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EL GOBIERNO CONTRAATACA

Como un niño que, tras haber estampado contra el suelo el jarrón de porcelana fina de la abuela, corre asustado a esconderse lejos de la severa reprimenda del padre, Antonio Asensio salió pitando para Nueva York nada más firmar su acuerdo con Polanco en la sede de la Fundación Santillana, dispuesto a poner agua de por medio.

Desde el otro lado del Atlántico seguía, sin embargo, en permanente contacto con sus hombres en Madrid.

—Has cometido el error de tu vida, Antonio —le decía José Oneto, entonces director de informativos de Antena 3.

—¿Por qué dices eso? Tú sabes que no tenía más alternativa que firmar con Polanco.

—De acuerdo, pero tenías que haber contado a Aznar lo que pensabas hacer.

—¡Pero si lo sabía de sobra, Pepe!

—Ya, pero no por ti, Antonio. No de primera mano. Si llevas meses negociando con el presidente, que además te ha ayudado mucho con el tema del fútbol, no vale hablar con Rodríguez o con Villalonga para que ellos se lo digan. Si estabas decidido a romper tenías que habérselo dicho personalmente.

—Bueno, tranquilo, que no pasa nada.

—Estás muy equivocado, Antonio. Conociendo a Aznar, esto va a tener consecuencias muy serias, ya lo verás.

Asensio volvió a hablar con Oneto desde Los Ángeles.

—¿Cómo están las cosas por ahí?

—Pues con un guirigay montado de cojones…

—Nada, tranquilo, he hablado con Polanco y me ha dicho que esto dura dos días, ya lo verás.

—Te repito que estás equivocado, Antonio, esto no va a terminar como tú te imaginas. Aquí hay un lío muy gordo y lo vamos a pasar todos bastante mal, empezando por ti.

—Bueno, bueno, lo que necesito es que echéis una mano donde podáis.

El diario El Mundo, con gran alarde tipográfico, se había encargado, en los días que siguieron a la firma del «pacto de Nochebuena», de alertar al Gobierno sobre lo que estaba en juego, que era mucho. «Para el año 2000 —señalaba Federico Jiménez Losantos en ABC—, todos los grandes medios de comunicación audiovisual podrían estar controlados por el felipismo, y tan férreamente que la derecha tendría asegurados veinte años de riguroso ayuno, de casi absoluta oscuridad en prensa, radio y televisión. Pues bien, esos veinte años de oscuridad se juegan no en los próximos veinte meses, sino quizá en los próximos veinte días». Pesimismo y desolación.

Aquél, en efecto, había sido un golpe demasiado fuerte, un uppercut en plena mandíbula de un Gobierno con 156 diputados que, de pronto, descubría dónde estaba el poder de verdad y cuáles eran los verdaderos dueños de la situación tras casi catorce años de Gobierno socialista. Para los medios de comunicación independientes, como para gran parte de la España urbana preocupada por el creciente poder del «ciudadano Kane» Polanco, el acuerdo del 24 de diciembre fue un aldabonazo provisto de las peores vibraciones en cuanto a la consolidación de una España abierta y sin poderes fácticos se refiere.

El sábado 4 de enero, el Grupo Prisa, dueño y señor de un cuadrilátero por donde vagaba, cual boxeador sonado, la tropa derrotada de Telefónica y sus socios, hizo público un comunicado invitando «a otros operadores de televisión y telefonía a sumarse a Canal Satélite Digital». Sogecable tendría el 51 por 100 de la hipotética sociedad, en la que se integrarían, como gregarios del pelotón televisivo, todos los demás. Prisa, naturalmente, se reservaba para sí la dirección, selección de contenidos, gestión de abonados y demás áreas significativas del negocio. Jesús Polanco, en definitiva, ponía negro sobre blanco su firme determinación de controlar la televisión de pago en España.

Era el armisticio que el «general» Polanco, magnánimo a la hora de la victoria, proponía a los vencidos. Cautivo y desarmado el ejército enemigo, gracias a la formidable palanca que le otorgaba el control del fútbol, todo aquel que quisiera participar en el negocio tendría que pasar por el aro de las condiciones por él impuestas. En un rasgo de humor propio de Gulliver en Liliput, el cántabro decía rechazar «el intento de politizar los acuerdos sobre el fútbol», olvidando que Canal Plus existía gracias a una decisión política adoptada en su día por el Gobierno de González, y olvidando también que el mismo González había advertido que, de retornar al poder, desharía la plataforma de Telefónica, de carácter bastante más plural que la suya.

Pero Polanco se estaba poniendo la venda antes de la herida. Es cierto que se trataba de un Gobierno en minoría y en cierto modo desacreditado, pero la prudencia más elemental aconsejaba no ensañarse con quien disponía de un arma tan formidable como el Boletín Oficial del Estado.

«Rechazamos —decía la nota salida de la pluma de Cebrián— las incitaciones hechas por algún medio para que el Gobierno adopte medidas concretas contra empresas privadas que han tomado decisiones que supuestamente no serían del agrado del poder político. La igualdad de todos ante la ley y el sentido democrático que puede atribuirse a nuestros gobernantes permiten confiar en que esas incitaciones no encontrarán el más pequeño eco». Polanco, expedidor de salvoconductos de democracia en España tras la muerte de Franco, estaba enviando una severa advertencia al Gobierno.

* * *

Un Gobierno que, para estos menesteres, dependía de un hombre, Miguel Ángel Rodríguez (MAR), ayuno de cualquier iniciativa que oponer al golpe de mano de Jesús Polanco. Más que despistados, en Moncloa andaban ateridos de ideas,

Sucedió que, con los ecos del «pacto de Nochebuena» resonando en los oídos de muchos españoles, el economista Ramón Támames llamó el 27 de diciembre a su colega Gerardo Ortega, ex decano del Colegio de Economistas de Madrid, con quien solía colaborar en la realización de trabajos de la más diversa índole, para proponerle una iniciativa. Se le había ocurrido llamar al secretario de Estado para la Comunicación y ofrecerle una serie de ideas de su cosecha destinadas a mitigar el efecto del «bombazo» Polanco, porque habrá que hacer algo, el Gobierno no se puede quedar cruzado de brazos ante el batacazo de ese señor, digo yo…

Y de forma un tanto sorprendente, Rodríguez le contestó que sí, que encantado, que fueran a verle. De modo que Tamames y Ortega, acompañados por Luis Ángel de la Viuda y el abogado Ramón Pelayo, también convocados por Tamames para la causa de aquella polifacética task forcé, se presentaron una mañana de invierno en el recinto de Moncloa para ser recibidos por un MAR que, acompañado por otro secretario de Estado, parecía encontrarse en un estado de absoluta perplejidad, incapaz de otra cosa que no fuera lamerse las heridas. Alguien había avanzado como idea fuerza la posibilidad de convertir a Antonio Asensio en el Ruiz-Mateos del PP. En pleno desconcierto, Rodríguez no sabía si se podía hacer algo para remediar lo ocurrido ni qué exactamente. Los efectos del «pacto de Nochebuena» sobre Moncloa habían sido devastadores. Allí sólo había deseo de revancha.

La situación era de absoluta derrota política, de modo que MAR se mostró dispuesto a escuchar argumentos y recibir sugerencias que le permitieran salir del colapso mental en que se hallaba. Y en aquella caótica reunión que cuatro señores casi cogidos a lazo mantuvieron con dos altos cargos desorientados salieron a relucir algunas iniciativas, la mayoría incoherentes, muchas de ellas disparatadas, a veces deslumbrantes como fuego de pirotecnia que pronto se queda en nada.

Como fruto concreto de ese encuentro, Ramón Tamames preparó uno de sus explosivos «papeles», llenos de fuerza y visceralidad, titulado «Informe preliminar sobre el futuro de la televisión digital en España», que, con fecha 3 de enero de 1997, proponía una serie de medidas, entre ellas un par de llamativos decretos. Uno de ellos «disponía», en su artículo primero, que todos los partidos de fútbol debían celebrarse el mismo día de la semana (los domingos) y dentro de una misma franja horaria (entre las 16 y las 21 horas). Tan pintoresca decisión se justificaba en la necesidad de «reconducir la disparatada situación actual a otra de normalidad, de limpia competitividad y de devolución a los torneos de fútbol de su sano sentido deportivo tradicional…».

Mientras los secretarios de Estado esquiaban en el Pirineo, Gerardo Ortega se encerró en su casa durante el fin de año dispuesto a redactar un informe que habría de resultar clave en el devenir de los acontecimientos, puesto que, de alguna manera, se convirtió en el vademécum que guió los pasos de los «fontaneros» de Moncloa durante los primeros meses del 97. Era el llamado «Segundo informe preliminar sobre el futuro de la televisión digital en España», que Ortega sometió el 7 de enero al juicio crítico de Tamames y de Ramón Pelayo.

El apartado 1 del «resumen ejecutivo» aseguraba que «el acuerdo suscrito el pasado 24 de diciembre por el Grupo Prisa, el Grupo Zeta y Televisión de Catalunya para la explotación en exclusiva de los derechos audiovisuales del fútbol, sienta las bases para consolidar el control de la televisión de pago en España por el Grupo Prisa». «El Gobierno —aseguraba el apartado 2— está obligado a actuar con estricto respeto a la legalidad vigente pero con la máxima firmeza en la defensa de los principios de libre competencia, de pluralidad informativa y del derecho constitucional a la libre información».

El informe, fechado para su entrega el 8 de enero de 1997, fue recibido como agua de mayo en los predios de Rodríguez, pero encalló al llegar a la mesa de despacho del vicepresidente Álvarez Cascos, ya al mando de las operaciones. El «Informe Ortega», en efecto, no hacía referencia a la batalla entablada entre el descodificador «simulcript» y el «multicript», ni tampoco hablaba de la ley del fútbol tal como el Gobierno la había articulado. En su lugar, el autor ponía el énfasis en la necesidad de aplicar la Ley de Defensa de la Competencia, en línea con la decisión que Bruselas adoptaría posteriormente contra las exclusivas del fútbol televisado.

Sólo veinte días después del famoso 24-D, en Presidencia del Gobierno, tan bien dotada de abogados del Estado, alguien cayó en la cuenta de que, desde el año 93, el Tribunal de Defensa de la Competencia (TDC) venía definiendo las retransmisiones televisivas de fútbol como un «mercado relevante» al que debía garantizarse un acceso plural[11].

Estaba claro que el monopolio de las retransmisiones de fútbol establecido por el dúo Polanco-Asensio infringía la legislación española y comunitaria sobre la libre competencia.

* * *

¿Qué pasó en Baqueira durante las vacaciones de Navidad del 96? Con la presencia del presidente del Gobierno y de Su Majestad el Rey, la estación invernal del Pirineo catalán se convirtió, como la isla de Mallorca en verano, en la capital política del Reino por unos días, un hervidero de gentes dispuestas a descansar, las menos, y a dejarse ver, las más, un mosaico variopinto de banqueros, empresarios y profesionales de éxito, pugnando, unos, por invitar a cenar a su casa al presidente del Gobierno; urdiendo, otros, la manera de provocar un encuentro fortuito con el Monarca, y todos, los Ybarra, los Entrecanales, los Urrutia, los Durán Lleida, juntos y revueltos, poniendo a prueba sus influencias para conseguir mesa en alguno de los restaurantes de moda… Por allí andaba también Javier de la Rosa, dueño de la más antigua casa de la zona, una presencia antaño solicitada y aquel año rehuida como si de la peste se tratara: «Sabían perfectamente que estaba, y andaban pendientes de mí, por si se me ocurría alguna barbaridad, pero decidí no salir de casa. Su Majestad me envía desde hace un año grandes mensajes de amistad, que es mi amigo, que me quiere mucho, y que sólo desea que se me arreglen las cosas…».

La decisión de ir a la guerra contra Polanco se había tomado, sin embargo, días antes en Madrid. En efecto, en la tarde del viernes 27 de diciembre, ya noche cerrada sobre la capital, Aznar convocó a su gabinete de crisis en el comedor de Presidencia que González solía utilizar a primeros de los ochenta como sala de reuniones del Consejo de Ministros. En torno al presidente, y en un clima de frustración, se sentaron Rato, Cascos, Rajoy, Mayor Oreja, Arrióla y Rodríguez. Se trataba de un «comité de los trece» restringido que, completado con Gabriel Cisneros, Federico Trillo, Martín Villa, Ortí Bordás y Carlos Aragonés, venía reuniéndose desde el 93 un par de veces al año, generalmente en Rascafría, aunque otras en Segovia, para analizar la línea estratégica del partido y corregir el rumbo.

Aquella noche de diciembre, en el comedor de la «lámpara de los pajaritos» de Moncloa, y tras una discusión muy viva, con algunas voces más altas que otras, el «núcleo duro» del Partido Popular decidió aceptar el envite de Polanco e ir a la batalla con todas sus consecuencias. MAR obtuvo carta blanca para fustigar al contrario cuanto creyera menester.

Algunos de los participantes en aquella reunión se trasladaron, como Aznar, al Pirineo, para pasar el fin de año. «Yo no encontré clima de derrota, sino de pelea», asegura un empresario que cenó con el presidente en Baqueira. Al certificar el fracaso de la política de consenso, el 24-D iba a suponer una inflexión radical en la estrategia del Gobierno. El establisbment político-económico nucleado en torno al eje de poder surgido en 1982 (Polanco-Felipe González-Su Majestad el Rey) no sólo no se había tomado en serio a Aznar, sino que estaba convencido de que en menos de un año se habría deshecho como un azucarillo y, por tanto, sería necesario buscarle un recambio, porque aquello no aguantaba. El propio Felipe había ratificado esta filosofía en un mitin celebrado en Linares veinte días después de perder las elecciones.

Pero quienes le daban por muerto se habían equivocado. En Baqueira, y en larga sobremesa, Aznar hizo recuento de sus campañas de guerra: «Tuve que sacar la oposición a huevo; luego nadie daba un duro por mí en Ávila y le gané el escaño a Adolfo Suárez; después me dieron por muerto tras el fiasco de Hernández Mancha; volvieron a considerarme como tal cuando perdimos las generales del 93, y aquí estoy… Yo he tenido que librar muchas batallas y todavía no he perdido ninguna, y os aseguro que la que me ha planteado este sujeto tampoco la voy a perder».

Con González alentando los movimientos de Polanco y Pujol actuando de salvoconducto político de Antonio Asensio, el pacto de 24 de diciembre iba a poner a prueba la capacidad de reacción del Ejecutivo. En ese envite Aznar se jugaba la credibilidad de su Gobierno y el respeto de los poderes fácticos, de esos banqueros encamados societariamente con Polanco en Sogecable. El ser o no ser.

Como dijo Napoleón ante los tribunales del Departamento del Sena, «ante iniciativas que buscan con descaro burlar la acción de la Justicia, estoy obligado a promover personalmente los desórdenes capaces de agitar el Estado y reprimirlas arbitrariamente». Obligado, en definitiva, a reaccionar si no quería que la derecha política volviera a las catacumbas para otros quince años.

Aznar había decidido no arrugarse y recoger, con todas sus consecuencias, el guante que le había lanzado el cántabro. Era el «hasta aquí hemos llegado con Polanco». De modo que el presidente puso a sus tropas en orden de combate y nombró mariscal de campo al vicepresidente primero Álvarez Cascos, con plenos poderes para dirigir las operaciones, en sustitución de un Miguel Ángel Rodríguez, que había salido maltrecho del lance del 24-D. Los subalternos abandonaban el ruedo cediendo el sitio a los maestros.

En el curso de una visita por Centroamérica, el líder del PP ya había advertido su disposición a velar por «los intereses generales», unos intereses que Polanco lesionaba al poner el fútbol al servicio de su enriquecimiento personal, lo que, a su vez, iba a redundar en una todavía mayor concentración de poder informativo.

* * *

Que el Gobierno no pensaba achicarse quedó patente cuando, a primeros de enero del 97, el secretario de Estado de Hacienda, Juan Costa, anunció que el Estado había dejado de ingresar 200.000 millones de pesetas en impuestos por la incuria de la Administración socialista. Los 200.000 millones «perdonados» afectaban a cerca de 600 personas físicas y jurídicas (entre ellas el difunto conde de Barcelona), fundamentalmente instituciones financieras, con las famosas «primas únicas» de La Caixa como buque insignia.

