido, como cooperador necesario, una fianza de cinco millones de pesetas, a Polanco tenía que pedirle otro tanto.
Ignacio Gordillo pidió finalmente la libertad provisional con una serie de medidas cautelares. Con este respaldo, el juez Liaño adoptó el auto el 26 de junio, en el cual se afirmaba que en Canal Plus se habían realizado «maniobras financieras presuntamente delictivas», y por el que dejó en libertad a Polanco con fianza de 200 millones de pesetas. Además debía presentarse en el juzgado los días 1 y 15 de cada mes y pedir autorización siempre que fuera a viajar al extranjero.
«Puse al señor Polanco una fianza que me pareció razonable, y ni hablar de prisión incondicional, porque en el ánimo de este juez nunca estuvo meter en la cárcel ni a Cebrián, ni a Polanco, ni a nadie. Eso es algo que no se me pasó por la cabeza y que hubiera sido un exceso».
Sin embargo, Polanco, además de vender el auto como una afrenta a su persona, intentó por todos los medios que el fiscal general del Estado ordenara a Gordillo que recurriera esa resolución.
* * *
Del auto de Gómez de Liaño del 26 de junio se derivó un movimiento clave: la recusación del juez. Fue el momento cumbre del proceso. Porque desde el 26 de junio a la fecha de la recusación —coincidiendo con el día en que Juan Luis Cebrián estaba citado a declarar— no pasaron más de once días.
El poderoso Cebrián consiente que su patrón pase por el trance de tener que ir a declarar, pero él se planta, él no irá a declarar, y plantea la recusación que, por disposición legal, determina el apartamiento del juez en cuanto es aceptada. Que Cebrián adoptara esa decisión cuando le tocaba el turno y no cuando le correspondía al teórico amo de Prisa ha alimentado todo tipo de especulaciones en torno a la verdadera estructura de poder, incluso de la propiedad, del Grupo Prisa.
Era la última bala en la recámara de los Polancos: nada parecía capaz de parar al juez Liaño, de modo que había que apartarle del caso. Ni siquiera habían servido los seis «varapalos» que le proporcionó la Sala, revocando otras tantas actuaciones del instructor y esgrimiendo criterios que quebraban la jurisprudencia que tradicionalmente había regido en los procedimientos de tipo económico. Sin embargo, a pesar de los intentos por torpedear la acción del juez y no dejarlo avanzar, el instructor seguía adelante, a contrapelo de la propia Audiencia. Por eso, no tenían más remedio que recusarle.
La recusación o la querella, el «querellazo» del que hablaba el ínclito Añoveros. Los Polancos eligen la recusación y no la querella porque la primera conseguía inmediatamente su objetivo, que no era otro que apartar a Liaño de la causa, mientras que la segunda dejaba las espadas en alto, puesto que, de entrada, podía no admitirse a trámite.
Se deciden por la recusación aduciendo razones que, de existir, existían antes de la instrucción del procedimiento, lo cual las invalidaba por pura normativa jurídico-procesal[15].
El 6 de julio, en un llamativo despliegue a dos páginas, El País daba cuenta de la iniciativa del segundo de Polanco: «La recusación explica que su enemistad hacia Cebrián se remonta a 1980 (al padre del juez, el también magistrado Mariano Gómez de Liaño) y que el interés indirecto viene determinado por la estrecha amistad y lazos familiares del juez con el grupo de periodistas demandantes y querellantes contra Sogecable. La recusación deberá ser instruida por el titular del Juzgado Central de Instrucción número 5. de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, que momentáneamente se hace cargo también de todas las diligencias practicadas en el sumario de Sogecable». Cebrián se salía con la suya y paralizaba el caso Sogecable. Era una gran victoria de la Justicia que complace al Príncipe.
El diario El Mundo, en la línea errática que caracterizó su tratamiento del caso Sogecable, escribía el 7 de julio: «Hemos dicho y reiterado que no tenemos claro que los responsables de Sogecable hayan incurrido en ningún delito perseguible por la vía penal, pero nos parece obvio que este incidente de recusación no se tiene en pie. Estamos seguros de que Baltasar Garzón lo pondrá en el sitio que le corresponde: en el archivador de su Juzgado».
¿Osaría Garzón tejer otro cesto con los mimbres que le había proporcionado Cebrián? Muy pronto se sabría, aunque en realidad había poco que los «iniciados» no supieran ya. Lejos de los arrebatos iniciales de su grito de guerra, «¡a la cárcel con ellos!», el juez Garzón hacía semanas, meses, que venía trabajando activamente en pro de Clemente Auger y su estrategia de parar el caso Sogecable como fuese.
¿Cuándo, cómo y por qué empezó Baltasar Garzón su giro copernicano en relación a Javier Gómez de Liaño? El juez Joaquín Navarro tiene algunas claves, pero no todas: la presencia de un Clemente Auger alabando constantemente a un hombre absolutamente sensible a los halagos, la relación con Jaime García Añoveros, que actúa de mensajero en este cambio de chaqueta, los celos —insuperables— ante el protagonismo que a cuenta de Sogecable le había robado Liaño…
La razón última, con todo, permanece sin explicar. El caso es que Baltasar Garzón resultó determinante en el carpetazo que poco a poco se iba vislumbrando en el caso Sogecable y, lo que es más grave, la destrucción de la carrera profesional del juez que osó investigar a Jesús Polanco y sus cuates.
