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EL NEGOCIO DE LA LIBERTAD

Muchos en Promotora de Informaciones S.A. (Prisa) le llaman «el amo», y millones de españoles están convencidos de que Jesús Polanco es uno de los hombres más poderosos de España, el único poder fáctico real que, a las puertas del siglo XXI, existe en el país. Es el principal editor de prensa; domina la radio privada; logró con el PSOE el monopolio de la televisión de pago; es el primer productor de cine español; es propietario del más próspero negocio de libros de texto tanto en España como en América Latina; directa o indirectamente controla la industria discográfica; posee cadenas de librerías, agencias de publicidad, hoteles, empresas de exportación. Y ha pretendido también quedarse con la exclusiva del fútbol televisado.

Polanco es un poder fáctico pluridimensional, equivalente a lo que en épocas pretéritas representaron, juntos o por separado, la Iglesia, la Banca o el Ejército. Habría que remontarse varios siglos en la Historia de España para encontrar en manos de una de estas instituciones un arma tan formidable sobre el control de las conciencias como la poliédrica hegemonía que este hombre ostenta sobre la industria cultural.

Cualquier españolito puede educarse con los libros de texto de Santillana, bailar en su juventud al ritmo de Los 40 Principales, estar informado en su madurez leyendo El País, invertir su dinero con la ayuda de Cinco Días, seguir los avatares de su equipo de fútbol favorito con el diario As, aficionarse a la literatura con los libros de Alfaguara, salir de viaje con las guías de El País Aguilar, tomarse unas vacaciones en los hoteles de la Cadena Tropical, regalar discos a sus amigos comprados en las tiendas Crisol, animarse con el «porno» del viernes noche en Canal Plus o ver una película producida por Sogetec en uno de los multicines de Lusomundo. Incluso puede, si se aburre, pasear por el Retiro madrileño con la sintonía de la SER pegada a la oreja.

En realidad, a Jesús Polanco Gutiérrez sólo le falta tener en propiedad una funeraria para monitorizar la vida de cualquier ciudadano desde la cuna hasta la tumba. En «Polancolandia» es posible cruzar desde la infancia hasta la senectud sin necesidad de abandonar un solo día la senda de Jesús «del Gran Poder» Polanco. Un poder, ciertamente, formidable. Y una capacidad no menos vigorosa para moldear la conciencia y el pensamiento de millones de españoles.

Los humildes orígenes de este hombre bajito, rechoncho, con aspecto de apacible abuelo dispuesto a sacar a sus nietos de paseo, nacido en Madrid en 1929, pero santanderino de adopción, nunca hubieran permitido presagiar el poder que un día llegaría a monopolizar en la vida española. Huérfano desde muy corta edad, la hagiografía oficial asegura que se vio obligado a trabajar como vendedor de libros a domicilio para costearse sus estudios de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, donde se graduó, con más pena que gloria, en 1953.

«Yo conocí a Polanco de jovencito, en el Frente de Juventudes del distrito de Buenavista, en la calle Ayala 15 de Madrid —asegura el periodista Antonio Izquierdo, ex director del desaparecido diario Arriba—. Allí le vi muchas veces, en la época en que todos éramos niños del Frente de Juventudes, años cincuenta, pleno fragor del franquismo. Creo recordar que Polanco estaba integrado en la centuria García Morato de ese distrito, donde también recuerdo a otros muchos, incluido Pepe Gárate, buen amigo de Polanco».

Enrique de Aguinaga, periodista y profesor durante muchos años de la Escuela Oficial de Periodismo, primero, y de la Facultad de Periodismo, después, preguntó un día a Polanco con cierto descaro si era cierto que había pertenecido al Frente de Juventudes:

—Sí, sí —respondió sin complejos—, y además me siento muy «flecha»…

Tiempo después, Izquierdo volvería a encontrarse con Polanco, convertido en un modesto editor que vivía en un no menos modesto piso del barrio de la Concepción de Madrid, próximo a la calle José del Hierro, cuando aún no había insertado el pretendidamente nobiliario «de» entre su nombre y apellido.

En una muestra del genio emprendedor que le haría llegar lejos, en 1958 había creado, con un solo empleado, la Editorial Santillana, en una oficina alquilada en la calle Alcalá, esquina a la Puerta del Sol, y en la que el propio Polanco desempeñaba casi todas las funciones. Durante sus primeros diecisiete años de vida, Santillana, cuya actividad se limitaba a la distribución de cuadernos de caligrafía y cartillas para alfabetización, apenas experimentó crecimiento alguno.

Todas las semanas, el librerillo valiente acudía a anunciarse en el semanario Servicio, en el número 8 de la calle Moreto de Madrid. «Invariablemente aparecía por la redacción con su carpetilla bajo el brazo, llevando personalmente la publicidad de los libros que quería insertar», asegura Izquierdo. Servicio, que editaba el Servicio Español del Magisterio, tenía una tirada cercana a los 160.000 ejemplares, lo que lo convertía en un soporte publicitario de primer orden para los libros de texto, que los propios maestros seleccionaban después de acuerdo con sus necesidades y/o preferencias.

Quien más le trataba, con todo, era el subdirector del semanario, Julio Merino, que fue, además de buen historiador, director de El Imparcial y de la Agencia Piresa, y también secretario de la Escuela Oficial de Periodismo. «Perdí el contacto con Polanco en el año 73, al hacerme cargo de la dirección del Arriba —señala Izquierdo—. Me pareció un señor emprendedor y muy trabajador, no muy comunicativo, que ganaba su dinero con su pequeño negocio y que estaba lejos de ser el amo del gran imperio mediático que llegaría a ser en los ochenta».

* * *

La suerte de Jesús Polanco cambió con motivo de la crisis de Gobierno de octubre de 1969 (consecuencia del escándalo Matesa). Franco nombró ministro de Educación a José Luis Villar Palasí, un opusdeísta que llegó al Ministerio dispuesto a poner en práctica una reforma en profundidad, basada en un cambio de los programas educativos.

Villar, además de un gran administrativista, era un hombre honesto, un punto exquisito, que unía a su preocupación por la Universidad una cierta incomodidad para desenvolverse en la política. Pero Villar cometió el error de nombrar a Ricardo Díez Hochtleiner subsecretario de Educación en sustitución de Alberto Monreal. Díez Hochtleiner, «Jolines» para los amigos, responsable de establecer las pautas por las que se iban a regir los nuevos textos escolares, duró poco en el cargo: justo lo que tardó Villar en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en su Ministerio, momento en que lo sustituyó por Rafael Mendizábal, todo un caballero.

Para entonces, Jesús Polanco ya había sentado las bases de su futura riqueza. A pesar de que los planes de reforma educativa fueron objeto de información pública, el editor se las ingenió para disponer por adelantado de información esencial sobre el contenido de los nuevos programas que se iban a poner en marcha en España. Con esa información, Polanco se lanzó a la redacción e impresión masiva de los nuevos textos, muchos de ellos —no había tiempo material para otra cosa— realizados siguiendo el patrón de libros utilizados en Gran Bretaña y otros países, aunque, eso sí, imitados con un espíritu de verdadera innovación (con fotografías, gráficos, dibujos), hasta el punto de constituir una verdadera novedad en el obsoleto panorama del libro de texto que existía entonces.

La nueva Ley General de Educación fue aprobada por las Cortes el 28 de julio de 1970, siendo publicada en el Boletín Oficial del Estado un mes después, el 28 de agosto. Ocho días más tarde, el 5 de septiembre, apareció en el BOE el reglamento que la desarrollaba, para, el 15 de septiembre, ponerse en marcha el proceso de su aplicación. Los editores españoles, lógicamente alarmados, se llevaron las manos a la cabeza, puesto que acababan de conocer la ley y no disponían de tiempo material para preparar los nuevos textos, de modo que comenzaron a presionar al Ministerio pidiendo que se paralizara su aplicación hasta el próximo curso 71/72, de forma que todos pudieran competir en las librerías en igualdad de condiciones.

Existe constancia expresa de reuniones celebradas por los editores en la sede del Ministerio y fuera de ella con Hochtleiner y otros altos cargos, en las que participó gente como Germán Sánchez Rupérez, Luis Vives e incluso Francisco («Pancho») Pérez González (Santillana), y en las que se pidió casi de rodillas que la ley no se aplicara hasta el curso 71/72, para dar tiempo a preparar los nuevos textos, especialmente los de Matemáticas, porque ya se empezaba a aplicar la teoría de conjuntos y había que comenzar a redactar desde cero.

No hubo nada que hacer. Merced al empeño de «Jolines»[6], la ley empezó a aplicarse, efectivamente, en el 70/71. ¿Qué ocurrió? Que mientras el resto de los editores, terriblemente enfadados, perdían el tren de un curso que ya estaba encima, Jesús Polanco les daba sopas con honda porque desde abril del 70, es decir, cuatro meses antes de que se aprobara la ley, él ya tenía los libros impresos, empaquetados y listos para su distribución por toda España. En la propia carátula de los nuevos textos puede leerse la leyenda «Libro aprobado para la EGB», cuando de la EGB nadie había oído hablar antes del 28 de agosto del 70.

¿Qué editor se hubiera atrevido en aquel entonces a una operación tan arriesgada como editar 40.000 o 50.000 libros, de texto cuatro meses antes de la aparición de la ley? Sólo un hombre tan bien informado como Polanco. La verdad incontestable es que el único editor español que tenía los nuevos libros de texto de EGB listos para distribuir en septiembre de 1970 era la Editorial Santillana de Jesús Polanco.

Tanto cuando era secretario general técnico como cuando era subsecretario, Díez Hochtleiner presidía la comisión de libros, «y los de Polanco siempre salían adelante, siempre resultaban catalogados en la selección, lo que les hacía ser después comprados por cientos de miles de niños», asegura un antiguo alto funcionario del equipo de Villar Palasí.

Pero la importancia de Díez Hochtleiner en el desarrollo futuro del imperio Polanco no resulta tanto de los libros vendidos en aquella etapa concreta como del descubrimiento de algo que iba a resultar fundamental en su vida: la constatación de que se podían hacer grandes negocios a la sombra del poder político, la certeza de que ser amigo del Gobierno de turno podía resultar muy rentable.

Antes de abandonar el Ministerio, «Jolines» consiguió hacerse con la enemistad de la práctica totalidad de sus colegas, todo un récord para un subsecretario que no era precisamente una lumbrera. Entre otras cosas porque, esgrimiendo los perjuicios salariales que le causaba ser subsecretario, había conseguido que el Ministerio le pagara y amueblara el piso que habitaba, una situación bastante excepcional en la Administración española.

Muchos recuerdan todavía una anécdota que dio la vuelta al Madrid universitario de entonces, siendo «Jolines» secretario general técnico a las órdenes de Monreal Luque. Se estaba discutiendo la Ley General de Educación y el Curso de Orientación Universitaria (COU), y en un golpe típico del madrileño castizo que era, Monreal le espetó en el ardor de la discusión:

—Pero vamos a ver, Ricardo, parece ser que tú empezaste Derecho en Salamanca y no lo terminaste. Luego te fuiste a Karlsruhe y tampoco terminaste Ingeniería. ¡Coño, ahora comprendo tu obsesión por el COU, porque tú eres un caso típico de desorientación universitaria!…

Recién aterrizado, Rafael Mendizábal llevó a cabo una poda muy fuerte en el Ministerio que comenzó en los subdirectores generales, pero «creo que no podé lo suficiente, porque Polanco siguió disponiendo de la mejor información dentro del Ministerio. Siendo subsecretario, me extrañó la sintonía que había con Santillana, hasta el punto de que parecía una editorial oficial, que inmediatamente sacaba los textos que necesitaba el sistema educativo en un momento determinado. Yo venía de Burgos, donde era juez de una sala de lo Contencioso y, acostumbrado a analizar limpiamente la realidad, no estaba preparado para ocupar un puesto por el que suspiraba tanta gente. Me chocó algo que me dijeron al llegar y que luego comprobé cuan cierto era: allí mandaba una efebocracia, una serie de muchachos, cercanos al Opus Dei, que, al amparo del Estatuto de la Función Pública, se habían hecho fuertes en el Ministerio y entre los que Polanco logró infiltrar topos de toda clase y condición».

La cosa llegó al punto de que, habiendo heredado la secretaria de «Jolines», una mujer de mucho éxito con las visitas masculinas a cuenta de su generosa pechera, se vio obligado a despedirla a petición de Villar Palasí y a causa de las sospechas que pesaban sobre ella de pasar información.

«Jolines» se demostró un lince que, después de abandonar el Ministerio, se fue a trabajar para Jesús Polanco[7]. Muchos se sorprendieron al verle tan campante en las primeras fiestas del diario El País. ¿Cómo había podido entablar tan estrecha relación con Polanco un hombre que no era nada, «un tipo capaz de venderle una nevera a un esquimal», según decía Pedro Aragoneses, ex secretario general técnico de Educación, que no contaba con un solo título académico?

* * *

Si Díez Hochtleiner fue un hombre importante en la fortuna de Jesús Polanco, no lo fue menos su genial intuición al subirse en marcha a la idea que tres hombres estaban tratando de alumbrar: el nacimiento del diario El País.

Dos de aquellos hombres eran Carlos Mendo y Darío Valcárcel, periodistas de larga tradición que, en los últimos años del franquismo, cuando, excepción hecha del PCE, todavía no se atrevían a moverse ni las moscas, tuvieron la idea de lanzar a la calle un periódico de tinte liberal, comprometido con la defensa de los derechos humanos y capaz de aportar su granito de arena a la transformación de la sociedad española. Aquél era un proyecto intelectual digno de la mejor causa que, además, podía ser un buen negocio.

«Le vendimos la idea a Guillermo Luca de Tena —asegura Darío Valcárcel—. Mendo y yo éramos empleados cualificados de Prensa Española, editora de ABC, y resultaba normal que pensáramos en él para incorporarlo a la aventura. A Guillermo le encantó la idea, pero unos días después nos dijo que lo sentía mucho, que lo había hablado con su padre y que no lo veía factible. Y yo, que ya tenía un cargo importante en el periódico, me vi obligado a decirle que tenía que marcharme de ABC porque yo sí creía en esa idea».

—No sabes cuánto me gustaría acompañarte —le respondió.

Los Luca de Tena, verdaderos águilas en lo que a los negocios atañe, perdieron así la oportunidad de convertirse en los grandes editores españoles de prensa escrita.

La idea de Mendo y Valcárcel se cruzó en el camino con otra, ya vieja, que los hermanos Ortega Spottorno le habían ofrecido a Alfonso Escámez, presidente del Banco Central. José Ortega, un tipo gris tirando a oscuro, quería hacer El Espectador, pero Miguel, el hijo mayor del renombrado filósofo, más vehemente, pero sobre todo más inteligente, no se fiaba de las capacidades de su hermano, Y hacía bien.

Darío Valcárcel y Miguel Ortega, un hombre de bien y un estomatólogo de mérito, habían establecido una cierta amistad, a pesar de la edad que les separaba, que databa de los años sesenta. Les había unido la causa del conde de Barcelona, a quien Darío había prestado algunos servicios puntuales y de cuyo consejo privado Ortega era miembro.

Buen conocedor de su fondo anarcoide, reacio siempre a casarse con una idea que pudiera disciplinarle, Miguel Ortega insistió en poner en contacto al hombre ordenado que siempre ha sido Valcárcel con su hermano menor José, editor de profesión. «Pronto me di cuenta de que aquel tío era un vaina», asegura Valcárcel.

Fue así como, fundiendo las dos ideas, el trío puso en marcha una sociedad, Promotora de Informaciones S.A. (Prisa), que se constituyó en el mes de marzo de 1972, con 500.000 pesetas desembolsadas, en la notaría de Ricardo Gómez-Acebo, y que contaba con las firmas de los tres socios fundadores: Carlos Mendo, José Ortega y Darío Valcárcel. En el acta fundacional figuran, además, dos abogados, Jordán de Urríes y Juan José de Carlos, casi dos «extras» en aquella representación. Urríes, miembro de una familia burguesa de cierta fortuna, era un amigo de Valcárcel dispuesto a invertir en la aventura el mismo dinero que Darío, y De Carlos era un hombre de José Ortega.

A pesar de que el permiso para la publicación del diario les fue, como era de prever, denegado, los promotores pusieron enseguida en marcha una ampliación de capital a 25 millones de pesetas. Para preservar la pluralidad del proyecto, el trío fundador estableció un principio según el cual nadie, por importante que fuera, podría invertir más de 2 millones de pesetas en el capital.

Estaba también dentro del espíritu del proyecto cerrar el paso al mismo tanto al Opus Dei como al Partido Comunista de España (PCE). «Yo había hablado mucho de este asunto con Miguel Ortega, y habíamos convenido que era importante evitar los extremos —señala Valcárcel—, pretensión que se demostró bastante estúpida porque allí se nos coló gente de todos los colores, empezando por Ramón Tamames, que, además de amigo de casi todos, era también un notorio “pecero”, y siguiendo por un falangista en proceso de reconversión como Cebrián, o el propio Fraga…».

Había que buscar el dinero bajo las piedras, y uno de los primeros ricos visitados fue Ramón Areces. Tanto Valcárcel como Ortega eran amigos del presidente y alma mater de El Corte Inglés, pero «don Ramón» era ya un gigante en el escuálido cuerpo empresarial hispano y Darío era apenas un pipiolo con la cabeza llena de ideas. «Yo le conocía, le respetaba y le admiraba, y le traté con mayor intensidad después de que sufriera su hemiplejía».

De modo que un buen día los hermanos Ortega y Valcárcel se presentaron en el despacho de «don Ramón», sito en las nuevas oficinas de la calle Hermosilla, de las que tan orgulloso se sentía, para venderle el proyecto de El País. Areces, un hombre acostumbrado a ir por derecho, se cansó de la prédica que intentaban endosarle los visitadores y, en un momento dado, cortó por lo sano:

—Pero, vamos a ver, queridines, ¿cuánto es eso? ¿De qué cantidad me estáis hablando?

Con José Ortega callado cual muerto, Valcárcel o el desparpajo de la juventud se tiró al monte:

—Yo creo que tiene que poner 5 millones de pesetas.

—Pues nada, queridín, ya está. Manda mañana a por el cheque.

Por mor de la necesidad, los promotores se volvieron viajeros por las esquinas de España en busca de inversores. Especialmente rentable fue el viaje a Valencia. Un buen día, José Ortega y Ramón Tamames se encontraron por casualidad en el aeropuerto de Barajas. El economista iba a pronunciar una conferencia en el Casino de Valencia y Ortega, que había hecho buena amistad con él en Alianza Editorial, le adelantó una invitación que luego resultó providencial:

—¿Por qué no te vienes después a cenar con nosotros al Astoria?

—¿Qué es lo que tenéis allí?

—Vamos a presentar el proyecto del diario El País ante un grupo de empresarios valencianos. Andamos en busca de inversores y va a haber gente, como los Serratosa, que te interesaría conocer.

Tamames aceptó la oferta, y allí estaba sentado entre los asistentes a la cena cuando Carlos Mendo comenzó a realizar una presentación del proyecto poco afortunada, que fue seguida por la intervención, de mejor tono, del propio José Ortega, quien, entre citas a los sagrados principios de la Revolución Francesa, habló de un periódico que nacía con vocación de convertirse en defensor de los derechos humanos, verdadero leit motiv del lanzamiento del diario.

Pero la reacción de los ilustres industriales (por allí andaba Chimo Muñoz, Sebastián Carpi, los Noguera y algunos otros) fue, más que tibia, francamente pobre. Algunos de los asistentes se lanzaron directamente a calificar la idea de «movimiento subversivo», mientras los más moderados ponían el énfasis en la dificultad de conseguir la oportuna licencia, porque Fraga, a pesar de estar allí presente su amigo Mendo, no estaba por la labor.

La reunión comenzó a tomar un cariz muy feo. Había que hacer algo si los promotores no querían volverse a Madrid con las manos vacías. Lo hicieron quienes menos necesidad tenían. Lo hizo Vicente Ventura, que había conferenciado en el Casino con Tamames, y el propio Ramón, quien se largó una perorata muy efectiva, porque tuvo el acierto de dorar la píldora al empresariado presente en la sala, hablando del significado de un proyecto de información que venía dispuesto a rescatar al mundo del dinero de su condición de peón del franquismo cuya única obligación, estaba en producir, para elevar a sus representantes a la categoría de ilustrados burgueses convencidos de sus obligaciones con el futuro de España, un futuro que no podía ser más que democrático y ligado al progreso social del país.

Y aquello empezó a gustar. El propio Tamames remató la faena anunciando que estaba dispuesto a invertir parte de sus ahorros en el proyecto. El resultado fue que, al final de la cena y al hacer el recuento de compromisos, Ortega y Mendo se volvieron a Madrid con 15 millones de pesetas en cartera, una cifra que entonces era un capital. Los parabienes a la hora de las despedidas parecían más que justificados.

A los pocos días, Ortega llamó a Tamames para agradecerle muy sinceramente su ayuda en Valencia y rogarle que viajara con ellos a Santiago, donde los promotores del periódico iban a llevar a cabo un acto similar entre empresarios gallegos, «y yo sé que tú tienes allí muchas amistades». Tamames se puso en contacto con su amigo José Terceiro y juntos organizaron un happening en el hostal Reyes Católicos de Santiago, donde lograron reunir a una veintena de empresarios y gestores de cajas de ahorros.

La cosecha gallega fue más modesta que la valenciana, 8 millones de pesetas, pero fue igualmente bienvenida. Ramón Tamames acababa de entrar en el círculo de los fundadores de El País, en cuyos primeros años tendría gran predicamento. Y lo, mismo ocurrió con José Terceiro, un hombre que, convertido, como tantos otros, con el paso del tiempo en fiel peón de brega de Polanco, sigue estando hoy a la derecha de Dios Padre con todos los pronunciamientos favorables.