La revelación no era casual. Felipe González había acusado días antes al Gobierno Aznar de haber colocado a sus amigos al frente de las empresas públicas en trance de privatización. Que él hablara de «amiguismo» escoció en el PP como pocas cosas habían conseguido hacerlo desde que el 3 de marzo llegara al poder. Y Rodrigo Rato, con una contundencia poco habitual en él, no se anduvo por las ramas: «Si estos tíos quieren que empecemos a hablar de amigos, vamos a empezar a hablar de verdad, pero de los suyos…».

El órdago era tan serio que el propio presidente del Gobierno salió a la palestra al día siguiente para calificar de «muy grave» la «amnistía fiscal encubierta» del anterior Gobierno, asunto que enmarcó en el «capítulo de favores y regalos» del PSOE. El presidente aseguró que si los socialistas no hubieran perdonado esos 200.000 millones el Gobierno no habría necesitado congelar el sueldo de los funcionarios.

La denuncia venía a poner de manifiesto algo más grave que este caso, cual era el funcionamiento de la Hacienda Pública como un elemento disuasorio contra el discrepante, casi como una checa, durante el felipismo. Un expediente fiscal abierto durante cinco años era argumento suficiente para tener maniatada a una empresa o a un particular. El afectado podía acudir a los tribunales y ganar el pleito, pero mientras tanto estaba obligado a permanecer callado. Una infalible vara de medir: al que se porta bien conmigo, lo perdono; al que se porta mal, le abro expediente y lo tengo cinco años contra la pared. Todo un ejemplo de cómo el PSOE utilizó el aparato del Estado en su particular provecho.

Era el primer cuerpo a cuerpo —cruz de navajas al amanecer— entre José María Aznar y Felipe González, tras la ajustada victoria a los puntos del 3 de marzo. El torpedo impactó con tanta fuerza en la línea de flotación del socialismo hispano que Felipe González se vio obligado a bajar a la arena y retratarse tal cual, torvo y plagado de mensajes equívocos.

Consciente de lo que se jugaba en el envite, el «carismático líder» movilizó en el empeño al universo mediático que le sostiene, llegando a citar por su nombre a dos entidades financieras, La Caixa y BBV, supuestamente implicadas en el perdón fiscal, con la idea de predisponerlas contra el Gobierno.

Pero Felipe fue mucho más allá, efectuando gestiones a nivel privado, llamadas telefónicas a ciertos banqueros y empresarios para advertirles de los riesgos que estaban corriendo y sugerirles la conveniencia de salir a la palestra y ponerse a la cabeza de la manifestación contra la denuncia del PP. En la mente sorprendida de los notables hispanos quedaba flotando un regusto amargo, una cierta sensación de amenaza.

El Grupo Prisa (cuyo nombre supuestamente figuraba en la lista de los beneficiarios del «perdón») hizo el resto, dando la vuelta como un calcetín a la denuncia popular. El Gobierno había cometido el desliz de tildar de «amigos» a los beneficiados por la prescripción, pero luego no pudo o no quiso identificarlos. Era suficiente para que los Polancos descalificaran la denuncia, desviando la atención del problema principal para centrarla en las marrullerías de la «derechona».

La conclusión final parlamentaria, sin embargo, no admitía dudas: consciente o inconscientemente, el PSOE había dejado que 600 afortunados, entre particulares y empresas, se fueran de rositas con 200.000 millones que no tenían que haber prescrito, y éso, cuando al resto de los españoles los «brea» Hacienda, era una verdad que no se la saltaba un gitano. A tal conclusión llegaron todos los partidos del arco parlamentario, excepto el PSOE.

* * *

El día de Reyes, 6 de enero del 97, Antonio Asensio, embajador plenipotenciario dispuesto a vender urbi et orbi las bondades del «pacto de Nochebuena», almorzó en Nueva York con el presidente del grupo mexicano Televisa, Emilio Azcárraga. Aquélla era una cita que había sido fijada un mes antes en Barcelona, con motivo de un episodio que, en opinión de Luis María Ansón, entonces el hombre de Televisa en España, «pudo evitar la guerra digital y convertir a Asensio en el hombre más rico e influyente del panorama editorial español. Antonio, que pudo haberlo ganado todo, terminaría después pagando caro su error».

La historia había comenzado el 28 de noviembre del 96, cuando, horas después de la firma del acuerdo de constitución de la plataforma digital auspiciada por el Gobierno, Azcárraga llamó a Ansón desde Ciudad de México para felicitarle por el buen fin de las negociaciones. Más que contento, el patrón mexicano parecía entusiasmado: por primera vez su Televisa del alma conseguía poner un pie en España en condiciones de igualdad con TVE, Telefónica y Antena 3. Pero Luis María añadió agua a lo que parecía un buen vino.

—Me preocupa lo ocurrido esta mañana con Asensio, Emilio, porque no es normal la que ha montado, y conociendo a Antonio como yo lo conozco, mucho me temo que lo que ha firmado hoy es como si no hubiera firmado nada.

—¿Qué quieres decir?

—Que yo creo que sería necesario amarrar esta operación con Asensio.

—¿Y qué crees que debemos hacer?

—Lo ideal sería que viajaras a Barcelona lo antes posible y llegaras a un acuerdo en firme, sin posibilidad de vuelta atrás, con él. Aquí, el que esté dispuesto a poner dinero sobre la mesa se lleva el gato al agua. Y, de paso, aprovechabas para mantener esa entrevista con Jordi Pujol que tienes postergada.

Fue así como en los primeros días de diciembre, Emilio Azcárraga, en compañía de su segundo, Guillermo Cañedo, y de un par de abogados de Televisa, aterrizó en Barcelona para, con los buenos oficios de un Ansón dispuesto también a aprovechar su oportunidad, dar comienzo a una negociación acelerada con Antonio Asensio, que se hallaba asistido por su plana mayor.

Tras cuatro días de intensas negociaciones, ambas partes llegaron a un acuerdo formal plasmado en un documento que, tras el oportuno almuerzo de confraternización, iba a ser rubricado solemnemente ante las cámaras de televisión en un acto a celebrar en el hotel Juan Carlos I. A la hora fijada, allí estaban Televisa y Antena 3, pero también TVE, TV3 y una nube de fotógrafos de prensa. Se había buscado una mesa estilo Luis XV sobre la que ambos editores, Azcárraga a la derecha, Asensio a la izquierda, iban a estampar su firma al final del acuerdo. Todo estaba listo para el histórico acontecimiento, pero todo se vino abajo en el último momento, y fue Ansón quien tuvo que bailar con la más fea de enfrentarse a los periodistas para anunciar que «la firma se ha suspendido, lo sentimos mucho, pero han surgido unos problemas de última hora que, aunque no afectan para nada al fondo del acuerdo, aconsejan aplazarla».

El problema surgido tenía que ver con la obligación legal de comunicar el acuerdo con antelación a los nuevos accionistas que, de la mano de Warburg y Bank of New York, estaban a punto de suscribir la colocación privada del 12,5 por 100 del capital social de Antena 3, «y, naturalmente, Emilio Azcárraga, que era un águila, se dijo ¡ah, no!, esto hay que resolverlo antes, hay que esperar», asegura Ansón. La firma quedó fijada para el 6 de enero en Nueva York, adonde tenía previsto desplazarse Antonio en viaje de placer.

El acuerdo consistía en la compra por Televisa del 25 por 100 del capital de Antena 3 que estaba en poder de Emilio Botín. Asensio se quedaba; sin esas acciones, naturalmente, pero no sin sus derechos políticos, que los mexicanos le cedían mientras fuera presidente de la cadena, cuya valoración se estableció en 90.000 millones de pesetas.

Un arreglo muy interesante para ambas partes. El dueño de Zeta alcanzaba los mismos acuerdos que luego suscribiría con Polanco pero sin ningún coste político, ya que su posición quedaba reforzada dentro de la plataforma auspiciada por el Gobierno. El patrón de Televisa, por su parte, amarraba con su iniciativa a un socio que podía cambiar de aires en cualquier momento y, además y sobre todo, se hacía con el 25 por 100 de una cadena de televisión en abierto, consolidando muy sensiblemente su papel en la propia plataforma. Por otro lado, Asensio había acordado con Azcárraga llevar a cabo con el fútbol la misma operación que más tarde realizaría con Polanco, es decir, Televisa entraba con el 40 por 100 (el mismo porcentaje que Asensio) en Gestora de Medios Audiovisuales (GMA), titular de los derechos de retransmisión de trece clubes. El 20 por ciento restante quedaba en manos de TV3, la televisión autonómica catalana.

Como broche de oro, Azcárraga se comprometía a pagar 100 millones de dólares (13.000 millones de pesetas al cambio de entonces) a Antonio Asensio en concepto de royalty. A ese pago, que en realidad era una «mordida» en toda regla, en el Grupo Zeta le dieron un nombre muy vistoso: le llamaban «la presencia». Era el precio de «la presencia» de Televisa en el negocio del fútbol: 100 millones de dólares.

Polanco no le daría mucho más, apenas 2.000 millones más que Azcárraga (15.000 millones de pesetas en total), pero a cambio de un enfrentamiento radical con el Gobierno de la nación, lo que al final terminaría pasándole factura.

Aunque no hubiera podido plasmarse en un documento, el acuerdo era total. De regreso a Madrid a bordo de su jet privado, el mexicano se manifestaba entusiasmado:

—Estamos presentes en la plataforma digital; hemos tomado un 25 por 100 en Antena 3, donde tenemos de socio a Antonio Asensio, que es el hombre fuerte de esa plataforma y su eventual presidente, y nos hemos situado también en el negocio del fútbol. Es una operación cara, cierto, porque nos cuesta mucho dinero, pero ahí estamos.

—Bueno, bueno, Emilio, todo eso está muy bien, pero ya te he dicho que con Antonio no hay nada hecho hasta que las cosas no están firmadas…

—¿Tú crees?

—Hombre, yo espero que de aquí al 6 de enero no surja ninguna sorpresa, pero que tengas claro que esa mano que os habéis dado, creyendo que eso ya está cerrado, no significa nada para él.

Nada o muy poco, porque apenas veinticuatro horas después de ese apretón de manos ya estaban los hombres del catalán subastando ante Polanco el acuerdo alcanzado con Azcárraga, ya andaba Manuel Campo Vidal susurrando al oído de Cebrián: oye, Juan Luis, no paro de repetirle a Antonio que le están tendiendo una trampa, que firmar con Televisa es meter el caballo de Troya dentro, pero estos tíos le sueltan 100 millones de dólares, 13.000 millones de pesetas, a ver qué hacéis… El pacto con Televisa era para el dueño de Zeta un arma fantástica, porque cualquier acuerdo al que Polanco pretendiera llegar con él tendría que mejorar esas cifras. Y el alcanzado el 24 de diciembre, efectivamente, las mejoró.

¿Cómo desaprovechar la oportunidad? Antonio Asensio se hizo la siguiente reflexión: primero, me entiendo con Polanco, que es vital para el negocio del fútbol, porque, aunque yo tengo trece equipos, él tiene casi otros tantos; segundo, no me llevo bien con Villalonga, que no está dispuesto a aceptar mi eventual liderazgo; tercero, Aznar no se va a atrever a reaccionar, porque además cuento con el escudo protector de Pujol, y cuarto, si somos capaces de hacerle una oferta interesante a Azcárraga, Televisa se vendrá con nosotros y la plataforma digital del Gobierno pasará a mejor vida. Y aquí paz y después gloria.

* * *

De modo que, cuando el 6 de enero del 97 Antonio Asensio se sentó a almorzar con Emilio Azcárraga, ya no había nada que firmar, porque por medio había tenido lugar el terremoto del 24 de diciembre. El editor catalán, sin embargo, era portador de una tentadora oferta para el mexicano, a quien propuso sencillamente que abandonara la plataforma de Telefónica y se pasara con armas y bagajes al bando de Polanco, el árbol al que había que arrimarse en España.

Pero el mexicano planteó reparos para tal cambio de chaqueta, porque yo siento aprecio personal por José María Aznar, y por otro lado la política de Televisa, como no podía ser de otro modo, es la de estar a bien con los gobiernos de los países en los que está presente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no quiero ponerme a mal con el Gobierno español.

—¡Pero si no te vas a poner a mal con nadie, hombre, al contrario: te vas a poner bien con el Gobierno, pero no con éste, sino con el nuevo, el de González, porque el de Aznar va a durar cuarto de hora!…

La oferta que Polanco, vía Asensio, transmitió a Azcárraga consistía en la entrada de Televisa en el capital de Canal Satélite Digital (CSD) en la misma proporción que Prisa, es decir, el 25 por 100. Además, le proponía participar también en la explotación de los derechos del fútbol, entrando a formar parte de Audiovisual Sport, con el mismo porcentaje que Polanco y Asensio. «Era una oferta espléndida desde el punto de vista económico —asegura Ansón—, muy barata para Azcárraga y sin “mordida”, que era lo importante, porque la “mordida” ya la había pagado Polanco».

Era la percepción del Grupo Prisa y sus adláteres: José María Aznar iba a durar un suspiro. Asensio, enemigo irreconciliable de Polanco hasta la víspera del 24-D, parecía haber abrazado con entusiasmo las consignas del cántabro. Los enemigos se habían tornado en súbitos amigos, aunque social y culturalmente se hallaran en las antípodas. Lo decía un José María García, siempre próximo a Asensio, que se manifestaba «decepcionado» por el acuerdo: «Todos los que acusaron a Antena 3 Televisión de irregularidades, los que incluso llegaron a los tribunales, tendrán que acatar ahora el principal mandamiento que rige en Prisa, que, como en las sectas, es el de la obediencia, y tendrán que decir que Antonio Asensio es el más grande del mundo». Otro tanto ocurría en Antena 3 con respecto a Prisa. La locura.

* * *

El 8 de enero, los derrotados de Nochebuena dieron muestras de volver a la realidad tras la resaca navideña con una convocatoria en la sede de Telefónica destinada a avanzar en la constitución definitiva de la nueva sociedad y su reparto accionarial. Aquélla era una reunión de pastores en torno a la oveja muerta. «Todos me echaban la culpa de lo sucedido —asegura Juan Villalonga—. Me echaba la culpa Asensio, el Gobierno, los “amigos” de la prensa… Y, mientras tanto, en el Grupo Prisa se frotaban las manos pensando que yo ya estaba muerto».

El plato fuerte de la reunión lo constituía la presencia de Campo Vidal en representación del editor catalán. ¿Pediría Villalonga explicaciones a Asensio? ¿Las daría Campo Vidal? Las dio, en efecto, al reconocer que Antena 3 había concedido una opción exclusiva a Canal Plus sobre sus derechos en el fútbol, algo que los firmantes del 24-D habían negado con ahínco. La «traición de Asensio» se había consumado. Se consolidaba en manos de Polanco una situación de doble monopolio: el de los derechos del fútbol y el de su comercialización por la televisión de pago.

A esas alturas, ni a Asensio ni a Campo Vidal les importaban las críticas de sus antiguos aliados en Telefónica. El 10 de enero, Manuel Campo Vidal estaba citado en el despacho del vicepresidente Álvarez Cascos a las cuatro y media de la tarde, pero ese mismo día ETA asesinó en Madrid al magistrado del Tribunal Supremo Martínez Emperador. El vicepresidente se enteró de lo ocurrido mientras almorzaba y desde el restaurante salió de inmediato en dirección al hospital en el que ya se encontraba el cadáver. Mientras departía con la familia de la víctima avisó por teléfono a su secretaría para retrasar media hora la cita, que quedó fijada a las cinco de la tarde.

El caso es que, después de abandonar el recinto de Moncloa, Campo Vidal acudió a una asamblea de clubes de fútbol donde criticó duramente al vicepresidente, «un tío que, habiendo sido asesinado un magistrado del Supremo, tiene la sangre fría de estar hablando de fútbol…». Ese día, Francisco Álvarez Cascos decidió que el señor Campo Vidal no volvería a poner los pies en su despacho «mientras yo esté en el Gobierno».