* * *
Un día después de hacerse cargo del caso Sogecable y de la recusación de Gómez de Liaño, Baltasar Garzón presentó en el hotel Meliá Princesa de Madrid un libro titulado Narcos, escrito al alimón entre un periodista y el fabuloso juez, con el patrocinio de la Universidad de Valencia y la presencia, como «plus de peana», del ministro del Interior, Mayor Oreja. En el transcurso de la copa que siguió al parlamento, Baltasar se acercó al juez Joaquín Navarro.
—Ya ves la que me ha caído encima…
—Pues sí, pero, por lo que conozco del caso, lo tienes muy fácil, ¿no?
—¿Tú crees?
—Tengo bases para creerlo. Pero, Baltasar, me preocupa la pregunta que me haces.
—Joaquín, esto es muy serio.
—Naturalmente que sí, pero no entiendo de dónde vienen esas dudas.
—Bueno, ¿qué te parece si quedamos mañana a almorzar con Jesús?
—Lo que tú digas.
Quedaron en el restaurante Pazo de Monterrey, lugar habitual de los almuerzos de Garzón con García Añoveros y Antonio Navalón. A la altura del segundo plato, Baltasar realizó ante sus amigos Navarro y Neira una amplia exposición tras la que vino a concluir que él no podía limitarse al conocimiento meramente procesal de los hechos, puesto que conocía datos extraprocesales que tenía que ponderar a la hora de emitir un fallo. Joaquín Navarro le interrumpió:
—Baltasar, pero eso significa que estás incapacitado para llevar la recusación, porque si tienes conocimientos extraprocesales te conviertes en testigo, y nadie puede ser juez y testigo en un procedimiento, lo sabes de sobra.
—¿Por qué dices eso?
—Digo lo que tú estás diciendo. Y si hubiera alguna duda, la propia pasión con la que estás hablando en contra de Javier, llamándole prevaricador…
—¡Yo no le he llamado prevaricador, Joaquín, no te pases!
—Baltasar, es la tercera vez que en mi presencia llamas prevaricador a Javier, y las tres en este restaurante. Y está claro que en esas condiciones no puedes ser un juez imparcial, porque eres parte y porque entonces quien va a prevaricar aquí eres tú…
Fue como si le hubieran puesto banderillas negras. Garzón perdió los nervios y empezó a gritar, él no odiaba a Javier, «¡yo no le odio, es Javier quien me odia a mí y no acabo de entender por qué!»…
Jesús Neira trató de encontrar un aliviadero a la tensa situación y al clima de nervios que se había apoderado de Baltasar:
—No estoy de acuerdo con lo que ha dicho Joaquín: yo creo que lo que debes hacer no es abstenerte, sino resolver inmediatamente la recusación desestimándola, porque abstenerte puede producir un escándalo morrocotudo,
—Pues no voy a hacer ni una cosa ni la otra. Voy a hacer lo que me salga de las pelotas.
—Entonces, si vas a hacer lo que te salga de las pelotas, ¿para qué me has llamado? ¿Para hacer una exhibición delante de mí? —protestó airado Navarro.
—Estoy muy dolido contigo, Joaquín, quiero que lo sepas: te has puesto del lado de Javier y él es el bueno y los demás somos todos malos…
—Mira, Baltasar, te he defendido mucho más allá de lo razonable, porque no mereces esa defensa y lo estás demostrando. Y te voy a decir una cosa más: cuando a ti te recusaron los Vera, Barrionuevo y compañía, lo hicieron con más fundamento del que ahora ha utilizado Cebrián para recusar a Liaño, porque contra ti había fundamento y aparentemente muy sólido.
—¡Qué hostias estás diciendo, pero cómo puedes decir eso!
—Lo que oyes, porque tú habías estado con esta gente en Interior, y por lo tanto estuviste orgánicamente vinculado a la lucha contra ETA, GAL y compañía, manejando documentación del Ministerio sobre estos asuntos, ¿o no? Y cuando éstos plantearon tu recusación yo dije que no, que no había fundamento, ¿cómo voy a decir ahora otra cosa en el caso de Javier?…
—¡Ah! ¿Entonces me defendiste porque era amigo tuyo, sólo por eso, no porque tuviera razón?
—No señor. No he dicho eso. Si yo pensara que eres un prevaricador no habrías sido amigo mío, mi querido Baltasar. Yo no soy amigo de un juez prevaricador, ¡joder!, ¿qué te has creído?
—¡Me has engañado todos estos años, eres una mierda, una mierda!… —ante la sorpresa general, Garzón comenzó a dar puñetazos encima de la mesa.
