Fue una llamada que desencadenó una tormenta. Martes 9 de abril de 1996. El presidente en funciones, Felipe González, todavía instalado en un Palacio de La Moncloa que venía ocupando desde finales del 82, recibió una llamada desde el Ministerio de Defensa cuyo titular, Gustavo Suárez Pertierra, acababa de despedir en la puerta a Rafael Arias-Salgado.
El ex ministro de la UCD, convertido en uno de los más firmes baluartes del equipo de José María Aznar en la calle Génova, había visitado Defensa por mandato del futuro presidente del Gobierno para ser informado sobre el inminente envío de un nuevo contingente de soldados destinado a reforzar la fuerza militar española ocupada en labores de pacificación en Bosnia. Nadie mejor que él para la tarea, teniendo en cuenta que había venido ocupándose de cuestiones relacionadas con Defensa en el «shadow cabinet» de Aznar.
Con el coche de Arias-Salgado perdido en la corriente del tráfico del Paseo de la Castellana, camino de la plaza de Colón, el teléfono comenzó a sonar con insistencia en el despacho de González. Lo cogió el propio Felipe:
—Oye, que éste viene aquí, seguro…
—¿Qué dices? ¿De qué me hablas?
—De Rafael Arias-Salgado. Acaba de salir por la puerta del Ministerio y éste viene a Defensa, no me cabe la menor duda.
—¿Cómo…?
—Lo que oyes. Yo creo que Aznar ya le ha dicho que va a ser el nuevo ministro de Defensa.
González dio un brinco que a punto estuvo de dar con su testa en el techo: ¡Rafael Arias-Salgado, que apenas unos días antes se había manifestado, en una cena cuyos ecos llegaron nítidos a oídos de González, decididamente partidario de entregar a la Justicia los papeles del Cesid, iba a ser nombrado futuro ministro de Defensa, responsable directo, por tanto, de los servicios de inteligencia…!
Un gesto de rabia nubló su semblante. La animadversión de González, como de buena parte del PSOE, hacia Arias-Salgado tiene su origen en la moción de censura presentada por el PSOE contra el Gobierno de Adolfo Suárez en abril de 1981. Al político democristiano le tocó oponerse desde la tribuna de oradores a la moción defendida por Alfonso Guerra. Y no se anduvo por las ramas. Buen orador, contundente y cáustico, enjaretó una replica que produjo en el ánimo de las huestes del PSOE el efecto de un terremoto. Felipe nunca le perdonaría aquella afrenta.
Desde tan lejana ocasión, la distancia no había dejado de agrandarse. Con la UCD o con el PP en la oposición, Rafael Arias-Salgado jamás ha perdido un cuerpo a cuerpo parlamentario con los hombres del PSOE. Un hueso duro de roer.
De modo que González intuyó el peligro nada más colgar con su confidente en Defensa. Desde el 1 de abril se sabía que Aznar había ofrecido el Ministerio de la Presidencia a Francisco Álvarez Cascos, que había asignado los de Economía e Interior a Rodrigo Rato y Jaime Mayor Oreja, respectivamente, y que Rafael Arias-Salgado contaba con todas las papeletas para ir a Defensa, aunque se intuía que no le haría ascos a Presidencia o Exteriores. El líder del PP, que el domingo 31 de marzo se había encerrado durante cinco horas con Jordi Pujol para preparar la estrategia que debía culminar con su nombramiento como presidente antes del 24 de abril, tenía claras las líneas maestras de su futuro Gabinete.
Pero Felipe seguía manteniendo la incógnita sobre el destino final de Arias-Salgado, que le acababan de despejar desde el Ministerio de Defensa. ¡Y Arias era partidario de entregar a los jueces unos papeles que podían llevarle a la cárcel! No había tiempo que perder. Tenía que impedir aquel nombramiento.
Rápidamente tomó una decisión. Tenía que localizar a Adolfo Suárez, su antecesor en la Presidencia del Gobierno. Le llamaría al despacho de la calle Antonio Maura.
—Tengo que verte inmediatamente.
—Pero ¿qué pasa? ¿es algo tan grave que no pueda esperar?
—Imposible —cortante, directo, frío—. Tengo que verte con urgencia.
Adolfo Suárez tardó apenas 45 minutos en presentarse en la sede de la Presidencia del Gobierno. Picado por la curiosidad, quiso saber enseguida las razones de tamaña urgencia.
—Arias-Salgado acaba de salir del Ministerio de Defensa, donde Pertierra le ha estado poniendo al corriente del envío de un nuevo contingente a Bosnia.
—Bueno, ¿y qué?
—Que está claro que ese cretino va a ser el futuro ministro de Defensa de Aznar.
—¿Y…?