Entrevistado en la COPE el mismo 8 de enero, el vicepresidente, al mando de las operaciones digitales, aseguraba que «el 77 por 100 del capital social que el 28 de noviembre expresó su intención de participar en ese proyecto está dispuesto a continuar; la apuesta tiene bases sólidas». ¿Y Televisa? Un misterio. ¿Ratificaría Azcárraga el compromiso adquirido o se pasaría con armas y bagajes al ejercito de Polanco, aceptando la oferta que Asensio le había adelantado en Nueva York? Ese era el miedo del Gobierno.

El empresario mexicano no había dicho ni sí ni no. Simplemente se había dejado querer, además de plantear sus dudas ante Ansón, quien avaló la necesidad de ser consecuentes.

—No me lo tienes que explicar, Luis María. Yo he entrado en España de la mano de Aznar, y voy a continuar de la mano de Aznar, aunque me cueste dinero,

Pero la incertidumbre sobre el futuro de Televisa seguía creciendo. Fueron jornadas de nervios, trufadas por el cruce de mil rumores. Hasta que un día el vicepresidente llamó a Ansón y le exigió despejar la incógnita:

—Que eso no es verdad, Paco, que no es verdad. Tengo todavía fresca la conversación con Emilio y no hay nada que os pueda hacer pensar en un giro de esa clase.

—Mira, Luis María, que es posible que no sepas todo lo que está pasando. Yo creo que tendrías que irte a México y aclarar definitivamente esta cuestión.

Ansón viajó a México para encontrarse con un Azcárraga que tenía claro el cuadro general:

—Me he comprometido a firmar con ellos y lo voy a hacer. Dicho lo cual, quiero mostrarte el pelaje de los socios con los que vamos a estar en ese proyecto, mira: Televisión Española debe 400.000 millones de pesetas y pierde más de 100.000 al año, Telemadrid debe 35.000 y pierde 7.000, Televisión Gallega debe 15.000 y pierde no sé cuánto… y así sucesivamente. Comprenderás que yo no puedo andar en compañía de gente a la que no le importa perder dinero porque no es suyo, de modo que vamos a firmar la plataforma, pero luego necesitamos un control, porque a mí me gusta ganar dinero.

—Me parece muy bien.

—Pero tiene que quedar claro qué la decisión de continuar con ese grupo supone un gran sacrificio para nosotros, y quiero que lo tenga claro el Gobierno español.

Azcárraga quería venderle el favor a Aznar, convencido de que si Televisa se retiraba, la plataforma oficial se desmoronaba. Las exigencias del mexicano se tradujeron en la introducción de una serie de cautelas y cláusulas que, por lo demás, iban a hacer prácticamente ingobernable la plataforma. Así, para garantizar que aquello no se convirtiera en una fuente inagotable de pérdidas, se introdujo el derecho de veto para los tres socios fundadores (TVE, Telefónica y Televisa), con independencia del porcentaje que pudieran mantener en el futuro.

* * *

Las incógnitas no habían desaparecido del todo, porque ¿qué iba a pasar con la televisión autónoma catalana, controlada por un Jordi Pujol que, por otro lado, era socio del Gobierno en Madrid? Las presiones del Ejecutivo sobre CiU eran ya tan fuertes que los responsables de TV3 se estaban replanteando su acuerdo con Antena 3 y el Grupo Prisa.

El 18 de enero, Álvarez Cascos, en misión de jefe del cuerpo de bomberos aplicado en la salvación de la plataforma digital impulsada por el Ejecutivo, viajó a Barcelona para pulsar, en unión de los dirigentes catalanes del PP, el grado de desarrollo del programa electoral del partido. Esa era la explicación oficial, porque el verdadero interés del desplazamiento estaba en la entrevista concertada con Pujol.

En un ambiente de relajada cordialidad, el Honorable y su invitado hablaron de casi todo, como es normal tratándose de un hombre a quien la política catalana se le queda minúscula, la española bastante pequeña y sólo se encuentra a gusto en «los grandes expresos europeos». Y naturalmente, hablaron de las plataformas digitales, que era el encargo que el vicepresidente traía de Madrid. Y en el envoltorio de las formas más exquisitas, ambos personajes intercambiaron dardos envenenados por regalo.

—No acabo de entender muy bien, y aprovecho para decirlo delante del vicepresidente primero del Gobierno, por qué el señor Aznar está molesto con nosotros —protestó el Honorable.

—No es que esté molesto o deje de estarlo. ¿Usted sabe lo que firmó TV3 en noviembre pasado?

—Más o menos.

—Pues éste es el documento que firmó TV3 —replicó Cascos, alargando a Pujol una copia—, documento, por cierto, al que fueron invitados el resto de operadores, porque no hay ninguna intención de hacer una plataforma del Gobierno. Ha estado invitada TVE y TV3, que han firmado, pero también Canal Plus y Telecinco, que no han querido hacerlo. Ahí se recoge un pacto entre socios según el cual éstos pueden vender los contenidos de creación propia a otros operadores, siempre que previamente den cuenta de ello al resto de los accionistas. Y aquí hay un socio, que es Antena 3, que ha cogido unos contenidos, el fútbol del que es propietario, y de espaldas a los demás se lo ha vendido a Canal Plus. Y yo le pregunto al señor presidente de la Generalitat de Cataluña: ¿esto les parece bien a los socios de TV3? ¡Porque parece que usted ha bendecido la operación y está animando a TV3 a que siga Los pasos del señor Asensio!… Otro de los compromisos contenidos en ese acuerdo de intenciones dice que un socio no puede estar en dos plataformas a la vez, por todo lo cual le ruego me diga qué va a hacer TV3. El señor Aznar sabe lo que va a hacer Televisión Española, porque TVE ha firmado un documento y va a cumplir sus compromisos, pero ¿qué van a hacer TV3 y la Generalitat? ¿Va a estar TV3 en la plataforma plural que impulsa el Gobierno o se va a pasar a la de don Jesús Polanco, como ha hecho Antena 3?

Jordi Pujol encajó el castigo sin inmutarse, reconociendo que sus muchachos «le habían enredado», porque no le habían contado toda la verdad:

—Creo que hemos sido víctimas de un enredo. A mí, efectivamente, me llamó el señor Asensio para contarme que no podía aguantar, que estaba arruinado y que tenía que vender, porque Telefónica no me compra, Telefónica no me paga, el señor Villalonga no se aclara, mientras que el señor Polanco está dispuesto a poner dinero sobre la mesa.

Pero Pujol aprovechó la oportunidad para contraatacar con un reproche al Gobierno de Madrid.

—Ustedes han llevado este asunto a su manera y a mí no me han informado de nada, silencio absoluto, y por eso ha pasado lo que ha pasado y vienen ahora las quejas. Nosotros hemos estado mal, cierto, pero ustedes tampoco lo han hecho bien, porque han actuado a mis espaldas. Tomo nota y le anuncio mi disposición a resolver este asunto, aunque necesitaré tiempo.

Aquél resultó un viaje de gran importancia para definir el escenario de la televisión digital. El contencioso se resolvería con la integración, en junio del 97, de TV3 en la plataforma plural.

* * *

Asensio no consiguió conducir al grupo Televisa al redil de Polanco, pero aquél fue un fracaso muy relativo. El cántabro estaba en plena degustación del éxito del «pacto de Nochebuena» y Azcárraga podía hacer lo que le viniera en gana, que nada podría ya alterar el curso de los acontecimientos. La pretensión del Gobierno de acabar con el monopolio de la televisión de pago mediante un proyecto alternativo de plataforma digital había fracasado.

No otra cosa cabía esperar de la incapacidad de Mónica Ridruejo para liderar ese proyecto, de la imposibilidad de que Televisa desempeñara ese papel dada su condición de cadena extranjera y de la llegada en tromba de un Villalonga sin la menor experiencia en temas de televisión… Todo un puzzle sin encaje posible que, perfectamente captado y mejor filtrado por Cebrián, sirvió al hombre fuerte de Prisa para expandir por doquier la doctrina de que «estos tíos no van a ser capaces de arrancar, no van a lograr hacer brotar de la nada algo tan complicado (desde el punto de vista de organización, más que de la tecnología) como un canal de televisión».

Fue la especie que los dueños de Prisa «vendieron» entre los poderosos socios financieros en Canal Plus: Emilio Ybarra, Jaime Botín, Carlos March, Isidoro Álvarez… Y ésa era una lluvia que, en pleno mes de enero del 97, calaba en una doble dirección. Por un lado, provocando que la España del dinero, sometida al patronazgo de Jesús Polanco, criticara cualquier iniciativa del Ejecutivo popular contra el cántabro. Por otro, convenciendo a esa misma España de que el duelo Aznar-Polanco tenía un vencedor claro, y que la victoria del segundo significaba la vuelta al poder de Felipe González.

Alineados con Jesús Polanco, los ricos no estaban dispuestos a consentir ni siquiera un rasguño en la epidermis del cántabro. «Lo que tiene que hacer el Gobierno es enfriar el balón por completo —aseguraba un banquero madrileño de primer nivel—. Que sigan adelante, si quieren, con su plataforma digital, pero, naturalmente, sin utilizar el Boletín Oficial del Estado contra nadie».

Todos a favor de Polanco. Y todos argumentando su actitud en razón de ideología, «porque un Gobierno liberal no puede coartar ni amenazar, y mucho menos tirar del BOE a su antojo». A nadie parecía importarle la defensa de la pluralidad y la lucha contra situaciones de monopolio informativo.

Buena prueba de los sentimientos que invadían a la mayoría de los banqueros fue el nombramiento de Germán Ancochea, ex consejero delegado de Telefónica, como asesor del núcleo duro de la compañía, una noticia anunciada por El País con evidente delectación: «Ancochea se encargará de asesorar a BBV y La Caixa en Telefónica, de cuyo puesto de consejero delegado dimitió por incompatibilidad con el nuevo presidente, Juan Villalonga, con quien será habitual que tenga que despachar».

La iniciativa, nada amistosa, era una demostración de falta de confianza del BBV para con Juan Villalonga, y una desconsideración, un golpe bajo a su amigo, José María Aznar, que el presidente devolvió con comentarios ácidos hacia Ybarra.

Villalonga reaccionó al desaire del banquero con el acercamiento a Emilio Botín y al Banco Santander, lo que retroalimentó el sentimiento de malestar existente en los miembros del «núcleo estable» de la operadora. Botín había comprado al menos un 2 por 100 de Telefónica, e Ybarra tenía miedo de que pidiera, y obtuviera, un puesto en el nuevo Consejo que debía formarse el miércoles 29 de enero. El BBV, que había financiado el acuerdo de Polanco con Asensio, tenía cada día más motivos para estar decepcionado con Villalonga.

Al presidente de Telefónica se le percibía tan débil en aquellos momentos que Isidoro Álvarez, presidente de El Corte Inglés, se excusó cuando fue invitado a formar parte del Consejo. Más llamativo aún fue el caso de Guillermo de la Dehesa, un perejil presente en todos los guisos, que, igualmente invitado y temiendo que Prisa pudiera tomarlo como un gesto hostil, optó por pedir el plácet a don Jesús y excusarse ante Villalonga, mira Juan, yo creo que no sería bueno para nadie mi entrada en el Consejo, porque Goldman Sachs (el banco de negocios al que representa en España) no podría aspirar a conseguir un solo contrato de Telefónica, mejor estar fuera…

Tampoco es que Botín se partiera el pecho en defensa del Gobierno Aznar, a quien acababa de hacer un «feo» imperdonable, además de innecesario, con la venta de su paquete en Ebro Agrícolas a intereses franceses, en contra de la voluntad de la ministra de Agricultura, Loyola de Palacio, partidaria de asegurar el control del azúcar en manos españolas a través de la fusión de Ebro con Azucarera. «Ha sido algo gratuito —afirmaba el ministro Rato—, porque nosotros le hubiéramos ayudado a colocar ese paquete al mismo precio entre las cajas. El Gobierno quiere mantener la españolidad del sector, porque, de otra forma, los franceses nos comen».

Pero Botín iba a lo suyo. «Sí, pero él también debe saber que nosotros iremos a lo nuestro». Sobre todo cuando, además, acababa de fichar a Francisco («Paco») Luzón, ex presidente de Argentaría, para tender puentes con Felipe González.

* * *

Aquellos fichajes eran los signos externos más evidentes del ajuste de cuentas que, a nivel subterráneo, estaba teniendo lugar en varias direcciones.

El Gobierno, en efecto, había puesto en marcha una estrategia tendente a estrechar el cerco sobre el «traidor» Asensio. El productor cinematográfico José Frade, dueño del 5 por ciento del capital social de Antena 3, había solicitado notarialmente la realización de una Junta General Extraordinaria para pedir explicaciones sobre el entramado de sociedades paralelas que, de acuerdo con la revista Época, hacían su agosto a costa de la propia Antena 3.

Un aperitivo, porque muy pronto (5 de febrero) iba a llegar a la Fiscalía Anticorrupción una denuncia anónima (que mandó investigar el fiscal general del Estado, Juan Ortiz Úrculo), ampliada quince días después por otra nueva, acusando a Asensio de irregularidades en la gestión de la cadena que presidía. La denuncia decía que el catalán estaba infringiendo la Ley de Televisiones Privadas, al controlar directamente más del 25 por ciento de su capital, y que además se estaba enriqueciendo ilícitamente a su costa.

Pero también Prisa había puesto a funcionar su artillería. Su principal objetivo, al margen, naturalmente, del Gobierno, era Telefónica y su presidente. Juan Villalonga se iba a enterar de lo que significaba en España vivir enfrentado a Jesús Polanco.

El ataque del Grupo Prisa contra los flancos de la operadora era ya total. «Una gestión que genera incertidumbres», titulaba el 19 de enero El País. «Juan Villalonga, amigo personal de José María Aznar, ha construido una trayectoria poco estimulante, empedrada de conflictos notables, en la que destaca, como gran aportación, la entrada en la telefonía de Brasil».

Las dudas que Prisa trataba de transmitir al mercado sobre el futuro de Telefónica se concretaron el 20 de enero, precisamente el día en que la OPV de la operadora salía a Bolsa, en un editorial demoledor titulado «¿Adonde va Telefónica?». Era un intento claro de influir en los mercados financieros para hacer fracasar la operación, lo que seguramente habría significado el final de Villalonga al frente de la sociedad. La amenaza de Jesús Polanco de «cargarse la privatización» se había hecho realidad. De entre todas las páginas «negras» escritas por El País a partir del año 85, ésta es, sin duda, una de las más oscuras[12]. ¿Alguien puede imaginar a Le Monde arremetiendo contra France Télécom o Paribás porque así conviene a los intereses de su dueño?

La misma carga explosiva llevaba la acusación, efectuada por González en persona, según la cual Villalonga había invertido 108 millones de pesetas en acciones de Telefónica, como si esa iniciativa, sinónimo de la confianza de un gestor en el futuro de la empresa que dirige, fuera algo malo o tuviera algo de censurable. Villalonga se defendía: «Ese dinero es toda mi fortuna, más el piso de la calle Serrano y el chalet de Baqueira». Con ese punto naïf que entonces le caracterizaba y que rápidamente iría perdiendo, aseguraba que su gran reto consistía en «convencer a los partidos y a los medios de comunicación de que dejen en paz a Telefónica y no la utilicen como mercancía de cambio en la lucha política…».

* * *

El viernes 24 de enero de 1997 se firmó, por fin, en la sede de Gran Vía 28, el acuerdo societario de constitución de la plataforma digital liderada por Telefónica, un acuerdo casi imposible, trufado de desconfianza y malos augurios. Era un bebé nacido con fórceps, que llegaba con el síndrome de Down del «pacto de Nochebuena».

Desde el 24 de diciembre anterior habían transcurrido los treinta y un días más difíciles de Aznar, un mes en que el imperio de Jesús Polanco parecía dispuesto a pasar como un huracán por encima de un Gobierno que, en minoría, aparentaba ser un mero interregno entre dos largas etapas de felipismo.