—Mira, Baltasar —amenazó Navarro con los nervios a flor de piel—, como sigas por ese camino me pongo de pie y me doy de hostias contigo. Eres un grosero, y no te consiento que digas esas cosas.
Fue como si de pronto le hubieran quitado la sangre de las venas:
—¿Me estás amenazando? —preguntó con gesto helado.
—Claro que sí. No te tolero ese tipo de actitudes, eso para la gente que tú tienes como amigos. Conmigo ni hablar.
—Me voy —Garzón, completamente ofuscado, se levantó con gesto resuelto.
—No, antes de irte paga lo tuyo, ¡coño!, no hagas el gorrón como de costumbre.
El famoso juez quedó paralizado.
—No, no. Yo pago lo de Baltasar —intervino rápido, puesto en pie, Jesús Neira.
—Allá tú. Yo no pago ni una peseta que corresponda al señor Garzón.
Allí terminó una amistad de años. Allí dejaron de hablarse Baltasar Garzón y Joaquín Navarro, como un trasunto de la guerra que divide y enfrenta a la Justicia española. Al día siguiente, Garzón trasladó al amigo común, Jesús Neira, la profunda decepción que le había causado Joaquín Navarro en el almuerzo de marras. Fue entonces cuando el famoso juez pronunció la antológica frase que tantas vueltas ha dado al ruedo judicial:
—¡Le voy a freír los huevos a Javier!
* * *
Íbamos a asistir a una de las páginas menos ejemplares de la corta historia de la Audiencia Nacional, al «garzoneo» de un hombre dispuesto (¿sólo por celos?) a arruinar la vida y la fama del que había sido su mejor amigo. Dispuesto, por complacer a los Cebrianes, a dinamitar la Audiencia Nacional con una crisis de grandes proporciones: los dos jueces «estrella», antaño perseguidos por el felipismo con saña, se enfrentaban entre sí. El escaso crédito que restaba a la Audiencia podía saltar por los aires con tamaño estrambote.
Garzón, como es preceptivo, solicitó el informe del juez recusado, pero prescindió del fiscal, que es «parte legal» en cualquier recusación. Como dijo Eduardo Fungairiño ante el Tribunal Supremo, «éste ha sido el primer expediente de recusación que se ha seguido sin el fiscal, a espaldas del fiscal y contra el fiscal».
En la Audiencia, algunos fiscales no salían de su asombro cuando comenzaron a enterarse de las decisiones que tomaba Garzón. El propio Fungairiño, su fiscal jefe, decidió acudir a parlamentar con el fiscal general del Estado:
—Jesús, ¿qué hacemos con esto? ¿Intervenimos? ¿Pedimos la nulidad? Es que no está contando con el fiscal para nada, y el fiscal es parte de la recusación, lo dice la ley.
Pero Jesús Cardenal pronunció una de esas frases salomónicas que retratan a un personaje:
—Déjalo. Son cosas de jueces. No intervengas.
Indicio claro de que Jesús Cardenal tenía orden de no actuar, poniendo en evidencia la explícita decisión del Gobierno de no rozarle un pelo al poderoso Polanco. Lo cual no fue óbice para que Ignacio Gordillo se despachara con un informe contundente: no existía razón jurídica alguna que sustentase una recusación que únicamente pretendía paralizar el proceso, por lo que debería ser inmediatamente desestimada, sin recibir el incidente a prueba, con expresa condena de costas al recusante y multa de 100.000 pesetas (la máxima prevista por la ley) por su temeridad y mala fe.
Pero, naturalmente, Garzón tenía que hacer su trabajo. Además de prescindir del fiscal, decidió aceptar las pruebas propuestas por Cebrián —algo sin precedentes en la historia judicial española— mientras denegaba las de los querellantes del caso Sogecable, pruebas que eran un monumento a la mala fe procesal, la última de las cuales consistía en la declaración testifical de García Añoveros, Jesús Neira y Joaquín Navarro. «Se comportó como un Cebrián más —asegura el juez Navarro—, empezando porque a través del desvergonzado de Añoveros me enteré de que la recusación la había fundamentado prácticamente el propio Garzón».
Después de poner los huevos de Gómez de Liaño al baño María, Garzón decidió irse de vacaciones, declarando inhábil, tanto para el caso Sogecable como para la propia recusación, el mes de agosto, asunto que no debió de preocupar a un Cebrián que venía desgañitándose desde las páginas de El País sobre el daño que la prolongación artificial del caso le producía. «Había que dar tiempo al tiempo para que el tribunal tuviese la oportunidad de archivar las diligencias y, desde luego, para que su juez natural pudiese seguir disfrutando de los placeres de la pública inquisición», escribía Joaquín Navarro.
Javier Gómez de Liaño comenzó a sentir miedo. Miedo personal. «Vistas las decisiones que tomaba Baltasar, en línea con la campaña que estaba en marcha, empecé a preocuparme y a pensar que alguien intentara incluso inyectarme dinero en mi cuenta corriente, de modo que fui a mi banco y di orden de que se me bloquearan tarjetas y cuentas. Ni un ingreso, bajo ningún concepto. La preocupación se extendió también a los miembros de mi servicio de escolta, que empezaron a preocuparse en serio por mi seguridad».