* * *

Muy pronto se acometió una segunda ampliación de capital a 150 millones de pesetas. Fue entonces, año y medio después de la formalización registral de Prisa, cuando Jesús Polanco, que tuvo la virtud de intuir muy pronto el enorme potencial de aquella idea, se incorporó al capital.

A pesar de que ya se había comprado un piso confortable en el número 49-51 de la calle O'Donnell, muy cerca del Retiro, Polanco seguía siendo un editor modesto, aunque ya se movía con soltura por Iberoamérica haciendo negocios con unos gobiernos ocupados en su inmensa mayoría por dictadores militares —la verdadera especialidad del cántabro— a los que había que convencer con pocos argumentos y mucha mordida, cosa que, por otra parte, hacía la mayor parte de la gente que se atrevía a cruzar el charco. La otra fuente de ingresos eran los libros de texto de la Editorial Santillana, que inundaban los colegios españoles gracias a su especial habilidad para moverse por los meandros del Ministerio de Educación. Santillana presumía ya de una respetable cifra de facturación, situada en el entorno de los 3.000 millones de pesetas.

Por aquel entonces, Ramón Tamames conoció a Jesús Polanco. «Me llamó un día para invitarme a comer a Santillana, un sitio bastante lúgubre que estaba por el barrio de la Concepción y en uno de cuyos despachos daban unas comidas que debían traer de algún mesón cercano. Recuerdo que Jesús pidió paletilla de cordero en barro, una cosa muy rústica, impropia ya del Madrid industrial de los años setenta».

Pocos días después, José Ortega le llamó para darle una buena noticia:

—Oye, Ramón, que como te has portado tan bien, nos gustaría que estuvieras con nosotros en el Consejo.

Valcárcel recuerda muy bien la primera reunión de ese flamante Consejo, un almuerzo en el hotel Eurobuilding con gran mesa para cerca de veinte personas donde la gente fue hablando por riguroso turno, «Tamames entre los vivos, Senillosa entre los muertos, Julián Marías entre los más pesados». Polanco tuvo una intervención, conjugando precisión y concisión, que llamó poderosamente la atención de Darío: «He ahí un hombre importante».

Los fundadores acordaron la creación de un Comité Ejecutivo compuesto por tres personas: José Ortega, que ocupó la presidencia en razón al prestigio del apellido; un jovenzuelo Darío Valcárcel que se postuló como secretario, y Jesús Polanco, un hombre que había invertido unas modestas 500.000 pesetas en la ampliación de capital a 150 millones y que por aquel entonces era, con algunas dificultades, uno del montón.

Un buen día se planteó la necesidad de nombrar un consejero delegado para la sociedad. Tamames adelantó el nombre de Enrique Fuentes Quintana, que tenía, según él, «una visión económica del mundo editorial», pero «ellos propusieron a Polanco y, naturalmente, ganó Polanco».

Tras el consejero delegado, había que encontrar director para un diario cuya salida al mercado era un misterio, porque el permiso no acababa de llegar y Franco no terminaba de morirse. El primer candidato al puesto, Carlos Mendo, decidió descartarse a las primeras de cambio, yéndose a Londres como agregado de prensa de la embajada de España ante Su Majestad británica al lado de Manuel Fraga, flamante embajador. Perdedor de la crisis política del 69, en la que el Opus Dei, con una desenvoltura inaudita, pasó a ocupar hasta once de las catorce carteras ministeriales, Fraga fue nombrado director general de El águila, ocupación que le dejaba tiempo libre para despotricar de lo lindo contra Franco, razón por la cual los promotores del proyecto de El País confiaban mucho en sus buenos oficios de gran urdidor para conseguir del Régimen la licencia de salida del diario.

Sin embargo, en cuanto Franco lo hizo embajador en Londres, dejó de hablar mal del Régimen. Mendo, un hombre que sentía una admiración por Fraga rayana en la veneración, decidió irse con él como agregado de prensa, y a su lado permaneció durante el tiempo que el intrépido y vanidoso don Manuel desempeñó el cargo de embajador en la capital británica. Con ello cedió la posibilidad de ser director de El País, seguramente porque conocía la oposición de los Ortega a su nombramiento, quizá porque pensaba que Franco iba a vivir más tiempo del que algunos creían o tal vez porque en su fuero interno no confiaba demasiado en los buenos oficios de su «maestro» para lograr la licencia.

Pero el proyecto continuaba adelante, y seguía siendo necesario cubrir la vacante de la dirección. Se pensó en Miguel Delibes, quien se lo estuvo pensando casi un año hasta que, afectado por la enfermedad de su mujer y ante la perspectiva de tener que vivir en Madrid, renunció finalmente al envite. «Una pena, porque el escritor vallisoletano tenía ideas muy interesantes sobre la dirección del periódico».

Entonces se lo ofrecieron al propio Valcárcel, quien una y otra vez rechazó la posibilidad, «porque una de mis escasas cualidades ha sido conocer siempre bien mis limitaciones». Fue Darío, dispuesto en todo caso a ser el número dos de la redacción, quien habló por primera vez del hijo de Vicente Cebrián Carabias, me han dicho que este chico vale mucho, yo le conozco poco, pero si queréis puedo intentar hablar con él a ver en qué disposición está. La candidatura de Cebrián fue apoyada también por Ramón Tamames, entre otros.

«Comí con Cebrián en una taberna llamada El Trabuco, al lado del diario Informaciones, donde él trabajaba. Le expliqué que había una posibilidad de sacar a la calle un periódico que impulsara los nuevos aires que sin duda iban a soplar en España a la muerte de Franco, y enseguida se entusiasmó con la idea.

—Pero, ¿por qué no tú?… —preguntó, gentil, el joven aguilucho del periodismo hispano.

—No, no, ni hablar. Me lo han ofrecido varias veces, pero he dicho otras tantas que no. Yo no valgo para eso. Además, soy hombre de pensamiento y la realización diaria me aburre.

Al joven Cebrián se le hizo el culo agua de limón, porque era lo suficientemente listo para intuir que ese periódico saldría inmediatamente después de muerto Franco. Era cuestión de disponer del capital necesario para lanzar el proyecto. «Cuando yo argumenté que estaba seguro de que tras la desaparición física del dictador se abriría en España un período constituyente, él pareció entusiasmado con la idea». Entre ser el último fascista del pelotón o el primer demócrata del Reino, la cosa estaba clara. Cebrián había decidido convertirse en maestro de demócratas.

Valcárcel perdió un tren que nunca más volvería a pasar por su puerta. El mismo al que Cebrián se subió en marcha y sin billete. Pero llegó la falsa «apertura» de Pío Cabanillas y el hijo de Vicente Cebrián prefirió pájaro en mano y se fue con Pío a dirigir Radio Televisión Española. Fue así como el tantas veces alabado progre Cebrián dirigió los Servicios Informativos de RTVE en la España más lóbrega que imaginar se pueda, naturalmente en vida del dictador. Algunos le acusan de haber enviado a la Dirección General de Seguridad las películas filmadas con los rostros de quienes asistían a manifestaciones antifranquistas y/o acudían a fundirse en la borrachera de alegría que fue el «25 de abril» portugués, «Yo no tengo pruebas de que eso fuera así —asegura Darío—, aunque en la arquitectura mental del tipo era perfectamente posible».

* * *

Pero el permiso seguía sin llegar, a pesar de los buenos oficios de Pío Cabanillas, «muy activo a la hora de favorecer la aparición del periódico —asegura Tamames— hasta el año 74, en que dejó de ser ministro». La desesperanza invadió entonces a Ortega y a Polanco, que decidieron disolver la sociedad y devolver el dinero a los accionistas. Franco no se moría y mucha gente parecía estar convencida de que iba a vivir cien años. «Pero hubo un imbécil llamado Valcárcel —dice el propio Darío— que dijo que de eso ni hablar: aquí no se devuelve un duro; aquí hay que resistir…».

—Es que Arias Navarro nos ha engañado —decía Polanco con resignada pesadumbre.

Transcurrían los primeros meses de 1974, ETA acababa de asesinar a Carrero Blanco y Valcárcel intentaba levantar el ánimo de sus socios, según vosotros Franco va a vivir otros diez años, pero eso no es verdad, tengo información confidencial del equipo médico según la cual la última flebitis es definitiva, sí, me replicaban, será definitiva pero ha recuperado los poderes, nada, nada, contra argumentaba yo, este hombre no dura, lo sé de la mejor tinta, su cuadro clínico no tiene salida, y el día que se muera nos dan el permiso, seguro…

Estaba en curso una tercera ampliación de capital a 300 millones que se iba a cubrir a velocidad de vértigo, porque una cierta burguesía liberal y urbana estaba ya instalada en la perspectiva posfranquista y creía en la idea que le habían vendido los fundadores, a quienes tenía por honrados administradores que iban a ser capaces de sacar el proyecto adelante.

Ahí comenzó José Ortega a demostrar la calidad de la madera de que estaba hecho. Polanco se atenía a lo que él dijera:

—Si José quiere cerrar, pues ¿qué quieres que te diga?, tendré que atenerme a lo que diga el presidente.

Pero Valcárcel, responsable de algo más del 30 por ciento del capital invertido, se opuso en redondo.

—Esta sociedad no se va a cerrar. Si don José quiere, que dimita y se vaya. No hace falta ser un águila para saber que Franco se está muriendo.

Acertó de plano, para suerte de Jesús Polanco, tanto en la decisión de no liquidar Prisa como en la salud del «caudillo». Poco después de su muerte llegaba el permiso de salida, y seis meses más tarde estaba El País en la calle, de una forma, hay que decirlo, casi heroica. El sistema se desatascó con rapidez tras la desaparición del dictador.

Habían sido cuatro años de espera. «Estuvimos primero en un piso gratis que nos dejó un amigo mío en la calle Españoleto 11 —señala Darío—, y después nos permitimos el lujo de ocupar un pisito grande y simpático en el número 45 de Núñez de Balboa, de donde salimos para instalarnos definitivamente en el edificio de la calle Miguel Yuste».

La sociedad editora había adquirido el solar (aunque la construcción del edificio estaba empantanada) y había entregado los créditos para la compra de la rotativa, todo lo cual hizo posible la salida del diario apenas medio año después de la muerte de Franco. En cuatro meses, febrero del 76, se terminó el edificio e inmediatamente se trasladó allí la redacción que, en estado embrionario, había estado funcionando con muchas dificultades en Núñez de Balboa.

El martes 4 de mayo de 1976 salió a la calle el primer número de El País, con Juan Luis Cebrián como director y Darío Valcárcel como su segundo. El diario aseguraba en su presentación: «Mil noventa y seis son los propietarios de Prisa, ninguno de los cuales posee más del 10 por 100 del capital social».

Como única foto de portada en ese primer número figuraba José María Areilza, lo cual era una especie de homenaje a una de las personas que más habían contribuido a hacer realidad el proyecto. Areilza formaba parte de lo que él llamó la «derecha civilizada», una derecha democrática que reclamaba un período constituyente y que abominaba de la derecha franquista, que, por su parte, lo consideraba simplemente un traidor. Areilza había invertido 5 millones de pesetas en el capital de Prisa, los mismos que Areces, y estaba representado en el Consejo por Antonio Senillosa, que luego invirtió otros 5 millones.

Todo parecía atado y bien atado para que aquel periódico fuera el testigo fiel del ideal de democracia que había animado a sus promotores, pero pronto se vio que había gente secretamente dispuesta a hacer añicos aquel bello ejemplo de democracia participativa e igualitaria. Sin duda, el punto más claro de la filosofía del proyecto era el fraccionamiento del capital social, sometido al poder arbitral de la Junta de Fundadores, en general, y de una persona tan cualificada como José Ortega, en particular. «Todos pensábamos que el hijo de don José Ortega y Gasset, llamado José Ortega como el padre, no sólo no iba a fallarnos nunca, sino que era el garante natural de que aquel proyecto democrático nacido de entre los escombros del franquismo iba a mantenerse siempre fiel al ideal que había alumbrado su nacimiento».

Pero el hijo del preclaro filósofo resultó ser un bala. Como ocurre a menudo, de padres ejemplares nacen hijos poco presentables. «Tanta confianza tenía depositada en la honorabilidad de José Ortega —asegura Valcárcel— que su comportamiento posterior me hundió». Con todo, nada malo hubiera ocurrido si en medio de las ovejas no hubiera estado un lobo disfrazado de cordero y dispuesto a hacerse con el rebaño, un hombre muy listo llamado Jesús Polanco, que se dio pronto cuenta de que en José Ortega no había garantía de ninguna clase: el hijo del famoso filósofo estaba entrampado hasta las cejas, y esta circunstancia le iba a permitir maquinar una estrategia que iba a terminar con la expulsión de Darío Valcárcel y de todos cuantos no se avinieran por las buenas a sus designios.

«Al fallarnos José Ortega, quedamos en manos de un aventurero que estaba esperando su oportunidad, un cazador que perseguía cobrar la pieza de su vida, un hombre de negocios que vio en seguida que el periódico iba a ser un éxito y se aferró a él con todas sus energías, y no sólo por el volumen de negocio que podía generar, sino, sobre todo, por lo que suponía iba a tener de trampolín, de palanca de poder».

En efecto, Polanco había empezado muy pronto a hablar sin ambages de que «éste va a ser mi cañón Bertha», aludiendo al famoso cañón (así bautizado en honor de Bertha Krupp, hija de Alfred Krupp, el «rey del acero» germano) con el que los alemanes pensaron derribar las defensas de la Gran Bretaña durante la primera Guerra Mundial y que aterrorizó por igual a franceses y británicos. El País iba a ser el «cañón Bertha» de Polanco. Pocas veces una profecía se iba a cumplir con tan milimétrica exactitud.

Para que ello fuera posible, fue necesaria la colaboración de José Ortega. «Creíamos en él, confiábamos en él, pero nos defraudó. Pensábamos que era una persona honorable y no lo fue —afirma Valcárcel—, y esa circunstancia resulto clave en la evolución del proyecto».

Polanco lo enganchó indirectamente, consiguiendo que otros le dieran la financiación que necesitaba con urgencia para salir de un problema que amenazaba con llevarlo a la cárcel. Porque José Ortega presidía dos empresas (una de ellas Alianza Editorial) en las que empezó por no pagar a Hacienda ni cotizar a la Seguridad Social para terminar defraudando a todo quisque, hasta el punto de que cuando estalló el escándalo había acumulado ya más de dos años de deuda para hacer frente a la cual no tenía un duro en caja. Y todo ¿por qué? Pues, lisa y llanamente, porque estaba convencido de que el apellido lo protegía de cualquier asechanza. Nadie se iba a atrever a meterle mano al hijo de don José Ortega y Gasset. Así de simple.

Quien acudió en socorro de Ortega fue Diego Hidalgo, un millonario con una fortuna superior entonces a los 5.000 millones de pesetas, hijo del ex ministro de la República del mismo nombre, que se había casado con una hija del llamado «rey del tabaco» mexicano y se había marchado a vivir a México.

Con un José Ortega bien sujeto por la brida de las razones económicas, a Jesús Polanco le iba a resultar fácil hacerse poco a poco con el control total del grupo.

* * *

Durante el período que va de 1977 a 1983, el proyecto se debatió en una lucha interna que concluyó en la toma del poder por parte de Polanco en detrimento del grupo de oposición encabezado por Darío Valcárcel.

Los enfrentamientos comenzaron en la Junta General del 6 de abril del 77, cuando el periódico no llevaba ni un año en la calle. Allí ya se pudo palpar la escisión del accionariado en dos bloques: aquel que pugnaba por seguir enarbolando el ideario que animó el espíritu de los fundadores, y el de un empresario dispuesto a hacerse en exclusiva con el control de un medio que debía darle mucho dinero y más poder.

El «pacto de caballeros» basado en el principio de que nadie tomaría más de 5 millones de pesetas sobre un capital social de 300 pronto se fue al garete, El País iba a dejar de ser un periódico de muchos para pasar a ser de uno solo.

Denuncias de lo que estaba ocurriendo no faltaron. Polanco se quería quedar con la merienda. Ya a mediados del 78, Valcárcel mantuvo una conversación muy dura con él en su despacho de Miguel Yuste, en presencia de Cebrián y del alemán Reinhard Gade, el responsable material del diseño del periódico.

—Estás violentando el «pacto fundacional», y lo está viendo todo el mundo, pero te anuncio desde ahora que chocarás conmigo y con otros muchos dispuestos a impedir que te hagas con el control.

—¡Yo no estoy violentando ningún pacto —protestó Polanco—, y aquí está José Ortega como garante que nunca nos fallará!

—No me engañas, Jesús. Tu quieres controlar este proyecto. Has dicho que éste va a ser tu «cañón Bertha», y para evitarlo siempre me tendrás en frente.

Valcárcel, que tenía seis millones y medio de pesetas invertidos en Prisa («todos mis ahorros, más un crédito del Banco Ibérico»), frente a las 500.000 pesetas de Polanco, ya sabía que no podría vencerle nunca. El cántabro disponía de un rehén llamado José Ortega, un hombre entregado a la voluntad de Polanco a consecuencia de su precaria situación económica.

«A partir de ese momento me convertí en el hombre a batir, y enseguida me di cuenta de que Polanco estaba comprando acciones por fuera, de modo que nosotros empezamos de inmediato a hacer lo propio». Muy pronto, sin embargo, entendió que aquella batalla estaba perdida porque Polanco, con Cebrián de contramaestre, ya se había hecho con el control del periódico. Sólo quedaba amargarle la vida todo lo posible, «y a fe que se la amargué, porque monté un sindicato de accionistas que le incordió durante cinco o seis años».

Convencido de que nada podría él solo contra Polanco, Darío Valcárcel se había echado en brazos de Antonio García-Trevijano, convirtiéndose en mero testaferro del polémico abogado, que también aspiraba a hacerse con el control de El País.

A Polanco, en efecto, le faltaba medirse con uno de los espadachines más acreditados del momento antes de poder cantar definitiva victoria. García-Trevijano no había querido ser accionista al inicio del proyecto: «Me ofrecieron un tramo cuando se fundó el periódico, pero me negué, porque, ¿qué se podía esperar de un periódico que nacía con Fraga, Polanco y Tamames juntos? Aquello era una jaula de grillos, una mezcla sin ningún tipo de ideología, salvo la del oportunismo. Pero hubo un momento en que me di cuenta de que el poder lo iban a tomar los medios de comunicación, y que los partidos políticos iban a ser un juguete en sus manos. La victoria de Felipe González en las elecciones del 82 acabó de convencerme de esa idea. Felipe ganó porque El País, es decir, Polanco y Cebrián, que ya tenía una gran influencia social, decidió jugar esa carta, pero yo conocía de sobra los antecedentes de Felipe y sabía que iba a traicionar todos los principios habidos y por haber. De modo que, dispuesto a hacer lo que fuera menester para llegar a una auténtica democracia y acabar con la farsa de la transición, pensé que si quería albergar alguna posibilidad de poder plasmar mis ideas tenía que comprar El País».

Darío Valcárcel iba a ser el peón de brega que necesitaba García-Trevijano. Y entre el afán de revancha de uno y el idealismo mesiánico de otro cristalizó una alianza que tuvo en jaque al cántabro durante varios años. Su condición de no accionista le obligaba, sin embargo, a comprar a través de contratos privados para evitar el derecho de retracto. El plan consistía en ejercitar el derecho de voto para reformar los estatutos en el momento en que tuviera la mayoría. Darío, que no estaba muy convencido de la validez de la fórmula, pidió un dictamen a Garrigues que avaló las tesis de Trevijano.

La operación tenía que desarrollarse con el mayor de los sigilos. Como accionista que era del periódico, compraba Darío Valcárcel, en el papel de fiduciario de Trevijano, e inscribía a su nombre. Entre el 29 de diciembre del 78 y el 22 de septiembre del 82 Valcárcel recibió 142.600.000 pesetas en distintas entregas, dinero que García-Trevijano facilitaba sin ninguna clase de recibo, «convencido de que estábamos entre caballeros». A cambio, Darío le entregaba los contratos según se iban suscribiendo.

Entre otras ayudas, Trevijano cedió gratuitamente a Darío un despacho en su propio bufete profesional, con secretaria, teléfono y material de oficina, para atender sus asuntos particulares, y además le llevó su pleito de divorcio.

Pero también Polanco estaba comprando acciones a gran velocidad. Con dinero de sobra y sin necesidad de esconderse detrás de ningún fiduciario, se movía como pez en el agua por el listado de accionistas de Promotora de Informaciones S.A. Con la eficaz ayuda de Cebrián, que ya había elegido bando, el cántabro visitaba a unos y otros, prometía, compraba y sindicaba. Nadie se atrevía a sublevarse contra él.

* * *

El enfrentamiento final entre los fundadores estalló en la Junta General de 1980, con motivo de la presentación por Polanco del «Estatuto de la Redacción» y el intento de disolver la «Junta de Fundadores».

El hombre que actuó de ariete para la ocasión fue Rafael Pérez Escolar, un conocido abogado que compartía bufete con Fernández Ordóñez, una persona honorable, y con Matías Cortés, un tipo que ha jugado con todo el mundo en su vida excepto, de momento, con Jesús Polanco. Pues bien, Escolar propuso disolver la Junta de Fundadores «como residuo del Régimen de Franco que era…».

La pelea resultó muy reñida porque en la votación, ciertamente crucial, sobre el «Estatuto de la Redacción», las tesis de Polanco se impusieron por un apretado 33 por 100 del capital frente al 31 por 100 que apoyó a Darío. La victoria envalentonó al cántabro, que, enarbolando su dedo índice admonitorio, aseguró:

—Os lo advierto, no vais a poder sacarme de aquí de ninguna forma, porque estoy decidido a hacer de El País mi bastión, así que vosotros veréis lo que hacéis.