«Habíamos quedado a las seis de la tarde y la firma efectiva no se llevó a cabo hasta las once de la noche», asegura uno de los protagonistas. Carente del arrojo necesario para decir «no», Mónica Ridruejo se presentó a la ceremonia dos horas más tarde de la fijada, un retraso consciente, cabreado, ácido. «Me dio la sensación de que llegó tarde porque estaba ya destituida y se negaba a asistir, pero el Gobierno la obligó a ir, le hizo pasar por el vía crucis de estampar su firma de derrotada en un documento que, de acuerdo con los planteamientos que se habían hecho en el verano del 96, debía haber refrendado su liderazgo personal». Fue el último documento que rubricó como directora de RTVE.

La firma, sin embargo, no pareció impresionar demasiado a un Cebrián que, aferrado al leit motiv de que «estos tíos no arrancan», seguía expandiendo el mensaje de que «la plataforma del Gobierno» no pasaba de ser una ensoñación que jamás lograría hacerse realidad.

Enfermito, parapléjico y necesitado de incubadora, el acuerdo del 24 de enero significó, sin embargo, un serio contratiempo para las pretensiones exclusivistas de Jesús Polanco y un aldabonazo para los banqueros que vivían entregados a sus tesis. Porque esa firma hizo ya pensar a los más avezados que no era verdad que el bloque «gubernamental» se fuera a desintegrar: algo empezaba a funcionar y había que tenerlo en cuenta; el Gobierno respaldaba de forma activa aquella idea, y no fuera a resultar que…

La confianza absoluta en que Polanco iba a ganar la partida comenzó a resquebrajarse. Si a ello se añade la percepción de que el Ejecutivo estaba dispuesto a sacar unas leyes que podían reventarle el negocio a Polanco, el resultado fue que los llamados poderes financieros empezaron a tentarse la ropa.

Por si fuera poco, pasados los primeros ardores amorosos, entre Polanco y Asensio se fue instalando el muro que siempre los había separado por trayectoria, vocación y proyección. Había, además, otro elemento que había empezado a pesar de forma decisiva en la balanza del mundo del dinero, y era un escenario económico muy esperanzador, triunfalista incluso, que para entonces se abría ya ante el Gobierno Aznar, «Tenemos tres años agrícolas garantizados con las lluvias —aseguraba Rodrigo Rato—, un turismo pujante y unas exportaciones que van muy bien, y si a ello le sumas que no hace falta ser un lince para saber que los tipos de interés se van a situar en el 5 por 100, una revolución para este país y una putada para los banqueros, pues llegas a la conclusión de que esto va a ir como un tiro».

La impresión existente era que la economía estaba creciendo ya por encima del 3 por 100. «Ahora somos más dueños de la situación que hace tres o cuatro meses, y de aquí en adelante empieza el partido. Ahora vamos a fajarnos de verdad con el PSOE, y eso de que Felipe tiene tan fácil el regreso, para nada».

Desde el balcón del éxito económico, Rato empezaba a mostrar sus poderes: el de un equipo de profesionales potente y sin fisuras: Cristóbal Montoro a los mandos de la nave, Folgado en Presupuestos, Costa en Hacienda, Norniella en Comercio. Y en los segundos niveles una serie de gente joven de alta capacitación profesional.

Frente a este equipo, la incoherencia de muchas de las iniciativas que surgían del entorno de un presidente esclavo de su agenda, convertido en un ministro más obligado diariamente a negociar, intermediar, discutir y dedicar mucho tiempo a una «gestión política» difícilmente improvisable. Una tarea necesitada de mucho capital político, mucha «masa gris» y, en definitiva, un equipo fuerte y cohesionado que parecía brillar por su ausencia y que explicaba las frecuentes meteduras de pata de Moncloa.

Se estaba consolidando ya la que sería principal pauta de comportamiento de toda la legislatura: la contradicción, a menudo deslumbrante en su evidencia, entre lo bien que le estaban saliendo al Gobierno popular las cosas serias, aquellas en las que se presumía iba a tener grandes dificultades, y lo mal que le salían las sencillas (especialmente la política de comunicación), a cuenta de los «berenjenales» en los que a menudo le metía la torpeza de algunas de sus gentes.

Al PP le habían salido unos Presupuestos Generales del Estado que estaban sirviendo para catapultar la recuperación económica y la confianza internacional en España, amén del despegue de las bolsas, con su correlato de control de inflación y bajada de tipos de interés. Pero donde más habilidad política estaba demostrando era en el trato con los sindicatos, justamente allí donde muchos presumían un choque de trenes. En pleno invierno del 97, Aznar había tenido la habilidad de dejar que patronal y sindicatos se fajaran en la negociación de una reforma laboral que, de llegar a buen puerto, supondría un duro golpe para el PSOE.

* * *

Jesús Polanco supo que el Gobierno de José María Aznar había decidido no dejarse avasallar el mismo día en que se firmó la constitución de la plataforma impulsada por Telefónica. En efecto, aquel 24 de enero, el Consejo de Ministros acordó remitir al Consejo de Estado un reglamento que fijara la homologación de los descodificadores de la señal televisiva.

Se trataba de hacer posible que un mismo descodificador sirviera para recibir en los hogares cualquier programa emitido por satélites de televisión digital, de forma que el usuario pudiera ver con el mismo aparato todos los canales ofertados sin necesidad de instalar un enjambre de descodificadores en casa. El ardid técnico empleado para la ocasión («El desarrollo de la Ley del Satélite y el cumplimiento de la directiva 95/47 aprobada por la Unión Europea) apenas conseguía travestir una medida destinada a impedir que Polanco consolidara su monopolio de la televisión de pago.

Se trataba de una respuesta «política y jurídica adecuada al desafío del pacto de Nochebuena», según El Mundo, aunque en realidad era el intento oficial de retrasar el inicio de las emisiones de la plataforma digital de Polanco para dar tiempo a la puesta en marcha del proyecto liderado por Telefónica.

Aquella tarde, Jesús Polanco, que días antes había llamado a Moncloa para «pactar la victoria» del 24-D con un Aznar que le remitió al ministro Arias-Salgado como interlocutor, lanzó al presidente un desafío de los que difícilmente se olvidan:

—¡Eso a mí no me lo hace ni tú ni nadie —bramó al teléfono el editor.

—Oye, Jesús, modera ese tono, que estás hablando con el presidente del Gobierno de la nación.

—¡Estoy harto de hablar con presidentes mucho antes de que tú te asomaras a la política!…

Aznar, frío como un témpano, le envió un mensaje desde Ávila: «El Gobierno no entiende la política como un pulso, pero tampoco los admite».

Polanco reaccionó como picado por el alacrán: «Aznar trata de impedir por decreto la salida de la plataforma digital de Canal Plus», decía a cuatro columnas la primera de El País del 25 de enero, sin duda uno de los titulares más llamativos de la historia del diario. Era el toque de rebato. Nunca como hasta entonces se había puesto tan en evidencia la utilización de un medio de comunicación al servicio de los negocios de su propietario. Muchos miles de millones de pesetas estaban en juego.

La edición del domingo 26 de enero de 1997 del diario era digna de coleccionistas. Una abrumadora exhibición de nervios: un recuadro de apertura en portada («Objetivo: acabar con Polanco»), un largo editorial («Se olvida [el Ejecutivo] quizás de que España es desde hace once años un país miembro de la Unión Europea y no una república bananera donde los caprichos del que manda se cumplen de inmediato»), dos páginas en la sección de sociedad y tres más en el cuadernillo central de los domingos. Todo para denunciar, primero, la presunta conspiración del Gobierno Aznar y sus aliados para acabar con el dueño de Prisa, y segundo, para demostrar cuán cargado de razones se hallaba el Grupo para hacer valer sus derechos sobre el mercado de la televisión digital en España.

En su primera edición (provincias) el diario aseguraba que «José María Aznar recomendó personalmente a Pedro J. Ramírez que implicara expresamente en el caso Ferrer Europa [un escándalo de menor cuantía publicado en El Mundo] al presidente de Prisa», una afirmación verdaderamente insólita, porque, ¿cómo había podido enterarse El País de tal cosa? ¿De nuevo las «escuchas aleatorias» del Cesid? Por fortuna, el diario retiró la «perla» en su edición de Madrid.

«En un país democrático un Gobierno no puede gobernar por decreto contra una empresa privada a favor de otra», aseguraba, por su parte, el PSOE. «Los felipistas se han puesto al servicio del afán compulsivo de dominio y de dinero del gran patrón de Prisa. Ellos sabrán por qué», contraatacaba El Mundo con dureza en su editorial del domingo 26 de enero.

Dos días después, El País publicó otro de sus demoledores editoriales, titulado «Digital viene de dedo», en el que venía a amenazar a Aznar con desestabilizar su Gobierno, posibilidad que paladinamente se arrogaba Polanco, privándole del apoyo de los nacionalistas de CiU, si seguía empeñado en «despeñarse por la pendiente del abuso, el amiguismo y la arbitrariedad».

Todo esto, y mucho más, lo escribía el diario que durante años había sido para cientos de miles de españoles paradigma de objetividad e independencia informativa. El mismo diario, y el mismo grupo, que a partir de entonces empezaron a acusar al Gobierno de «crispar la vida política española», expresión que, con la fuerza de una frase hecha, acompañó a los españoles como una pesadilla a lo largo de 1997.

En la burra de «la crispación» se montaron todos los medios con querencia al felipismo, caso de La Vanguardia (grupo Godó) o El Periódico de Catalunya (propiedad de Asensio), entre otros muchos, pero también televisiones como Telecinco. El que crispaba, naturalmente, no era el grupo Polanco, sino el Gobierno Aznar, a quien El País auguraba «un final similar al de Romanones».

El conflicto, que con gran aparato eléctrico había estallado en los medios de comunicación, volvía a partir en dos, a la secular y española manera, la opinión y los corazones de los ciudadanos, obligando a «retratarse» a mucha gente. Así, el Gobierno había concedido al Consejo de Estado un plazo de apenas cinco días para decidir si el proyecto respondía o no a la comentada directiva 95/47, de modo que el Consejo de Ministros del viernes 31 de enero pudiera aprobarlo definitivamente para su publicación en el BOE del sábado 1 de febrero. Y ocurrió que, en la votación pertinente, votaron en contra Arozamena y Rodríguez Piñero, mientras que se abstuvo, sorpresa, Íñigo Cavero, un hombre colocado al frente del citado Consejo por Aznar, y a quien Aznar había hecho saber la importancia de la unanimidad en esa votación.

El 28 de enero, la Comisión Europea, el árbitro con el que ninguno de los contendientes parecía haber contado, emitió una primera señal desde la cueva de Bruselas. «La principal preocupación de la Comisión es que el descodificador no se convierta en un instrumento para que el propietario pueda crear una posición dominante». Capón a Prisa. «La Comisión vigilará si el nuevo reglamento español es intervencionista». Capón al Gobierno.

* * *

Nada podría impedir, sin embargo, la presentación en sociedad, el 30 de enero del 97, de Canal Satélite Digital, participada por Sogecable (85 por 100) y Antena 3 (15 por 100), que a partir de ese día empezó a emitir veinticinco canales de televisión vía satélite desde Luxemburgo.

El evento se convirtió en una magnífica demostración del poder de Jesús Polanco, que, en un acto multitudinario, rodeado de la créme del mundo del dinero, levantó su dedo admonitorio de predicador para advertir al Gobierno Aznar: «No toleraremos, aunque nos cueste carísimo, un abuso de poder a nuestra costa». Hablando en el plural mayestático de las grandes dignidades, el cántabro estaba escribiendo un nuevo capítulo del libro Santillana sobre el Apocalipsis que nos espera si no nos convertimos a la única fe verdadera. La suya.

Aquel día, el poder surgido de una costilla de los libros de texto, teología digital, bajaba del Sinaí con el mensaje de que había empezado la pax polanquil reducida a la humilde aceptación de la voluntad del César cántabro. El editor, no sin sorna, se congratuló del arranque de la oferta liderada por Telefónica, «aunque no tiene programas ni descodificadores, sólo la voluntad de hacerse…».

En torno al gran capo se hallaban sus ricos socios, empezando por Carlos March y terminando con Jaime Botín, que, con Emilio Ybarra, componen la «tríada feliz» del capitalismo español, tres florones, tres apellidos rendidos a los pies del dueño de Prisa. Si se repara en el dato de que tras Antonio Asensio se erigía la sombra del «pagano» Amusátegui y su BCH, se llega a la conclusión de cuán dispar era la pelea digital en el terreno de los poderes financieros. En efecto, con Polanco se encontraba toda la banca española, banca que desde el año 82 venía sosteniendo el entramado de un partido con alma de PRI y carnet de socialista y obrero: Felipe, Polanco y la gran banca, como trasunto de un esquema de poder surgido en la España del posfranquismo que, de pronto, se sentía amenazado por un tipo seco y estirado como Aznar, llegado al Gobierno en representación de una derecha de nuevo cuño que no le debía casi ningún favor a casi nadie.

Era jueves y estaba expuesto el cuerpo incorrupto de Jesús Polanco en la hornacina del altar digital, y a sus pies se movía, en aplicada audiencia, el mundo de la cultura, el espectáculo, la música, Miguel Ríos, Amenábar, Jaime de Armiñán y muchos más, esos mundos que festonean su imperio, que viven, pastan y abrevan en sus aguas, genuflexión al canto, porque a ver quién es el guapo que quiere hacer algo en la industria cultural española y no rema a favor de corriente en el río de Prisa, y ración de oración doble por el rito polanquil para los agnósticos. Por supuesto, en torno a don Jesús, todo su colegio cardenalicio, los eternos, sempiternos e inevitables Plácido Arango, Leopoldo Rodés, Mendoza, Matías Cortés…

Al día siguiente, El País publicaba en su portada una foto del acto que valía más que mil palabras. Era la foto del éxito, de izquierda a derecha Juan Luis Cebrián, Pierre Lescure (Canal Plus Francia), las manos entrelazadas en torno a Polanco, el centro, y luego Antonio Asensio, encantado de hacerse conocido, y Carlos March, el último de la derecha, la riqueza por antonomasia en España. El nieto de Juan March Ordinas, el «pirata del Mediterráneo», parecía no encontrarse a gusto, como si le diera reparo salir en tan obscena demostración de pleitesía, y no quería, pugnaba por irse, no deseaba salir en la foto, pero Asensio lo tenía bien trincado y no le dejaba escapar, a mojarse tocan…

En la fiesta —y en la foto— había una ausencia significativa: la de Emilio Ybarra, presidente del BBV, socio de Polanco en Canal Plus y Sogecable (15 por 100 del capital), que había hecho mutis por el foro mandando en su lugar a un par de subalternos. Y esa ausencia —como el miedo de March a salir en el retrato— no pasó desapercibida.

* * *

El Consejo de Ministros del viernes 31 de enero aprobó un real decreto-ley por el que se adaptaba el Derecho español a la directiva 95/47 sobre la transmisión de señales de televisión, además de aprobar también el Reglamento de la Ley de Telecomunicaciones por Satélite.

Canal Satélite Digital quedaba en la ilegalidad al publicarse en el BOE al día siguiente, 1 de febrero, dicho Reglamento, que obligaba a todas las empresas a inscribirse en un registro en el Ministerio de Fomento antes de empezar a emitir, trámite en el que debería demostrar que su descodificador digital era compatible con el de otros operadores.

Paralelamente, y disfrazadas de medidas para liberalizar el sector, el Ejecutivo enviaba dos «recados» a Jesús Polanco en ese mismo BOE, Primero: el IVA de la televisión de pago subía del 7 al 16 por 100. A Polanco se le evaporaba uno de los privilegios que, en 1992 y por real decreto, le había concedido el Gobierno González al equiparar dicho IVA con el de la vivienda o los alimentos. Segundo: las operadoras no podrían beneficiarse de las fianzas cobradas a los abonados por darse de alta en el servicio, fianzas que deberían quedar depositadas en un fondo.