Y llegó septiembre, y un Garzón moreno y relajado recibió a las diez de la mañana del día 2 la declaración de un Joaquín Navarro absolutamente indignado con el hecho de que, abusando de una amistad de años con Garzón, García Añoveros y otros hombres del entorno de Prisa, los edecanes de Polanco hubieran tenido la osadía de proponerle como testigo de una prueba urdida para acabar con Javier Gómez de Liaño.
«Cabían pocas dudas —asegura el juez Navarro— de que Garzón y Añoveros habían colaborado en la gesta de implicarnos, a mí y a Jesús Neira, en aquella montaña de estiércol. Confiaban en que mi sentido de la amistad haría que no les dejara al descubierto. Apostaron muy fuerte, creyendo que colaboraría con ellos para no perjudicarlos. Se jugaban mucho, más de lo que yo podía imaginar, pero se equivocaron conmigo».
El día anterior había declarado el inefable García Añoveros, quien, ante el asombro de todos, sacó de su propia cartera un folio con las preguntas que le iban a formular:
—Ya se las leo yo… —decía Garzón, tratando de aparentar, aunque fuera delante de Matías Cortés, que el asunto tenía un mínimo rastro procesal.
—No, no es necesario, las tengo aquí delante.
—¡Pues aunque las tenga usted delante, yo se las leo! —cortó el juez con mala uva.
Las preguntas y respuestas de Añoveros sirvieron de base para el posterior interrogatorio de Jesús Neira, quien se mantuvo firme en el respeto a la verdad, lo que, indudablemente, arruinó los planes de un Garzón que, al finalizar la prueba, se mostraba absolutamente contrariado con su amigo: «Me has hundido la recusación»…
* * *
Aquel 2 de septiembre, Joaquín Navarro llegó a la Audiencia al filo de las diez de la mañana y en compañía de Javier Gómez de Liaño, con quien había estado desayunando en una cafetería cercana, en pública exhibición de amistad y consideración hacia el juez que estaba siendo arbitrariamente investigado.
«En el pasillo aledaño al despacho de Garzón esperaban tres abogados de Cebrián (Horacio Oliva, González Cuéllar y Matías Cortés), que se precipitaron muy oficiosos a saludarme. Les negué el saludo (eran más que abogados, o menos, según se mire)», escribe Navarro en su libro Palacio de Injusticia. Antes de que diera comienzo la declaración, Garzón le hizo pasar a su despacho y, frente a frente con su ex amigo, intentó jugar el papel de pobre víctima:
—Fíjate a dónde hemos venido a parar…
—No sigas por ahí, por favor. Este lío lo has montado tú, la prueba testifical te la has inventado tú y tú eres el hijo de puta de la reunión.
—Aquí el gran cabrón que hay es Añoveros.
—¡Pues que conste en acta, coño, escríbelo!
—¡Oye, estoy en mí despacho!
—Pues yo me voy de tu despacho si quieres.
—¡Joder, joder, esto va a ser un escándalo!…
Nada más iniciada la sesión, ya en presencia de los abogados, Navarro volvió a la carga:
—Quiero que conste en acta mi protesta más enérgica por la ausencia del fiscal. ¿Dónde está el fiscal?
—¿Y qué falta hace aquí el fiscal? —replicó Garzón.
—Lo que ordena la ley, ¿o es que usted se va a inventar la ley? No hay ni un solo incidente de recusación sin el Ministerio Fiscal. ¿Y dónde está el secretario judicial?
—Aquí está un oficial habilitado.
—No puede estar habilitado un oficial. Mire usted, tiene que ser el secretario judicial quien dé fe…
—¿Jura decir verdad…?
—No, no juro en absoluto —le interrumpió Navarro de forma abrupta—. Eso se lo dejo a los perjuros, gente que le gusta jurar extraordinariamente. Yo prometo decir la verdad.
Cuando inició la lectura de las preguntas, Navarro interrumpió de nuevo:
—¿Son las preguntas de su señoría o las preguntas de la parte?
—Usted sabe que son las preguntas de la parte.
—¿Y por qué no las lee la parte?
—Porque procesalmente…
—Procesalmente da igual.
—¡Yo hago las cosas como quiero! —gritó un Garzón descompuesto, con visos de querer terminar la representación cuanto antes.
Como quiera que Navarro se negó, sin embargo, a responder a una sola de las preguntas de Horacio Oliva, el «Doctor» Oliva, a quien no llegaba la camisa al cuello, mirando directamente a Garzón, con Joaquín Navarro sentado en el sillón principal frente al juez, se vio obligado a la siguiente escenificación: «Quiero que su señoría pregunte al testigo si es cierto que…».
Joaquín Navarro había conseguido convertir en farsa el remedo de justicia que los Polancos habían pretendido escenificar en la Audiencia Nacional.