—Que eso es una declaración de guerra. Este tío ha dicho el otro día en una cena que había que entregar a los jueces los papeles del Cesid y eso tiene para mí un riesgo muy grande, un riesgo que no estoy dispuesto a correr porque, te advierto una cosa: como me pongan entre la espada y la pared me llevo por delante a quien haga falta, no te quepa duda…
—Pero hombre, qué cosas dices, ¿quién te va a poner entre la espada y la pared?, ¿por qué va a ocurrir algo de eso?
—Porque sí, porque yo me conozco el paño y ese tío no me gusta un pelo. Y te anuncio que no estoy dispuesto a pasar por el trago de sentarme siquiera en el banquillo. Lo sabes de sobra.
—Chico, yo creo que te estás precipitando, pero, vamos a ver, ¿qué se puede hacer? ¿Qué puedo hacer yo?
—¿Qué puedes hacer? Te lo voy a decir: vas a llamar a La Zarzuela y vas a ir a ver al Rey para contarle lo que está pasando.
—Pero así, por las buenas, ahora…
—Sí, ahora mismo, no hay tiempo que perder, te vas desde aquí, te presentas allí y dices que le quieres ver, que es un asunto de la máxima urgencia.
—Pero, ¿qué le digo?
—Que llame a capítulo a Aznar y le diga que arregle eso antes de que sea demasiado tarde para que todos tengamos la fiesta en paz, porque aquí no se ha contado toda la verdad de la lucha antiterrorista.
—Pero bueno, habrá que llevar alguna idea preparada, tener una alternativa a Arias, por si Aznar acepta el cambio o el propio Monarca lo pide.
—Esa alternativa existe.
—¿Cómo se llama?
—Eduardo Serra —pronunció González sin mover un músculo— un hombre de mi confianza y de la tuya, y a quien el Rey ve con buenos ojos porque él también le debe algunos favores.
Adolfo Suárez se fue directamente desde Moncloa al Palacio de la Zarzuela. No está lejos. Ordenó a su chófer salir a la Nacional VI, carretera de La Coruña, para tomar, antes de llegar al nudo de Puerta de Hierro, la salida que conduce a la M-30 dirección Este, coger después el desvío de El Pardo y… La Zarzuela.
El Rey recibió de inmediato al mensajero de González, quien explicó las razones que habían provocado tan intempestiva irrupción en la tranquilidad de un lento atardecer de abril. El líder del PSOE no admitía que Arias-Salgado ocupara la cartera de Defensa.
El Monarca, un profesional de la simpatía, dio pronto rienda suelta al mal humor que le producía el motivo de la visita, pero su margen de maniobra ante González era escaso. El problema, manifestó perplejo a Suárez, estaba en hacer entrar en razón a Aznar.
—Porque ya sabes cómo es éste, más raro que un perro verde, pero lo llamaré, claro que sí, aunque a ver por dónde me sale, qué me dice…
—Le llamaré; no, Señor, tiene que hacerlo ya, porque a lo mejor mañana puede ser tarde.
El Rey tiró de teléfono, quiero que vengas a verme, sí, mañana, mañana a las 10 de la mañana, no se atrevió a citarle aquella misma noche, hubiera sido demasiado, dejémoslo para mañana, y que sea lo que Dios quiera.
* * *
Nada se ha sabido de lo acontecido en aquella entrevista matinal en el Palacio de la Zarzuela. Las relaciones entre ambos personajes nunca han sido fáciles. José María Aznar no ríe con soltura, no es un conversador fácil y no le gusta bailar el agua. Por el contrario, es un castellano serio y austero, cumplidor de su palabra, nada amigo de las fintas verbales y menos aún de la guasa sureña de un Felipe. Un tipo frío hasta parecer estirado, que a menudo produce la impresión de estar ausente, para desazón de Ana, su mujer, que se desespera al advertir la trasmutación que diariamente sufre su marido en cuanto pisa el quicio de la puerta, porque en casa es otro hombre, sostiene la bella e inteligente Ana, relajado y cordial, cariñoso, directo, amable en el trato, nada forzado, «si se comportara fuera de casa como lo hace dentro, se llevaría a la gente de calle», suele decir la Botella en familia, pero no hay nada que hacer, ni fuera ni dentro, él es «ansí», un tipo honrado, trabajador, duro, casi roqueño, con una voluntad de hierro y una resistencia espartana. Un hombre en las antípodas del Monarca.
Las risas a propósito de Aznar, las chuflas a cuenta del «bigotín», las bromas con cargo al líder del PP eran moneda de curso legal en las relaciones entre el Rey y Mario Conde, en los días de vino y rosas del banquero en Palacio. Mario aborrecía a Aznar y transmitía esos sentimientos en derredor. Mario creía que era una pesada broma del destino el que un tipo tan limitado como José María fuera aspirante a la presidencia del Gobierno estando él allí, el más listo, el más guapo, el más galante…
Y José María es un tipo que no olvida fácilmente. No ha olvidado que perdió las elecciones generales del 93 por seguir ciertas recomendaciones en aquel famoso debate en Telecinco, un fiasco de enormes proporciones que redujo a cero la ventaja adquirida en el debate previo de Antena 3. En aquella ocasión, el candidato recibió el real consejo de extremar la prudencia y no tensar las cosas, no había que aumentar la crispación que se enseñoreaba del país, mejor no hacer sangre, al fin y al cabo él ya tenía las elecciones ganadas tras el cuerpo a cuerpo de Antena 3, y por lo tanto tenía que hablar «en presidente…».