Lo divertido, hasta rozar lo cómico, del caso era que el autor intelectual de las tres medidas que iban a suponer un serio castigo a la cuenta de resultados de Polanco no había sido un mago de Moncloa, no, sino el «camarada» Antonio Asensio, ni más ni menos, que en el otoño pasado, en plena refriega mediática y judicial con el dueño de Prisa, se acercó un día por el despacho de Miguel Ángel Rodríguez en Moncloa para pedir árnica:

—Bueno, y ¿qué se puede hacer contra Polanco? —le preguntaron.

Y Asensio volvió unos días después con un papel en el que disparaba cinco medidas como cinco puñales contra el imperio del cántabro, entre las que se encontraban las tres (descodificador neutral, IVA y depósitos) aparecidas en el BOE del 1 de febrero. Era el caso del general que cambia de bando pero no se lleva el plano de las minas que ha dejado camufladas por el terreno.

El Consejo de Ministros de aquel 31 de enero había decidido también regular el fútbol por televisión mediante una ley orgánica que aseguraba el libre acceso a los partidos más importantes, considerando que en el caso de las retransmisiones deportivas estaba en juego el derecho constitucional a la libertad de información.

La iniciativa del Gobierno fue recibida en el Grupo Prisa como es de imaginar. De hecho, la primera decena del mes de febrero del 97 quedará en las hemerotecas como ejemplo de la utilización de un grupo mediático en defensa de los intereses mercantiles de su propietario. El calificativo más liviano que aquellos días se aplicó a Aznar en los aledaños del Grupo fue el de «fascista», epíteto que González y Guerra alternaron con el de «estalinista».

El editorial «Fuera máscaras» de El País, 5 de febrero, es, sin duda, una pieza «retro» digna de figurar en el museo de los horrores del periodismo escrito: «Empezamos a sospechar que nos encontramos ante una mezcla de estilos entre la bravuconería fascista y la manipulación informativa, en la que eran expertos los nazis». Nazis y fascistas. «Caída ya su máscara centrista, la España profunda se levanta del sueño».

No faltó quien, temiendo que la cuenta de resultados de Polanco quedara afectada por la nueva legislación, se apresuró a teorizar sobre «la democracia en peligro». Hasta Antonio Gutiérrez, líder de CC.OO., entró en liza calificando al Gobierno de «autoritario» por haber recurrido al decreto-ley para regular la televisión digital, además de considerar injusto el «acoso» del Ejecutivo a Canal Plus. La tortilla ya estaba completa: la izquierda, más los sindicatos, por un lado. La derecha, por otro. Como mandan los cánones.

Los dos bandos (PP y PSOE) se enfrentaron en el albero del Congreso de los Diputados el 13 de febrero con motivo de la convalidación del citado real decreto-ley que incorporaba al Derecho la Directiva 95/47 de la UE.

«Piénsese en el contrasentido que supondría —reflexionaba el ministro Arias-Salgado desde la tribuna de oradores— que para la recepción de cada una de las señales de televisión que habitualmente recibimos los españoles fuese necesario el uso de un televisor diferente…». Aquello parecía muy obvio, pero no para Alfredo Pérez Rubalcaba, el más bravo de los caballeros que se sientan en torno a la tabla redonda del Lancelot de Prisa, siempre dispuesto a reñir las batallas que sea menester a mayor gloria de Polanco.

Socialistas y populares se enzarzaron en uno de los debates más duros que recuerda la historia de la democracia. Gritos, insultos, abucheos, protestas y aplausos acompañaron las intervenciones del portavoz socialista y del ministro de Fomento.

Rubalcaba hizo una defensa de las tesis de CSD que no hubiera mejorado ni el más cualificado de los empleados del cántabro. El objetivo del decreto era «perseguir y castigar a aquellos medios de comunicación que se resisten a ser meras correas de transmisión de las intenciones del Gobierno»[13].

Nunca como hasta ese debate se había visualizado con tanta nitidez la ligazón simbiótica existente entre Prisa y PSOE, entre PSOE y Prisa, entre un partido político de base social de izquierdas y un grupo de comunicación propiedad de una de las grandes fortunas españolas, unidos en atípico sindicato en la defensa de un interés compartido: el poder, en el caso del partido; el dinero, en el del editor.

El decreto fue convalidado con el apoyo de todos los grupos a excepción del socialista.

* * *

El Gobierno había metido un par de «hachazos» muy considerables a los intereses de Polanco, pero aún no le había rozado un pelo a Antonio Asensio. Precisamente por eso, y porque ya le habían llegado noticias de la denuncia ante la Fiscalía Anticorrupción, el editor catalán era un hombre asustado, que a lo largo de febrero y marzo se ofreció como mediador, asegurando que él «podía arreglar con Polanco el tema del descodificador y el accionariado de una plataforma conjunta». El catalán se mostraba, además, dispuesto a garantizar la apertura de contrato del fútbol al resto de los operadores.

El 17 de febrero Asensio pidió audiencia y fue recibido por Álvarez Cascos, ante quien trató de justificar el «pacto de Nochebuena» en los términos ya conocidos. «No me dejaron más alternativa, porque yo necesitaba dinero y Villalonga no estaba dispuesto a dármelo». Fue un encuentro que empezó frío y terminó gélido.

Al día siguiente, Asensio tuvo que pasar el trago de la Junta Extraordinaria de Accionistas de Antena 3 solicitada por José Frade. El mayor disgusto del día, con todo, fue la ausencia del BCH, su tradicional financiador. Ese día, el editor pidió a Polanco que llamara a José María Amusátegui y le convenciera de que asistiera a la Junta. El de Antena 3 había tomado el desafío de Frade como un plebiscito personal. Pero Amusátegui, fino olfateador de los vientos de la política, se excusó ante el dueño de Prisa.

Los apuros de Asensio eran entonces vividos como propios por Polanco. Se trataba, según el diario El País, de una «persecución inmoral y estúpida que el Gobierno ha lanzado contra los medios de comunicación que no le son sumisos».

Álvarez Cascos volvería a ver a Asensio el 4 y el 18 de marzo. En teoría, Polanco y Asensio estaban perfectamente coordinados por aquel entonces, de modo que el de Zeta era una especie de embajador plenipotenciario del cántabro para tratar el espinoso asunto de los descodificadores, que caía dentro del radio de acción del vicepresidente.

Tras la aprobación del decreto del descodificador, Cascos se iría retirando de forma paulatina de primera línea. «La Administración puede llegar hasta el final en la negociación de las reglas del juego, pero, una vez aprobadas, el protagonismo pasa ya a los empresarios con intereses en el sector, que son los que deben negociar».

A estas alturas, el grupo Prisa había encontrado una nueva vía para hacer daño al Gobierno: Maastricht. Colocar tachuelas en el camino de España hacia Europa. El señor Polanco, todo un patriota, no tenía reparos a la hora de poner en peligro la entrada de España en la primera velocidad europea con tal de vengarse de Aznar. En efecto, las dudas sobre la plena integración de España en la UE se repetían un día sí y otro también, estrategia a la que se apuntaban El Periódico de Catalunya y La Vanguardia.

Decididos a castigar los pecados digitales de Aznar, las fuerzas combinadas de PSOE y Prisa parecían dispuestas a todo: desde provocar el pánico en los mercados bursátiles con la tesis de un eventual retraso de la entrada de España en el euro a la paralización de las negociaciones en curso sobre la reforma del mercado laboral.

Ambos ejércitos se encontraban en lo más crudo de la batalla, en esa hora decisiva en la que, como decía Napoleón, la iniciativa y el valor de un solo hombre puede inclinar la balanza de uno u otro lado sobre el campo sembrado de cadáveres. La idea, tan querida por los Polancos, de una inmediata vuelta del PSOE al poder, que la debilidad de Aznar había alimentado en el primer semestre de su mandato, se esfumaba a gran velocidad. Era necesario un último esfuerzo. Había que lanzar la guardia imperial al ataque.

El Grupo Prisa era el escaparate por el que diariamente desfilaba un muestrario de desastres varios. Todo iba mal, todo estaba mal, todo se hacía mal en la España de Aznar.

«El pobre Polanco se ha convertido en “Fuerte Álamo” y está atacado por todas partes, con lo cual todos los “David Crockett” de España y de Iberoamérica deben cerrar filas en su defensa —escribía Carlos Semprún Maura—, y tanto batiburrillo ¿por qué? ¿Cuál es el objetivo de tantas picas en Flandes? Pues, el fútbol, señores, ¡el fútbol! No el euro, Maastricht, el paro, Filesa, el GAL o los papeles del Cesid. Sólo el fútbol ha podido con los nervios de los mayordomos de Polanco».

Se trataba de un enfrentamiento entre dos poderes. El de un editor que, con el respaldo del primer partido de la oposición, se sentía capaz de amenazar al Gobierno con desestabilizar su pacto con CiU y obligarle a convocar elecciones anticipadas, o con boicotear la entrada en Maastricht, o con poner a la intelligentsia europea en su contra, y el de un Gobierno de centro-derecha obligado a hacerse respetar si no quería regresar a las catacumbas para otros quince años.

En realidad, era el enfrentamiento entre la España fosilizada y corrupta que feneció el 3 de marzo del 96 y que, reclamando derechos adquiridos, se negaba a desaparecer, y la España urbana que tímidamente aleteaba con la vista puesta en la Europa unida, una España que necesariamente debería ser distinta, más abierta y más rica, más dependiente de la inteligencia y el esfuerzo personal y menos de las relaciones espurias, el amiguismo y el miedo.

Pero la definitiva explosión de nervios del polanquismo iba a producirse el 28 de febrero con el anuncio de que el juez Gómez de Liaño aceptaba una querella del abogado Sainz Moreno contra veinte consejeros de Sogecable y el auditor José Antonio Rodríguez Gil, a quienes se acusaba de apropiación indebida, falsedad, estafa y delito societario en la gestión de la antigua Sociedad de Televisión Canal Plus S.A. y de su filial Sogecable. El auto prohibía salir de España sin permiso judicial a Polanco, Cebrián, José María Aranaz y Rodríguez Gil.

A las seis de la tarde de ese 28 de febrero Jesús Polanco, presidente de Sogecable, subía las escaleras de la Audiencia Nacional para verse las caras por primera vez con el juez Gómez de Liaño, que le notificó el contenido de la querella.

Una foto a cuatro columnas publicada en El País del día siguiente, 1 de marzo, mostraba a un Polanco envejecido y diminuto, embutido en una chaqueta sobrada de tiro que parecía desbordarle cual casulla de cura, llevándose ambas manos a la tripa, quizá preocupado por la cartera, la vista perdida, fija al frente, como tratando de sobrellevar la afrenta.

El dueño de Prisa caminaba escoltado a su derecha por Matías Cortés, gran camarlengo del imperio polanquil, rechoncho como el amo, la corbata azul oscura recorriendo la impresionante tripa para bascular, fláccida, a la altura de la bragueta, los brazos, cortos, colgando inertes como atrofiado artilugio de robot, mecánica mínima de manos rebosadas por sobredosis de manga, dos hombres sin cuello, dos nobles testas pegadas a un cuerpo, caminando ofendidas hacia un futuro de ignominia.

Y a la izquierda de Polanco, Juan Luis Cebrián, barba canosa y risa de conejo tras unas gafas de intelectual demodé, que con su mano izquierda parecía pugnar también por asegurar su cartera, quizá sacarla para extraer su carnet de identidad, él, el hombre que trajo la democracia a este país, famoso entre mil, obligado una vez más a identificarse ante un juez don nadie.

Tanto él como Polanco tenían prohibida la salida de territorio nacional, y más de uno se chanceaba, en el ruedo periodístico madrileño, con la posibilidad de que cuate Cebrián se viera en la tesitura de tener que leer su discurso de ingreso en la RAE escoltado por la pareja de la Guardia Civil.

Se confirmaba: Polanco era víctima de una conjura urdida entre el Gobierno, ciertos medios de prensa y algunos jueces para acabar con él y con su grupo mediático. «Un peldaño más», titulaba «Big Bertha» su editorial del 2 de marzo («temerario y retador», como en privado lo calificó uno de los más importantes socios de Prisa).

«Todo un Gobierno fascistizado, mussolinista, franquista, lanza su peso contra una empresa que emite información y opinión —decía Eduardo Haro Tecglen en la edición de ese 2 de marzo—. La quiere ahogar y, como siempre, su objetivo es la cárcel. González sabía, mucho antes de perder las elecciones, que lo que querían no era sólo quitarle el Gobierno, sino meterle en la cárcel. No cejan. Recuerdo que en las vísperas del 36, luego del 39, nadie creía que le iban a encarcelar; menos que le iban a matar. Yo mismo estoy seguro que no me va a pasar nada. Y ¿quién sabe? Quizá los pistoleros andan ya limpiando sus armas, cuando sus antiguos camaradas empiezan a acudir a los juzgados a denunciar…».

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Algo importante estaba pasando, que nada tenía que ver con lo que El País estaba contando a sus lectores: la tradicional soberbia de los Polancos se estaba viniendo abajo con estrépito, y la altanería estaba siendo rápidamente sustituida por el miedo.

Las campanas tocaban a rebato: había que defenderse de aquel Gobierno que iba a durar menos que un caramelo a la puerta de un colegio, había que apoyar al amo, de pronto sorprendido con las manos en la masa de la ingeniería financiera en Sogecable, como tantas otras preclaras figuras del felipismo. El amo podía acabar con sus huesos en la cárcel. El envite era tan fuerte que todos los que de una u otra forma comen/comían del amo, de su grupo de empresas, sus periódicos, sus radios, sus editoriales, su industria del cine… todos iban a ser llamados a filas, convocados a poner su firma a pie de página en apoyo del jefe, todos iban a ser obligados a «retratarse» en defensa de Jesús del Gran Poder.

Fracasada su pretensión de echarle un pulso al Gobierno democrático de un país industrializado, Polanco y Cebrián se iban a lanzar a partir de ese 28 de febrero por la senda del victimismo y la conjura política, cuando la cuestión se limitaba a responder cumplidamente a la siguiente pregunta: ¿qué había pasado con los depósitos que los abonados de Canal Plus habían entregado en garantía? ¿Podían disponer libremente de esos 23.000 millones de pesetas sin permiso expreso de los depositantes? ¿Qué decía al respecto la legislación vigente?

Como curioso correlato al nuevo escenario, Jesús Polanco, un hombre que jamás se había prodigado en ese tipo de actos, se lanzó a una rueda de apariciones públicas a la manera de un político en campaña, festejos varios e incluso homenajes, como el que la Asamblea de Cantabria le ofreció nombrándole hijo adoptivo de la comunidad «por su defensa de las libertades». El negocio de la libertad seguía dando réditos, incluso honoríficos.

Pero la gran traca del polanquismo iba a llegar con la publicación de una carta que, promovida por un grupo de empleados distinguidos, algunos de los cuales participan en consejos de administración de sus empresas (Fernando Savater, Javier Pradera, Juan Cueto, Vicente Verdú, Maruja Torres, Rosa Montero, Juan Cruz y Joaquín Estefanía), se había pasado a la firma de escritores, intelectuales y artistas de ideología progre de Europa y América en defensa del Grupo Prisa, «objeto de una campaña de descrédito profesional y personal que trata de minar su honorabilidad y la credibilidad e independencia de El País».

Encabezaban el ranking de firmantes gente de tanto pedigrí como García Márquez (que actuó de recolector de firmas), Norberto Bobbio, Umberto Eco, Norman Mailer, Carlos Fuentes y Susan Sontag. «El escrito será publicado en algunos de los principales diarios del mundo en los próximos días —decía el periódico—. Varios de los directores firmantes han anunciado que seguirán la evolución de este caso en España y Europa».

«El mecanismo elegido es el de un manifiesto tan grande, tan lleno de firmas, tan cuajado de famosos, tan trufado de bellos y bellas, tan abrumadoramente representativo del poder del Imperio —escribía Jiménez Losantos el jueves 20 de marzo—, que piensan conseguir que el Gobierno se arrugue, los jueces se encojan y los pocos medios que todavía no ha controlado o neutralizado Polanco vacilen y se rindan. En realidad, lo que Polanco prepara no es un manifiesto, es, en el sentido profundo del término, un pronunciamiento […] que está mostrando su mayor fuerza en el mundo artístico, donde actores, directores, productores, cantantes, músicos y titiriteros están, de una u otra forma, atados por el bolsillo a la causa de la mayor faltriquera de España».