Fue la última junta de accionistas a la que asistió Valcárcel, que dimitió como consejero de Prisa en memorable sesión del 15 de diciembre de 1980. Todo un espectáculo, porque el periodista acudió con una carta correcta de forma pero incendiaria de fondo en la que, a lo largo de cinco folios, daba cuenta pormenorizada de las trapacerías de las que se había servido Polanco para torcer la idea original del proyecto, y que pidió fuera leída por el consejero de mayor edad, cosa que correspondió a José Vergara, un hombre de fortuna que había sido muy amigo de José Ortega pero que luego se había quedado, como tantos otros, anonadado a cuenta de la conducta del hijo del filósofo.

En esa carta, que quedó incorporada al acta del Consejo, Valcárcel narraba cómo se había violado el pacto fundacional y por qué se veía obligado a abandonar el organismo, asegurando que prefería marcharse voluntariamente antes de ser expulsado. Sin morderse la lengua, el periodista se refería literalmente a «la estafa cometida por José Ortega…», y José, cobardón como es, se creyó en la obligación de protestar, apenas un amago, un «esto es inadmisible» falto de convicción, que acalló Vergara de manera terminante. Después de la lectura, llevada a cabo con gran precisión y profesionalidad, Darío se levantó, dio la vuelta a la mesa saludando a todos, excepto a Polanco y a Ortega, que ocupaba la cabecera, y abandonó la sala.

Al término de la sesión, y en los corrillos que normalmente se forman tras este tipo de actos, un hombre muy fino, Joaquín Muñoz Peirats, le decía con sorna al hijo del filósofo: «No tienes más remedio que suicidarte, José; es la única salida honorable que cabe a tu situación…». Y José reía como un bufón agradecido, mientras rápidamente corría a instalarse en otro corro. José Ortega era ya una marioneta en manos de Jesús Polanco.

* * *

Valcárcel abandonó el consejo de Prisa, pero no se marchó de la idea de El País, puesto que, con el listado de accionistas en su poder, seguía empeñado en el rastreo y compra de distintos paquetes accionariales para Antonio García-Trevijano. Y así llegó un momento en que el abogado llegó a tener en su poder el 29 por 100 del capital de Prisa, frente al 15 por 100 de Jesús Polanco, el 12 por 100 de Diego Hidalgo Schnur y cerca de otro 10 por 100 del grupo de inversores valenciano. Trevijano ya era el primer accionista del diario, con casi el doble que Jesús Polanco, y además estaba en negociaciones avanzadas con los Noguera valencianos, que habían dado su conformidad para venderle otro 5 por 100, lo cual le hubiera situado en el 34 por 100.

Pero en ese momento Darío Valcárcel cometió la indiscreción de contar a Rafael Pérez Escolar lo que García-Trevijano estaba maquinando. Por si fuera poco, empezó a retrasarse con la entrega de contratos, a pesar de haber recibido nuevos adelantos en metálico, para perfeccionarlos. Darío pretextaba excusas que no convencían a nadie. Algo raro estaba ocurriendo.

La indiscreción de Darío llegó a El País, lo que permitió a Polanco y Cebrián descubrir la identidad del misterioso comprador que se escondía tras el ir y venir de Valcárcel. Y entonces tocaron arrebato en Miguel Yuste. De cabo furriel para arriba, jefes y jefazos fueron convocados a singular guerra santa contra el infiel Trevijano, en un totum revolutum en el que no faltó ni el personal de talleres. Allí fraguó un pacto de sangre entre Jesús Polanco y Juan Luis Cebrián, que sigue vigente en la actualidad.

Cebrián tomó sobre sus hombros la difícil tarea de parlamentar con García-Trevijano, un mal enemigo, sin duda, acudiendo a visitarle a su despacho. La mano derecha de Polanco no se anduvo por las ramas: si el abogado lograba hacerse con la mayoría, estaban decididos a hundir el periódico antes que entregárselo. Redacción y talleres estaban totalmente de acuerdo. «Atente a las consecuencias». El señorito Cebrián, especialista en la materia, le advirtió que iban a obsequiarle de inmediato con una bonita campaña de infundios, asegurando que quería hundir el diario y dejar sin trabajo a quinientas familias, que su verdadero objetivo era acabar con la Monarquía borbónica e instaurar la III República… La lista de desgracias era muy completa.

A pesar de todo, el abogado aguantó la marea durante más de medio año, esperando que escampara para poder encontrar la forma de lograr la ansiada mayoría. No pudo.

En octubre del 82, Darío informó a García-Trevijano de la imposibilidad de alcanzar el prometido 51 por 100 del capital social de Prisa, que había sido el móvil del acuerdo entre ambos. En un almuerzo en el restaurante Claras's, Darío, junto a Joaquín Muñoz Peirats y Javier Vidal Sario, que igualmente se desempeñaban como fiduciarios del abogado, le aconsejaron vender el paquete ya adquirido.

García-Trevijano terminó por arrojar la toalla, abrumado por la falta de solvencia de un Valcárcel que llevaba meses sin dar razón convincente del uso del dinero recibido y de las gestiones realizadas, y por la presión de un Cebrián que no cesaba de enviarle recados con ofertas para comprarle su paquete al mejor precio.

El visitador más asiduo era Ramón Mendoza, un hombre que tampoco era accionista de Prisa, aunque sí «machaca» de Jesús Polanco. «Mendoza estaba todo el día detrás de mí para que vendiera a Polanco. Y cuando vi que no tenía salida, porque si no llegaba al 51 por 100 corría el riesgo de perder mucho dinero, le dije un día: “Vendo, pero con la condición de hacerlo al Consejo de Administración, es decir, a los accionistas actuales, y en riguroso prorrateo a la participación que cada uno de ellos tenga en este momento, para de esta forma no alterar el equilibrio”».

Trevijano se reunió en casa de Mendoza con Polanco y Cebrián, todos muy contentos, encantados porque habían solventado el problema como caballeros. La felicidad era patente en los de Prisa: habían ganado la pelea más difícil y, esta vez, para siempre.

El abogado se hizo cargo de la gestión de venta (incluyendo en su paquete la participación individual de los tres mandatarios citados), gestiones que fructificaron el 11 de mayo del 83 con Ramón Mendoza y Jaime García Añoveros, firmándose el correspondiente contrato privado en el que también compareció Darío Valcárcel como titular fiduciario de las acciones del letrado y titular real de las suyas propias.

Como las penas con pan son menos, Trevijano (al igual que el propio Valcárcel) vendió su «paquetón» a Polanco y sus testaferros a un precio del 470 por 100, embolsándose plusvalías cercanas a los 320 millones de pesetas de la época.

* * *

Valcárcel había abandonado su último reducto, la Junta de Fundadores de El País, poco antes del verano de 1982. Su puesto fue ocupado por Diego Hidalgo, que había contribuido de modo decisivo al saneamiento del «agujero» provocado por José Ortega en la Revista de Occidente.

«Jamás he hecho las paces con Polanco —asegura Valcárcel—, lo que no es óbice para que, pasado el tiempo, siempre que se ha tropezado conmigo me haya saludado cortésmente. Polanco no era mal tío. El defendía sus intereses y yo los míos. En todo caso era un empresario que tenía un enorme afán, ciertamente legítimo, en una empresa que podía proporcionarle una palanca de poder político formidable. Por el contrario, el hijo de Vicente Cebrián era un franquista químicamente puro, un niño criado a los pechos de Emilio Romero en la escuela del diario Pueblo. Por lo que a mí respecta, no había más postura ideológica que la de asegurar la pluralidad de un proyecto informativo democrático. Pero en frente había otra persona dispuesta a hacer almoneda de esos principios para quedarse con el proyecto en su personal provecho».

Polanco se mostró especialmente activo en la compra de acciones a lo largo del 83 a través de Propusa, de Presa y de Ramón Mendoza, entre otros. Al final del proceso, debía contar con el 20 por 100 del capital social, pero ya era capaz de presentarse en la Junta General de Accionistas con el respaldo de más del 75 por 100 del accionariado.

En la Junta del 83, Polanco sentó en el consejo a Ramón Mendoza y a Jesús de la Serna, una persona fiel a Cebrián. Entre las decisiones en ella tomadas figura el entierro oficial de la «Junta de Fundadores», que desde hacía tiempo era ya cadáver. Fue el último escollo que Polanco tuvo que superar para reinar como amo indiscutido de Prisa y del diario El País. A finales del 83 ya no quedaba ni rastro de la oposición.

Uno tras otro irían saliendo del redil de Miguel Yuste todos aquellos que habían tenido algo que ver en el nacimiento del «diario independiente de la mañana». Jesús Polanco llevó a cabo una limpieza concienzuda. Al «empresario», como le llamaba con devoción José Ortega, le molestaba la presencia de testigos que pudieran recordarle, siquiera con su silencio, los orígenes de un proyecto que se suponía participativo y plural.

Otro de los que saldrían tarifando fue Ramón Tamames, y ello a pesar de unos principios muy prometedores, porque, cuando en mayo del 81 el economista abandonó definitivamente las filas del PCE, don Jesús le ofreció, ahora que estás más libre, una mayor implicación con el grupo, concretada en el cargo de director de publicaciones, naturalmente con sueldo (5 millones de pesetas/año) y contrato fijo. Dalo por hecho, vente por aquí y te damos un despacho.

Por si fuera poco, semanas después de su salida del PCE, Tamames y Polanco crearon la Fundación para el Progreso y la Democracia, de la que el editor fue nombrado presidente. Las relaciones eran, pues, excelentes, aunque el «amo» empezó pronto a incomodarse con su ilustre «empleado», afirmando que éste le ninguneaba impidiéndole desarrollar las cuatro ideas que, balbuceante hombre de pocas palabras, trataba siempre de soltar en los actos promovidos por la susodicha Fundación.

El distanciamiento comenzó a tomar cuerpo con motivo de la «mesa del referéndum», creada en el año 1984 para exigir a Felipe González el cumplimiento de su promesa de convocar una consulta sobre la entrada de España en la OTAN. El giro copernicano que González fue imprimiendo a su política atlantista, uno de los episodios más groseramente escandalosos de su Gobierno, fue convirtiendo a la citada «mesa» en una especie de organismo de la cáscara amarga, en la que terminaron estando los amigos del PCE y demás compañeros de viaje.

Sería, sin embargo, la creación de Izquierda Unida lo que contribuiría definitivamente a distanciar a Tamames de la «gente de orden» que Polanco quería a su lado. «A partir de entonces me empezaron a mirar como a un enemigo, y no les faltaba razón, por cuanto la tribu Polanco, con Cebrián al frente, se había echado definitivamente en brazos del felipismo, al que hicieron ganar el referéndum de la OTAN».

La ruptura definitiva se produjo con motivo de un enfrentamiento que ambos sostuvieron a mediados de los ochenta, en una sesión del Consejo en la que el cántabro anunció su intención de promover como nuevo consejero a Carlos March, «un hombre muy importante —decía Jesús—, que va a sernos de gran ayuda en el futuro». El economista protestó, argumentando que le parecía poco presentable que un periódico que había nacido para defender los ideales de la democracia y los derechos humanos se aliara con los vestigios del franquismo, pero Polanco defendió a su patrocinado con gran energía: March era un amigo a quien no se podía insultar impunemente. «Además, esto no es un partido político, sino una empresa periodística, a la que estoy seguro Carlos March va a prestar grandes servicios».

Como todos los hombres simples que hacen fortuna, la ilusión de Polanco era rodearse de ricos de toda la vida, gente con pedigrí, sentarse al lado de lo más granado del capitalismo patrio, codearse con ellos, incluso ponerles un sueldo si necesario fuera.

En el último almuerzo que Tamames mantuvo con el editor, cuando ya era evidente el divorcio, el economista tuvo la ocurrencia de intentar poner en dificultades al amo de Prisa:

El País es un periódico con un alto coeficiente de ocultación…

—¿Y eso qué es, Ramón? —preguntó con cierta sorna el editor.

—Pues que de cada cien noticias verdaderamente interesantes que conocéis solamente publicáis cuarenta, porque sólo decís lo que os interesa decir.

—¡Ah, muy interesante! Y eso, ¿se te ha ocurrido a ti solo?…

Con tales avatares, el cargo de director de publicaciones prometido por Polanco se fue al limbo. El ilustre economista iba a probar la medicina que Cebrián ha aplicado con celo a mucha gente a lo largo de su vida: mantener siempre lejos a cualquier persona con ideas propias, susceptible de convertirse en un potencial contrincante.

En 1991, Polanco le anunció finalmente que no iba a ser reelegido consejero de Prisa. «A los dos meses vendí mis acciones y las vendí muy bien. Y ahí se acabó mi historia con El País. Hay que decir, en honor a la verdad, que siempre que me he tropezado con Polanco no ha rehuido el saludo».

* * *

Don Jesús Polanco Gutiérrez podía permitirse el lujo de practicar la virtud de la caridad con aquellos que se iban quedando en la cuneta, como mojones en el camino del avance arrollador de su imperio. A esas alturas, los negocios de Polanco iban viento en popa y muy pocos se acordaban ya de unos inicios ciertamente humildes.

En efecto, el 22 de diciembre de 1960, Jesús Polanco, junto con sus inseparables, Francisco («Pancho») Pérez González (un argentino nacionalizado español) y Juan Antonio Cortés Ponte, seguramente sus mejores amigos, había fundado Santillana S.A.

La editorial arrastró una existencia anodina a lo largo de la década de los sesenta, hasta que en el horizonte de Polanco aterrizó un ovni llamado Ricardo Díez Hochtleiner. Polanco había descubierto petróleo en el Ministerio de Educación. Ese mismo año se produjo otro acontecimiento que iba a resultar decisivo en el cambio de fortuna del cántabro. En efecto, a mediados de 1970 Polanco aterrizó en el aeropuerto Eldorado de Bogotá con billete de clase turista en busca de su particular Eldorado, en compañía de su hermano Juan Manuel y de su sobrino Javier Díez Polanco, dispuesto a convertir Colombia en la base de operaciones latinoamericanas de un negocio basado en la exportación de libros y de material educativo y sanitario desde España.

La buena marcha de los negocios americanos y el maná de los libros de texto iban a hacer posible el imparable despegue que, a partir de entonces, experimentarían las actividades del editor. Ambas ramas de actividad iban a proporcionarle el músculo financiero necesario para afrontar la compra de las numerosas empresas que hoy integran el imperio edificado a partir de la modesta editorial.

La adquisición de Altea, especializada en el libro infantil, inició una espectacular serie de compras, entre las que figuraron las de Taurus, Alfaguara (propiedad de un hijo del poeta Pedro Salinas), Aguilar (que, miel sobre hojuelas, ya estaba presente en el mercado iberoamericano), Asuri de Ediciones, Mangold (especializada en la enseñanza de idiomas), Group Promotor, Diagonal, etc.

Santillana S.A. se transformaría en Grupo Santillana de Ediciones S.A., con sede en Juan Bravo 38, Madrid, convirtiéndose en holding de uno de los más importantes grupos editoriales de habla hispana. De su tronco surgió la Fundación Santillana, nacida natural y estatutariamente «sin ánimo de lucro».

El 3 de enero de 1973, Polanco fundó con sus incondicionales («Pancho» Pérez González, Juan Cortés y Emiliano Martínez) la editorial Timón S.A., que en los ochenta pasaría a denominarse Grupo Timón S.A., convirtiéndose en el holding de cabecera de todos sus negocios actuales. Como todo bucanero que se precie, Polanco necesitaba una bandera, la del falso progresismo, y un timón, el del beneficio. El timón de Polanco tiene su sede social en el 17 de la calle Méndez Núñez, en la zona más noble de Madrid, un bello palacete rehabilitado frente al Casón del Buen Retiro y el parque del mismo nombre, muy cerca de la sede de la Bolsa madrileña y del Museo del Prado. En el mismo edificio tiene su residencia particular el matrimonio formado por don Jesús y Mari Luz Barreiros.

El 54,21 por 100 del grupo Timón es propiedad de Rucandio S.A., la sociedad patrimonial familiar que el cántabro (administrador único) mantiene con su primera mujer, Isabel Moreno Puncel, de la que está divorciado, y con los cuatro hijos habidos en el matrimonio, Ignacio, Manuel, María Jesús e Isabel. Otro 31,69 por 100 de Timón pertenece a Zucin S.A., que es propiedad de «Pancho» Pérez González y de su mujer, Celina Arauna Menchaca.

Del tronco común de Timón, definido por el propio Polanco como «la cartera de control del grupo», salen cuatro grandes ramas que agrupan tres bloques de actividad en España y uno en el extranjero:

  1. Grupo Santillana.
  2. Propiedades y Filiales S.A. (Profisa).
  3. Grupo Prisa.
  4. Los negocios exteriores.

Todo ello dentro de una estructura absolutamente piramidal, que arranca de la persona física de Jesús Polanco y que extiende sus tentáculos por un laberinto de más de 250 sociedades.

El Grupo Santillana, propiedad de Timón en un 99,99 por 100, incluye varias distribuidoras (la más conocida es Itaca), así como participación en industrias de artes gráficas (Mateu Cromo y Altamira).

Entre las publicaciones editadas por Polanco figuró durante años la revista trimestral del Museo Nacional de Arte Reina Sofía, por cuya nómina han pasado personalidades del mundo de la cultura, encabezadas por la directora del centro, María Corral, una revista muy cara, de bella e impactante impresión, que contribuía a financiar la publicidad de empresas y organismos públicos. La revista RS es un buen ejemplo del modo en que Polanco y su grupo pastorean desde hace 20 años en España al rebaño de intelectuales, artistas, literatos y demás gentes real o supuestamente instaladas en el Olimpo de la cultura.

Nada o muy poco se puede hacer sobre la piel de toro sin el patronazgo de Polanco y su grupo: desde ingresar en la Real Academia Española, totalmente controlada por los Cebrianes, hasta publicar novelas o novelitas de éxito y contar con la cobertura del grupo Prisa para vender. Nadie se atreve a criticar a Prisa. Muy pocos se niegan a firmar un manifiesto si lo pide Prisa. Estar contra Polanco es, culturalmente hablando, estar muerto. O casi. Los nobles espadachines de la cultura vuelven la cara y miran hacia otro lado cuando alguien les llama la atención ante semejante servilismo. Todos son talludos personajes enfilando la recta final ligeros de equipaje, como los hombres de la mar, pero todos se defienden farfullando entre dientes que «tienen que vivir»…

Caso curioso es el de la revista Claves de Razón Práctica, casi un enunciado subliminal para definir un negocio con poca razón y mucha praxis, donde la vieja progresía emboscada entre las faldas de Polanco, al estilo Pradera, teoriza y da rienda suelta a sus rancios resabios marxistas.

Para cerrar el ciclo completo de la industria editorial, Polanco decidió dedicarse también a la venta al público con la apertura de una red de tiendas, especie de cadena de supermercados de la cultura, de nombre Crisol, para la venta directa de libros, revistas y material discográfico y audiovisual.

Por su parte, Profisa está constituida por empresas financieras (Cisneros, Novoplaya), de publicidad (Cid, Expoluz), sondeos de opinión (Demoscopia S.A.), agrícolas (Sociedad Agrícola y Ganadera), organización de eventos, etc.

En todo caso, el poder de intimidación que Polanco ejerce sobre la sociedad española actual se basa en el diario El País. Si una imagen vale por mil palabras, a veces una anécdota explica más que un sesudo tratado. Ocurrió a propósito de un duro editorial de El País contra el ministro del Interior José Barrionuevo, cuando las primeras flores negras del caso GAL empezaban a abrirse. El entonces director del diario, Juan Luis Cebrián, exigió al portavoz del Gobierno, Javier Solana, la inmediata dimisión de Barrionuevo. Solanita trató de contener las ínfulas de Cebrián:

—No se cesa a un ministro sólo porque lo pida un periódico…

—Es que no lo ha pedido un periódico: lo ha pedido El País —respondió el ahora Académico de la Lengua.

El grupo Prisa obtuvo en 1998 unos beneficios después de impuestos de 8.247 millones de pesetas, un 44 por ciento más que en el ejercicio anterior (5.733 millones), lo que supone una cifra prácticamente igual a la del Grupo Recoletos (Expansión, diario Marca, etc.) y casi la mitad que la de Antena 3 Televisión. Sin embargo, la influencia política y social de Prisa es infinitamente superior a la de los grupos citados, una llamativa paradoja que avala el éxito del señor Polanco y habla del carácter extraempresarial de su grupo.

De la rama de Prisa cuelgan con personalidad propia la Sociedad Española de Radiodifusión S.A. (SER), la primera cadena de radio por número de emisoras de toda Europa; la Sociedad General de Televisión (Sogetel), el primer intento de entrar en el mundo de la televisión; la Sociedad de Gestión del Cable S.A. (Sogecable), y Canal Satélite Digital S.L., cada una de ellas con su rosario de empresas participadas, dedicadas a la explotación del negocio de la televisión en sus distintas modalidades.

Colgando de Prisa está también el Grupo Estructura, editor del económico Cinco Días, uno de los fracasos de Polanco, porque el diario no ha podido desbancar, ni de lejos, al número uno de la prensa económica, el diario Expansión, y es que el cántabro suele fracasar allí donde no cuenta con el favor político o con el miedo de unas gentes, gestores incluidos, dispuestos a entregársele.

En efecto, buena parte de las aventuras emprendidas por Polanco ex novo han fracasado, caso de Radio El País, o caso de la revista El Globo, a pesar de contar con casi todos los medios. Polanco no sabe crear. Se le da mejor engordar con sus tradicionales habilidades negocios ya en marcha. Y cuando algo le gusta, lo compra. Y si no puede comprarlo, porque no todo se vende, entonces lo destruye o, al menos, lo intenta. Fue el caso de Antena 3 Radio.