Y, en lugar de sangre, el candidato llegó con horchata en las venas a los estudios de Telecinco. «Cuando le vi salir de casa, supe que aquél no era su día», declararía tiempo después Ana, y es que José María es un tipo de biorritmo incierto, que si normalmente está mal pertrechado para el debate televisivo, algunos días sencillamente no está. Sorprendido en el primer mano a mano, Felipe llevaba esta vez la lección aprendida. Decidido a vender cara su derrota, el presidente puso contra las cuerdas a un candidato apático y ausente, a pesar de que, obligado a jugar al ataque, el sevillano dejó casi todos los flancos, empezando por el de la corrupción, al descubierto.
El consejo de «hablar en presidente» habría de pesar como una losa sobre la mente de Aznar durante mucho tiempo. ¿Quería el Rey que el Partido Popular ganara las elecciones de junio del 93? Aquella derrota electoral no hizo sino aumentar la desconfianza existente entre el líder popular y La Zarzuela.
Unos meses después, en abril del 94, el capo del PP dirigió una dura andanada al Monarca por intermedio de Manuel Prado y Colón de Carvajal, quien había acudido a la calle Génova a presentar una supuesta queja, una de esas «embajadas» propias de un intrigante nato como él, que si fulano ha dicho, que si mengano ha contado… Aznar, un hombre para pocas bromas, despidió al «embajador» con cajas destempladas, dígale al Monarca que, en caso de crisis institucional, el Partido Popular nunca le apoyaría si se diera alguno de estos supuestos:
Todo un aviso a Palacio y a sus relaciones con Felipe González, Todo un recordatorio de lo ocurrido a su abuelo, don Alfonso XIII, tras haber unido su suerte a la del general Primo de Rivera. «Y como no estaba seguro de que Prado transmitiera el mensaje con la claridad con que yo me había expresado, tiré de teléfono y llamé a La Zarzuela para contárselo yo personalmente al interesado…».
* * *
El encuentro en Palacio no debió ser fácil. Aznar no ha dicho una palabra de lo allí acontecido ni a sus más directos colaboradores. Tampoco el Monarca, como es lógico, ha soltado prenda.
Pero el resultado fue que el futuro presidente del Gobierno entró en Zarzuela con un ministro de Defensa in mente y salió con otro. Apenas unas horas después, mediodía del miércoles 10 de abril, y con la precipitación propia del caso, Felipe González reunía en La Moncloa a su sucesor en la Presidencia, José María Aznar, y al ex presidente Adolfo Suárez, en tareas de testigo y albacea, en un almuerzo que debía rebajar tensiones, sellar la voluntad de no levantar ninguna alfombra, y confirmar, en definitiva, el pacto rubricado horas antes en La Zarzuela. El almuerzo (que causó las iras del único ex presidente no invitado, Leopoldo Calvo-Sotelo, desconocedor de que aquello no había sido una amable reunión de viejos colegas de pupitre), rodeado del más absoluto secreto y sobre el que ninguna de las partes ofreció justificación convincente, se filtró, sin embargo, a la prensa. «A Felipe le sorprendió, porque se suponía que era una comida que debía mantenerse en completa reserva», escribió Lucía Méndez en El Mundo.
Adolfo Suárez ya había hecho de mensajero días atrás, cuando, en pleno rifirrafe negociador con Pujol, González le pidió que transmitiera a Aznar el mensaje de que el PSOE podría abstenerse en la segunda votación de su investidura «si hiciera falta». Y, naturalmente, no sin comtrapartidas.
Días después, el Monarca se explicaba de esta guisa ante un amigo que le visitó en Zarzuela:
—Me llamó Aznar el domingo a casa de mi hermana, donde había ido a almorzar, para decirme que había decidido nombrar a Eduardo Serra como ministro de Defensa. ¿Por qué crees tú que ha nombrado a Serra…?
—Eso mismo me pregunto yo, Señor.
El lunes, 29 de abril, Aznar llamó a su despacho en la calle Génova a Rafael Arias-Salgado, que trabajaba dos plantas más abajo. Tras los saludos de rigor, la pregunta concluyente:
—¿Quieres entrar en el Gobierno?
—Hombre, presidente, muchas gracias por contar conmigo; sabes que la respuesta es sí.
—De acuerdo, pero tengo que decirte que no puede ser ni Defensa, ni Exteriores. Te puedo ofrecer Fomento o Trabajo.