Aquél era un pulso que los padres putativos de la «política de la crispación» le echaban al Gobierno. Pero un pulso desde el miedo, no ya desde la soberbia de meses atrás. El Imperio vendía entre la progresía internacional que la admisión de una querella por presunto delito de apropiación indebida y falsedad documental era «una agresión a la libertad de expresión». Sin embargo, en el caso Sogecable, un escándalo que alcanza de lleno al pulmón ideológico del Régimen de la transición, no se iba a juzgar a Polanco y Cebrián por lo que habían dicho, sino por lo que habían hecho.

El «banderín de enganche» de Prisa tuvo un amplio eco en la prensa internacional, poniendo otra vez de relieve un fenómeno curioso, digno de un análisis pormenorizado: la extraña conducta de los corresponsales extranjeros acreditados en España que, tras años de encantamiento con el fenómeno Prisa-PSOE, cuyos desmanes, salvo honrosas excepciones, habían callado complacientemente, seguían anclados en los viejos tiempos, enviando al exterior mensajes muy negativos sobre Aznar y su Gobierno.

Crecido por el aluvión de celebrities de medio mundo (hubo un firmante de Martinica, otro de África del Sur y un tercero de Georgia, como nota de exotismo) estampando su firma a pie de página en solidaridad con el grandísimo líder de Prisa, su palafrenero mayor, Juan Luis Cebrián, decidió llevar el enfrentamiento a la Asamblea del Instituto Internacional de Prensa (IPI). Imposible imaginar un marco más adecuado para voltear internacionalmente la perversidad de la derecha española, empeñada en atentar contra la libertad.

La cita era en Granada, y allí, ante un selecto auditorio de periodistas y directores de medios de todo el mundo, Cebrián pidió que el IPI investigara el «acoso» al que el Grupo Prisa estaba siendo sometido por el Gobierno Aznar, reclamando nada menos que el envío a España de una «misión internacional para investigar las situaciones que se han creado en este país que suponen un retroceso de la libertad de prensa».

Al corte salieron dos periodistas hispanos, José Luis Gutiérrez y Víctor de la Serna, para solicitar que la Asamblea investigara también los «abusos de Prisa» durante los años del felipismo. En un comunicado distribuido entre los quinientos participantes del congreso, ambos afirmaban que «Prisa confunde el final de los privilegios especiales de que ha gozado bajo el felipismo con el inicio de una supuesta censura».

En la jornada de clausura, el 26 de marzo, el propio Aznar intervino en la pugna con un alegato de una contundencia poco frecuente en él. El presidente denunció, en efecto, «la utilización clientelar de los Presupuestos del Estado y el privilegio legal concedido a los grupos más afectos al poder. Esta es una concepción arrogante de la política, una interpretación interesada del mandato electoral y una extralimitación de la legitimidad democrática que otorgan las urnas».

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A pesar de la «leña» que se propinaban en público, ambas partes seguían negociando en privado, dentro de un clima tan civilizado, tan de guante blanco, que dejaría sorprendidos a quienes, desde las tribunas de los medios de comunicación, se arreaban estera sin rasgo de misericordia.

En efecto, el 5 de marzo Álvarez Cascos recibió a Polanco en un almuerzo privado celebrado en el recinto de Moncloa. Y volvió a recibirlo a las doce de la mañana del 17 del mismo mes para mantener una larga conversación, mano a mano, en el despacho del vicepresidente. Jamás apareció la menor mención a estas entrevistas en las páginas de El País.

Polanco vendía una versión sui generis del «pacto de Nochebuena» entendido como la culminación de un proceso en el que había terminado por imponerse la lógica empresarial. Después de la tensión a que tanto él como Asensio habían estado sometidos en 1996 durante la llamada «guerra del fútbol», ambos se habían visto obligados a entenderse. «Y a partir de ahí veo con sorpresa que se presenta una historia en la cual yo voy de ganador, y no es eso, no señor, porque Asensio (40 por 100) y TV3 (20 por 100) comparten los mismos intereses en Audiovisual Sport, y ése es un acuerdo contra mí, en el que yo voy de perdedor…».

Pero el verdadero objeto de ambas reuniones, como de todas las que Cascos mantuvo con distintos interlocutores, era buscar un punto de encuentro entre las dos plataformas tendente a su fusión en una sola, proceso que la Administración podía facilitar regulando de una manera concreta la entrada en servicio de la tecnología digital.

Cuatro eran los grandes puntos en litigio a la hora de diseñar esa plataforma única: la composición del accionariado, la elección del satélite, el tipo de descodificador, y la gestión de la futura sociedad conjunta.

El acuerdo parecía imposible. Para el cántabro, una plataforma digital es, fundamentalmente, una organización de gestión de abonados, como activo principal, y un descodificador experimentado desde el punto de vista tecnológico. Y CSD disponía de un descodificador suficientemente probado, de un catálogo de abonados y de experiencia suficiente para gestionar todo ello. En resumen, Polanco y sus socios contaban con el principal activo del negocio, puntos determinantes en una estrategia de monopolio y, por lo tanto, no negociables.

Frente a eso, había una organización que no contaba con ninguno de tales activos, sino simplemente con la voluntad de tenerlos algún día. La diferencia era abismal.

Esta percepción era plenamente compartida por el número dos de Canal Plus Francia, Michel Toulouze, que por aquel entonces fue también recibido en el despacho de Álvarez Cascos. Los franceses querían conocer de primera mano cuál era la posición del Gobierno del PP en relación con el negocio de la televisión digital, en general, y con la guerra abierta planteada en torno al Grupo Prisa, en particular. No fue un encuentro fácil. El francés, poco dado a la diplomacia, replicó con altanería a un Cascos que trataba de dar a la plataforma digital alternativa una fortaleza que no tenía:

—Tiene usted que comprender que llevamos mucho tiempo haciendo televisión digital en Europa, con un descodificador muy rodado, con millones de abonados… Este es nuestro negocio. Frente a esto, ¿qué hay? Rien. ¡La otra plataforma es rien!…

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El 17 de abril, el Congreso de los Diputados aprobó al fin la Ley de la Televisión Digital, mientras seguían las negociaciones para sacar adelante la Ley de Retransmisiones Deportivas, más conocida como «ley del fútbol».

«No hay derecho», editorializaba El País al día siguiente: «La ley obliga a que los operadores se pongan de acuerdo sobre el descodificador, y en ausencia de pacto impone el sistema “multicript” que impulsa Telefónica y que todavía no existe en el mercado, dejando así a CSD a expensas de lo que decida su competidor, al que concede en la práctica derecho de veto. ¿No es esto un abuso de poder?».

Para el PSOE, era «el mayor ataque a la libertad de expresión desde el cierre del Madrid». Un diputado socialista apellidado Arreciado declaró que «quienes están en contra de Polanco son los mismos golpistas que el 23-F trataban de acabar con la democracia en España».

No menos contundente se mostró el director de El Periódico de Catalunya, Antonio Franco, que en un acto organizado en Barcelona por el PSC llegó a afirmar que los medios de comunicación vivían en un «estado de excepción» y que si en España no hubiera un grupo de comunicación como Prisa «esto sería un paseo militar para las intenciones fascistas del Gobierno».

La insistencia de Prisa en que el descodificador universal o «multicript» no existía en el mercado se había convertido en una obsesión que no podía explicarse más que dentro de la paranoia de un grupo convencido de poder moldear la realidad a su conveniencia. Porque bastaba un somero rastreo del mercado para enterarse de que la tecnología «multicript» era una realidad, puesto que Nokia lo había presentado en París el 24 de febrero y la multinacional estaba negociando con Vía Digital las condiciones de su suministro. Otros fabricantes, como Echostar, Sagem o Interax, estaban en disposición de servir con carácter inmediato equipos con el mismo sistema.

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A primeros de mayo ya estaba claro que la gestión económica iba a ser el salvoconducto que podía permitir al Gobierno popular agotar su mandato. Con una tasa de crecimiento superior a la inflación, al Ejecutivo le iba a resultar muy fácil cuadrar las cuentas públicas, «porque cuando estás muerto es cuando la inflación es del 6 por 100 y el crecimiento es del 2 por 100», asegura Cristóbal Montoro. Esa era la gran novedad de los Presupuestos Generales del Estado para 1998 que los ministerios económicos, bajo la batuta de José Folgado y la supervisión directa del propio Aznar, habían empezado ya a perfilar.

Al cumplir su primer año de Gobierno, el cambio de contexto económico era definitivo. Más que un ciclo, España estaba cambiando realmente de modelo: para un país acostumbrado a vivir inveteradamente con inflaciones superiores al 5 por ciento y tipos de interés de dos dígitos, aquello era una verdadera revolución que abría unas perspectivas de futuro insospechadas. Como guinda coronando el pastel, el Ejecutivo había sido capaz de apadrinar un acuerdo entre patronal y sindicatos para la reforma del mercado de trabajo. Comisiones Obreras y UGT se habían rebelado contra los dictados de la izquierda para, haciendo gala de una visión autónoma de sus intereses al margen del ciclo político, reconocer que era necesario abaratar el despido para crear empleo.

«No hay en la reciente historia europea ningún sindicato que haya estado dispuesto a aceptar una rebaja de las indemnizaciones en el despido improcedente, y menos con un Gobierno de centro derecha —aseguraba en privado el ministro Rato—. Ya quisieran franceses y alemanes tener unos sindicatos como éstos». Era, en definitiva, un mensaje de flexibilidad, de capacidad de diálogo y de independencia del sindicalismo español.

Frente al éxito que para la sociedad española en su conjunto suponían estos avances, el bloque de los «felipancos» reaccionó con un brutal shake up de la vida política, en un último intento por desestabilizar la situación y evitar la definitiva consolidación del Gobierno Aznar. Era la prueba más evidente de la peligrosa asimetría existente entre la economía y la política españolas.

González, que había afirmado que España sufría «una preocupante regresión en las libertades», se valió para ello de dos «revelaciones», acusando, primero, al vicepresidente Álvarez Cascos de haber conspirado con Amedo para implicarle en los GAL y, segundo, denunciando dos días después (10 de mayo) que La Moncloa había amenazado a Antonio Asensio con la cárcel por haber firmado el «pacto de Nochebuena» con Polanco.

Fueron días de gran ruido mediático, días en los que Prisa demostró una vez mas su capacidad para crispar y dejar sin resuello a la opinión pública, haciéndole creer que se acercaba el juicio final.

Y de nuevo la sempiterna división en dos bloques, azules y rojos, buenos y malos, yin y yang, dos bandos enfrentados en la política, en la universidad, en el deporte, en la Justicia, en la prensa, en la televisión digital, en la banca… Con una diferencia sustancial con respecto al modelo clásico, y es que, a las puertas del nuevo milenio, la España del miedo, echada al monte, imbuida de un ácido espíritu «guerracivilista», era la España de la alegre progresía que en los ochenta, al socaire de las mayorías absolutas de González, pensó monopolizar el poder hasta bien entrado el siglo XXI.

Una de esas dos Españas se manifestó con todo su oropel con motivo de la lectura del discurso de ingreso en la RAE de Juan Luis Cebrián, el académico que menos tiempo se ha demorado entre su nombramiento y la lectura de su lectio magister en la historia de la institución. Tanta velocidad venía explicada por el caso Sogecable. El nuevo académico quería añadir así presión sobre el juez Gómez de Liaño y sus eventuales decisiones.

Como no podía ser de otro modo, el hombre fuerte de Prisa hizo activas gestiones para que los Reyes dieran solemnidad al acto de su entronización en la RAE presidiéndolo, pero el Monarca, escaldado tras el episodio de la investidura de Conde, hizo mutis por el foro. Era una pérfida manera de intentar implicar a la Corona en plena instrucción sumarial del caso Sogecable.

El ingreso de Cebrián en la Academia se convirtió en un acto de «afirmación felipista», con el propio González en primera fila, naturalmente, más un desvergonzado Clemente Auger, presidente de la Audiencia Nacional (donde, en aquellos momentos, se instruía el caso Sogecable), más los consabidos Rubalcaba, Serra, Rojo, Leal, etc.

Pero, a pesar del intenso «aparato eléctrico», la tormenta desatada por el felipismo durante la primera quincena de mayo sólo consiguió mojar a los convencidos. Aquélla era una crispación que, llena de visceralidad, ocupaba en realidad a una minoría, en todo caso a la clase periodística y política madrileña, pero a la que se sentía ajena la inmensa mayoría de la población que empezaba a saborear el fruto, éste sí bien real, del cambio de tendencia económica.

La tramontana, que se iba a saldar con un nuevo fracaso de los Polancos, acabaría tras un debate sobre el estado de la Nación, 11 de junio de 1997, en el que el inhóspito, frío y austero Aznar se deshizo con facilidad del gallardo Felipe.

* * *

Sin embargo, y para sorpresa de casi todos, la intención de voto de los españoles no terminaba por abrazar la causa de José María Aznar. Era el ancla que mantenía a flote a González.

En efecto, a pesar de la marcha de la economía, las expectativas electorales del PP no mejoraban por mucho que Pedro Arrióla, el «gurú» del partido para tales menesteres, siguiera insistiendo en que la política de «la lluvia fina» estaba dando unos resultados que, tras catorce años de inmersión total en el felipismo, nunca podrían ser inmediatos.

El asunto no parecía preocupar a Aznar en demasía: «La gente se olvida de que el PP ganó las elecciones, pero el PSOE no las perdió. Es la diferencia con lo ocurrido en Francia o Gran Bretaña. En España la derecha sacó 9.600.000 votos, que ya son votos, pero el PSOE, con 9.300.000, aguantó perfectamente, subiendo en relación con el 93, lo que nos obligó a ganar en unas condiciones muy interesantes por la sociología y la configuración del poder de este país. Ello nos fuerza a hacer los deberes deprisa y a completar el ciclo, y que los electores digan en su momento lo que estimen oportuno».

En las filas del PP, sin embargo, los ánimos distaban mucho de aceptar una explicación tan académica como aséptica. La fiel infantería del partido se preguntaba, perpleja: ¿cómo puede ser que con una economía boyante, un PSOE entrampado con la Justicia y un Felipe diciendo disparates sigamos empatados?

Las razones apuntaban al desequilibrio mediático que, a pesar de su derrota electoral, seguía favoreciendo al PSOE. Para el diputado popular Guillermo Gortázar, «la alianza con los nacionalistas explicita ante el electorado un elemento de debilidad y de entreguismo que es difícilmente neutralizable. Por otro lado, éste es un Gobierno de consenso entre Alianza Popular (AP) y Partido Popular (PP), en el que el ingrediente AP pesa mucho, lo cual compone un mix con una cierta imagen de derecha pura y dura, alejada de la moderación y el centro».

Pero, ¿era eso realmente todo? «Si José María cree que sobre la base de no decir nada, no arriesgar nada, no salir con propuestas ambiciosas, plegarse permanentemente ante los nacionalistas y fiarlo todo a la economía va a lograr alterar definitivamente la tendencia del voto, está muy equivocado», aseguraba Alejo Vidal-Quadras.

Como si el destino quisiera despejar de obstáculos el camino del presidente del Gobierno hacia un segundo mandato, Felipe González presentó por sorpresa su dimisión como secretario general del PSOE en el Congreso de partido celebrado el fin de semana del 20-21 de junio.

Todo parecía haberse puesto en contra del «carismático líder». En contra de los tradicionales clichés manejados por el Partido Socialista, el Gobierno Aznar estaba avanzando por un camino que Felipe González nunca pudo imaginar, hasta el punto de que, en tanto en cuanto el PP lograra abrir expectativas nuevas para amplias capas de población en un horizonte de creación de empleo y de integración europea, más lejos y enfangada quedaría su figura, más problemático se volvería su retorno al poder.

«La gente se ha dado cuenta de que esa pretensión de que aquí sólo podían gobernar unos —asegura Rodrigo Rato—, porque si gobernaban otros no se iba a encender la luz, no iban a circular los autobuses y no nos iban a tomar en serio en el extranjero, era una falacia». Carente de proyecto personal de ningún tipo, Felipe era un camarón arrastrado por la corriente del tiempo.