«Todas las preguntas estaban equivocadas, o confundían unas reuniones con otras, o versaban sobre encuentros o citas inexistentes, o pretendían hurgar toscamente en mi vida privada», escribe Navarro, en una torpeza que indujo a un Garzón exasperado a calificar a los abogados de Cebrián de «soplapollas».
El juez Navarro acababa de vivir uno de los episodios más penosos de su vida. «Fue conmovedor ver a Garzón, ceniciento y descentrado, en su despacho, falto de cualquier atisbo de dignidad, al lado de tres famosos abogados, tres catedráticos de Derecho Penal convertidos en un montón de basura, tratando de bucear sórdidamente en las relaciones de amistad y de confidencialidad entre personas leales. Un espectáculo nauseabundo. Daba pena verles de rodillas, adorando al becerro de oro de Polanco, rendidos al poder de Polanco y de González».
La farsa terminó como era previsible: después de haber tenido paralizado el caso durante más de dos meses, en contra de toda ética procesal, Garzón se apresuró a hacer público «el garzonazo», un fallo estrafalario y mendaz, un día después de la declaración de Joaquín Navarro.
Garzón se encontraba en un verdadero callejón sin salida. No había forma humana de estimar la recusación, porque las pruebas «cebrianescas» en las que había confiado para ello le habían fallado estrepitosamente, pero al mismo tiempo era anímicamente incapaz de desestimarla, porque el odio y rencor que sentía hacia quienes habían sido sus amigos era ya superior a sus fuerzas y no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, dando a luz una pieza sin desperdicio.
De los tres testigos propuestos, sólo había podido sacar algún provecho de Jaime García Añoveros, un señor a sueldo de Jesús Polanco. Como escribía Pedrojota Ramírez en su «Carta del Director» del 12 de septiembre, «el testimonio directo de Ricardo García Damborenea cuando, en plena coincidencia con la más elemental lógica de las cosas, asegura que él personalmente trató con González una y otra vez sobre la puesta en marcha de los GAL no merece crédito alguno, y la acusación formulada por Jaime García Añoveros, en beneficio de las personas de las que obtiene notables ingresos, sirve en cambio de pretexto para poner en la picota judicial al previamente machacado Gómez de Liaño».
Una pirueta tragicómica: Garzón no estimaba la recusación, pero tampoco la desestimaba. Simplemente se abstenía, aduciendo que, una vez iniciado el proceso, «conoció extraprocesalmente» datos relacionados con el mismo a través de charlas, reuniones y encuentros con Joaquín Navarro y Jesús Neira en los que «se habrían tratado aspectos relacionados con el fondo de las querellas, la forma de apoyar la acción inicial a través de otras acciones, la necesidad de que el procedimiento deba pervivir el mayor tiempo posible en una labor prospectiva, aun cuando no existiese base para ello, y la conveniencia de tomar medidas de prisión respecto de alguno de los querellados».
Una verdadera puñalada a la honorabilidad del juez Gómez de Liaño, al que venía a acusar de prevaricador. Un texto de impagable valor para Polanco y Cebrián.
Para el juez Navarro se trataba de una resolución «cainita, mendaz, cínica y prevaricadora». Garzón había convertido «una recusación fraudulenta en un acta de acusación contra su enemigo Javier Gómez de Liaño».
* * *
El 10 de septiembre, se reunió la Sala de Gobierno de la Audiencia Nacional para decidir si aceptaba o rechazaba la abstención de Garzón. Días antes se había sabido que su presidente, el ínclito Clemente Auger, no asistiría a la reunión, en un elegante gesto de neutralidad, dada su más que evidente relación con el Grupo Prisa, pero a la hora de la verdad el camarada «Clementov» salió corriendo a ocupar su sillón al darse cuenta de que sin su voto perdían la votación, y ello pese a la íntima amistad que le unía con el recusante, Juan Luis Cebrián.
Ocurrió lo que era de esperar, dado el grado de postración de la Justicia: la Sala de Gobierno decidió aceptar la abstención por cuatro votos (Ángel Calderón, Siró García, José Antonio Rossignoli y el propio Clemente Auger) frente a tres, con argumentos conmovedores por su absoluta falta de criterios jurídicos.
Uno de los miembros de la Sala que votó en contra pidió que el fiscal se querellara contra Garzón y otro, José Luis Requero, solicitó en su voto particular que el auto de abstención se remitiera al CGPJ para que se depuraran responsabilidades disciplinarias contra Garzón. Pero hubo más. Uno de los cuatro magistrados que votaron a favor de la mayoría, Ángel Calderón, cambió su voto de la noche a la mañana por circunstancias desconocidas, después de haber calificado públicamente de «impresentable» el auto de Garzón.
Entre quienes votaron a favor se encontraba el inenarrable Siró García, un hombre que había sido «hermano del alma» de Javier Gómez de Liaño cuando ambos transitaban por la Sala de lo Penal de la Audiencia y que realizó un «voto particular concurrente», es decir, le añadió sal al guiso, escribiendo que la pirueta jurídica de Garzón había sido «un estallido de la conciencia», una especie de big bang redentor que le había llevado a denunciar la conspiración.