—Pues si hay que elegir, prefiero Fomento.
Era un Ministerio que había quedado con sus competencias menguadas a cuenta de la decisión de crear el de Medio Ambiente, para compensar lo cual recibió en el último momento las telecomunicaciones, que inicialmente estaba previsto que las llevara la secretaría de Estado de Miguel Ángel Rodríguez.
Como en las fichas del dominó, la súbita aparición en escena de Eduardo Serra provocó una serie de cambios en cadena en el tablero del nuevo Gobierno.
Serra «el menor», que ya había sido subsecretario a las órdenes de Narcís Serra en Defensa, es un hombre muy ligado a la familia Entrecanales (copropietario de la constructora Acciona y uno de los grandes amigos de cenas y cacerías del Monarca), Isabelita Azcárate y esa beautiful madrileña bien relacionada con la Casa Real.
Hombre ambicioso, con larga mano en el Cesid, Eduardo Serra cobró 750 millones de pesetas como indemnización por su salida de Airtel, donde apenas llevaba dos años de presidente, después de haber pedido 1.000 millones. El asunto se discutió en la Comisión Ejecutiva del BCH —accionista de Airtel—, donde esa cifra fue considerada una exageración. «¡Es una osadía inaudita el que un individuo sea capaz de pedir una indemnización semejante por irse a su gusto de un trabajo!».
* * *
Aquel día en Zarzuela, José María Aznar rubricó lo que en algunos medios se denominó el «Pacto de Investidura», pacto que el líder del PP tuvo que suscribir con las fuerzas del Régimen salido de la transición para poder gobernar. Diez, quince, veinte años más joven que la mayoría de los personajes que monopolizaron la política española a partir de finales de los setenta, nadie terminaba de fiarse de él ni de los apoyos mediáticos que le habían ayudado a ganar las elecciones.
Sin deber favores a ninguno de los grandes grupos empresariales o financieros, visto con recelo por la propia patronal CEOE, con el Ejército desmovilizado y la Iglesia en horas bajas como grupo de presión, José María Aznar sólo estaba moralmente obligado con el ideal de regeneración democrática y saneamiento económico que enarbolaban aquellos que le habían desbrozado el camino, tan lleno de dificultades, para llegar a La Moncloa.
Pero ese ideal de regeneración implicaba un peligro abisal para las elites que habían sacado tajada del régimen de corrupción representado por don Felipe González, la banca, los ricos —fundamentalmente de la construcción—, también para una Corona perfectamente acoplada al felipismo, por supuesto para la propia cúpula socialista y, naturalmente, para el único poder fáctico real que existe en la España de nuestros días: el grupo Prisa de Jesús Polanco.
«Convéncete, Jesús —había manifestado José María Aznar después de perder las elecciones de junio del 93—, los ricos madrileños no me apoyan porque saben que conmigo les irá bastante peor que con Felipe…».
Ese pacto de investidura significaba, en esencia, la renuncia al compromiso de regeneración democrática de las instituciones que había alentado la llegada de Aznar a Moncloa. Un seguro de vida, un pasaporte hacia la eternidad para el felipismo, en el sentido de que no serían levantadas las alfombras ni investigadas sus malas prácticas.
El pacto se confirmó definitivamente durante la estancia del Monarca en Palma de Mallorca en agosto del 96, en lo que algunos han dado en llamar el «pacto de Marivent» y al que, en más de una ocasión, aludiría el dirigente de Izquierda Unida, Julio Anguita[1].
Para unos, el corolario de lo ocurrido en torno a la formación del primer Gobierno del PP es que José María Aznar abdicó de sus principios regeneracionistas al aceptar la inclusión en su Gabinete de Eduardo Serra. Para otros, sin embargo, se trata de algo más sencillo: el líder popular entendió que no podría ir muy lejos remando en contra del establishment del régimen.
El siguiente diálogo tuvo lugar entre un ex ministro de la UCD a un miembro del gabinete Aznar:
—Pero, ¿de qué habláis en los Consejos de Ministros con Eduardo Serra delante?
—Pues de la mar y de los peces, porque si se toca algo importante sabemos que enseguida lo van a saber tanto Felipe González como el Monarca.
«Aznar nunca pensó en romper o cortar por lo sano en temas de Cesid y de Defensa», asegura una fuente de Moncloa. «Al contrario, y dada la polémica que entonces rodeaba a los servicios secretos, siempre se manifestó partidario de una línea de continuidad, porque lo contrario hubiera sido muy desestabilizador. De ahí el nombramiento de Eduardo Serra, una carta que yo creo que tuvo en su bocamanga desde el principio».
La consecuencia del «Pacto de Investidura» fue que los servicios de inteligencia iban a seguir afectos a Defensa, continuarían reportando a Serra, controlados por Serra. Los famosos «papeles del Cesid» estaban en buenas manos. Álvarez Cascos perdería la batalla por el control de los servicios secretos, un riesgo que no podía correr el entramado del régimen surgido de la transición.