El PSOE quedaba en la nebulosa ideológica y en la incertidumbre orgánica. ¿Algún mensaje de renovación? ¿Alguna propuesta nueva a la sociedad española? La frase del Congreso la pronunció una entusiasta militante que, echándose materialmente en brazos de Felipe, le espetó entre el amor y el odio: «¡Menuda herencia nos has dejado!»…

El nuevo secretario general del PSOE era Joaquín Almunia, ex ministro de Trabajo, un tipo en la línea Rubalcaba y Maravall, todos de la cuerda del socialismo fabiano. De buena familia bilbaína, es un político con la cabeza bien amueblada, un hombre honrado aunque intemperante en las formas, con tendencia a crisparse con facilidad.

Tras la «defunción» de Guerra y la dimisión de Felipe, los dos pesos pesados que quedaban en pie del PSOE de los ochenta eran Almunia y Rubalcaba, al margen de Javier Solana, un señor puesto por los americanos al frente de la OTAN y que es el verdadero «tapado» del polanquismo.

González ganaba en libertad sin perder poder dentro del partido. Un movimiento inteligente de las piezas del tablero, aunque quizá demasiado obvio. El gran líder se alejaba de los focos para afrontar sus compromisos judiciales, colocando a un hombre de su absoluta confianza para que le guardara el sillón, perdiera las próximas generales y, si las cosas judicialmente le fueran bien y su tirón electoral siguiera intacto, facilitara su triunfal ritorno en las generales del 2004.

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El debate sobre el estado de la Nación marcó el final de la «interinidad» de Aznar como presidente del Gobierno y el inicio de su consolidación. El líder del PP, ninguneado hasta la saciedad por propios y extraños, se fajó con el carismático González derrotándolo en toda línea.

El resultado del cuerpo a cuerpo parlamentario imprimió un giro copernicano a la situación política. Mucha gente cualificada, empezando por el mundo financiero y siguiendo por políticos, sociólogos y periodistas, consideró que la victoria de Aznar aumentaba de forma considerable las posibilidades electorales del PP.

Ante el Gobierno del PP quedaba un horizonte muy despejado. Con los Presupuestos Generales del Estado para el 98 apalabrados, una inflación por debajo del 2 por 100 y un crecimiento por encima del 3 por 100, la perspectiva de un adelanto electoral quedaba aplazada hasta 1999. Madrid rezumaba un nuevo ambiente político.

Los Polancos no podían ocultar la decepción que les había producido la pobre performance de González en el susodicho debate. Las cosas no estaban saliendo como habían planeado. Un año antes del debate ellos esperaban encontrarse un país hecho añicos, con la economía destrozada, los sindicatos en la calle y la gente pidiendo a gritos la vuelta de un González que, en gran salvador, iba a reaparecer para asegurarles unos cuantos años más de poder omnímodo, porque cuando hay un poder omnímodo hay omnímodas posibilidades de que los amigos se forren al lado del poderoso.

Pero el panorama, a pesar de la famosa «crispación», era justamente el contrario. «Creo que ha habido mucha gente que pensó que esto no lo sacábamos adelante —asegura José María Aznar—, y eso explica muchos de los episodios que hemos vivido, como el de la guerra mediática. Visto que quienes se embarcaron en esa guerra hace seis meses no han sacado nada en limpio, la gente que les apoyó ya no ve la rentabilidad de un enfrentamiento que el Gobierno, además, no quiere».

«Hasta abril del 97, el Banco de España dio por hecho que volvía Felipe y que se trataba de aguantar seis meses —asegura un alto cargo de Economía—. También lo pensaban los banqueros, porque fue el Banco de España quien puso a la banca en contra del PP, como lo demuestra lo ocurrido en Antena 3. Así fue hasta que Álvarez Cascos se puso el buzo y empezó a legislar. Entonces se dijeron: “Quietos paraos, que éstos van en serio. Si a Polanco le hacen eso, ¿qué no nos harán a nosotros?”. Y en ese momento cambió el sistema financiero y cambió el Banco de España. El resultado del debate sobre el estado de la Nación terminó por consolidar ese estado de opinión: “Aquí pintan bastos. Estos van a estar en el poder unos años, de modo que hay que adaptarse a la nueva situación”. Y después de haber tocado un año por libre, ahora están con los pantalones abajo: lo que diga el Gobierno, porque éstos son como los conversos, saben que están en pecado y tienen que hacer méritos…».

Aznar estaba decidido a olvidarse de Felipe y Polanco y poner el país a soñar. Pero quienes pensaban que el felipismo estaba muerto se equivocaban.

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Las negociaciones en torno a la pelea digital siguieron después lejos de la mesa del vicepresidente primero del Gobierno, pero ya con otros protagonistas, «porque mi papel no era representar a nadie». Con el decreto sobre descodificadores en la calle, la Administración se retiró a un segundo plano, dejando el protagonismo a los responsables de ambas plataformas: el Grupo Prisa y Telefónica.

Empezaba una carrera muy desigual entre una plataforma que había iniciado ya sus emisiones desde Luxemburgo y otra, la encabezada por Telefónica, que por no tener no tenía ni nombre definitivo, ni sede, ni siquiera una mesa con una secretaria para atender un teléfono. Nada.

Tal estado de cosas llevó a los responsables de Gran Vía 28 a pensar en la urgencia de encontrar un hombre con el perfil necesario para sacar adelante el proyecto. Tras varios descartes, el elegido resultó ser Pedro Pérez, que entonces era presidente de la productora Cartel S.A., Pérez era ya un viejo conocido de Juan Villalonga, aunque la llegada de éste a Telefónica había reducido la relación entre ambos al mínimo nivel. Por aquellos días, sin embargo, los dos se habían vuelto a encontrar en una cena en el restaurante Solchaga, a la que asistieron también Pedrojota Ramírez y el productor de cine Andrés Vicente Gómez.

De aquella cena, y del «voto de calidad» de Pedrojota, surgió la llama que el 5 de febrero conduciría a Pedro Pérez a una cena en el exclusivo The Oriental, uno de los restaurantes del hotel Dorchester, en Londres, donde Villalonga y su equipo se encontraban presentando ante los inversores internacionales la OPV que convertiría a la operadora española en una empresa cien por cien privada.

A las diez y cuarto de la noche, Pedro Pérez se sentaba junto a Juan Villalonga, Javier Revuelta, Marcial Pórtela y Martín Velasco, el hombre del que tiró Villalonga a su llegada a Telefónica como experto en el mundo de las telecomunicaciones. Pérez fue presentado como la persona que debía hacer realidad la irrupción de Telefónica en el mundo de los contenidos. ¿Era aquélla una decisión acertada? La presencia de la compañía en el negocio del cable en Latinoamérica, donde contaba ya con más de un millón y medio de abonados, y la tendencia de las grandes compañías de telecomunicaciones a invadir el campo de los medios de comunicación parecían indicar el camino a seguir. En efecto, las cosas no se iban a parar en la plataforma digital. Aquélla era una operación mucho más ambiciosa.

Acabada la cena, Villalonga y Pérez salieron a dar un paseo a la luz de las farolas de un parque cercano. Al terminar un largo monólogo en torno a las condiciones económicas, el telefónico se paró en seco, se volvió hacia su acompañante, lo encaró y, con un movimiento de hombros, le hizo una pregunta muda. Sin mediar palabra, ambos se dieron la mano, dando por cerrado el trato.

Una de las cosas que Villalonga dejó claro en aquel paseo nocturno fue que, por encima de la batalla política que rodeaba a las plataformas de televisión digital, para Telefónica aquél era un envite profesional: «Este tiene que ser un negocio que sea rentable para los accionistas, porque nosotros no nos dedicamos a la política, no lo olvides».

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Pérez regresó de Londres obligado a poner sus cosas en orden cuanto antes para dedicarse de lleno a la nueva tarea. Su hora de la verdad llegó a partir del 14 de febrero, día en que la Junta de Accionistas de la plataforma ratificó, por unanimidad, su nombramiento.

«Me encontré con una compañía a la que había que empezar por cambiar el nombre», lo que consiguió no sin librar antes la correspondiente batalla, especialmente ardua con los socios periodistas, Luis María Ansón y Pedrojota Ramírez, para quienes Vía Digital era un nombre espantoso, que nunca se haría con un hueco en el mercado.

Una anécdota, con todo, comparada con los problemas de toda índole con los que tuvo que lidiar desde el primer momento. En efecto, el día en que oficialmente se hizo cargo del proyecto no había ni una sola persona contratada ni, por supuesto, sede social. Había, sí, una serie de acuerdos enrevesados, reflejo de los recelos y las tensiones vividas entre los socios fundadores, uno de los cuales hacía referencia a la instalación de la sede en la Ciudad de la Imagen, donde Televisa había adquirido terrenos. El «pacto de accionistas», más parecido a un «pacto de la desconfianza» que a otra cosa, convertía a la compañía en una nave absolutamente ingobernable a futuro.

«Vía Digital tenía un primer y elemental problema de subsistencia —asegura Javier Revuelta, vicepresidente de Telefónica y receptor, durante meses, de las angustias de Pérez—. Y subsistir significaba, desde el punto de vista tecnológico, contar con las soluciones técnicas adecuadas. Por ejemplo, íbamos a utilizar el descodificador multicript, pero este sistema no había sido experimentado en ningún sitio. El segundo problema se refería a los contenidos, algo que para nosotros significaba poder disponer de un paquete básico con el que salir al aire».

Los contenidos, fundamentalmente el cine, era la bicha a la que, más pronto o más tarde, habría que hincar el diente, monstruo amenazador e informe al que había que salir a retar, lanza en ristre, con la banderola de una «teleco» absolutamente desconocida en el universo de Hollywood y de las grandes distribuidoras, las famosas majors.

Aquélla era una carrera que los hombres de Polanco, gracias al expertise de Canal Plus Francia, iban a ganar de calle a los chicos de Vía Digital. El primer contacto se realizó con Disney, que muy pronto se decantó por Sogecable. Comenzaba la carrera de los hombres de Polanco por hacerse con todo lo que se moviera, al precio que fuera, en el mundo del cine. ¿Con qué intención? Con la de arrojar fuera del mercado de los contenidos a cualquier potencial competidor, es decir, Vía Digital.

Tras el intento de la Disney, el siguiente asalto tenía por objetivo la Warner Bros. Necesitada de un gran contrato que diera cuerpo a un proyecto en mantillas y elevara la moral de sus gentes, impresionadas por la fuerza del avance de los «panzer-Prisas», Vía Digital parecía obligada a poner toda la carne en el asador con Warner. Desde finales de abril se negoció intensamente, tanto en Los Ángeles como en Madrid, con la intervención de los inevitables equipos de abogados. Ocurría, sin embargo, que las pretensiones de Warner se iban endureciendo a medida que pasaban los días, con la introducción de una serie de cláusulas absolutamente leoninas. Era el problema de negociar desde la debilidad.

Los compromisos de pago que proponía la major eran inasumibles. Se trataba, en definitiva, de lo que ambas partes habían bautizado coloquialmente como el billion dollar contract, el contrato del billón de dólares o, lo que es lo mismo, 150.000 millones de pesetas a pagar en diez años y, lo que es más grave, con el aval de Telefónica como condición sine qua non, porque el de Vía les parecía insuficiente. ¿Podían, con estas cifras, salir los números de un proyecto en mantillas, que entonces contaba con cero abonados? Todo un dilema.

En la tarde del jueves 29 de mayo, Villalonga, en compañía de Revuelta, Pérez y De Bergia, mantuvo una importante reunión en la sede neoyorquina de Time-Warner con el vicepresidente y CEO (consejero delegado) de la multinacional del entertainment.

Telefónica ofreció a Warner un acuerdo de colaboración global, reforzando así su capacidad negociadora y de compra de contenidos. Los españoles estaban dispuestos a comprar la producción de Warner, pero también a convertirla en socio estratégico de Telefónica Multimedia en Iberoamérica, para su negocio del cable en Argentina, Perú y Chile. El vicepresidente de Warner pareció acoger con gran interés la idea. A la hora de las despedidas, mientras estrechaba efusivamente la mano de Villalonga, se manifestaba convencido de que «Warner puede ser el gran aliado internacional de Telefónica para entrar en los contenidos».

Pocos días después, Warner firmaba con Sogecable, dejando a Telefónica compuesta y sin novio. «Aquello fue un feo para Villalonga —asegura Pérez—, porque supuso firmar con la competencia sin contestar siquiera a esa oferta de gran alianza latinoamericana».

A Pedro Pérez le habían mandado salir de caza provisto de un precioso rifle último modelo, pero no le habían dado munición, de modo que, cuando después de un duro proceso negociador llegaba el momento de poner la firma al final de un contrato, en Telefónica se echaban atrás asustados:

—¡Es que esos compromisos de pago pueden afectar a la cotización de la acción en Nueva York!…

—Puede que así sea —respondía Pérez—, pero eso teníais que haberlo pensado antes de haberos metido en esta guerra.

De forma retrospectiva, los responsables de Vía Digital creen que en estas negociaciones hicieron de zanahoria de 1a que se sirvió Warner para hacer pasar por el aro a Canal Plus Francia/Sogecable, con quienes de antemano había decidido llegar a un acuerdo. «A veces sospecho que ese acuerdo nunca estuvo a nuestro alcance —declara Pérez—, y que lo único que hicimos fue subirle el precio a Sogecable».

El jueves 3 de julio, El País dio a conocer la buena nueva: «Sogecable compra los derechos para la televisión de pago de las películas de Time Warner». Un golpe muy fuerte para el proyecto de Vía Digital, a la que su competidor estaba sacando del mercado. Polanco, dispuesto a pagar lo que le pidieran con el respaldo de sus socios bancarios, amenazaba con ganar el partido por goleada.

El mundo parecía hundirse para los promotores de Vía, que, además de tener que enfrentarse desde la nada con Sogecable, tenía a sus socios a la greña. Pedro Pérez pidió una reunión urgente con el vicepresidente del Gobierno.

Todos parecían haber perdido el norte tras el fiasco de Warner. Todos menos Álvarez Cascos, que hizo prueba de gran temple: «Pedro, el marcador ya está 0-2, pero no me preocupa, porque me imagino que tienes bazas como para que el partido termine 6-2». La realidad, sin embargo, parecía indicar que la potencia de fuego de la armada de Polanco había dejado a Telefónica y a sus aliados fuera de combate.

Se había perdido Disney, casi sin entrar en juego, y se había perdido Warner después de haber puesto toda la carne en el asador. A la tercera iba la vencida, no había más remedio: Columbia era el target, la última oportunidad para reducir el marcador.

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Pedro Pérez tenía razón cuando aseguraba que «tenemos bazas», frase con la que trataba de subir la moral de sus alicaídas tropas. En realidad tenían una baza tan importante que, de haber salido, habría sacado del negocio de la televisión digital al dúo Polanco-Cebrián de golpe y por sorpresa. El brazo ejecutor del doble asesinato hubiera sido nada menos que el hermano mayor francés, la sociedad de televisión Canal Plus Francia.

De forma paralela a los contactos con las majors, Telefónica y los franceses negociaron intensamente durante casi dos meses con el objetivo puesto en que la operadora española pasara a ocupar el lugar de Prisa en el accionariado de Sogecable. Una traición en toda regla que habría significado la fusión automática de ambas plataformas.

La operación, sin embargo, había contado con un precedente importante patrocinado por el Banco Bilbao Vizcaya (BBV). El banco, que estaba viviendo los acontecimientos con especial preocupación, se acercó a Gran Vía 28 a lo largo del mes de abril. La posición del BBV, entonces primer banco privado del país, era al tiempo peculiar e inquietante: con una pata en cada una de las trincheras (accionista de Sogecable y miembro del «núcleo duro» de Telefónica), se había convertido en obligado punto de referencia, tanto para quienes observaban la pelea desde el cuarto de estar de su casa como para quienes se batían el cobre en plena trinchera. ¿Qué hace el BBV? ¿Qué opina el BBV? ¿En qué lado se encuentra el BBV?