Sus aventuras en la prensa europea han terminado también en fuertes pérdidas, caso de The Independent en Gran Bretaña.

Cada día más metido en la industria del entertainment, Polanco ha firmado un acuerdo a través de Sogecable con Warner Bross y el grupo portugués Filmes Lusomundo para la construcción y explotación de complejos de multicines. ¡Al cine con Polanco!

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El cuarto gran brazo articulado del «mecano» del editor es, como se ha dicho, el sector exterior, fundamentalmente el negocio Iberoamericano. El propio Polanco ha reconocido en más de una ocasión ante sus amigos y confidentes que «la mayor parte de mi fortuna está fuera de España». Y todo apunta a que está en Iberoamérica.

En efecto, como si de un indiano más se tratara, hace muchos años que el cántabro Polanco cruzó el Atlántico para hacer las Américas y construir lo que muchos consideran un imperio más importante que el de España.

Aunque en 1962 puso pie por primera vez en Santiago de Chile, fue en diciembre de 1969, con la creación de Santillana del Pacífico (con «Pancho» Pérez González y Emiliano Martínez), cuando Polanco empezó a echar raíces al otro lado de los Andes, aprovechando la reforma educativa del año 68. «Chile es el país al que más le debo», ha asegurado con su peculiar sintaxis de editor asilvestrado.

En Santiago, y con la ayuda de un Opus Dei que siempre le ayudó a recorrer las veredas sudamericanas, logró una entrevista con Eduardo Frei —a punto de entregar la presidencia a Salvador Allende—, a quien colocó un primer paquete de libros de texto. Tras cruzar los Andes, se entrevistó en Argentina con el dictador Juan Carlos Onganía, lo mismo que hizo en Perú con el también general Juan Velasco Alvarado. Y es que Polanco no le hizo nunca ascos a los negocios con los militares del Cono Sur, incluido el general Pinochet en Chile. Business as usual. ¿Qué podía hacer él, si casi todos los gobiernos estaban por aquel entonces ocupados por «espadones» de extrema derecha?

Gracias a los buenos oficios de Manuel Fraga, Polanco contó para su business con el respaldo del Instituto de Cooperación Iberoamericana. Todo el aparato franquista a disposición del gran editor «progresista» que llegaría a ser Jesús Polanco. Un notorio benefactor de Polanco en su desembarco iberoamericano fue también el entonces ministro de Educación, Federico Mayor Zaragoza, hasta hace poco director general de la Unesco.

Los negocios allende los mares comenzaron pronto a mostrar tan buena cara que el editor destacó a su hermano Juan Manuel de forma permanente en México, haciendo lo propio con su sobrino Javier Díez Polanco en Argentina. La «multinacional del librillo» empezaba a tomar cuerpo con la creación de una nutrida red de empresas.

Durante casi dos décadas, Jesús Polanco gobernaría personalmente desde Bogotá, donde pasaba varias semanas al año,.su imperio ultramarino y sus ramificaciones, las más importantes de las cuales se situaban en Chile, México y la propia Norteamérica. Ahora es su hijo mayor, Ignacio Polanco Moreno, quien desde Bogotá dirige la Editorial Santillana de Colombia, cabecera de un holding de quince empresas.

El 5 de mayo de 1991, el periodista Jorge Child publicó un amplio informe en el influyente diario El Espectador de Bogotá en el que denunciaba las actividades de las empresas de Jesús Polanco en Colombia. El periodista (citado en Dineros del narcotráfico en la prensa española, de Félix Marín —Mapesa, Madrid—, libro que fue secuestrado por la Justicia española a petición de Polanco y Juan Tomás de Salas) se preguntaba por el contrasentido de las elevadas exportaciones de material impreso español a Colombia y la escasa capacidad adquisitiva y los aún más escasos hábitos de lectura de los colombianos.

Parece que Colombia servía de base para reexportar buena parte de ese material. Pero, mientras tradicionales firmas locales como Carvajal S.A. exportaban material gráfico desde ese país a razón de 4,7 dólares/kilo en 1988 y 4,11 dólares en 1989, la Compañía Andina de Inversiones, del Grupo Santillana, exportaba el kilo/libro a razón de 493,6 dólares en 1988 y de 492,86 dólares en 1989. Y lo mismo ocurría con la firma Educar, Cultural y Recreativa, del también español Grupo Anaya. ¿Dónde estaba el misterio? Seguramente en el Macondo de Gabriel García Márquez, tan amigo de Prisa.

Jorge Child denunciaba también el llamado «Plan Lector» promovido por la Fundación Santillana a partir de 1991, orientado a la compra obligatoria de textos escolares (60 por 100 del total de las ventas de libros), con el Estado colombiano como cliente mayoritario, según es norma en Polanco.

Parece que en el juego de la exportación, con sobrefacturación, de libros desde España a Colombia y desde Colombia a los Estados Unidos está el origen de la verdadera fortuna de Polanco, fortuna muy superior a los relativamente modestos dividendos anuales del Grupo Prisa.

La facilidad de exportar material sanitario o didáctico con precios sobrefacturados desde España explica el interés de todas las grandes editoriales españolas por cruzar el charco a partir de 1975 e instalarse en Iberoamérica.

Entre Colombia, Estados Unidos y España, una serie de editoriales establecieron un verdadero «triángulo de las Bermudas»: desde el país caribeño y otros de la zona, y a través de una complicada red de empresas, se exportaban libros a Estados Unidos como forma de aflorar dinero en USA y repatriarlo a Colombia. Y desde Colombia y países vecinos se repatriaban esos dineros a España mediante las exportaciones españolas de material impreso a la región. Siempre mediante el sistema de la sobrefacturación.

El dinero se podía trasladar sin escalas desde los Estados Unidos a España mediante la masiva exportación directa a USA de textos escolares en castellano, aprovechando la política implantada por Richard Nixon para el fomento de la educación bilingüe. Adicionalmente, esas editoriales se aprovecharon también de las ayudas a la exportación implantadas por muchos gobiernos iberoamericanos.

El 2 de diciembre de 1980, la junta directiva de la Cámara Colombiana de la Industria Editorial publicó un informe sobre la exportación de libros a diversos países, entre ellos España, por parte de editoriales radicadas en Colombia, y en el caso concreto de Itaca, la distribuidora del Grupo Timón, señalaba: «La firma Itaca de Madrid distribuye al precio bruto de 6,50 dólares al público y de 4,60 dólares a las librerías el libro El nombre de la rosa, que exporta desde Colombia a España por 15,95 dólares. ¿Cómo financia el exportador esos 11,35 dólares de diferencia entre el valor que debe reintegrarle al país, 15,95 en dólares, y los 4,60 que obtiene por la venta del libro en Madrid?».

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Conexiones con el poder, tráfico de influencias y pago de comisiones eran los tres elementos básicos para hacer fortuna en Iberoamérica. Y si en los primeros años de la década de los setenta las buenas relaciones con el franquismo y el Opus Dei fueron la palanca que ayudó a Polanco a hacer negocios con las dictaduras de la región, tras la llegada de la democracia y, en especial, con la victoria electoral del PSOE en el 82, su estrategia dio un giro de ciento ochenta grados.

Nada más llegar al Gobierno, el partido socialista puso en práctica una inédita política comercial exterior consistente en promover las exportaciones mediante la concesión de créditos (Fondos de Ayuda al Desarrollo, o «créditos FAD») en condiciones favorables. Dos eran las partes que se beneficiaban de esta política: el receptor del crédito (para la ejecución de obras o la compra de material) y los empresarios españoles que se encargaban de ejecutar esas obras o de vender dicho material.

Entre estos empresarios se encontraba Polanco, que no tardó en constituir dos nuevas compañías dentro del Grupo Timón, Eductrade y Sanitrade, para aprovechar la lluvia de millones que el Gobierno del PSOE hacía caer sobre Iberoamérica. El editor hizo más: impuso un novedoso sistema de «paquetes» completos para soluciones integrales en los campos de la educación y la salud.

Para asegurarse el éxito resultaba fundamental contar con buena «entrada» en la sociedad estatal encargada de gestionar y tramitar los créditos a la exportación: Fomento del Comercio Exterior (Focoex), que a tal fin creó una nueva sociedad, Focoex Internacional S.A., con un capital de 1.500.000 dólares y sede en un paraíso fiscal como Panamá[8].

La conexión entre Focoex Internacional y las sociedades Eductrade y Sanitrade comenzó a funcionar a pleno rendimiento, especialmente en Colombia, donde el gerente de Focoex era una persona muy cercana a Polanco, Juan Antonio Arsuaga.

Además de hacer valer sus influencias en la adjudicación del contrato para la construcción del tren metropolitano de Medellín a un consorcio hispano-alemán (uno de los más notorios «pelotazos» de Enrique Sarasola Lerchundi, el amigo de González), Polanco se hizo con un rosario de contratos contando con el asesoramiento y gestión de Focoex.

Los primeros datan de 1983. Ese año, el Gobierno colombiano firmó con Eductrade un contrato de 4.600 millones de pesetas para el suministro de material didáctico y educativo, y otro, de menor cuantía, con Sanitrade para el suministro de equipos médicos y hospitalarios. A estos contratos les sucedieron otros muchos, siempre con las mismas características: el apoyo del Gobierno y las críticas de los medios de comunicación y de algunos funcionarios e instituciones, y ello porque la mayor parte de los suministros eran superfluos, innecesarios y caros y, lo que es peor, se podían conseguir en la misma Colombia en condiciones más favorables y con una calidad similar. Porque, entre otras cosas, Polanco vendía muñecas con «distintos sistemas de broche», bolas y cubos de colores, clarinetes, bombos, tambores, alfileres para clavar insectos y castañuelas.

El 27 de julio del 87, el diario oficialista El Tiempo de Bogotá publicó una página entera con el titulo «Una reconquista incontenible» y el antetítulo «Millonarias importaciones de España». La información estaba ilustrada con un dibujo de Polanco desembarcando en las Indias cual nuevo Colón, cargado con toda suerte de baratijas: «En nombre del Rey, tomo posesión de estas tierras…». El periodista Gerardo Reyes escribía que «con una invasión de castañuelas, tubos de ensayo, esqueletos para docencia, alfileres para clavar insectos, lavanderías, máquinas de anestesia y un tren millonario, el comercio exterior de España consolidó en los últimos cuatro años una nueva conquista de Colombia».

Algo parecido, aunque peor, ocurrió con Sanitrade. En 1984, el Gobierno colombiano importó 98 equipos de lavandería para centros de salud, 335 máquinas de anestesia, 217 mesas de cirugía, 102 camperos cortos para ser utilizados como ambulancias, 1.944 martillos para reflejo, 205 plantas eléctricas marca Pegaso y 4.580 espéculos vaginales, todo por un importe total de casi 8.000 millones de pesetas. El primer «paquete» de este pedido llegó a Colombia en agosto del 84 desde el puerto de Cádiz. Para garantizar el mantenimiento de los equipos, el Ejecutivo colombiano suscribió un contrato con Sanitrade por importe de casi 4.000 millones de pesetas durante un período de doce meses, transcurridos los cuales gran parte del material fue abandonado a su suerte.

El 27 de julio de 1987, El Tiempo de Bogotá escribía: «Constantemente se descubren abandonados en hospitales y servicios de salud sofisticados equipos médicos que le costaron millones de pesos al país y que jamás se estrenaron porque no existía presupuesto para su mantenimiento o sitio para instalarlos».

Pelillos a la mar. Lo importante era importar a pesar de los altos costes y la impotencia de la estructura hospitalaria colombiana, que ni siquiera disponía de la gasolina necesaria para mover las plantas eléctricas y las ambulancias, muy necesarias, por otro lado, en centros de salud situados en apartadas zonas rurales.

Entre 1984 y 1987 el Grupo Timón (Sanitrade) suscribió contratos, siempre a través de Focoex, con el Ministerio de Salud y el Fondo Hospitalario de Colombia por un valor superior a 20.000 millones de pesos. Contratos similares fueron firmados con media docena más de países iberoamericanos a finales de la década de los ochenta. Naturalmente, ello no hubiera sido posible sin contar con la «simpatía» de altos funcionarios de los respectivos gobiernos iberoamericanos, con quienes Jesús Polanco (conocido en Colombia como «el españólete») se comportó siempre como lo que es: un auténtico señor. Por ejemplo, metiendo en la nómina de la Editorial Santillana de Colombia a Diego Betancourt, hijo del presidente Belisario Betancourt, y haciendo lo propio con familiares cercanos al también presidente Virgilio Barco.

A España viajó la ministra de Educación, Doris Eder de Zambrano, la viceministra, Clara Victoria Colbert, y el responsable del Instituto Colombiano de Construcciones Escolares, Enrique Ruiz. Todos fueron tratados por Polanco como se merecían: a cuerpo de rey. En junio de 1986, la Procuraduría General de la Nación se vio obligada, a cuenta de las denuncias formuladas contra el Grupo Timón, a abrir una investigación sobre la conducta de estos probos funcionarios que aceptaron invitaciones de Polanco para visitar España mientras se discutían los contratos.

De las habilidades de Polanco al sur de Río Grande habla el dato de que en el patronato de la Fundación Santillana para Iberoamérica logró meter a cuatro de los cinco ex presidentes de la República de Colombia: Belisario Betancourt, Misael Pastrana, Carlos Lleras Restrepo y Alfonso López Michelsen. Todos ellos, además, enemigos ancestrales entre sí y adscritos a partidos opuestos. ¿Cabe mayor capacidad de penetración?

Santillana está hoy presente en todos los países de América, con excepción de Canadá y Cuba.

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Son numerosas las operaciones de Sanitrade y Eductrade donde se han detectado y denunciado irregularidades a lo largo y ancho del continente americano. Siempre con el pago de «sobreprecios» y comisiones de por medio. En Uruguay, en Nicaragua, en Panamá y no digamos en Chile, donde el señor Polanco, que no se anda por las ramas, tiene como hombre de confianza a Eduardo Rojas, ex ministro del Interior del presidente Frei, que además gestiona los intereses del Grupo Timón para toda América Latina.

En Chile (donde Santillana cuenta, entre otras, con Isla Negra Ltd. y Aguilar Chilena de Ediciones) estalló un gran escándalo con motivo de la utilización de los fondos procedentes del convenio suscrito el 12 de diciembre de 1990 entre el presidente Aylwin y el rey Juan Carlos, mediante el cual España otorgó a Chile un préstamo de 42 millones de dólares con cargo a los fondos FAD. El esquema es el clásico: el Ministerio de Educación chileno contrata (sin previa licitación pública) con Focoex el suministro de aulas tecnológicas, equipos y material didáctico para centros de formación profesional, y a continuación Focoex, sin dar la menor oportunidad a cualquier otro suministrador español (a Polanco, el trabajo duro siempre se lo hacía Focoex), subcontrata el pedido con Eductrade y por el camino, además del tradicional sobreprecio (entre un 60 y un 138 por 100 más), se pierden algunos millones en el pago de comisiones.

Tamaña utilización de Focoex no hubiera sido posible sin el visto bueno del Gobierno, por supuesto, y sin la buena disposición de los gestores de la sociedad estatal. Y para que no hubiera duda, Juan Arenas, su presidente a principios de los ochenta, pasó a trabajar en 1986 en el grupo Polanco como responsable de una de las divisiones del Grupo Timón.

El cántabro es así de generoso a la hora de recompensar a la buena gente. Lo hizo con Ricardo Díez Hochtleiner, tras los servicios prestados con ocasión de la reforma educativa de Villar Palasí. Lo hizo con Miguel Satrústegui, igualmente subsecretario de Educación. Lo hizo con Jorge Semprún, cuyos desvelos resultaron decisivos para la concesión a Polanco de Canal Plus. Lo hizo con Miguel Gil, jefe de gabinete durante años de Felipe González. Lo ha hecho hasta con el responsable de la seguridad del ex presidente González. Polanco coloca a todos, a todos cobija, a nadie que le haya ayudado deja sin amparo. Don Jesús es el «Lord Protector» de ese peculiar Almirantazgo que es el Grupo Timón.

Pieza clave en Focoex durante toda la etapa felipista fue Gloria Barba, esposa del ex ministro Carlos Solchaga. Ahora es el propio Solchaga quien ha sido amorosamente recibido en la nómina de ilustres del Grupo Prisa, como editorialista de El País. Jesús Polanco es como un padre para todo felipista de pro que pierde su empleo.

El caso es que el apoyo de Focoex a las prácticas de Eductrade y Sanitrade han dañado seriamente el buen nombre del Reino de España en muchos mercados internacionales, en especial en Iberoamérica.

No ha sido posible hacer ni siquiera una investigación somera sobre el montante total de los créditos FAD puestos a disposición de las empresas de Polanco a partir del año 82. Todo cerrado a cal y canto. La llegada del PP al Gobierno ha significado, en este sentido, un verdadero fiasco para quienes ansiaban despejar las dudas existentes en torno a la posible malversación de caudales públicos. Los nuevos responsables de la Secretaría de Estado de Comercio, dependiente de don Rodrigo Rato, se han negado sistemáticamente a dar un sólo dato desagregado de la financiación concedida a Eductrade y Sanitrade durante los gobiernos socialistas. Hasta ahí llega el poder de Polanco.

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Más recientemente, el Grupo Timón ha establecido una importante base de negocios en las islas Canarias. ¿Quizá porque Tenerife es puerto franco? Es el llamado por algunos «caliente frente tropical», porque Polanco también se ha internado por la banda del turismo dispuesto a hacerse fuerte en la industria hotelera, y así ha construido en Adeje (Tenerife) un hotel de lujo, el Jardín Tropical.

En Canarias, el editor se comporta con la contundencia del terrateniente dispuesto a aplastar a sus aparceros. Francisco González Carpenter, copropietario que era, con su madre y hermanos, de los 1.200.000 metros cuadrados de la finca agrícola «Abama», situada en el término de Guía de Isora (Tenerife), lo ha probado en sus carnes.

A consecuencia de la mala cabeza de uno de los hermanos, la familia se vio obligada a hipotecar la finca con el Banco de las Islas Canarias (Isbanc) para responder de una deuda de más de 120 millones de pesetas que arrastraba Manuel González Carpenter. Tras tomar Francisco, cuarto de los hermanos, la gestión de los intereses de la familia, procedió a crear dos sociedades con los terrenos como activo: Amance S.A., con la explotación agrícola (el plátano) como objeto social, y Finca Abama S.A., dedicada al desarrollo inmobiliario de la zona costera de la propiedad, una de las más atractivas del sur de Tenerife.

Con la venta de 100.000 metros cuadrados de Amance S.A. por 140 millones de pesetas se levantó la hipoteca de Isbanc. Pero, cuando Francisco se disponía a cerrar acuerdos con grupos inmobiliarios europeos dispuestos —además de a hacerle multimillonario— a construir la mejor urbanización, con golf incluido, de Tenerife, saltó la liebre de una nueva deuda del crápula Manuel por importe de 1.000 millones con Cajacanarias. Esto sucedía el 5 de mayo de 1993, y al día siguiente Banesto, que tenía concedido a Finca Abama una línea de crédito que estaba excedida en 20 millones de pesetas, exigió el pago inmediato de esa cantidad. Pero allí estaba Cajacanarias, muy interesada en el proyecto urbanístico, para intentar solucionar el problema incorporándose como accionista de ambas sociedades, cosa que se firmó ante notario el 5 de agosto del 93.

Apenas un mes antes, Javier Bernal, director general del grupo Polanco, había entrado en contacto con Francisco González para mostrar el «máximo interés» de su patrón por participar en el desarrollo urbanístico de su propiedad. Y tanto parecía ser el interés por uno de los mejores terrenos de Tenerife que, ante la necesidad de vender parte del patrimonio de las sociedades para capitalizarlas, se aceptó una oferta de dicho grupo (después de reuniones mil, en alguna de las cuales llegó a participar el propio Polanco, amén de su hijo) para venderles 200.000 metros cuadrados en la costa a 5.000 pesetas el metro, con una edificabilidad aportada por los propietarios de 40.000 metros cuadrados. El acuerdo incluía la explotación platanera por los González Carpenter hasta el inicio del proyecto y su participación en el futuro campo de golf, así como la acometida de un proyecto para el suministro de agua.

Sin embargo, y para sorpresa de la familia, Cajacanarias no terminaba nunca de saldar la deuda de Finca Abama con Banesto. El banco había sido intervenido el 28 de diciembre del 93, y tres meses después se puso en marcha el proceso de subasta en los juzgados de Granadilla. Julián Sáenz, presidente de la Caja, tranquilizó a un atribulado Francisco González diciéndole que «todo está bajo control. Banesto está nervioso por su situación, pero la Caja tiene preparada una estrategia para sentarse a negociar entre la segunda y la tercera subasta, y cerrar la operación con una importante quita».

Pero llegó la tercera subasta, 18 de mayo de 1994, y el funcionario de Cajacanarias presente en los juzgados no abrió la boca, por lo que Banesto se adjudicó la totalidad de las propiedades y por la totalidad de las deudas. Un indignado González Carpenter acudió a pedir explicaciones al presidente de Cajacanarias. Esto fue lo que oyó: «Eres un inútil que no vales para nada, lo mismo que todos tus hermanos. Ahora vas a saber lo que significa sacar muebles de casa por la noche, como yo tuve que hacer hace años. Yo y mi vicepresidente, Nicolás Álvarez, que ha llevado personalmente los contactos con el grupo Polanco, decidimos no terminar las negociaciones con Banesto para que ese grupo pudiera comprar la totalidad del proyecto a Banesto por menos dinero del que había acordado con nosotros por los terrenos de la costa. Así es el mundo de los negocios, un mundo para el que tú no estás preparado…».