* * *
Como fruto colateral de pacto, algunas fuentes sugieren que Adolfo Suárez fue nombrado asesor para el área latinoamericana de la entonces compañía pública Telefónica, decisión en la que habrían intervenido tanto Aznar como el propio Monarca, con unos emolumentos de 60 millones de pesetas anuales. Un agradecimiento a los servicios prestados. Las dificultades económicas de Suárez han sido motivo recurrente de conversación en la vida política y social española. El ex presidente es un hombre sin medios de fortuna, pero se comporta como si los tuviera, construyéndose casas —como la de Palma— cuyo mantenimiento implica la existencia de unos importantes ingresos regulares.
Curioso caso el de Adolfo, un hombre navegando entre dos aguas desde que abandonó la Presidencia en el 81, moviéndose entre el deseo de revancha contra Felipe González, a cuenta del duro castigo al que el líder del PSOE le sometió durante sus últimos años como presidente del Gobierno de la UCD, y la sensación de que, como inquilino de Moncloa que fue, hay un elemento de continuidad entre ellos que debe salvaguardar.
Entre el 94 y el 96, en los momentos más duros de González, Adolfo fue un hombre que se situó muy cerca de Aznar y, de rebote, de quienes vivían empeñados en la denuncia sin concesiones del felipismo. El abulense, que con frecuencia acudía a cenar a casa de Pedrojota Ramírez, se sentó en primera fila durante el acto de presentación del libro David contra Goliat, obra que presentaron al alimón Aznar, Anguita y él mismo, tres pesos pesados. Lo curioso del caso es que Adolfo acababa de dejar a Felipe González en Moncloa cuando acudió al acto, de modo que, descubierto, se excusó ante Pedrojota con gesto humilde: «Le he dicho a Felipe que venía a esto tuyo, y se ha quedado muy sorprendido…».
Está claro, pues, que al mismo tiempo mantenía una estrecha relación con el líder socialista, hasta el punto de que el PSOE llegó a ofrecerle la incorporación a sus listas, invitación que el fundador de la UCD declinó.
Es el sempiterno doble juego que ha presidido la vida del político abulense en los últimos 18 años, una vela a Dios y otra al diablo, resentido contra Felipe —la influencia de Amparo Illana ha sido, en este sentido, determinante—, pero presto siempre a echar un capote a Felipe, y cercano también al Rey, dispuesto a realizar cuantas tareas de go-between se le encomendaran, pero al tiempo quejoso con el Monarca, dolido por el trato, la indiferencia con la que Palacio aceptó su dimisión, hasta el punto de que hay quien, conociéndole bien, cree que el Duque es la percha ideal en la que ajustaría, como un traje a la medida, la Presidencia de una hipotética III República Española.
Con todo, el papel de Adolfo Suárez como bisagra del «Pacto de Legislatura» está aún sin escribir. El resultado del proceso fue que Aznar enterró arco y carcaj, se limpió las pinturas de guerra que durante años había lucido, amenazantes, contra el felipismo, y aceptó el borrón y cuenta nueva y el «todo sea por la estabilidad». El fiador de ese pacto, el testigo en el Gobierno, era Eduardo Serra. A cambio, González iba a garantizarle un año de tregua parlamentaria, un año sin oposición, incluso con apoyo parlamentario en aquellas grandes cuestiones de Estado, tal que Maastricht, que así lo requieran.
Y Aznar picó el anzuelo. Por eso, cuando, el 2 de agosto del 96, el nuevo Gobierno decidió no desclasificar los papeles del Cesid de acuerdo con el criterio de Serra «el chico», Aznar no hizo otra cosa que cumplir su parte en los compromisos suscritos.
—Si vosotros tuvierais la información que yo tengo, habríais tomado la misma decisión.
Es decir, la de no desclasificar. Fue la frase, brutal en su rotundidad, que el propio Aznar adelantó a alguno de sus más íntimos amigos, la misma frase que dejó sobre la mesa del Consejo de Ministros que adoptó la decisión.
* * *
El humor, si no el honor, quedó seriamente tocado la noche del 3 de marzo del 96, cuando, a la hora del recuento de votos, la abrumadora victoria que las encuestas auguraban al PP quedó reducida a menos de 300.000 votos.
Una sorpresa mayúscula: las urnas otorgaron una victoria por la mínima del Partido Popular sobre un PSOE afectado por el terrible desgaste de casi 14 años de poder, un desempleo que superaba el 23 por 100 de la población activa, la deuda pública, la corrupción galopante, el terrorismo del GAL, y la quiebra de instituciones clave del aparato del Estado, Guardia Civil, Cesid, Ministerio del Interior, etc.