Y la verdad es que en el mercado existían pocas dudas sobre el color de la escarapela que Emilio Ybarra lucía en su solapa. Aquélla era una de esas raras ocasiones en las que el corazón de un banquero no se guiaba por el rigor de los números, por la brutal contundencia de las cifras, sino por otras consideraciones. Porque, en efecto, el 15 por 100 del capital de Sogecable, que valorado con criterios generosos podía alcanzar los 15.000 millones de pesetas, era apenas el 10 por 100 de los 150.000 millones de pesetas que valía en Bolsa el 5 por 100 del capital de Telefónica. Entonces, ¿de qué estábamos hablando?

Estábamos hablando de las raíces del Sistema, de ese entramado de intereses tejido durante casi catorce años de felipismo entre la política (el PSOE), el dinero (la banca) y los medios de comunicación (Polanco). Estábamos hablando del hardcore del Régimen, por encima del que planea, como guinda coronando la tarta, el Rey de España como supremo garante de su perpetuación.

Y Villalonga era un recién llegado, un parvenue a quien se podía sacar de la sede de Gran Vía con una patada en el culo cuando las circunstancias lo exigieran. Villalonga no era «uno de los nuestros». Polanco, por el contrario, era y es «el Padrino», uno de los pilares del Régimen. Su influencia es tan grande que Emilio Ybarra, un rico de toda la vida, un Neguri pata negra, cuando piensa en buscar el primer empleo a dos de sus hijos llama a Jesús Polanco para que se los coloque en Prisa y don Jesús le sirve con gusto, faltaría más.

Por eso 15.000 millones valían más que 150.000. Porque esos 15.000 llevaban incorporada una prima o salvaguardia que ligaba a su portador con el hombre más temido de la España fin de siglo. Y si, en alguna noche de insomnio, a Emilio Ybarra se le ocurriera pensar en la irracionalidad de tal desproporción —tanto más peligrosa cuanto que en Moncloa estaba instalado un poder que abominaba de los últimos catorce años—, arrinconaría enseguida la conjetura de cambiar de bando con un movimiento de pánico ante la sola idea de vivir enfrentado a los editoriales de El País o a las más de cuatrocientas emisoras de la SER.

De momento, lo único que había hecho Emilio Ybarra, un hombre que, no se olvide, debe su puesto de presidente del primer banco privado español al generoso arbitraje efectuado en su día por Mariano Rubio, había sido tratar de apaciguar la situación y templar gaitas para poder seguir nadando y guardando la ropa. No obstante, la mediación timorata que cabía esperar de él encerraba una sorpresa mayúscula, porque el banquero planteó a Telefónica una solución que venía a decir: «nosotros desbancamos a Prisa y vosotros ocupáis su posición en Sogecable. El trabajo más duro corre de nuestra cuenta; tendréis que comprar su 25 por 100 e incluso más», puesto que, en ese viaje, el BBV quería reducir su participación en la sociedad.

La propuesta fue formulada el martes 29 de abril del 97, en el despacho del propio Ybarra, sede de Azca, con Pedro Luis Uriarte y Javier Echenique por testigos. Por parte de Telefónica, Juan Villalonga y Javier Revuelta.

El de Neguri esgrimió un informe en el que Javier Echenique y Mario Fernández habían estado trabajando intensamente. Porque, en efecto, el encuentro de Azca había estado precedido de varias reuniones «a cuatro» entre los citados Echenique (consejero de Telefónica en representación del banco) y Fernández (un cotizado abogado bilbaíno muy ligado al banco, del que acababa de ser nombrado director general como primer paso hacia más grandes metas) por el BBV y Pedro Arrióla (asesor externo de Villalonga) y Revuelta por Telefónica.

Mario Fernández no conocía la problemática de la televisión digital ni el alboroto montado en torno al fútbol, pero sabía escuchar. Y mientras los hombres de Telefónica se explayaban él tomaba buena nota, notas que iban a servir de base para, con la ayuda de Echenique, elaborar un estado de la cuestión al final del cual figuraban las propuestas que Ybarra presentó a sus interlocutores en su despacho.

Echenique, miembro de la Comisión Ejecutiva del BBV, ofició de ponente con el apoyo expreso de Ybarra: «Tal y como está la situación, la única salida que creemos viable es que vosotros entréis en Sogecable desplazando a Prisa. Nosotros nos encargamos de hablar con el resto de los socios bancarios, que ya han sido sondeados y que están de acuerdo, para preparar el terreno y hacerlo posible».

Sin embargo, la solución BBV llevaba implícita una carga política muy importante: la entrada de Telefónica en Sogecable desalojando a Prisa de su madriguera habría puesto fin a la guerra digital de un plumazo, pero a costa de dejar al Gobierno Aznar y su legislación digital con el culo al aire, y a costa, también, de dejar a Polanco el camino expedito, con el dinero de Telefónica, para una eventual toma de control de Telecinco. Peor el remedio que la enfermedad. La idea de que la «operación BBV» pudiera desembocar en esa posibilidad provocó en Villalonga una sospecha: ¿hasta qué punto Ybarra estaba actuando de espaldas a Polanco? El presidente de Telefónica decidió dar hilo a la cometa.

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La propuesta del BBV fue retomada directamente por Canal Plus Francia, propietario del 25 por 100 del capital de Sogecable, revelando que el control de esta sociedad por parte de Prisa no era tan monolítico como algunos querían dar a entender.

Los franceses, que habían desbrozado el camino político entrevistándose con Álvarez Cascos, realizaron una aproximación a Telefónica a través del «bufete Garrigues», uno de cuyos socios, Antonio Alonso de las Heras, era el encargado de la cuenta de Canal Plus Francia. El bufete, por otro lado, acababa de asesorar a Villalonga con ocasión de la alianza firmada con British Telecom y MCI. El go-between ideal.

En la tarde del jueves 22 de mayo del 97, Michel Toulouze, en compañía de Alonso de las Heras, visitó el despacho de Revuelta en Gran Vía pertrechado con tres mensajes claros.

El primero era que Canal Plus Francia estaba absolutamente interesado en hacer de Telefónica su socio en el negocio de la televisión digital para España y, sobre todo, para Iberoamérica.

El segundo era que no compartían en absoluto la agresiva política del Grupo Prisa con respecto a Telefónica. Para los galos era un error de bulto vivir enfrentados al Gobierno, a cualquier gobierno.

El último de los mensajes aludía a la condición de Prisa como aliado «demasiado local» que, por tanto, no estaba a la altura de lo que Canal Plus Francia exigía de un socio au-pair. Toulouze se mostró convincente, muy seguro de sus palabras. «Me presionó mucho para que el tema fuera adelante, tratando de establecer un calendario de reuniones. El socio de Prisa parecía tener prisa». Pero Revuelta tenía órdenes de tomar nota y escuchar. Y eso fue lo que hizo, al margen de dejar claro que para Telefónica la televisión digital no era un juego, sino un proyecto estratégico, y que la operadora no iba a renunciar a estar en el terreno de los contenidos para convertirse en un simple carrier.

Sin embargo, y en contra de la promesa formulada por Revuelta, Telefónica no dijo esta boca es mía durante el mes siguiente. La operadora y su muñeco, Vía Digital, andaban atascados por entonces en las aguas pantanosas de un problema de indefinición, zarandeados por unos socios que sólo parecían interesados en el juego de la zancadilla mutua. En Gran Vía 28 habían llegado a la conclusión de que con TVE y Televisa como compañeros de singladura, la nave de Vía no llegaría a puerto. Era, pues, fundamental, proceder a una reforma de los estatutos que diera pie a cambios en el accionariado. Telefónica necesitaba manos libres para poder manejar el cotarro.

Por si fuera poco, por aquellos días se conoció la mala nueva de que el Grupo Recoletos, que hacía las veces de «independiente» en el accionariado de la plataforma, había decidido abandonar el proyecto. Un nuevo y duro golpe para la imagen de la plataforma «del Gobierno», como decían los Polancos.

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La propuesta de Canal Plus Francia parecía haber entrado en punto muerto hasta que los franceses volvieron a la carga a través de Alonso de las Heras. Como resultado de esta nueva gestión, el lunes 30 de junio Javier Revuelta, Pedro Pérez y el abogado de Garrigues volaron a París para mantener un encuentro con los directivos galos a primera hora de la tarde en las oficinas que la cadena tiene en el Sena, al lado del Palacio de Berçi, en ese nuevo París repleto de hermosas edificaciones.

Expresándose en francés, Revuelta comenzó descartando la oferta adelantada por Toulouze en su despacho madrileño. «No queremos entrar en el capital de una sociedad, Sogecable, que ha adquirido una serie de compromisos financieros muy gravosos y que nosotros no tenemos ningún interés en heredar». En su lugar, avanzó una propuesta consistente en la unión de ambas plataformas. Unión que debería plantearse en régimen de absoluta igualdad, con la gestión encomendada a profesionales, un presidente designado por Canal Plus Francia (los galos habían adelantado en Madrid el nombre de un potencial candidato, «una personalidad independiente del tipo Carlos March») y un consejero delegado cuyo nombramiento correspondería a Telefónica. La gestión de los abonados sería de la plataforma y el Canal Plus analógico se convertiría en el canal premium.

A Michel Toulouze y a su segundo les sorprendió ese planteamiento. Ellos eran partidarios de «la solución total», que no era otra que el desembarco de Telefónica en Sogecable. La operadora entraría como socio financiero en la plataforma digital y como socio tecnológico en el cable. Pero no mandaría nunca.

Dos posturas sobre la mesa, en un clima mutuo de buena disposición. Después de dos horas de tira y afloja se acordó nombrar una comisión encargada de profundizar en las ideas expuestas y llegar a un punto de consenso.

Revuelta y Pérez regresaron a Madrid convencidos de no haber perdido el tiempo. A pesar de la distancia entre ambas posiciones, la negociación podía salir adelante. El equipo bipartito de trabajo avanzó a pasos agigantados, hasta el punto de que los franceses parecían decididos a protagonizar el golpe de timón en Sogecable, poniendo en la calle a Polanco y Cebrián con la aquiescencia de los bancos accionistas.

Todo debía culminar el martes 15 de julio (Toulouze estaba muy interesado en dejarlo rematado antes del sábado 26 de julio, día en que el presidente, Pierre Lescure, se retira de vacaciones a su castillo en el sur de Francia) en el curso de un almuerzo que el francés propuso celebrar ese día en Madrid aprovechando su asistencia al Consejo de Sogecable. El lugar elegido iba ser el bufete Garrigues, un terreno estrictamente neutral, en la calle José Abascal. Sin embargo, apenas veinticuatro horas antes de la hora fijada para el ágape, Javier Revuelta llamó para anunciar que no asistiría al mismo. Juan Villalonga, perdido en las profundidades del Cono Sur, había dado una orden tajante a través del teléfono: Prohibido asistir a ese almuerzo.

Consternación en la sede madrileña. A las seis de la madrugada en Perú, caluroso mediodía en Madrid, una llamada de Pérez despertó a Villalonga en su hotel limeño.

—Hemos llegado muy lejos, Juan, y tenemos que ir a ese almuerzo, so pena de quedar fatal. No perdemos nada yendo: nos van a entregar el protocolo con todo lo hablado, y listo.

—De acuerdo —respondió Villalonga al otro lado del hilo.

—Muy bien; entonces me cojo a Revuelta y nos vamos para allá…

—No me has entendido, Pedro: he dicho que Javier no va a ese almuerzo.

Javier Revuelta era ya un decidido partidario de la alternativa Canal Plus. «Mi reflexión era muy clara: esa solución resolvía el problema de tener que gastarnos al menos 1.500 millones de dólares si queríamos ofrecer cine de calidad en Vía. Estábamos en plenas negociaciones paralelas con Columbia, la tercera en la frente, y de nuevo teníamos sobre la mesa otro billion dollars contract como exigencia. Además, nos solucionaba el problema del fútbol, que tampoco teníamos… A cambio, estábamos obligados a comprar el 25 por 100 de Sogecable. ¿Qué podía valer ese paquete?». Revuelta calculaba que podía rondar los 50.000 millones de pesetas, mucho dinero, desde luego, pero en todo caso mucho menos de lo que pedía una sola de las majors por su cine de estreno. Así, resuelto el problema.del cine y del fútbol, se acabó el dolor de cabeza de la plataforma.

Pero Juan Villalonga decidió cortar por lo sano y enviar al cubo de la basura las propuestas francesas, con lo que, paradojas de la vida, salvó la cabeza de Polanco y Cebrián al frente de Sogecable.

El ágape en el bufete Garrigues se suspendió ante la perplejidad de los franceses, que no entendían una palabra de lo que estaba ocurriendo. Pedro Pérez se molestó y Revuelta agarró un enfado monumental, hasta el punto de escribir una carta a Villalonga poniendo el cargo a su disposición, «y no por haber suspendido ese almuerzo, sino porque no comprendía que abortara una iniciativa que resolvía de golpe nuestros problemas, cuando era claro que nos encontrábamos entre la espada y la pared».

Con su carta de dimisión bajo el brazo, Javier Revuelta acudió aquel 15 de julio del 97 a la manifestación en protesta por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Presión en la calle contra la barbarie etarra, y presión de los accionistas, de los medios de comunicación, del Gobierno… contra una Telefónica que no parecía encontrar respuesta a los problemas. Se había perdido Disney, se había perdido Time Warner y Columbia esperaba como los buitres carroñeros… «Ni siquiera sabíamos si íbamos a poder estar emitiendo en la fecha prevista».

—Pero, vamos a ver, Pedro, ¿tú crees que algún día veremos en una pantallita imágenes de Vía Digital? —le preguntaba Revuelta, a medio camino entre alarmado e irónico.

—Yo no me lo creo —respondía el interpelado muy serio.

—Yo tampoco —remachaba el propio Javier.

Así de elementales eran las preocupaciones de los hombres de Telefónica.

Sin embargo, un día después del frustrado almuerzo, Villalonga llamó a Revuelta desde Brasil:

—Tengo un asunto importante que comentarte, una noticia fantástica que no es para hablar por teléfono. Como te voy a ver mañana en Nueva York, te la contaré allí.

* * *

Las cosas estaban ya lanzadas en otra dirección. La plana mayor de Telefónica se citó para el jueves 17 de julio en Nueva York, donde iba a mantener encuentros con la cúpula de Televisa, Direct TV y Murdoch.

La reunión más importante, con todo, resultó ser la cena que ese 17 de julio mantuvo la cúpula de la operadora (Villalonga, Revuelta, Marcial Pórtela y Pérez), en la que se debatió ampliamente el futuro de Telefónica Multimedia. Allí se descartó la alianza con Canal Plus Francia, lo que significaba decir no a la entrada en Sogecable. Igualmente se paralizó cualquier acercamiento a Direct TV, lo cual abría la puerta a la posibilidad de un acuerdo con Rupert Murdoch, lo que, en principio, se consideraba viable, puesto que el magnate era socio de MCI, aliado estratégico de Telefónica junto a British Telecom.

Con todo, el punto más importante de la cena fue la reflexión que los reunidos realizaron en torno a los derechos de Columbia. La pérdida de Time Warner había convertido la compra de esos derechos en una cuestión de vida o muerte para Vía Digital. Pero aquella noche en Nueva York Villalonga se plantó: era una barbaridad pagar 150.000 millones de pesetas por un par de decenas de películas que estaban aún sin filmar. La idea había ido madurando a lo largo del periplo suramericano: Telefónica iba a participar en la carrera de los contenidos, pero no haciendo locuras con un dinero que podía emplearse mucho más adecuadamente, como muy pocos días después se pondría de manifiesto.

La troupe de Telefónica ponía pie en Barajas el sábado 19 de julio, tras un viaje de catorce horas provocado por una de esas tormentas de verano sobre el aeropuerto Kennedy que dejan el ánimo sobrecogido y que retrasó el despegue seis horas.

Tres días después, Villalonga iba a provocar la mayor tormenta que se recuerda en muchos veranos en el firmamento de los medios de comunicación españoles.

Grafía correcta: Michael TOULOUZE y Pierre LESCURE