Tras el fallo de la Sala, la recusación de Javier Gómez de Liaño pasó al juez Manuel García-Castellón, un hombre de escaso talento que milita en la «escudería Auger». García-Castellón terminó absteniéndose como consecuencia de un contencioso que le había enfrentado a uno de los querellantes del caso, pero mientras el asunto estuvo en sus manos tuvo reflejos suficientes para solicitar el informe del fiscal sobre la recusación, subsanando así una de las pifias de Garzón.
La patata caliente pasó al juez Ismael Moreno, y los conocedores de las entretelas de la Audiencia Nacional se echaron entonces a temblar. Porque Moreno era un hombre muy vulnerable por varios factores: por las secuelas de su antigua condición de inspector de policía; por su amistad con el bufete de José Manuel Díaz Arias, a través del cual había adquirido un apartamento en el complejo «Four Ambassadors» de Miami, junto a Rafael Vera y compañía (al parecer, tenía despacho en la asesoría fiscal de Díaz Arias, donde daba clases a opositores); y, finalmente, por su falta de consistencia.
Con estos antecedentes, Moreno tenía razones de peso para temer la reacción del «polanquismo» si optaba por rechazar la recusación. Decía Flores d'Arcais que «el hombre es el animal capaz de decir no», pero decir no a tan poderosos señores hubiera exigido un coraje civil y unos impulsos éticos que estaba por ver si el modesto juez iba a tener en su reserva moral.
Tras avatares mil, Ismael Moreno no tuvo más remedio que poner manos a la obra. Y todo apunta a que comenzó a escribir su auto en el sentido de desestimar la recusación, lo cual era coherente con la opinión que el propio Moreno le había expresado en repetidas ocasiones a Gómez de Liaño a lo largo del verano («Baltasar se ha vuelto loco, ¿cómo se pueden admitir pruebas en una recusación?»). Pero algo torció el rumbo de su pluma y le enmendó la plana, puesto que el modesto juez terminó pariendo un auto que, en palabras del también juez Joaquín Navarro, es «una de las cumbres de la ignominia judicial».
El juez Moreno razonaba que «no ha llegado a probarse de modo inequívoco la existencia de enemistad manifiesta» de Liaño hacia Cebrián, «ni tampoco de interés indirecto en el caso». La secuencia lógica parecía conducir a desestimar la recusación, pero no, porque el aludido se sacó de la manga el argumento, verdaderamente inaudito, de que, como el Grupo Prisa había llevado a cabo una feroz campaña de prensa contra el juez y éste había contestado algunas veces, podía deducirse de ello la falta de «recíproco agrado».
El magistrado acababa de poner en manos de los poderosos un arma de aterradora eficacia para quitarse de en medio a jueces molestos. Todo consiste en montarles una buena campaña de prensa para poder recusarlos después argumentando un secreto ánimo de revancha por parte del juez maltratado.
Moreno incluía otros tres razonamientos de parecido porte intelectual y jurídico, todo lo cual le llevaba a concluir que «se halla justificada la sospecha de parcialidad por el recusante, pues la ley no excluye al juez porque sea parcial sino porque pueda temerse que lo sea». Tamaño despropósito no era óbice para que se despidiera asegurando que nada de lo dicho ponía en cuestión «en modo alguno la moralidad, prestigio, probidad o aptitud» del recusado. Además de cornudo, apaleado.
Ismael Moreno todavía no se ha repuesto del susto. Además de quedar tocado, quedó muy dolido con sus «señores», porque le habían garantizado su total disposición a defender su honor si alguna voz, escandalizada, osaba mancillarlo, pero que a la hora de la verdad se escondieron, dejando a la intemperie al corderito que ya les había hecho el trabajo.
La «causa especial» abierta como consecuencia del «garzonazo» terminó también enseguida. Aquello fue otro espectáculo. Tanto el magistrado Joaquín Delgado como el fiscal Luzón, a cargo de la investigación, estaban convencidos de que se encontraban ante una conspiración para acabar con Polanco, pero cuando empezaron las declaraciones de los supuestos implicados inmediatamente se dieron cuenta de que habían sido manipulados por algunos de los miembros de la Sala (Bacigalupo, Villarejo) que habrían sido los encargados de «juzgar» en el caso de que la llamada «causa especial» hubiera llegado a término.
La tal «causa» se archivó tras demostrarse, como ya había explicitado Eduardo Fungairiño, que no existía el más leve indicio de prevaricación en Gómez de Liaño.
* * *
La recusación de Javier Gómez de Liaño fue celebrada hasta la extenuación por el polanquismo y sus afines. Dominadores de la escena judicial, ahítos de rencor y afán de venganza, los Polancos arremetieron como buitres contra los despojos de un juez. Sabiéndole malherido, le querían muerto. De inmediato se interpusieron contra él varias querellas por presunta prevaricación, una del propio Polanco, que, en contra del criterio del fiscal general y del fiscal jefe de la Audiencia Nacional, sería admitida por una Sala integrada por los magistrados Enrique Bacigalupo, íntimo amigo de González Cuéllar (el abogado de Polanco) y felipista convicto y confeso; Ramón Montero, fallecido en agosto del 98, y José Augusto de Vega, otro hooligan del felipismo. Martínez Pereda sería el ponente, y el instructor, Martín Canivell, un magistrado técnicamente mediocre.