Aquella noche la consternación era evidente entre la cúpula popular refugiada en la calle Génova. Mientras la feligresía más «enragé» del PP gritaba en plena calle aquello de «Pujol, enano, habla castellano», en la planta octava de la sede «popular» Aznar y los suyos se mesaban los cabellos al constatar que iba a ser difícil formar Gobierno y que, de poder hacerlo, no habría más remedio que pactar precisamente con «el enano». La amarga victoria del PP, y la «derrota dulce» del PSOE.
Los resultados eran la constatación de que la simple palabra «derecha» seguía estando cargada de connotaciones negativas para muchos españoles. De acuerdo con una encuesta manejada por el CIS, sólo el 9% de los votantes que se manifiestan de derechas afirma que no votaría nunca al PSOE, mientras que el 30 por 100 de los que se declaran de izquierdas asegura que jamás votaría al PP. «El centro-derecha tiene un largo camino por delante hasta hacer desaparecer ese tabú», asegura el ministro portavoz Josep Piqué.
La noche del 3 de marzo dio paso a dos de los meses más difíciles en la vida de José María Aznar. Había que bailar con la más fea. Dos meses en los que cabe distinguir tres fases perfectamente diferenciadas. En la primera, inmediatamente posterior a la jornada electoral, el deseo de Aznar de formar Gobierno fue considerado por mucha gente como un «escenario utópico». Unos resultados electorales inesperados, que planteaban un escenario no previsto, fueron aprovechados por el polanquismo y sus terminales para descartar la posibilidad de un Gobierno Aznar, y especular con la convocatoria de nuevas elecciones.
La maniobra, sin embargo, no podía durar, de modo que muy pronto se fue abriendo paso una segunda fase, en la cual el efecto sorpresa de la noche del recuento comenzó a ceder para imponerse la ley implacable de los resultados electorales, según la cual el partido más votado tiene que formar Gobierno.
A finales de marzo, Jordi Pujol efectuó una declaración que fue toda una declaración de principios, en la que vino a decir que era necesario cierto tiempo para poder digerir «lo que se puso muy difícil en la campaña electoral». El presidente de la Generalitat estaba subliminalmente admitiendo que le fastidiaban los resultados electorales, pero que no podía cargar con la responsabilidad de negar el derecho a formar Gobierno a la lista más votada por culpa de la negativa de CiU a negociar. Necesitaba tiempo para asimilar el «enano, habla castellano». La declaración de Pujol marcó un punto de inflexión: el pragmatismo de los resultados electorales iba a imponer su ley sobre el escenario inmediato.
Pero entonces, cuando ya empezaba a madurar como solución un Gobierno de la derecha, se pusieron en marcha algunas operaciones alternativas: el PP podía gobernar, cierto, pero con un candidato distinto a Aznar.
Consciente del peligro que entrañaba ser gobernado por alguien que, ayuno de cualquier compromiso, iba a reducir a cero la influencia que había tenido con González, con los riesgos que ello implicaba para su cuenta de resultados, Jesús Polanco fue capaz de lanzar una maniobra de tanto calado como postular a Alberto Ruiz-Gallardón, aquí un amigo, como potencial candidato del Partido Popular a la Presidencia en caso de que José María Aznar no lograra formar Gobierno. Todo un envite, con ribetes de «cuartelazo», en el que se embarcó de hoz y coz el felipismo. Y Ruiz-Gallardón se dejó querer.
Fue una hipótesis que circuló entre el establishment y ciertas capas urbanas cultas, pero que tenía un problema —el mismo que el propio Ruiz-Gallardón tiene desde entonces—, y es que Polanco no tiene ninguna credibilidad en el Partido Popular. Si su pretensión era la de proyectar su influencia sobre el nuevo Gobierno, debía contar con algún ascendiente de credibilidad entre las gentes que debían formarlo, cosa que no ocurría en absoluto. La maniobra, que tuvo un notable éxito en los círculos de influencia mediática de El País y la SER, no tuvo el menor impacto en el Partido Popular.
En plena «operación Gallardón», la nueva junta directiva de la sección española del Instituto Internacional de Prensa (IPI), acudió a Palacio para presentar a Su Majestad el Congreso del Instituto cuya celebración estaba prevista para finales de marzo del 97 en Granada, y a cuya clausura deseaban invitar formalmente al Monarca.
El caso es que, después de los mensajes protocolarios, el Rey, en torno al consabido corrillo —Gutiérrez, Tapia, Pedrojota, Cebrián— contó, con la verborrea que le caracteriza, su último encuentro con Jordi Pujol, «y le he animado a que apoye a José María Aznar; le he dicho que si antes apoyó al PSOE, no veo por qué ahora no podría hacerlo con el PP para hacer posible la formación de Gobierno», y, entonces, el Monarca, con gesto de quien cree haber hablado demasiado, simuló morderse la lengua y, mirando a Juan Luis Cebrián, añadió con gesto pícaro:
—¡Bueno, eso si don Jesús no tiene inconveniente…!