Finalmente, el 14 de junio de 1994 el grupo Polanco compró a Banesto la propiedad de la familia González Carpenter por 727.125.484 pesetas, terrenos cuyo valor contable neto (deducidas las deudas de ambas sociedades) había sido fijado por una auditoría independiente en julio del 93 en 1.836 millones de pesetas. En el sur de Tenerife todo el mundo está convencido de que Jesús Polanco ha pegado un pelotazo de no menos de 50.000 millones de pesetas a cuenta de la trapacería de unos bancarios y la ruina de una familia. «A pesar de haber pasado más de dos años con tratamiento psiquiátrico —asegura Francisco González—, de caer mi madre enferma y de haber perdido todo mi patrimonio y el respeto y el afecto del resto de mi familia, estoy intentando rehacer mi vida…».

Polanco, dueño de la cafetería Olympo, en el puerto de Tenerife, tiene en construcción un nuevo hotel de la Cadena Tropical en las tierras que fueron propiedad de la familia González Carpenter. Se trata de un establecimiento de superlujo, con 600 habitaciones y bungalows distribuidos entre plataneras. Hostelería ecológica la llaman.

El grupo Polanco ha reforzado su presencia en Canarias con la adjudicación, a finales del 98, de la televisión canaria a la sociedad Productora Canaria de Televisión S.A., integrada por Sogecable y un grupo de empresarios locales, gracias a los votos de Coalición Canaria y, cómo no, del PSOE. Para los dos consejeros del PP en la Junta General de Radiotelevisión Canaria (RTVC), la adjudicación había sido «una gran inocentada al pueblo canario, así como un fraude de ley». Tratándose de Polanco, pueden ir a reclamar al maestro armero.

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En menos de diez años Prisa se había transformado en el más poderoso grupo multimedia de España, con presencia en casi todas las facetas del negocio de la comunicación y el entertainment. Cuando, en octubre de 1982, el PSOE ganó las elecciones generales por mayoría absoluta, Jesús Polanco era ya dueño de un grupo que ejercía una gran influencia en la vida política, económica y social española. Prisa ya era sinónimo de poder.

Quedaba, sin embargo, por escribir la más importante, aunque no la mejor, página en esta historia, la historia de Prisa como grupo de comunicación puesto al servicio de los intereses políticos de un Gobierno y, particularmente, de su presidente, a cambio de favores económicos de toda índole. La historia de Prisa como guardaespaldas ideológico del felipismo, policía «política» dispuesta no sólo a ocultar la corrupción y el crimen de Estado, sino a apuntar con el dedo, denigrar y perseguir a quien osara denunciarlos. Jesús Polanco, instalado a la sombra de los supuestos defensores de las libertades, se aprestaba a cobrarse adecuadamente el favor. Ciertamente, aquél iba a ser un verdadero negocio de la libertad.

Entre 1982 y 1996, durante los Gobiernos presididos por Felipe González, «en España se ha producido un auténtico cambio de régimen político» —aseguraba Federico Jiménez Losantos en su libro La dictadura silenciosa—. «Sin romper con la forma de Estado, sin cambiar apenas la Constitución, conservando en apariencia las instituciones consagradas por la Ley y la costumbre, nuestro país ha sufrido cambios tan sustanciales con respecto a lo previsto y pactado por las fuerzas políticas que hicieron la Transición que, de la criatura alumbrada con tanto esfuerzo y no poca fortuna tras la muerte de Franco, apenas queda el recuerdo».

Nada de esto podría haber ocurrido si el gran transgresor no hubiera contado con la complicidad activa del grupo Prisa. Porque Polanco y su grupo aseguraron a González el práctico monopolio gubernamental de los medios de comunicación, uno de los cinco requisitos establecido en 1953 por Friedrich como característicos de todo régimen totalitario. El Grupo Prisa hizo más: se integró en el Régimen, trabajó activamente en sus basamentos ideológicos y se constituyó en el principal creador de opinión (no había más legitimidad democrática que la que fluía del Partido Socialista; no podía llamarse demócrata nadie que no comulgara con esa legitimidad) hasta principios de 1992, y a partir de esa fecha en guardián del sistema dedicado a la ocultación sistemática de los desmanes del felipismo.

Por eso, puede afirmarse sin temor a error que el papel de Prisa ha sido fundamental en la desnaturalización de la democracia española y su transformación en un régimen a imagen y semejanza del «carismático líder». Con Felipe González, el pueblo español volvió a encontrar a ese mesías que denunciaba Unamuno en Salamanca, o al líder que había perdido tras la muerte de Franco. La tarea del grupo del señor Polanco, en una moderna versión del viejo «¡vivan las caenas!», consistió en tratar de convencerlo de que eso no sólo no era malo, sino que, además, era lo «progresista».

La implicación total del Grupo Prisa en la causa «felipista» no se produjo, sin embargo, hasta el referéndum de 1985 para la permanencia de España en la OTAN, una iniciativa que, además de un capricho personal, fue un alarde de claro tinte caudillista. Primero, porque la decisión de entrar en la organización militar ya había sido adoptada en 1982 por un Gobierno democrático (el presidido por Calvo-Sotelo) y refrendada abrumadoramente por el Parlamento de la nación, y segundo, porque se trataba de dar la vuelta, como si de un calcetín se tratara, a la opinión del pueblo español, que era mayoritariamente contraria a la OTAN a causa, precisamente, de la demagogia desplegada por el PSOE tres años antes, que llevó a Felipe a prometer un referéndum para sacar a España de la organización si el PSOE llegaba al Gobierno.

Cuando eso se produjo, González se vio cogido en su propia trampa. Había que cumplir lo prometido, obligando al pueblo español al «trágala» más escandaloso de nuestra reciente historia. Para lograr tan sensacional acto de travestismo colectivo resultó esencial contar con el apoyo en bloque de los medios de comunicación públicos y privados. El de los medios de propiedad estatal se daba por supuesto. El de Prisa se convirtió en decisivo no sólo por la propia potencia del grupo, sino por el efecto arrastre que ejerció sobre los demás. Para lograrlo, el Gobierno utilizó, entre otros favores, el señuelo de las futuras concesiones de televisión privada.

El País abandonó cualquier veleidad de independencia para volcarse en la defensa de los postulados del felipismo, un sistema con vocación totalizadora en el que podían caber todas las clases sociales y casi todas las ideologías. Los mandos de la casa decidieron batirse el cobre tan a fondo en favor del «sí» que el jefe de opinión, Javier Pradera, un viejo estalinista reconvertido en ayatollah del Régimen, no pudo tragar aquel sapo tan deprisa y se consideró obligado a dimitir, aunque sólo por un rato.

A las cinco de la tarde del día del referéndum ya tenía Polanco información confidencial de Moncloa sobre la marcha de la consulta: «Está ganando el sí», respondió a Tamames cuando éste le llamó a casa para consultarle al respecto.

La anterior consideración podría inducir a equívoco. ¿Es que Jesús Polanco es un miembro destacado del Partido Socialista Obrero Español? Ni hablar. Jesús Polanco es simplemente «del Gobierno», siempre que el Gobierno de turno se pliegue a sus deseos. En Jesús Polanco no hay ideología, sólo hay dinero, sólo importa la cuenta de resultados. Lo expuso públicamente en uno de los consejos de administración de Prisa: «Yo soy un puto y me acuesto con Suárez, con Calvo-Sotelo o con González. Me acuesto con quien me convenga».

Es la «doctrina del puto», la aportación intelectual a la teoría política de este gran editor y hombre de empresa.

A partir del referéndum de la OTAN, el Gobierno perdió casi todas sus adherencias «socialistas» y la democracia española adquirió los perfiles de un régimen al servicio de un «caudillo mediático» como Felipe González.

El País se convirtió en el soporte ideológico del felipismo, dedicando sus mejores esfuerzos a defenderlo de las asechanzas de quienes renegaban de la fórmula sacando a la luz la corrupción del sistema. A cambio, Polanco y su grupo conseguirían pingües beneficios en un do ut des muy rentable para el «amo»: la SER, Canal Plus, Antena 3 Radio, Cablevisión, créditos FAD, libros de texto, por no hablar de la información privilegiada, de primera mano, que a veces llegaba a la sede de Miguel Yuste con motorista oficial, y del maná de la publicidad institucional que tan decisivamente contribuyó a embellecer las cuentas de resultados del grupo mientras discriminaba a otros medios, caso del ABC, siempre, y de El Mundo, desde su aparición.

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En 1985, Polanco, después de haber fracasado estrepitosamente con Radio El País, logró por fin asentar una sólida pata en el mundo de la radio al hacerse con la mayoría del capital de la SER, la más importante cadena de radio privada española, gracias a los buenos oficios de los hermanos Eugenio y Antonio Fontán, miembros destacados del Opus Dei y dueños de dicho paquete, dispuestos a tender un puente de plata para facilitar la entrada del editor.

La compra, iniciada a primeros de abril de 1984 con la toma de una opción sobre el 9,2 por 100 del capital, se realizó a través de la sociedad Profisa de los Fontán y otros. «Cada vez que el Grupo Timón compraba una acción de Profisa, compraba algo de la SER».

Eugenio Fontán se manifestaría después engañado por Polanco, asegurando que «el Gobierno apoyó a Prisa para que entrara en la SER». Mediante sucesivas ampliaciones de capital, Polanco fue desplazando a los accionistas minoritarios hasta hacerse con el control.

La operación se cerró en junio del 92 con la compra del 25 por 100 que aún mantenía en su poder el Estado. Para convencer al Gobierno y al ministro de Economía y Hacienda (dueño final, a través de la Dirección General de Patrimonio, de dicho paquete), Carlos Solchaga, de la necesidad de desprenderse de unas acciones cuya propiedad no molestaba, Jesús Polanco ideó una curiosa estrategia, que fue relatando con lujo de detalles a su entonces amigo Mario Conde y que revela, más que un sesudo tratado, la arquitectura moral del personaje.

Resultó que El País comenzó a mostrarse muy crítico con Solchaga y su política económica.

—¡Coño, Jesús!, parece que os habéis pasado a mi bando…

—¿A qué bando? ¿A qué te refieres?

—A los editoriales de tu periódico contra Solchaga, que le estáis poniendo fino. Fíjate, yo, entre otras cosas, llevó tiempo advirtiendo de los riesgos para España de la integración europea y por fin veo que alguien empieza a darme la razón.

—¿Quién, mi periódico?

—Sí, claro.

—Si no es eso, Mario, no es eso. Es que quiero comprar lo que me queda de la SER.

—¿Cómo?

—Sí, que quiero comprar el 25 por 100 que aún tiene el Estado, y estoy convencido de que en cuanto le arree tres o cuatro días más, éste va a venir corriendo a pedirme audiencia y lo voy a comprar barato.

Una anécdota plenamente significativa de un hombre que no tiene amigos, porque sólo tiene intereses. Polanco invitó a Solchaga a cenar y allí se arregló todo. El Gobierno socialista se desprendió finalmente de ese 25 por 100 a un precio «político» (3.200 millones de pesetas). Actualmente el grupo Prisa es propietario del 99,9 por 100 del capital.

Si Polanco no puede competir contigo, te compra. Lo hizo en el verano de 1992 con el principal competidor de la SER, Antena 3 Radio, para después hacerla desaparecer. Los profesionales de la cadena habían tenido la osadía de desbancar a la SER del primer lugar en el ranking de oyentes empleando, más que dinero, talento. La operación de asalto a Antena 3, que contó con la colaboración del grupo Godó y del Banesto de Mario Conde, produjo una situación de claro «abuso de dominio», ya que entre ambas radios copaban el 50 por 100 de las emisoras privadas y el 65 por 100 de la audiencia, y vulneraba la Ley de Ordenación de las Telecomunicaciones (LOT), que impide a un mismo grupo controlar dos emisoras en un mismo mercado local.

Pero el Gobierno, a pesar de reconocer «importantes efectos restrictivos de la competencia», aprobó la operación e hizo más, dio a Prisa un plazo de privilegio de diecisiete meses para acomodarse a la normativa, tiempo en el que Polanco creó Unión Radio, en la que se integraron de mentirijillas la SER y Antena 3.

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Si la fagocitación de Antena 3 fue un ejemplo de arbitrismo, la concesión de Canal Plus fue ya la exaltación más desvergonzada del amiguismo político. Lo que el felipismo quería de las televisiones privadas estaba claro: unos gerentes de total confianza para controlar los informativos y unos socios financieros con el mismo nivel de compadreo.

Sólo después de convocadas las elecciones generales del 89 Felipe se decidió a conceder tres canales. Al concurso se presentaron seis ofertas, cuatro de las cuales gozaban de todas las bendiciones oficiales: la ONCE y Berlusconi; La Vanguardia y Antena 3 Radio; Asensio/Murdoch/Conde y, last but not least, la de Jesús Polanco de la mano de Canal Plus Francia, que se presentaba con un proyecto de televisión codificada, sólo accesible mediante abono mensual.

La decisión parecía cantada, puesto que la oferta de Polanco se autoexcluía al quedar fuera de la ley aprobada por el propio Gobierno socialista, que definía la televisión privada como un «servicio público» y, por lo tanto, gratuito.

Fue entonces cuando Polanco dijo aquella frase que ha quedado en la memoria colectiva como representación de la irracionalidad y el desafuero: «No hay cojones para negarme a mí una televisión en España». No los hubo. El editor había manifestado ante el Consejo de Prisa que «aquí vamos a hacer una apuesta muy seria, y dentro de dos años podemos estar arruinados o nadando en la abundancia». Y a don Jesús le gusta mucho el agua caliente.

Polanco, naturalmente, tuvo su televisión (25 de agosto de 1989), y de pago, allí donde la ley hablaba de servicio público. Casi ocho años después, el pueblo soberano supo que, para darle su televisión a Polanco, el Consejo de Ministros hizo caso omiso de los informes, contrarios a Canal Plus, de la mesa de contratación del Ministerio de Transportes (de 21 de julio del mismo año) y del Abogado del Estado (de 4 de julio), quien aseguraba en su escrito que «ofrecer el servicio de TV en condiciones económicas más ventajosas para el usuario, incluso gratuitamente, supone ofrecerlo en forma más adecuada a la propia naturaleza del servicio», por lo que «la exigencia de un canon puede producir la práctica restricción de éste a elementos minoritarios de la sociedad, lo cual debe ser valorado desfavorablemente a la hora de optar»[9].

Pero el Gobierno daría todavía una muestra más del desprecio a su propia ley al conceder a Canal Plus un plazo adicional de tres meses para que pudiera empezar las emisiones, puesto que los seis legalmente establecidos resultaban al parecer insuficientes para el talento de los Cebrianes.

Con todo, lo más escandaloso fue comprobar cómo, poco después de salir del Gobierno, Jorge Semprún, cuyo Ministerio de Cultura había defendido con ardor la causa de Canal Plus, fue incorporado como representante en el consejo de Canal Plus Francia (cuyo presidente era François Rousselet, amigo íntimo y ex jefe de gabinete del sátrapa Mitterrand), mientras que el autor del informe, el subsecretario Miguel Satrústegui, se transformaba en director general del Grupo Prisa, convirtiéndose al poco tiempo en uno de los hombres de confianza y pieza clave del grupo Polanco.

El punto orgiástico de esta gran cacicada política llegó con la presentación de los socios capitalistas del proyecto televisivo de Polanco. En portada de El País apareció una gran fotografía que Pablo Sebastián calificó como «la foto del Régimen» y que era un compendio, en efecto, del poder del felipismo: en torno a Polanco y en el momento de su entronización como poder fáctico aparecía lo más granado del capitalismo patrio, todos, millonarios íntimamente sobrecogidos por su pasado franquista, rendidos al hechizo de la santa alianza entre Felipe y Polanco, los «felipancos»: Pedro Toledo (Banco de Vizcaya), José Ángel Sánchez Asiaín (Banco Bilbao), los Albertos (Grucycsa), Carlos March (Banca March), Ramón Mendoza (presidente del Real Madrid e ilustre mandao), Caja Madrid, Juan Luis Cebrián… El poder financiero se alineaba claramente con el nuevo Régimen, ¡y que les den mucho a las libertades!

Y es que quien no estaba ya al lado de Polanco, sencillamente no estaba. Y estaban todos. O casi. Era el triunfo de una filosofía y de un estilo de vida. El Grupo Prisa y sus mandamases ponían a punto su propia estética, malgré la ética, en torno al llamado «clan de Liria», grupo de notables, periodistas, editores, músicos, filósofos… que periódicamente se reunían en graciosos saraos, felices happenings nocturnos en plena luna de miel con el poder, la erótica del poder, cenas erótico-místicas en el palacio de los duques de Alba, con el propio duque, Jesús Aguirre, al frente, presidiendo la cena mensual, más Jesús Polanco en la cabecera, más Pradera, más Cebrián, más el filósofo Savater, más Clemente Auger (el «afamado jurista del café Gijón»), más Matías Cortés, of course, y a menudo también Hochtleiner, «Jolines» para los amigos, sobre todo si se trataba de presentar en sociedad a algún recién llegado del continente hermano a quien había que colocar algún container lleno de libros de texto, y la duquesa, en medio, danzando de aquí para allá con su pelo de zarza y su boquita de fresa.

Servía Jockey y pagaba don Jesús Polanco, dicen que medio millón de pesetillas por sesión, y todos tan contentos, encantados de bien cenar sobre mantelería de lino, a la luz de gruesos candelabros de la Casa de Alba, con los ojos de gato enfilando al corazón de los Goyas y Rembrandt de la señora duquesa, mientras la selecta concurrencia apuntaba en la lista negra a los disidentes y diseñaba con trazo firme el futuro de las nuevas Españas sobre las que pronto reinaría el gran cántabro.

Las cenas en Liria irían decayendo paulatinamente por una sencilla y contundente razón: porque el amo se hizo construir su propia mansión en Valdemorillo, cerca de El Escorial, la Biblia en verso, y ya no necesitaba el palacio de los Alba y, si me apuran, tampoco a sus dueños, hasta el punto de que acabó despidiendo del Consejo de Prisa a Jesús Aguirre, un golpe del que todavía el señor duque no se ha recuperado psicológicamente y que asustó mucho, por su implacable frialdad, a Matías Cortés: «Si éste es capaz de hacer eso con un Alba, ¿qué no será capaz de hacer con otro cualquiera?».

Casi al mismo tiempo se formalizaron las tertulias sabatinas en el restaurante El Frontón de la calle Hurtado de Mendoza, almuerzos cultos, cultísimos, a los que concurría lo más granado de la intelligentsia felipista, con Javier Pradera oficiando de gran maestre, y en los que se repartían carnets de demócratas, se zurraba la badana al sector guerrista del PSOE, se hacía escarnio de las menguadas huestes de la «derechona» y, si hacía al caso, se criticaba también al Gobierno y sus ministros, unos hijos de puta aunque, naturalmente, fueran «nuestros hijos de puta».

Y cuando Pradera, siempre fino su instinto delator, descubría a uno que tonteaba con esa «derechona» o hacía buenas migas con un periodista crítico con el señorito, inmediatamente le montaba un auto de fe a los postres y, puesto en pie, le expulsaba del paraíso, le condenaba al Averno, episodio que sufrió en sus carnes, ante más de una docena de mudos y acollonados testigos, un ciudadano ejemplar llamado Antonio Eraso.

Este sistema de relaciones personales que rozan la filosofía de la secta, entreverado de ventajas de todo tipo, incluso dinerarias, conforma una tipología de persona de una fidelidad casi perruna al amo, que explica que en torno a Prisa se mueva un grupo de notables, un núcleo de gentes que no necesitan que Polanco les dé órdenes, porque ya se encargan ellos solos de darle gusto. Clemente Auger, por ejemplo, presidente de la Audiencia Nacional y prototipo del control que el Grupo —mano a mano con el felipismo— ha ejercido sobre la judicatura, es un hombre que lleva años viviendo, comiendo y durmiendo con Polanco y su gente, que se ufana de inspirar la línea editorial de El País y que no necesita, lo mismo que Semprún, que Polanco le diga lo que tiene que hacer en defensa de sus intereses, porque él mismo se basta y se sobra para hacer lo que más convenga al señorito.

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El plato que sirvió Canal Plus cuando finalmente salió a antena es definitorio de la filosofía del grupo Polanco. Los jóvenes progres que cobija hablaban y no paraban de hacer una televisión a la altura de sus altas miras culturales y políticas. Demócratas de toda la vida, no se cansaban, naturalmente muerto el tirano, de criticar el hecho de que la dictadura hubiera hecho del fútbol el epicentro de la vida intelectual y social de los españoles, por lo que la suya iba a ser una televisión exquisita, que iba a asombrar al mundo por la calidad de sus contenidos y la altura humanista de sus miras.

Al final, la fórmula que Juan Cueto empaquetó a los suscriptores fue bien simple: fútbol, toros y porno duro los viernes noche, es decir, el viejo panem et circenses: la España del cuerno cañí; el fútbol como elemento de alienación colectiva porque así convenía al bolsillo del amo, y ese sublime detalle del porno, porque el negocio es el negocio, y a ese business no le hacen ascos ni los muy católicos socios de Polanco en Canal Plus, gente tan devota como el banquero Emilio Ybarra, porno duro, durísimo, los viernes noche, donde la mujer desempeña el papel de mero objeto sexual, desagüe de los flujos seminales del macho, para ilustrar la vocación feminista de un grupo que alardea de ser el abanderado de la liberación de la mujer.

A partir de la concesión de Canal Plus ya no había vuelta atrás para Prisa. Seguramente tampoco la hubieran querido de haber tenido la posibilidad de deshacer el camino andado. Antes al contrario, tanto El País como la SER se entregaron en cuerpo y alma a la defensa de la causa felipista, sin mostrar el menor rubor a la hora de traspasar las fronteras de la ética periodística cuando de intoxicar y manipular a la opinión pública se trataba.