De los cinco, sólo uno, el ponente, podía ser considerado como no afecto al Partido Socialista y, por tanto, no contaminado con los intereses del querellante, Jesús Polanco. Todo estaba, pues, perfectamente encarrilado para ejemplificar en la cabeza de Gómez de Liaño un castigo que sirviera de lección a la judicatura entera.
Liaño cree que una de las claves del caso radicó en el temor de los Polancos a que, a rebufo de la investigación sobre los depósitos de Sogecable, el trabajo de los inspectores y de los peritos condujera a investigar toda la contabilidad del Grupo Prisa, con la posible aparición de operaciones cruzadas intergrupo y problemas fiscales conexos. «Y lo que sí percibí es que había que parar la maquinaria de la Justicia. No había que dejar avanzar al juez, porque podía llegar lejos y complicar las cosas más allá del caso Sogecable».
«Otro asunto que les preocupó mucho —continúa Gómez de Liaño— fue que pidiera al Consejo de Ministros los acuerdos adoptados en torno a la concesión de la licencia a Canal Plus, acuerdos que la vicepresidencia del Gobierno remitió al Juzgado. Les preocupó, entre otras cosas, porque Jorge Semprún era entonces ministro de Cultura, y no es normal que un señor vote en la mesa del Consejo de Ministros a favor de la concesión de esa licencia y pase después a ser consejero de Canal Plus.
»Mi padre, que fue magistrado del Tribunal Supremo, me advirtió apenas comenzado el caso: “Creo que tienes entre manos el asunto más importante de tu vida, y el que más te va a hacer sufrir, porque estás investigando a gente de enorme poder que van a intentarlo todo”, me dijo.
»De esta forma nos encontramos —continúa Gómez de Liaño— ante un procedimiento torpedeado, sin amparo en el Consejo (sino todo lo contrario), que ha dado lugar a una causa especial contra mí, contra varios fiscales de la Audiencia Nacional y contra el juez Navarro y varias personas más».
El juez Liaño ha tenido que soportar hasta siete querellas por el asunto Sogecable (de Polanco, de Cebrián, de Marañón, de Javier Pérez Royo ejerciendo la acción popular, de la Asociación de Abogados Demócratas apoyando de manera determinante al Grupo Prisa, de Rodríguez Menéndez…). Ha sido la demostración de cómo un auténtico poder fáctico puede torpedear primero, arrinconar después y finalmente acabar con la independencia de un juez cuando sus intereses están en juego.
* * *
El caso es que no fue posible instruir el sumario. Los Polancos querían un juez a la carta, y no el predeterminado por la ley. Como no lo consiguieron, arremetieron contra él hasta dar con sus huesos en tierra. Suprema paradoja: el magistrado que empezó la instrucción no solamente no consiguió acabarla, sino que las personas a las que investigaba le sentaron en el banquillo de los acusados.
El 16 de junio de 1998, el mismo día en que se ordenó el archivo del caso Sogecable, la Sala decidía procesar a Javier Gómez de Liaño, casualidad, por tres supuestos delitos de prevaricación, a pesar de que como juez instructor obró siempre de acuerdo con el fiscal y siguiendo sus criterios.
Casi quince meses después, el 14 de septiembre del 99, el juez que había osado investigar a Polanco se sentaba en el banquillo ante un tribunal integrado por el citado Bacigalupo, el gran «animador» de la querella; Gregorio García Ancos (sustituto del jubilado José Augusto de Vega), otro magistrado afín al felipismo, ex secretario general técnico del Ministerio de Defensa bajo Narcís Serra, y José Manuel Martínez-Pereda. El 21 de septiembre concluyó el drama con el «visto para sentencia».
No había margen para la sorpresa. Frente al criterio del ingenuo juez que se creía a salvo bajo la cota de malla de su escueta verdad estaba claro que ésta era una condena cantada. Si se habían atrevido a llevar la farsa hasta las puertas del juicio oral, ¿por qué se iban a parar en barras? ¿Por qué iban a renunciar a la presa cuando ya la tenían acorralada? La impresión se confirmó cuando los capos de Prisa aceptaron hacer el «paseíllo» de la Audiencia Nacional para testificar. Hombres y nombres tan principales no iban a exponerse al ridículo sin haber amarrado antes el resultado del envite. Y ello a pesar de las manifestaciones expresas de apoyo al «acusado» por parte de prácticamente toda la carrera fiscal, desde Ignacio Gordillo hasta el fiscal general del Estado, Jesús Cardenal, pasando por el del Supremo, José María Luzón, que pidió la absolución.