El Rey, descartados ciertos cantos de sirena que había escuchado en días posteriores al 3 de marzo, estaba ya por la solución Aznar, que es tanto como decir por el respeto a la Constitución, pero, consciente del poder del amo de Prisa, estaba pidiendo el plácet de Polanco, que es realmente quien parte el bacalao en España.
La «operación Ruiz-Gallardón» se fue diluyendo como un azucarillo en el momento en que Pujol empezó a mover ficha, sin que el estandarte utilizado por el cántabro para la maniobra, el propio Gallardón, se desmarcara públicamente de la misma. Se abría paso la creencia de que habría un «Gobierno Aznar», en una tercera fase del proceso que duraría casi un mes y que empezó a tomar cuerpo con el apoyo al futuro Gobierno de Coalición Canaria (CC).
* * *
Mientras Partido Popular y nacionalistas se embarcaban en una difícil negociación que permitiera la formación de un Gobierno estable, el nerviosismo empezó a cundir entre el colectivo empresarial. «La economía no puede esperar», decían, alarmados, en CEOE, ante la evidencia creciente de que nos encontrábamos frente a una desaceleración de la economía. Las expectativas más optimistas cifraban en un 2 por 100 el crecimiento del PIB durante el primer trimestre del año, una tasa que en España significa no ya la creación de empleo, sino su destrucción. Y como en un paso de la Semana Santa, las organizaciones empresariales salieron a la calle en demanda de un pacto rápido y estable que permitiera al futuro Gobierno marcar pronto sus prioridades en materia económica.
Por suerte, los fundamentos de la economía seguían siendo buenos: las empresas estaban saneadas y el balance de las economías familiares era igualmente positivo. En el terreno de la inflación se habían hecho progresos considerables y el sector exterior, tradicional cuello de botella en época de crisis, seguía exportando.
La incógnita parecía centrada en el segundo semestre. Porque la esperada recuperación de la segunda mitad del año estaba cada vez más pendiente del acuerdo de Gobierno entre PP y CiU. Ambas partes parecían hallarse en un cruce de caminos: ¿pactar cuestiones concretas antes de la investidura o hacerlo después? El problema es que muy pocas cosas se podían cerrar antes de que Aznar se sentara en Moncloa y pudiera verificar la verdadera situación. Sólo el anuncio de un pacto estable podía permitir movilizar el consumo y desatascar decisiones de inversión que estaban paradas en espera de un horizonte político despejado.
De la lenta, trabajosa, difícil negociación entre el PP y los nacionalistas catalanes para formar Gobierno se hizo cargo un hombre de la templanza de Rodrigo Rato. El resultado electoral del 3 de marzo significaba para Pujol la oportunidad de seguir estando en el fiel de la balanza de la política española, incluso con algunas ventajas con respecto a las dos últimas legislaturas del PSOE, porque, frente a los espolones de un González curtido en mil batallas, enfrente iba a tener ahora un partido y un líder sin experiencia, ineludiblemente necesitados de su apoyo para poder gobernar y a quienes resultaría fácil manejar en la sombra con relativa facilidad. El líder de CiU se aprestaba a solicitar un alto peaje por su contribución a la gobernabilidad del Estado.
Pujol se tomó su tiempo. El necesario para poder vender ante su electorado un cambio de acera tan llamativo. Su explicación de fondo no estuvo exenta de sutileza: si el apoyo de CiU al PSOE había operado la catarsis de convertir a unos malos socialdemócratas, llenos de instintos nacionalizadores, en una gente preocupada por la industria y la economía productiva (algo que le interesaba de verdad a Cataluña), ahora CiU estaba obligada a desempeñar un papel no menos trascendente, incluso arriesgado, con el PP: el de hacer de contrapeso democrático en un Gobierno de la derecha pura y dura, plagado de gente dispuesta a echarse al monte y poner en peligro las libertades y los derechos históricos de las nacionalidades.
De modo que si, con los socialistas, habían jugado a ser el fiel de la balanza económica, con el PP, que muy pronto iba a demostrar que no necesitaba a nadie para hacer funcionar la economía, iban a jugar a ser el fiel de la balanza de la convivencia y las libertades.
Pujol, en todo caso, tenía buenas razones para querer el pacto, al margen de su vocación de amortiguador de las supuestas pulsiones derechistas «populares». La principal, hasta el extremo de colocarla por delante de cualquier otra, era la necesidad de poner orden en la financiación autonómica. En efecto, la Generalitat debía unos 950.000 millones de pesetas, según datos del Banco de España, que sumados a deudas con proveedores y organismos varios, elevaban la cifra por encima del billón de pesetas. En estas condiciones, el pago de los intereses de esa deuda se había convertido en una pesada carga que había hecho fracasar, a pesar de la caída de los tipos de interés, el plan para reducir el déficit autonómico del año 95. Caballo desbocado, las finanzas de don Jordi iban a necesitar una inyección de dinero suplementaria durante dos o tres años para atajar la hemorragia. La Generalitat estaba a punto de quiebra.