Se demostró, en el caso de la SER, con la divulgación en antena de las conversaciones telefónicas privadas, el 25 de abril de 1991, entre José María Benegas, Germán Álvarez Blanco y Fernando Múgica, todos ellos miembros del PSOE. ¿Qué era aquello? ¿Polanco contra el PSOE? Al contrario. Polanco utilizó aquellas conversaciones para dañar la posición de Alfonso Guerra y favorecer la de Felipe González.

En El País se demostró igualmente con ocasión del caso Ibercorp. Fue aquel un escándalo que marcó el inicio de la lenta descomposición del felipismo y el principio del fin de un régimen con vocación de PRI. La importancia cualitativa de Ibercorp, por encima de otros casos igualmente escandalosos, reside en que gracias a él quedó al descubierto la «quinta columna» del dinero que, complaciente, se había metido en la cama con el felipismo. Una cierta burguesía ilustrada, la llamada «biutiful pipol», emparentada con los perdedores de la Guerra Civil, que décadas después se había hecho fuerte en un Banco de España convertido en el único centro emisor de ideología económica existente en el país, quedó de pronto con sus vergüenzas al aire, descompuesta, rota, y con ellos todos los millonarios que se sentaban en torno a Polanco y que acudían regularmente de visita a «La Bodeguilla».

En la memorable tarde del 12 de febrero de 1992, día en que Casimiro García-Abadillo y Jesús Cacho habían hecho estallar el caso Ibercorp en El Mundo, Jesús Polanco y el millonario mexicano Plácido Arango, dueño de la cadena Vips, pasaron la tarde reconfortando a su amigo Mariano Rubio y ayudándole a redactar una nota de prensa que, como no podía ser de otro modo, era de enérgico desmentido. Imaginar a Polanco desempeñándose aquella tarde como jefe de prensa de Rubio es una de las cosas más divertidas de la historia del felipismo.

Naturalmente, El País ignoró la noticia durante días, para después negar en redondo su veracidad. Pero hizo más: bajo la dirección de Joaquín Estefanía publicó a toda página los textos de una conversación telefónica obtenida por el democrático sistema de «pinchar» el teléfono particular del domicilio de Cacho, hecho denunciado oportunamente en el juzgado, y lo hizo, a sabiendas de su ilegalidad, con el objeto de defender a Rubio y desacreditar ante la opinión pública al autor de la información.

La transcripción de esa conversación era absolutamente irrelevante desde el punto de vista de la veracidad o no de lo publicado, pero eso no importaba. Tampoco el grave atentado a la intimidad y a la inviolabilidad del domicilio del informador. Se trataba de dañar el crédito del periodista, en una golfería sin precedentes en la prensa europea seria, de la que el periódico de Polanco, adalid de las libertades individuales, no se disculpó jamás ante sus lectores.

Las cintas con las conversaciones de Cacho estuvieron durante semanas sobre las mesas de los despachos de varios ministros del Gobierno. Ninguno se acercó a un juzgado a denunciar tal violación de la ley, obra, casi con toda seguridad, del Cesid.

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La presencia del felipismo en los medios de comunicación se había hecho apabullante con motivo del llamado «pacto de los editores» suscrito a partir de 1991 por el Grupo Prisa, el Grupo Zeta, el Grupo Godó y Conde/Banesto, pacto que resultó decisivo para que Felipe González volviera a ganar las elecciones generales (adelantadas por culpa del caso Filesa) de junio del 93, «porque era lo que más convenía a nuestros intereses», en majestuosa frase de Mario Conde[10].

A quien convenía de verdad era a un Polanco acostumbrado a no dar una puntada sin hilo. El editor, en efecto, se cobró, y por anticipado, su apoyo electoral del 93 con dos favores gloriosos. A Mario Conde, en cambio, le pagaron a posteriori: el 28 de diciembre de ese mismo año le barrieron de un manotazo de la presidencia de Banesto.

Primer favor polanquil: la ley reguladora del IVA, de 28 de diciembre de 1992, seis meses antes de las aludidas elecciones, colocó a los descodificadores de Canal Plus un IVA reducido del 6 por ciento, pensado únicamente para los productos de primera necesidad tanto en España como en la inmensa mayoría de los países de la Unión Europea.

Segundo favor polanquil: tres meses antes de la cita electoral, el Boletín Oficial del Estado publicó la Ley de Telecomunicaciones, de la que habían desaparecido misteriosamente las normas que regulaban los descodificadores y que figuraban en el proyecto de real decreto que el Gobierno había sometido a dictamen del correspondiente Consejo Asesor el 15 de marzo de 1993. Apenas cuarenta y ocho horas antes de su publicación en el BOE, y por arte del liberalizador Borrell, desaparecieron del texto legal los últimos párrafos de los artículos 28 y 32 de la ley, en los que se conferían todas las competencias al entonces ministro de Obras Públicas. Resultado: los descodificadores seguían careciendo de regulación en el ordenamiento jurídico español, creando con ello una situación de alegalidad. Don Jesús Polanco podía seguir haciendo de su Canal Plus un sayo.

Casi cuatro años después, cuando, en enero de 1997, el Gobierno Aznar anunció su intención de elaborar un reglamento que permitiera el uso compartido de los descodificadores entre Canal Satélite, Vía Digital y cualquier otro potencial suministrador de televisión por satélite, Polanco montó en cólera, puso en pie de guerra a su grupo y afines y realizó, hablando en el plural mayestático privativo de las grandes dignidades, aquella tremenda advertencia de ofuscado ciudadano Kane: «No toleraremos un abuso de poder a nuestra costa, aunque nos cueste carísimo».

El regalo más escandaloso, con todo, efectuado por el Gobierno de González en agradecimiento al decisivo apoyo prestado por Polanco en las elecciones generales del 6 de junio del 93 tuvo lugar, calentito calentito, apenas cuatro días después de la consulta, el 10 de junio, cuando el ministro de Economía Carlos Solchaga firmó la orden de concesión al Grupo Timón, cabecera del holding Polanco, del régimen fiscal de entidad «consolidada» en lugar del de «transparente», lo que significaba una rebaja automática del tipo impositivo a aplicar desde el 56 por 100 (transparente) al 35 por 100 (consolidada).

La decisión de Solchaga significaba para la Hacienda pública dejar de ingresar miles de millones de pesetas en impuestos del Grupo Timón, millones que automáticamente pasaban a engrosar las arcas de don Jesús Polanco Gutiérrez y sus socios. Medida tan escandalosa ha permanecido en el más absoluto de los secretos hasta bien entrado el año 1999 ¿Alguien se extraña, ahora, de que Carlos Solchaga haya terminado trabajando en el Grupo Prisa?

Galbraith, en su libro Anatomía del poder, responde a la pregunta de «¿qué es el poder?» echando mano de una definición de Max Weber: «Poder es la posibilidad de imponer la propia voluntad al comportamiento de otras personas». Es decir, cuanto mayor es la capacidad para imponer esa voluntad y conseguir los objetivos, mayor es el poder. ¿Cabe mayor demostración de poder que la de un señor que es capaz de lograr que un Gobierno —de un país que figura entre los diez más desarrollados del planeta— perjudique los intereses públicos para favorecer otros particulares?

«Rosebud» fueron las últimas palabras del «ciudadano Kane», el magnate de la comunicación con el que Orson Welles llevó al cine la figura del todopoderoso William Randolph Hearst. Polanco, menos poético pero más práctico, ha soltado también su frase lapidaria: «Me escandaliza que se nos acuse de haber hecho negocios gracias al Partido Socialista…».

«Durante los casi catorce años de Gobierno socialista —aseguraba la revista Época el 8 de marzo del 99— no existe conocimiento en la base de datos del Ministerio de Economía (BDN) de que se haya practicado ninguna comprobación, consulta o inspección fiscal a Polanco, sus socios o su grupo empresarial». Ni una sombra de duda sobre la gestión de un grupo integrado por 250 empresas. Millones de españoles minuciosamente sometidos a la lupa de la Administración fiscal, mientras el señor Polanco, dueño de una red de empresas opaca y compleja cuyas ramificaciones se extienden a paraísos fiscales, campea a sus anchas.

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Se acercaba el año 1996 y don Jesús Polanco no quería irse de vacío ante la inminencia de un cambio de Gobierno, de modo que puso de nuevo a trabajar a su gente. Los resultados no pudieron ser mejores. Tres meses antes de las elecciones de marzo de 1996, y en virtud de dos leyes (satélite y cable) aprobadas simultáneamente por el Parlamento en diciembre de 1995, la televisión por satélite dejó de ser servicio público, mientras que la televisión por cable quedó incluida en dicho concepto de servicio público. ¿Alguien lo entiende?

No, si no repara en el detalle de que para entonces el Grupo Polanco tenía en marcha un ambicioso proyecto empresarial con doble horquilla. La primera, la televisión digital por satélite, requería la ausencia de cortapisas legales: ¡fuera el concepto de servicio público! La segunda, la televisión por cable, precisaba de un acuerdo con Telefónica para explotar su red de cable en régimen de monopolio: ¡bienvenido sea entonces el concepto de servicio público! Una brillante casualidad, aunque ya se sabe que la casualidad es para quien la trabaja.

Pero el clímax del compadreo entre Gobierno y el grupo empresarial llegó apenas dos días antes, dos, de las elecciones del 3 de marzo de 1996, es decir, el primero de marzo de 1996, día en que el Consejo de Ministros adoptó un acuerdo, publicado en el BOE del 29 de marzo, por el que se aprobaba la operación de concentración entre Telefónica y Canal Plus.

Para comprender el alcance de esta decisión hay que referirse al pacto secreto que había sido firmado el 26 de julio de 1995 entre la Telefónica de Cándido Velázquez y el grupo Polanco, acuerdo al que ni siquiera pudo acceder en su integridad el Tribunal de Defensa de la Competencia.

La dimensión real de este atropello no se entendería sin una breve reflexión: Cuando se habla de una red de cable se engloban en ella cuatro elementos básicos: la red en sentido físico, los contenidos, el sistema de descodificación y el servicio de atención al abonado. En el acuerdo entre Telefónica y Canal Plus, la operadora, un monopolio plenamente controlado entonces por el Gobierno, se reservaba la red, pero la ponía a disposición de un grupo privado como Canal Plus. Y, además, ponía a su disposición el resto de los elementos. Lo cual significaba, en primer lugar, que Telefónica (el Gobierno socialista) elegía como proveedor a Canal Plus y lo nombraba jefe de compras, con el evidente perjuicio para el resto de las empresas programadoras y con el privilegio de disponer de sus 2.500 millones de pesetas diarios de cash-flow. En segundo lugar, que Telefónica, una empresa poblada de ingenieros de telecomunicaciones y sobrada en muchos aspectos de tecnología punta, cedía al Plus todas las decisiones sobre el sistema de descodificación. Y, en tercer lugar, que la operadora, con casi 16 millones de abonados, cedía también ni más ni menos que el servicio de atención al cliente, elemento básico para la fidelización de la clientela.

Ningún Gobierno en la historia de la democracia se había atrevido a poner un monopolio público a disposición de un grupo privado.

Además de regalar a Polanco la red de cable de Telefónica, el Gobierno González hizo otro gran obsequio, otra operación final de «bloqueo» de amigos ante la llegada del PP: el pacto suscrito entre Endesa y el BCH o, dicho de otra forma, el intento de fortalecer la delicada situación del BCH con el respaldo financiero de Endesa. De golpe y porrazo, la eléctrica pública pasó a hacer el papel del «primo de Zumosol» del banco presidido por José María Amusátegui.

Naturalmente, en cuanto Martín Villa llegó a la presidencia de Endesa se dio cuenta de la enorme hipoteca que para la eléctrica suponía un acuerdo en el que poco o nada tenía que ganar y sí mucho que perder, porque al final todo se reducía a filializar Endesa y poner su enorme cash-flotu a disposición del BCH.

La brutalidad de lo relatado, suficientemente conocido, por otro lado, por las elites del país, ha llevado a muchos a preguntarse por la verdadera naturaleza de las relaciones entre Prisa y PSOE, o entre PSOE y Prisa, dos personas distintas y un solo afán verdadero. ¿Realmente se trata, con ser escandaloso, de un simple acuerdo de socorros mutuos entre un Gobierno y un grupo empresarial privado, un do ut des centrado en la concesión de determinados favores políticos a cambio de cobertura y apoyo informativo, o estamos ante algo más profundo y mucho más serio? La relación, en cualquier caso, es tan estrecha que mucha gente parece obsesionada por uno de los misterios más llamativos de nuestro tiempo: ¿es el PSOE de Prisa, o es Prisa del PSOE? Cabe la posibilidad de que Prisa sea, en todo o en parte, propiedad no del PSOE, sino de Felipe González.

Ocurrió poco antes de que Pío Cabanillas junior dejara el Grupo Prisa. Polanco ofreció un festejo en el hotel Santo Mauro de Madrid, una celebración bastante restringida, con cóctel incluido. Deambulando andaba Jesús Polanco por los salones con una copa en la mano cuando se acercó a Pío:

—Pío, ¿conoces a Felipe?

—Pues no, no lo conozco.

—Ven, que te lo voy a presentar.

Y agarrándolo por el antebrazo, con esa forma campechana que el editor despliega cuando está en su salsa, como si quisiera llevarlo a rastras, lo condujo, jovial, hacia un grupito donde se encontraba charlando Felipe González, que se volvió para recibir a la pareja:

—Mira, Felipe, te presento a Pío Cabanillas, hijo de Pío Cabanillas.

—¡Hombre, nunca imaginé que pudiera tener a un Pío Cabanillas trabajando a mis órdenes!… —dijo, textual, González.

Cabanillas, aturdido por lo que acababa de oír, replicó transcurridos unos segundos que parecieron años:

—Es que no lo tienes, porque yo no trabajo para ti…

Polanco no abrió la boca, no protestó, no ironizó. Ni siquiera trató de quitar hierro a frase tan contundente. Polanco lo aceptó como si de un hecho consuetudinario se tratara, como si Felipe, en efecto, fuera el patrón de Prisa.

El misterio del huevo y la gallina. ¿Qué fue primero, el PSOE o Prisa? ¿Quién manda ahí? ¿Quién es el capo de esa brillante entente? Un tipo tan lenguaraz y desvergonzado como Pérez Rubalcaba fue capaz de decir que «El País no es del PSOE; es el PSOE el que es de El País», una idea que podría ser algo más que un juego de palabras.

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Cuando el Partido Popular ganó por estrecho margen las elecciones del 3 de marzo del 96, Jesús «von» Polanco era ya dueño del imperio mediático más diversificado de España. El proyecto que tres hombres, José Ortega, Carlos Mendo y Darío Valcárcel, alumbraron con una idea de pluralidad, había quedado reducido al negocio de un hombre convertido en uno de los más ricos del país y, desde luego, en el más influyente.

Con todo, en la impresionante deriva de Jesús Polanco en los últimos veinte años de vida española hay algo más que casualidad o favores políticos. «Yo le eché el ojo en cuanto lo vi —asegura Darío Valcárcel— ¡joder!, me dije, aquí hay un tío con futuro. Me pareció un hombre de negocios dispuesto a todo, dotado de una extraordinaria inteligencia natural y una gran capacidad de organización. Con limitaciones claras en el orden intelectual. Por ejemplo, es incapaz de teorizar, seguramente porque lo suyo nunca ha sido la teoría y sí la práctica. Jesús Polanco es, en efecto, un hombre terriblemente práctico, ejecutivo, sagaz».

En el fondo, el imperio Prisa es un one man show en la terminología yankee, un conjunto de sociedades que son criaturas de Polanco, un imperio personalista para el que la desaparición de su fundador sería un drama, y ésa es una de las críticas que se le pueden hacer al cántabro: que no ha organizado su sucesión, que no tiene un delfín claro, por mucho que todo el mundo apunte con el dedo a su sobrino Javier Díez Polanco.

Rodeado de un equipo de pigmeos aparentes y de colaboradores tan oscuros como sumisos, ha sido capaz de poner en pie una organización tan sólida como eficaz. El grupo montado en su derredor es un acorazado con un poder de fuego temible, un aparato que funciona como un rodillo contra todo aquel o aquello que osa oponérsele.

¿Qué es capaz de hacer Polanco al frente de su disciplinado ejército? Absolutamente todo lo que sea menester para seguir detentando la gran cuota de poder de que ha dispuesto con el felipismo. El cántabro sabe que hay una frontera muy tenue que separa la legalidad de la ilegalidad, una delgada línea traspasada la cual está el delito; pues bien, sin salirse un ápice de esa línea, pero llegando justo hasta el borde del precipicio, Polanco está dispuesto a todo, a transgredir lo que sea menester, a ir a por todas sin ninguna clase de escrúpulos, apartando a manotazos, sin compasión, a quienes se interpongan en su camino.

«¿Polanco ha matado? ¿Ha asaltado la caja del Banco de España? Pues no; no ha hecho nada que no hayan hecho los demás, sólo que de una forma más lúcida y con mucha más vanidad, por supuesto», asegura Valcárcel.

En torno a Jesús Polanco, como hombres de verdadera confianza, se encuentra su vieja guardia, en la que destaca Francisco Pérez González, el famoso «Pancho», amigo y compañero desde el inicio en todas sus aventuras empresariales y un hombre sencillo que goza de muchas simpatías dentro y fuera de Prisa («Es lo único que se salva de aquella casa», asegura un antiguo accionista). A la misma altura en orden de importancia, un personaje como Matías Cortés, que figura por méritos propios entre los mayores intrigantes del Reino, un abogado y catedrático de Derecho que sabe muy poco Derecho, detalle sin importancia porque lo suyo es otra cosa, algo indefinible, o no tanto.

Matías, inteligente, mordaz, cínico hasta la extenuación, ha sido siempre un «conseguidor» al estilo de «Rafansón», pero con mucho más «coco», un tipo que va y viene, come todos los días en Jockey, tira de teléfono, siembra el campo de minas y luego vende los planos para poder cruzarlo sin pisarlas, cuando no se ocupa en pensar maldades que luego sus segundones se encargan de pergeñar en sus aspectos legales.

Es un especialista en todo tipo de operaciones de lobby, un maquinador que a lo largo de su vida ha compartido los secretos de gente tan variopinta como José María Ruiz-Mateos, Mario Conde, Domingo Solís, Ignacio Coca o Javier de la Rosa, aunque sólo ha sido realmente fiel a un hombre, Jesús Polanco, el asidero que sabe de sobra nunca deberá soltar si quiere seguir con vida en el proceloso mundo plagado de víctimas que escoltan su camino. Con ser tantas sus habilidades, todos los grandes clientes de Matías Cortés han acabado con problemas. ¿Será ése el destino de Polanco?

El último gran «fichaje» de Matías Cortés, un granadino de humor finísimo, tan peligroso como divertido cuando no está «al tajo», con tendencia, más que a la obesidad, a los grandes volúmenes, es el polémico Jesús Gil y Gil. En torno a Gil y al «abogado» Rodríguez Menéndez, un pájaro que muchos consideran un simple peón de brega de Matías para cierta clase de trabajos, el gran Cortés ha empezado a mostrar una cara desconocida e inquietante.

En la vieja guardia de Polanco también figura, por derecho propio, Ricardo Díez Hochtleiner, «Jolines», ex alto cargo del Ministerio de Educación franquista, ahora una marioneta al frente del Club de Roma, vinculado al editor desde finales de los sesenta y que tanto tuvo que ver en su fortuna.

En la «guardia mora» de Polanco habría que incluir a una serie de personajes oscuros que garantizan la marcha del Grupo Timón y que están lejos de toda notoriedad. Hay, a continuación, un segundo círculo de gente en torno al jefe, círculo menos duro que el de «Pancho», menos íntimo, una segunda línea más coloquial y discreta, gente más joven e inteligente, situada en el entorno de los cincuenta años, entre los que figuran Jaime Ferrús, Juan Cueto y José B. Terceiro, un hombre importante y de talento que —otra curiosidad de la cuadra Polanco— es del PP hasta los tuétanos.

Dicho lo cual, llega la sorpresa: para mucha gente, Juan Luis Cebrián no figura en ninguno de esos círculos. Tres personas distintas que han trabajado a su lado durante años han extraído otras tantas características definitorias de la personalidad de Cebrián, «un necio convertido en capataz de Jesús Polanco», según definición de Darío Valcárcel:

  1. Es un hombre menor, en el más amplio sentido de la palabra.
  2. Es un ignorante, incapaz además de aprender y de estudiar, por lo que suele rodearse de intelectuales discretos que nunca puedan poner en peligro su entramado.
  3. Es un hombre todo rencor y todo vanidad. Un personaje mediocre y lleno de complejos, como el de no haber ido a la Universidad.

Las tres, con todo, parecen apuntes muy sesgados, producto del deseo de revancha de unos o de la envidia de otros, y que en ningún caso completan la personalidad de un hombre que fue capaz de poner en marcha, con todas las ayudas que se quieran, cierto, un proyecto como el del diario El País.

Con Juan Luis Cebrián convertido en el jefe de máquinas, el contramaestre de un proyecto destinado a atesorar más poder e influencia que ningún otro en la historia de España, Javier Babiano, desempeñó durante la primera mitad de esta historia el papel de meticuloso gerente dispuesto a cuadrar las cuentas.

Babiano fue «el tercer hombre» de Prisa durante años. Tipo sensible, inteligente y bien educado, sólo él podía haber rescatado al Grupo Prisa de la deriva a la que lo estaban conduciendo los rencores de Cebrián. Pero cometió la osadía de enfrentarse a éste, seguramente a destiempo, por la primogenitura de Polanco. Ganó Cebrián, y Babiano fue condenado a galeras. Una derrota lamentable para una persona apreciada por casi todos, cuya carrera ha ido de más a menos y que, al final, ha terminado siendo «recogido» de nuevo por el Grupo Prisa.