Nada importaba. Había que dar un escarmiento a quien había tratado de cuestionar la impunidad de un poderoso, de modo que aquél era un partido cuyo resultado se sabía de antemano: 2 a 1. Con Clemente Auger de árbitro en la Audiencia nacional, Jesús Polanco jugaba en casa. En efecto, el viernes 15 de octubre del 99, en una sentencia carente del más mínimo contenido probatorio, sustentada sobre gratuitos y reiterados juicios de intenciones, Ancos y Bacigalupo, Bacigalupo y Ancos, le condenaban por un delito continuado de prevaricación, imponiéndole quince años de inhabilitación especial para ejercer cualquier empleo o cargo público, con la pérdida de su condición de juez durante el tiempo de la condena. El tercer magistrado, Martínez Pereda, calificaba en su voto particular la sentencia de «insólita y anómala», y alegaba que Liaño «puede parecer iluminado, pero es honesto».
A falta de móviles materiales o de lucro personal, que no los había, los «bacigalupos», sin el mínimo escrúpulo ni pudor intelectual, hurgaban en la psique del juez Gómez de Liaño, presuponiendo en ella un indubitado afán prevaricador y afirmando, además, que no había indicios de delito para investigar a los gestores de Sogecable, tema sobre el que ni podían ni debían pronunciarse.
Polanco se ha cobrado en instancia judicial la humilde pieza del juez que osó ponerlo en dificultades, enseñando con ello el camino a seguir a quienes pronto habrán de sentarse en el banquillo como presuntos autores de un crimen de Estado tan terrible como el asesinato de Lasa y Zabala, otro sumario instruido por el juez Liaño.
Cuatro de los magistrados que votaron a favor de la absolución de Vera y Barrionuevo en el caso Marey han tenido papel estelar en la «fumigación» del juez Gómez de Liaño. Los cuatro, fervorosos seguidores de la causa felipista: Jiménez Villarejo abrió el expediente disciplinario e instó a que se procediera contra él por prevaricación; Martín Canivell instruyó la querella y dictó el procesamiento, y García Ancos y Bacigalupo remataron la faena. Y todo ello con la colaboración del abogado Rodríguez Menéndez (el ninot que mueve por control remoto Matías Cortés), que ejerció la acción popular codo con codo con Polanco y Cebrián y transmitió su talla moral al resto del elenco.
Y mientras esto ocurría, el Gobierno, perdida la batalla de la Justicia, escondía la cabeza bajo el ala, tratando de que nadie reparara en su atronador papel de «Tancredo», sin darse cuenta de que el poder sigue estando en las mismas manos, las de siempre, porque aquí nada o muy poco ha cambiado, y José María Aznar corre el riesgo de ser apenas el zapatero remendón de un sistema agotado y corrupto de arriba abajo, capaz de contemplar sin estremecerse fechorías como ésta, capaz de asistir inane al espectáculo de un tipo, el más poderoso del país, llevándose por delante a un juez «por cojones», que es como ese prócer hace las cosas.
«Pero, por desgracia, no es un error que pague sólo el Gobierno —aseguraba Jiménez Losantos en su columna de ABC del domingo 17 de octubre—. La inseguridad jurídica, la burla al Estado de Derecho, la idea popular de que hay una persona, una empresa, un poder por encima de cualquier poder legítimo, hace inevitable mella en la conciencia ciudadana. Afecta a la seguridad, pero también a la libertad. Asusta a las conciencias, pero, además, distorsiona las conductas. Es una injusticia contra uno solo, pero nadie queda a salvo de ella. Y menos que nadie, el poder legítimo, cuya misma legitimidad queda vulnerada».
* * *
El poder del primer querellado en el caso Sogecable es tal en la España fin de siglo que su sola presencia en la causa ha puesto patas arriba el frágil andamiaje de la Justicia, haciendo saltar por los aires las vergüenzas de unos, los compromisos de otros y la iniquidad de casi todos. Ni uno solo de los que le debían un favor a Prisa o al PSOE, su alma gemela, pudieron escabullirse sin quedar retratados en la guerra. Todo el mundo tuvo que quitarse la careta de las fidelidades y los compromisos, mientras doña Justicia, esa dama ciega a la que se suele representar como una cariátide ajena a las humanas pasiones, vagaba sin rumbo por los pasillos de los palacios de Justicia.
Por eso, el caso Sogecable escenifica el punto culminante de la crisis que desde hace años mantiene postrada, casi en estado agónico, a la Justicia española, el exponente de un poder judicial fuerte con los débiles y débil con los fuertes, la confirmación de que los poderosos exigen y obtienen un tratamiento especial. Sabíamos que eso era cierto, pero nunca la evidencia había sido más obscena.
Es, al mismo tiempo, una crisis en la que participan activamente los medios de comunicación y los partidos políticos, divididos todos, como un exacto trasunto de la sociedad española, en las dos Españas, las famosas e irreconciliables dos Españas. Sólo que aquí los papeles están cambiados. La España que hace dos décadas se decía progresista y avanzada, amante de una Justicia igual para todos y de toda una serie de valores que caracterizaban a la izquierda, se ha transmutado en la España retrógrada defensora a capa y espada de los privilegios de ese nuevo señor cuasi feudal que es Polanco.