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A la sombra de Cebrián se cobija uno de los tipos más oscuros que ha dado este país en las últimas décadas, Javier Pradera, íntimo amigo de Felipe González e ideólogo de la «casa/cosa común», editorialista de El País y un hombre que constantemente destila bilis por los acantilados de su pluma.

La peripecia vital de Javier Pradera es producto de un trauma, del drama familiar vivido de niño con la Guerra Civil, y ese abuelo asesinado, paradigma de la derecha española más rancia, Víctor Pradera, y ese padre ingeniero, hijo primogénito del conde de Pradera, asesinado también por una izquierda mitad anarquista mitad comunista de San Sebastián, un padre que no hacía política pero que pasaba por allí con su apellido a cuestas, pobre víctima propiciatoria, pagano de una barbarie que fue capaz de atar el uno al otro, padre a hijo, hijo a padre, antes de fusilarlos en la cárcel de Ondarreta, un drama al que no pudo escapar la abuela, llamada «doña María la Brava» por su apasionamiento, y tampoco el nieto, Javier Pradera, Praderita de mi corazón, ánima en íntimo y permanente peregrinaje en busca de una explicación, una respuesta a aquella carta que el pobre padre le dejó escrita, apenas dos añitos, y que ha presidido como estrella polar sus peores pesadillas, tal que la obsesiva necesidad de encontrar culpables entre los que apoyaron y financiaron el alzamiento de Franco, responsables últimos del asesinato del padre, los Luca de Tena, Prensa Española, y el odio africano al ABC, la obsesión con el ABC y con Luis María Ansón, entre otros.

Obsesión que roza la paranoia, estigma freudiano de un hombre en el fondo traicionado a sí mismo que, prisionero de un trauma infantil, se sabe cogido en las redes de una ideología rancia, en las costuras de un traje viejo del que le hubiera gustado escapar, porque, disipado con la edad el resentimiento contra sus propios orígenes, en el fondo se siente un hombre mucho más centrado de lo que sus soflamas estalinistas pudieran indicar, en el fondo se percibe un hombre de centro, si me apuran del centro-derecha, si me obligan a decirlo diría que al hijo de Carmen Gortázar le hubiera gustado jugar un rol como el que ha jugado su primo Guillermo en el PP, le hubiera gustado al menos tener la capacidad, la libertad, el valor de haber evolucionado de acuerdo con sus sentimientos más profundos, y de ahí el individuo martirizado, el tipo atormentado que destila toneladas de mala baba en sus escritos, el hombre a disgusto dentro de su propia piel, sabedor de que ya es demasiado tarde para cambiar de bando, demasiado tarde para evolucionar, la guerra del tiempo, que tampoco perdona, le ha cogido en la trinchera de Polanco, alea jacta est, ya es demasiado tarde para todo salvo para seguir ganándose las alubias defendiendo los dineros y los negocios de un hombre al que secretamente aborrece.

Hace tiempo que Pradera firmó su rendición incondicional, moralmente castigado por el drama de saberse defensor de una ideología, de un partido y de un líder que han traicionado sus mejores aspiraciones enfangándolas en el barro de la corrupción y el crimen de Estado. Físicamente muy cascado, el ideólogo de Prisa se irá a la tumba con la certidumbre del fracaso, envuelto en el sudario de su condición de peón de brega, mandao de Cebrián y palafrenero de Polanco. Sic transit.

Con el riñón averiado, sí, pero con el hígado bien forrado por las gabelas de Jesús Polanco y los consejos de administración de empresas del Grupo de los que forma parte, que el amo sabe pagar muy bien a sus leales, de manera que este patético Beria del felipismo no defiende gratía et amore las posiciones de los felipancos, nada de romanticismos, antes al contrario, lo hace desde la defensa de sus intereses personales, los jugos de su bolsillo, los dineros de sus consejos de administración, y es que los «extremeños» se tocan, se abrazan, ¡porca miseria!, los ágrafos Polancos y los ilustres Praderas, unidos al final por el cordón umbilical del dinero.

De manera que, cuando Pradera insulta tan alegremente a diestro y siniestro, lo hace de forma aséptica, como una obligación, parte de su trabajo diario, cumpliendo lo que se espera de su condición de «mantenido» de Polanco. Para eso le pagan, y muy bien, dicho sea de paso.

Cebrián y Pradera serían lo que Etienne de la Boétie, íntimo amigo de Montaigne, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, llama «los chulos del tirano». Los tiranos nunca gobiernan solos. El poder nunca es de un hombre solo, de modo que para que el tirano pueda gobernar necesita de dos, cinco o diez hombres situados en primera línea, sentados a la diestra del padre, al lado del poder, como encargados de ejecutar sus decisiones, prestos siempre a crear el ambiente social necesario para que se acepten más o menos resignadamente.

Fue Cosme de Médicis en la Florencia del siglo XVI quien llevó a la Administración pública los criterios que aplicaba a la administración de sus empresas. Y fue en la empresa privada donde surgió la frase de que «el fin justifica los medios». El éxito del negocio disculpa los métodos que se hayan utilizado para alcanzarlo. Cosme de Médicis trasladó la ética mercantil a la política, al todavía incipiente Estado, a la Administración pública, confundiendo su negocio privado con el público, con el Estado. Y transformando a los tradicionales «chulos del tirano» en «chulos del Estado».

Así nace la razón de Estado y el secreto de Estado, como una traslación de lo privado a lo público. En los negocios del tirano, el secreto estaba justificado. A partir de Cosme de Médicis, en el Estado también.

Cebrián y Pradera, fundamentalmente, han sido los «chulos del tirano» que, a partir del año 1985, se convierten en «chulos del Estado», identificando Estado con felipismo (de la misma forma que los Girón, Solís Ruiz y demás familia fueron los chulos del franquismo) y confundiendo los intereses del felipismo/Estado con los de Polanco, porque todo lo que redundaba en beneficio del Régimen redundaba en favor de Polanco, y por eso quienes se oponen a esa visión medieval de la Historia están, según ellos, fuera de juego, se sitúan extramuros del sistema, «quien se me enfrenta tiene que irse de España», que dijo Polanco, quien me hace frente no es nadie, no cuenta, está muerto, y si no lo está hay que desacreditarlo y destruirlo.

Desde el punto de vista de quienes sospechan que Felipe González es algo más que un amigo de Prisa, Juan Luis Cebrián sería simplemente su testaferro en el grupo, el hombre del PSOE en Prisa, mientras que Alfredo Pérez Rubalcaba actuaría de enlace, de go-between, de «liberado» entre ambas partes. Lo cual, como es lógico, convertiría a Cebrián en un intocable dentro del Grupo Prisa, que es exactamente lo que es, un intocable, razón por la cual no tienen la menor verosimilitud los rumores que, de cuando en cuando, inundan el patio madrileño hablando de su inminente caída en desgracia. Polanco, sencillamente, no puede tocar a Cebrián, un tipo perfectamente apoyado y mantenido para hacer el trabajo sucio que «el otro» no quiere hacer.

Polanco y Cebrián. He ahí un dúo mortal de necesidad, responsable en gran medida de todo lo malo que, en el orden de la perversión de los valores democráticos, ha ocurrido en España en las dos últimas décadas. Cebrián es un tipo listo, bastante más inteligente que Polanco, aunque Polanco es mucho más astuto que Cebrián. Más culto Cebrián, más tete a terre Polanco. Más refinado Cebrián, pero con mucha más visión para el negocio Polanco.

Cebrián no es un escritor, ni un periodista: es el «chulo» de una empresa que no es propiamente del Estado, porque su dueño se apellida Polanco, pero que hace las funciones ideológicas de empresa estatal. Como negocio de comunicación que es, Prisa es responsable de la producción de ideología para consumo diario. Es El País el que crea esa ideología que luego difunden las televisiones y las radios sin saber muy bien dónde se ha creado, y quién, por control remoto, las ha manipulado. De esa ideología se hacen eco incluso medios aparentemente enemigos de Prisa (caso del diario El Mundo y la cadena COPE), dispuestos a veces a sumarse a determinadas campañas y a voltear en sus medios historias, opiniones, comportamientos, pautas, en definitiva, ideología, que, al final de la cadena, han producido pseudointelectuales como el citado Cebrián o Haro Tecglen o Javier Pradera…

Esa capacidad para convertir en colectivas pautas de comportamiento y pensamiento privadas constituye, sin duda, el mayor éxito del Grupo Prisa.

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«Algunos ingenuos dicen que Prisa es progubernamental —se oía decir con frecuencia antes de marzo del 96—, y se equivocan, porque Prisa es el verdadero Gobierno. Los actuales gobernantes pasarán y Prisa seguirá siendo el verdadero Gobierno».

Según Antonio García-Trevijano, el hombre que estuvo en un tris de apoderarse de El País, la gente suele olvidarse de una premisa fundamental, y es que «los intereses de Polanco no son políticos, sino económicos. Y como tales intereses económicos, son permanentes, mientras que los de Felipe González (no hay otros en el PSOE que los suyos) son efímeros, como efímera es su propia persona. Y por lógica vencen siempre los intereses permanentes».

Pero si el PSOE no es, hoy por hoy, más que González, Prisa es mucho más que Jesús Polanco. Prisa es Polanco y lo más granado de capitalismo español, fundamentalmente la gran banca. Prisa son los March, los Ybarra, los Botín, las Koplowitz, los Amusátegui, El Corte Inglés… Y los satélites que giran en torno a ésos planetas, todo el conjunto de intereses que se mueve en su derredor. De modo que Prisa, más que un grupo empresarial, es, por encima de todo, el Sistema, el Sistema nacido de la transición y nucleado en torno a un eje compuesto por Polanco abajo, Felipe González en el centro y el Rey Juan Carlos arriba. Un Sistema mucho más fuerte, más permanente, más duradero que una persona.

Un hombre como Emilio Botín, que a fuer de derechas es casi de extrema derecha, es, sin embargo, uña y carne de Polanco. ¿Qué decir de un Emilio Ybarra que, en plena refriega digital con el Gobierno Aznar, se avino a patrocinar un sarao de El País en Bruselas? «¿Cómo se atreve el BBV a desafiar al Gobierno Aznar de esta forma? —se preguntaba a primeros del 97 uno de los «fontaneros» de Moncloa—. Porque Ybarra cree que Jesús Polanco es un poder más sólido que el de Aznar —se respondía—, y porque sabe que para el BBV es más peligroso estar enfrentado a Polanco que a Aznar».

Había dado en la diana. En la España de hoy es mucho más arriesgado estar enfrentado a Jesús Polanco que al Gobierno legítimo de la nación. Es «la pirámide del miedo». En efecto, es evidente que los ricos que participan como socios en los negocios de Polanco lo hacen, dentro de una estrategia empresarial, movidos por el afán de beneficio, pero esos socios, con ser los apellidos mas relevantes del capitalismo español, no dejan de ser una minoría comparados con otros ricos, otros banqueros y otros empresarios que no participan como asociados de Prisa. Socios y no socios, sin embargo, todos rinden la misma embelesada pleitesía a Polanco, el mismo respeto entreverado de temor, el mismo miedo.

Lo cual no es casual. Es simplemente el resultado del perverso sistema de poder tejido por el felipismo, un régimen que hizo de la corrupción y de la falta de respeto a la ley una forma de vida. En el gran río de los transgresores de la ley viajan todos los poderosos del país. Todos tienen algún pecado, no digamos ya fiscal, que esconder. Y todos tienen una precaución que tomar, un mandamiento que guardar: estar atentos a lo que dictamina el policía, el árbitro del Sistema, que no es otro que el grupo Prisa. Estar a bien con Prisa es estar a bien con ese Sistema. Quien desafía el poder de Prisa y lo que Prisa representa se coloca fuera del mismo y corre el riesgo de ir a dar con sus huesos en la cárcel, caso de Mario Conde. Roldán, Mariano Rubio o el propio Conde son las excrecencias que el Régimen exhibe de cuando en cuando como purgante.

Una tal pirámide del miedo sería imposible de imaginar en una verdadera democracia, con un capitalismo rodado en una mecánica de siglos de permanente ajuste a la legalidad, de pesos y contrapesos, porque en ese sistema de cumplidores de la ley dejaría de existir el miedo, que es la argamasa indispensable que mantiene unido en España el edificio de la adhesión a Polanco. El miedo al «Big Bertha».

Por el contrario, en un país donde casi nadie cumple la ley es indispensable estar a bien con el poder político (PSOE) que, en contra de sus obligaciones, consiente esos incumplimientos y con su brazo ideológico/mediático (Prisa), que puede apuntar con el dedo a cualquiera de los transgresores en un momento determinado.

El Sistema salta por los aires cuando queda una sola esclusa, por pequeña que sea, sin taponar. Porque el empeño de los amos del Sistema por seguir manteniendo la ficción democrática deja abiertas rendijas por las que a veces se cuela el discrepante, o aparece en escena un invitado con el que nadie contaba, un diario como El Mundo, dispuesto a poner patas arriba el edificio tan laboriosamente tejido en casi catorce años de caudillaje mediático.

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El choque con el Gobierno de José María Aznar era inevitable. Álvarez Cascos recuerda que uno de sus primeros actos, recién llegado a su despacho en Moncloa (4 de mayo de 1996), fue acudir a la fiesta conmemorativa del 20 aniversario de El País como un gesto de distensión y buena voluntad. «Este Gobierno empezó su andadura con gestos de amistad hacia todo el mundo, porque supongo que a nadie le gusta procurarse enemigos de forma gratuita».

Polanco se dedicó en los primeros meses a enviar mensajes a aquellos ministerios que tenían que ver directamente con sus negocios. Así, a finales de mayo del 96 tuvo lugar un almuerzo en el Ministerio de Educación y Cultura, el corazón del negocio Polanco, en el que Esperanza Aguirre y todo su equipo al completo oficiaron de atentos anfitriones ante don Jesús, Juan Luis Cebrián, Javier Pradera, Javier Díez Polanco… El «núcleo duro» de Prisa, en suma.

Fue un encuentro amable e incluso cordial, no tenemos nada contra este Gobierno, ¿cuáles son vuestras ideas?, ¿qué pensáis hacer con esto?, ¿qué con lo otro?… Terminado el almuerzo, la ministra corrió a preguntar a uno de los secretarios de Estado presentes en el ágape:

—¿Qué te ha parecido?

—Pues mira, Esperanza, tú sabes que éste es el Ministerio de Polanco desde los tiempos de Villar: la cultura, la educación, la música, el deporte, el fútbol, todo eso es lo suyo, y claramente ha venido a recordártelo y a decirte que «yo puedo hacer que usted triunfe ante la opinión pública, pero también puedo hacer que se estrelle si intenta perjudicarme».

Y para que se fuera enterando, las primeras andanadas desde El País contra «Esperancita» fueron tremendas, hasta que «Esperancita» aprendió la lección y el grupo Polanco dejó de ocuparse de ella, e incluso comenzó a tratarla con gran deferencia.

Pero estaba claro que la entente no iba a ser posible. Todo habría ido sobre ruedas si el Partido Popular, en la perspectiva de llegar a gobernar, hubiera mostrado alguna disposición a pactar con el cántabro. Muy al contrario, a partir de la firma del acuerdo entre Telefónica y Prisa que dio lugar al nacimiento de Cablevisión, el PP se dedicó a boicotear el negocio del cable en los ayuntamientos de las grandes ciudades que controlaba. Fue un envite que estuvo a punto —cuando faltaba menos de un mes para las elecciones generales del 3 de marzo— de romper en dos el Partido Popular. Y es que Ruiz-Gallardón, la inversión a medio/largo plazo de Polanco en el PP, había decidido que Telemadrid tomara una participación accionarial en citada sociedad conjunta.

La firma del pacto de constitución de Cablevisión estaba prevista para el 9 de febrero del 96, y la víspera Gallardón se mantenía en sus trece. Bien avanzada la noche del 8 de febrero, José María Aznar, en tensa conversación telefónica desde la sede del partido, lanzó un órdago al presidente de la comunidad madrileña: ese pacto no se iba a firmar. Y Gallardón se achantó.

Una orden en paralelo había salido de la séptima planta de Génova 13 con destino a las alcaldías gobernadas por el PP: convocar concursos para adjudicar al mejor postor la explotación del cable.

Alberto ya le había hecho otro favor, que se sepa, a Polanco: la Dirección General de Comercio de la comunidad autónoma tenía ultimada una ley para prohibir la venta de bienes culturales en domingos y festivos. Pero ocurrió que Gallardón, contertulio que fue de la SER antes de presidente regional, no había reparado en un pequeño detalle, y es que las tiendas Crisol venden libros y discos precisamente en festivos, según una tradición que se remonta a los tiempos del copain Joaquín Leguina, su antecesor en el cargo.

¿Qué pasó entonces? Que del decreto regulador que Carmen Caballero, directora regional de Comercio, tenía listo sobre su mesa de su despacho nunca más se supo. Crisol sigue vendiendo discos y libros los domingos, pese al enfado del pequeño comercio. Polanco manda mucho.

Si se compara la firmeza de la reacción de Aznar ante Gallardón, con el paisaje que Polanco pastoreaba antes del 3 de marzo del 96, la respuesta a lo que iba a ocurrir bajo un Gobierno del PP estaba cantada.

Las relaciones de Polanco con el anterior presidente de Telefónica, Cándido Velázquez, hubieran ruborizado al felipista más enragé: don Jesús le llamaba por teléfono y le daba órdenes como si de un empleado suyo se tratara. El propio Cándido reconoció que Cablevisión había sido algo que le vino impuesto por Pérez Rubalcaba. Este Velázquez pintaba poco en la operadora.

Un señor que consiguió que un Gobierno pusiera a su disposición una red de cable como la de Telefónica, propiedad de todos los españoles, ¿cómo iba a entenderse con el Gobierno que le estropeó la operación?

En el desencuentro entre el Gobierno Aznar y Jesús Polanco no hay espacio para la discrepancia ideológica. Es una simple cuestión de dinero: nada de ideología; todo cuenta de resultados. Los ideólogos de la «casa/cosa común» han tratado, naturalmente, de disfrazar el sabor a tocino rancio de esta realidad con la consabida invocación a «las libertades», un plato mucho más al gusto de los exquisitos paladares de la vieja progresía. Pero no se puede hablar de «riesgo para las libertades» cuando lo único que está en riesgo es la cartera del señor Polanco.

El relato de las tormentosas relaciones entre Prisa y el Gobierno Aznar es una historia que debe girar en torno al hilo argumental de los intereses económicos del editor. Por eso, la aparente contradicción que subyace en el desacuerdo entre un multimillonario y un Gobierno de centro-derecha no es tal. Desde el día en que, con Villar Palasí en Educación, descubrió que se podía hacer mucho dinero estando a bien con el poder, Polanco no ha hecho otra cosa que vivir a la sombra de los gobiernos de turno (la doctrina del «puto»). A él le da lo mismo que un gobierno sea de derechas o de izquierdas: lo único que le importa es que sea un gobierno amigo, y si de «gobierno amigo» se pasa a «gobierno satélite», tanto mejor.

«Polanco está buscando un repuesto a Felipe González, para hacer con él lo que hizo con Franco, con la UCD y con el PSOE: ganar dinero —aseguraba a mediados de 1996 un banquero madrileño—. Y la desesperación que a veces muestra es producto de la dificultad de encontrar recambio». Naturalmente, para quienes sostienen que Felipe es algo más que un buen amigo de Prisa, la cosa está clara: el cántabro está condenado a seguir apostando por Felipe González.

«Prisa es un proyecto franquista, no un grupo empresarial acostumbrado a competir en condiciones de libre mercado —sostiene un ministro del actual Gabinete—, que debe su nacimiento a los favores de Robles Piquer, que utiliza a Díez Hochtleiner, que tira de Fraga cuando Fraga manda pero que luego lo deja tirado como un kleenex, que luego se monta en el carro del PSOE y que cuando pierde el PSOE se habría montado en el del PP si le hubiéramos dado pie a ello. Porque si en el 95 hubiéramos “tragado” y no hubiéramos decidido deshacer en los ayuntamientos el acuerdo de Cablevisión, que fue el inicio de la pelea, ahora estaríamos sentados a la vera de Dios Padre y el Grupo Prisa estaría pastoreando al Gobierno Aznar como antes pastoreó a otros gobiernos».

Por si algo faltara, entre Polanco y Aznar existe una ausencia casi total de «química». El mundo del editor, una de las grandes fortunas españolas, ligado a las grandes casas, los barcos de recreo y demás parafernalia que distingue a todos sus amigos, los March, los Rodés, los Arango, los Entrecanales… está en las antípodas del mundo de un tipo austero como Aznar. Si, además, los segundos y terceros de Prisa con quienes trabaja proceden de la izquierda más rancia y resabiada y tienen su corazoncito amarrado al muelle felipista, no hay más que hablar. Y el felipismo no es de derechas ni de izquierdas: es un régimen.

Con la racanería que caracteriza sus formulaciones teóricas, también el gran Polanco ha intentado acompasar los intereses de su bolsillo con los de su corazoncito político, dejando al descubierto ese argumento mostrenco que tantos felipistas interiorizan según el cual, el hecho de que la derecha les haya desplazado del poder no es sólo una anomalía, sino una profunda injusticia histórica, porque después de tantos siglos en las catacumbas sólo a ellos corresponde estar en el machito.

Para Antonio García-Trevijano, «el error de Polanco (hombre más astuto que inteligente) ha sido creer que él es el único poder real en España y que puede hacer y deshacer gobiernos. Se equivocó cerrando todas las puertas a Aznar en la oposición, y ahora no tiene más ilusión que tumbar a Aznar. Polanco es el niño enrabietado al que le han quitado el juguete. Su operación ha fracasado y piensa que, de la misma forma que acaba con secretarios de Estado, “funde” ministros o lleva jueces al banquillo, tiene poder suficiente para tumbar a Aznar, algo que le encantaría, pero no por un prurito ideológico, sino para seguir ganando dinero, porque cree que Felipe o un sucedáneo suyo es una inversión más rentable que Aznar».

No falta quien opina que la lógica del capital y del dinero acabará por imponerse, de modo que si el PP volviera a ganar las elecciones generales del 2000 y el PSOE siguiera escatimando su imprescindible renovación, Polanco se entregaría al Gobierno conservador con el mismo entusiasmo con que antes lo hiciera con Felipe. ¿Una cuestión de tiempo?

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Desde la llegada del PP al Gobierno, y con un PSOE sometido a los vaivenes de una profunda crisis interna, el Grupo Prisa se ha erigido en el sponsor parlamentario del Partido Socialista, hasta el punto de existir una perfecta correlación entre las portadas de El País y las iniciativas parlamentarias del PSOE.

Con el PSOE en la oposición, el hombre que se ha batido la cara por Prisa con singular denuedo ha sido Alfredo Pérez Rubalcaba, y lo ha hecho con tal convicción, con tal entusiasmo, que ni el hombre mejor pagado por Polanco hubiera podido igualar su labor. Rubalcaba, como tantos otros, tuvo una etapa de aprendizaje muy intensa en Educación, que es el origen, la fuente nutricia de la fortuna de Polanco. Todos sus grandes «servidores» han pasado por ese Ministerio.

Prisa se ha convertido, por lo demás, en «casa de acogida» de destacados felipistas en paro ocasional o forzoso. El último caso ha sido el del ex jefe de seguridad de La Moncloa con González, el policía Salvador Florido, en una muestra empírica de la interrelación existente entre ambos organigramas.

Florido había sido el responsable del montaje del sistema de seguridad de Moncloa, de modo que a la llegada de Aznar se convino en que lo más lógico era que siguiera al frente del aparato que él mismo había montado. Con el paso de los meses, sin embargo, se fueron detectando curiosas filtraciones que siempre terminaban por enseñar la oreja en los aledaños de Polanco y su grupo, de modo que, en un determinado momento, el vicepresidente Cascos le recomendó cambiar de aires.

Para Florido, las alternativas no eran muchas: o hacerse cargo de la seguridad de una empresa privada o vuelta a una comisaría de Policía. Tiró entonces de teléfono y pidió ayuda a «tito» Felipe. Pero González ya tenía el puesto cubierto, porque en mayo del 96 se había llevado consigo a su despacho de Gobelas a Francisco («Paco») Arias, que era su jefe de seguridad personal y de su familia. No importaba: «tito» Felipe llamó a Polanco y rápidamente lo colocó en Prisa. Para que su dicha fuera completa, Florido, un perfeccionista en su trabajo, gran profesional, se llevó de Moncloa a su secretaria. Para sustituirlo aterrizó en Moncloa Javier Ara, un mando de la Guardia Civil.

Si Polanco hace eso por un extraño, ni que decir tiene que está dispuesto a hacer cualquier cosa por aquellos que desde el Gobierno, sus aledaños o la simple sociedad civil le han servido con lealtad o simplemente le han hecho algún favor. En eso, Prisa funciona con espíritu de secta, o bajo el célebre lema de los mosqueteros, todos para uno, uno para todos: ¿éste es amigo? A muerte con él. ¿Enemigo? Que le den mucho. La historia de la legislatura Aznar está llena de agraviados del PSOE que, negándose a dejar sus cargos, encontraron altavoz para sus quejas en los medios del Grupo.

Un caso bastante típico fue el de Julio Segura, un reputado economista, presidente de la Fundación Empresa Pública, que se oponía a la política de privatizaciones del Gobierno pero no era capaz de presentar su renuncia por culpa de un estupendo salario, más 50 millones de contrato blindado, y que, tras ser destituido, armó la zapatiesta desde las páginas de El País.

Perdido un poder que consideran suyo, el estilo de la casa, hasta los segundos y terceros niveles, incluye comportamientos y actitudes de tinte mafiosillo tales como enviar mensajes amenazadores, que suelen disfrazar de consejos, «yo te aconsejo que…», a quienes se atreven a desafiar a Prisa o simplemente a darle la espalda. A veces el asunto llega hasta recomendar a un abogado «marcharse de España» por haber actuado profesionalmente en el caso Sogecable. Naturalmente, en contra de los intereses de Polanco.

Nunca se ha conocido en España, ni seguramente en Europa, una empresa periodística que reclame de sus profesionales la «obediencia ciega» que se exige en el grupo Polanco, lo que implica comulgar con sus tesis y salir en defensa de sus negocios siempre que la ocasión lo requiera, además de tener por enemigos a los enemigos del amo. Quienes no estén dispuestos a actuar de esta forma nunca podrán aspirar a mejorar su posición dentro del Grupo, porque no partirse la cara por el jefe significa resignarse de por vida a la condición de soldado raso.

Con todo, los comportamientos suelen ser educados. Los hay, por desgracia, francamente desvergonzados, aunque mucho más divertidos. Actitudes de mandamás que reacciona con insolencia cuando se siente contrariado, dentro de la clásica escenografía del «usted no sabe con quién está hablando». La España cañí. Lo probó en sus carnes un modesto policía que tuvo la mala suerte de toparse, el 17 de mayo del 98 en el control de pasaportes del aeropuerto de Barcelona, con un Juan Luis Cebrián & épouse que pretendían tomar un vuelo de Iberia que, procedente del extranjero, se dirigía a Madrid.

Ocurrió que la pareja viajaba con un hijo de ocho años que no llevaba ningún tipo de documentación personal, imprescindible para acceder a ese tipo de vuelos de la «serie 6.000», por lo que el policía les impidió el acceso al aparato tras las oportunas explicaciones. El rosario de perlas que salieron por la boca del académico de la Lengua y de su esposa incluyó expresiones tales como: «¿Por qué cojones tiene que ir documentado?», «¡Qué cojones tienes tú que explicarme!», «¡Sólo cumplís las instrucciones del facha del jefe del Gobierno!», «¿Dónde está el cabronazo del jefe?», «¿Por qué no se atreve a dar la cara ese hijo de puta?»… Por supuesto, el matrimonio Cebrián voló a Madrid en ese vuelo con su hijo.

Ellos son ansí. Un señor que se considera el centro del poder, acostumbrado a utilizarlo despóticamente, capaz de ingresar en la Real Academia Española de la Lengua sin más aval académico que una novelita, ¿cómo va a consentir que un simple policía pueda controlarlo a él, nada menos que Juan Luis Cebrián?…

El ingreso de Cebrián en la RAE, por cierto, revela el grado de sometimiento y postración del mundo de las letras al Grupo Polanco. Prisa regenta hoy el mundo de la cultura oficial con tan obscena demostración de soberbia que son muy pocos los que se plantean escribir y crear y vivir fuera del paraguas del Grupo, porque eso significa transitar por ese mundo en el mayor de los silencios. Que Juan Luis Cebrián haya sido académico antes que un José Hierro es un escarnio que descalifica a los señores académicos que consintieron tal barbaridad. Que Cebrián lo sea pero un Francisco Umbral no, es, más que una broma de mal gusto, casi un chascarrillo.

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Jesús Polanco, jugando con la humana ambición de unos y la estulticia de otros, ha sabido abrirse paso por la quebrada de las disensiones internas dentro del partido del Gobierno y del propio Ejecutivo. Naturalmente, ha seguido obteniendo ventajas de un hombre como Alberto Ruiz-Gallardón, dispuesto a jugar un juego tan desleal con su partido como con los electores del centro-derecha que le mantienen en la Presidencia de la Comunidad. Gallardón vive entregado a Polanco a cambio de un trato favorable en los medios del Grupo (que, ciertamente, le dispensan la misma deferencia que al propio Felipe) y, lo que es más importante, de que Polanco le preste la ayuda que, sin duda, necesitará para ver cumplido su gran objetivo: llegar un día a la Presidencia del Gobierno de la nación, aunque no se sabe muy bien si como candidato del PP o del PSOE.

La sorpresa ha saltado con Rodrigo Rato, un hombre que, tras el indudable éxito de la gestión económica desarrollada por este Gobierno, tiene fundadas esperanzas de ser el sucesor de Aznar en las generales del 2004.

Fue a primeros del 1997 cuando, en pleno pulso «digital» entre el Gobierno Aznar y el Grupo Prisa, el Ejecutivo mostró interés por echar un vistazo a la situación fiscal de los negocios del cántabro, ante la sospecha de que podía haber trato de favor, sobre todo a partir de las generales de junio del 93. Hasta entonces, la información fiscal sobre el editor, un «intocable», permanecía guardada bajo siete llaves en el paseo de la Castellana 105 de Madrid, sede de la Agencia Tributaria.

El inspector de finanzas del Estado José María Sánchez Cortés y sus compañeros del Departamento de Inspección Financiera y Tributaria iniciaron en la primavera del 97 sus investigaciones al percatarse de que se habían producido irregularidades fiscales a raíz de la absorción de la editorial Aguilar S.A. por parte de Santillana S.A. Los inspectores llegaron a la conclusión de que la naturaleza de la fusión era impropia, ya que, antes de que se produjera, la primera ya estaba participada en un cien por cien por la segunda.

Fue entonces cuando la jefa de la inspección, Pilar Valiente, ordenó un rastreo de toda la información contenida en la base de datos (BND) de la Dirección General de Tributos. La primera sorpresa fue encontrarse con que ni Polanco persona física ni su grupo de empresas habían sido objeto de comprobación fiscal alguna durante los casi catorce años de Gobierno socialista.

Las irregularidades comenzaron a surgir a borbotones. En primer lugar, los inspectores se dieron cuenta de que, durante los primeros años de la década de los noventa, las declaraciones de la renta y del patrimonio del empresario no concordaban y sufrían oscilaciones difícilmente explicables. Así, en 1993 declaró un patrimonio de 1.657 millones de pesetas, mientras que en 1994 la cantidad subió a 2.603 millones (un 57,09 por 100 más); en 1991, por el contrario, su declaración de la renta fue de 440 millones de pesetas, mientras que en 1992 apenas llegó a 61 millones.

«La declaración de renta y patrimonio de D. Jesús Polanco Gutiérrez reflejó desigualdades en el período que va de 1991 a 1995. Por otra parte, las bases imponibles de las declaraciones del impuesto sobre patrimonio, por el conjunto de sociedades interpuestas, no reflejan el verdadero valor de las participaciones accionariales», afirmaban en su informe los inspectores.

Algo similar sucedía con Prisa. En el año 1991, el Grupo declaró cero pesetas en ventas y se imputó compras por valor de 1.591 millones de pesetas. En el año 1992, no declaró transacción alguna con la empresa Distrimedios S.A., mientras que ésta reconoció operaciones con Prisa por importe de 541 millones. En 1993, cuatro empresas dijeron no realizar ningún tipo de venta a Prisa, mientras ésta declaraba operaciones con ellas por 252 millones. En 1994, Prisa reconoció negocios con el diario El País por valor de 6 millones, mientras éste imputó compras a Prisa por valor de 103 millones. En 1995, Sogecable declaró pagos a Prisa por 696.000 pesetas, mientras Prisa recogió operaciones con Sogecable por importe de 349.289.000 pesetas.

Pero la más importante «anomalía» se refiere a la concesión al Grupo Timón, al que en Hacienda denominan directamente «grupo Polanco», del régimen fiscal de declaración «consolidada» (tributa al 35 por 100), en lugar del de régimen de declaración «transparente» (el 56 por 100).

Los inspectores no podían entender tamaña concesión: «Analizada la composición de su activo, parecen concurrir todas las circunstancias legales para su configuración como sociedad de cartera en régimen de transparencia fiscal, que resultaría no ser compatible con el régimen de consolidación de balances que actualmente disfruta».

Con todos estos datos en la mano, el inspector Sánchez Cortés terminaba el 14 de abril de 1997, un día importante en la historia de la Agencia Tributaria, el expediente sancionador 2.113, que proponía dos líneas de actuación:

  1. Proceder a la comprobación global que integra el grupo Polanco.
  2. Proceder a la situación fiscal de las personas físicas don Jesús Polanco Gutiérrez, doña Isabel Moreno Puncel (su primera esposa), Francisco Pérez González (socio de Polanco) y doña Celina Arauna Menchaca (esposa de este último).

Ese mismo día, el informe preliminar sobre la situación fiscal del grupo Polanco llegaba, a través del secretario de Estado Juan Costa, a la mesa del ministro de Economía y Hacienda, Rodrigo Rato, y a la del presidente del Gobierno, José María Aznar, a fin de recabar las órdenes oportunas sobre las líneas de investigación a seguir. Todavía las están esperando.

Nada se ha vuelto a saber, en efecto, sobre el mencionado expediente sancionador. Lo único que se sabe es que tanto Pilar Valiente como Jesús Bermejo, ex director general de la Agencia Tributaria, han salido fulminados de sus puestos, en teoría a cuenta de la marejada provocada por los famosos 200.000 millones de pesetas «perdonados» por el PSOE a sus amigos. Sé sabe también que el expediente está dormido, y se sospecha que Polanco, un señor que llega a declarar 60 millones de base imponible manejando un imperio de 250 empresas, puede descansar tranquilo.

No menos llamativo ha resultado el comportamiento del Gobierno del PP con respecto a la empresa pública Focoex, plaza fuerte de Gloria Barba (esposa de Carlos Solchaga), en la que los hombres de Polanco hicieron y deshicieron a su antojo durante los trece años de Gobierno socialista.

Según información publicada en la revista Época y firmada por Juan Luis Gabacho, la actuación de la sociedad Focoex (a la que este Gobierno ha intentado lavar la cara cambiándole de nombre: Expansión Exterior Española) está siendo investigada por la Fiscalía Anticorrupción desde 1996 (diligencias 20/96) por presuntas irregularidades que incluirían fraude a la Hacienda Pública, trato de favor de determinadas empresas y pago de comisiones a intermediarios en paraísos fiscales, «cuya justificación documental no estaba realizada de forma plena».

Las actuaciones, dirigidas por el fiscal Luis Rodríguez Sol, comenzaron por el registro y la incautación de información contable en la sede de Focoex, sita en la segunda planta del número 58 de la calle Orense de Madrid, y siguieron con el envío de comisiones rogatorias a distintos países, tal que Uruguay, uno de los escenarios predilectos de actuación de Jesús Polanco.

A falta de los resultados de la comisión rogatoria a Uruguay, ya se pueden sacar algunas conclusiones de esta investigación.

Primera: entre 1991 y 1992 Focoex pagó 1.310 millones de pesetas a intermediarios a modo de comisiones, en contratos que fueron firmados por el presidente Germán Calvillo (cuya asesora era Gloria Barba) y su sucesor en el cargo, Roberto Cuñat. Como ejemplo, en las exportaciones de Eductrade de material educativo a Argentina, Chile y Colombia intervino como comisionista de Focoex una sociedad denominada La Coronada, con sede en un paraíso fiscal (Bahamas).

Segunda: La vinculación entre las empresas de Polanco (principalmente Eductrade y Sanitrade) y las actividades de Focoex es un hecho irrefutable. El montante y la continuidad de las operaciones ofrecen datos inapelables.

En 1994, cuando Focoex era ya el centro de todas las conjeturas, Roberto Cuñat, su presidente, remitió una nota interna al antiguo ministro de Economía, Pedro Solbes, en la que afirmaba que, hasta ese año, Focoex había suscrito un total de veinte contratos con Eductrade y su filial Sanitrade, que ascendían a 44.997 millones de pesetas, a los que habría que añadir los 5.657 millones adjudicados a Hispanodidáctica S.A., otra empresa de Polanco, hasta marzo del 93. Del total de los 44.997 millones de pesetas, los créditos FAD aportaron 18.431 millones de pesetas. Es decir, que en tan solo seis años, los que van de 1988 a 1994, Focoex concedió operaciones a empresas del grupo Polanco por importe superior a los 50.000 millones de pesetas.

El listado de las operaciones conjuntas acometidas por Focoex y Eductrade/Sanitrade en esos años es el siguiente:

1989: Programa «Salud II fase» en Colombia (2.904 millones de pesetas); envío de material educativo a Uruguay (323 millones de pesetas).
1990: Envío de material educativo a la Universidad de Campiñas, en Brasil (1.900 millones de pesetas) y a Chile (852 millones de pesetas).
1991: Envío de material educativo a Colombia (2.692 millones de pesetas), a Argentina (416 millones de pesetas), a México (2.191 millones de pesetas) y a Chile (200 millones de pesetas); envío de material sanitario a Argentina (1.796 millones de pesetas).
1992: Envío de material educativo a Uruguay (2.100 millones de pesetas); de equipamiento deportivo a Chile (1.047 millones de pesetas); operación sanitaria con Uruguay (5.393 millones de pesetas) y operación similar con México (475 millones). Tanto este año como el anterior, un tercio del total de las operaciones de Focoex fueron a parar a Eductrade.
1993: Envío de material educativo a Uruguay (3.130 millones de pesetas).
1994: Envío de material educativo (260 millones de pesetas) y hospitalario (1.542 millones) con destino a Chile.

Aparte de estos negocios, la misiva de Cuñat a Solbes también daba cuenta de dos operaciones —una educativa y otra sanitaria— con Colombia por valor de 11.784 millones de pesetas.

Hasta 1994, Eductrade figuraba en quinto lugar en el ranking de Focoex por valor global de contratación, por delante de empresas como Siemens, Agroman, General Electric España, Entrecanales, ABB Energía, Elecnor o Isolux Wat.

A la investigación de la Fiscalía Anticorrupción hay que añadir el informe fiscalizador del Tribunal de Cuentas, que ha llegado a manos de la Agencia Tributaria al objeto de valorar las posibles infracciones fiscales derivadas de la operativa de Focoex.

Del final de las investigaciones del fiscal Rodríguez Sol y la eventual remisión de sus actuaciones a la Justicia ordinaria nada se ha sabido. Sí se han conocido, de momento, las fuertes presiones sufridas por la Fiscalía Anticorrupción para que dejara de investigar el caso. ¿Se saldrá de nuevo Polanco con la suya?

El Gobierno del PP tampoco se ha atrevido a meter mano en un tradicional caladero de beneficios del grupo Polanco cual es el libro de texto. Aunque la propuesta inicial en los Presupuestos Generales del Estado del 97, año en que empezó a aplicarse un descuento máximo del 12 por 100 en el precio de los libros de texto, hablaba de su liberalización progresiva hasta llegar al cien por cien (libertad total de precios y descuentos), en el 2001 la Ley de Acompañamiento de los PGE del 98 enterró tal promesa estableciendo el «carácter permanente» del citado 12 por 100. El PP renunciaba a seguir liberalizando los libros de texto, una medida que perjudicaba los intereses del gremio de libreros, en general, y de Jesús Polanco, en particular, pero que reclamaban las asociaciones de consumidores y de padres de familia.

* * *

Es evidente que la llegada del Partido Popular al poder ha supuesto para Polanco un contratiempo muy serio. Sólo el fiasco del monopolio del cable (Cablevisión), primero, y el de la televisión digital, después, pueden haberle supuesto dejar de ingresar plusvalías anuales del orden de los 20.000 millones de pesetas, sumas que habrían hecho de él amo y señor indiscutido de los medios de comunicación españoles, con una capacidad formidable para desestabilizar, vía precios, a cualquier eventual competidor.

Un daño más profundo, mucho menos perceptible, pero en todo caso muy grave es el que el propio Polanco ha infligido a la nave capitana de su flota mediática, El País, un diario puesto descaradamente al servicio de los intereses del dueño, tal que en el caso Sogecable. La merma de prestigio sufrida en estos tres años por esa marca ha sido enorme, seguramente irrecuperable entre las clases más cultas de la España urbana. El problema se agrava porque no parece advertirse el menor propósito de enmienda. Obligado a manipular, cuando no a mentir lisa y llanamente, casi todos los días, el estandarte del grupo Prisa se ha convertido en un periódico de partido. Del Partido Socialista, rama Felipe González.

Los titulares de El País, con todo, siguen fijando el orden del día político, y así seguirá siendo mientras no exista un contrapunto capaz de competir con él en igualdad de condiciones, es decir, con un proyecto empresarial detrás, bien dotado de periodistas y de una mejor gerencia.

Polanco, a pesar de todo, sigue detentando un poder formidable, seguramente sin parangón en la España del siglo XX, quizá comparable al de Juan March en su época, superior incluso en el sentido de que el poder de Polanco está jerarquizado por un sistema de valores ideológico del que carecía el viejo March: Polanco es la sedicente izquierda, es el supuesto progresismo, es la maltratada libertad, en cuyo nombre tantas tropelías se cometen a diario.

«No estamos inmersos en luchas políticas de ningún tipo, y las etiquetas y filiaciones nos las ponen nuestros enemigos», afirmaba sin empacho el editor en noviembre del 98. Polanco es el negocio personal, millonario, y el ansia de poder revestido del ropaje democrático, la vestimenta utilitaria de la vieja izquierda progre. El de Polanco es «el negocio de la libertad». Un esquema plagado de contradicciones tan llamativas como los business hechos con todas las dictaduras iberoamericanas o la defensa cerrada, a cara de perro, de una dictadura como la de Castro en Cuba.

Es un rico, también al contrario que March, que ha metido en su redil a buena parte de las grandes fortunas españolas, los ha convertido en sus socios, los ha hecho sus cómplices, los ha marcado con el hierro del miedo que en España inspira el no estar a bien con Polanco.

Polanco, además, es un rico con partido político, un poderoso que codirige unas siglas centenarias a las que vota la mitad de la población española. Un poder fáctico convertido en baluarte y amenaza al tiempo de la estabilidad de la Monarquía. Mucho más que don Juan March.