Porque se trataba de dinero, José María Aznar estuvo doblemente acertado al situar a Rato al frente de las negociaciones con CiU. El éxito de su gestión fue tal que Rodrigo salió de ellas convertido en el número dos no sólo del Partido Popular, sino del Gobierno e, incluso, del país.
Antes de firmar, el Honorable escenificaría su pequeña venganza contra el Partido Popular viajando a Madrid para entrevistarse con Felipe González, Alberto Ruiz-Gallardón y el gobernador del Banco de España, Ángel Rojo, en un gesto de calculada indiferencia hacia José María Aznar.
Fueron, sin embargo, los canarios quienes primero valoraron la importancia del acercamiento de Pujol al PP: si a los 156 diputados de Aznar se les sumaban los 16 de CiU, el resultado daba 172 diputados, una suma que podía permitir a los populares no tener que pagar ningún «favor» más. Coalición Canaria se puso entonces en marcha y, después de Semana Santa, firmó un pacto de apoyo parlamentario con el PP, porque sus 4 escaños eran más valiosos si se sumaban a 156 que si se añadían a 172. De manera que, a mediados de abril, Aznar ya contaba con el apoyo de 160 diputados.
Así, mientras avanzaban las negociaciones con CiU, alguien advirtió al PNV de los peligros que corría: sus votos no iban a ser necesarios, lo que reducía su papel a cero en la próxima legislatura. A menos, claro, que se adelantaran al acuerdo con CiU. Fue así como una noche, en Burgos, se firmó el acuerdo entre PP y PNV.
La firma definitiva del pacto PP-CiU vino a demostrar algo que los españoles desconocían y que iban a poder comprobar a partir de entonces: la capacidad de José María Aznar de aguantar al límite en situaciones comprometidas. El de Aznar, en efecto, había sido todo un ejercicio de cintura, un alarde de paciencia, de dejar que las cosas maduraran, sabiendo que el toro nacionalista tenía que derrotar antes de entrar al trapo. Dos meses plenos de incertidumbre.
Sobre el pacto con CiU planeaba la sospecha de unas concesiones que podían poner en peligro el objetivo fundamental del nuevo Gobierno: cumplir los objetivos de Maastricht. Para los mercados financieros iba a resultar fundamental la voluntad del nuevo Gobierno de observar una estricta disciplina presupuestaria y abordar la reducción del déficit público, puesto que de ello se iba a derivar directamente un descenso significativo de los tipos de interés. A los empresarios, además de la regulación de determinadas condiciones fiscales (actualización de balances), les interesaba conocer la disposición del Ejecutivo para acometer una nueva reforma del mercado del trabajo que favoreciera la creación de empleo.
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Con el respaldo de 156 diputados y el apoyo de nacionalistas catalanes, vascos y canarios, Aznar fue elegido presidente del Gobierno el sábado 4 de mayo de 1996. Para entonces, el choque brutal con la realidad electoral española, plasmada en los resultados del 3 de marzo, le había hecho reflexionar hasta establecer, como esculpido en bronce, el motto fundamental de su legislatura: «Lo primero que dijo José María Aznar en el primer Consejo de Ministros fue que el principal objetivo de este Gobierno era durar —asegura un miembro del Gabinete—, y yo sonreí para mis adentros, tócate los cojones, vaya cosa tan profunda que acaba de decir, qué frivolidad… Pero, con el paso de los meses, lo fui entendiendo. Durar era imprescindible para acabar con algunos prejuicios sólidamente asentados en el inconsciente colectivo de los españoles. Había que durar para que el pueblo español se acostumbrara a ver gobernar a la derecha democrática, y que lo viera como la cosa más normal del mundo».
El objetivo de durar iba a ser el certificado de garantía del Gobierno Aznar. Todo supeditado a durar, a conseguir alargar la legislatura hasta agotarla. Y durar con 156 diputados significaba gobernar apelando al consenso. Aznar se planteó la tarea como un venerable abate convencido de poder contentar a todo el mundo, dispuesto a hacer tortillas sin romper un solo huevo, decidido a utilizar el BOE sin hacer un rasguño, sin menoscabar los privilegios adquiridos por determinados grupos durante el felipismo.
El arranque no fue malo. Tras la investidura y el inicial mes de euforia, una estimación de voto realizada por el CIS situó al PP 1,3 puntos por encima del PSOE, una ventaja similar a la de las elecciones. Muy pronto fue necesario entrar en materia con la preparación de unos Presupuestos Generales del Estado (PGE) para el 97, que obligaban a conjugar dos objetivos aparentemente opuestos: la necesidad de ajustar, por un lado, y la de atender las demandas nacionalistas, por otro.
Los observadores más agudos comprendieron enseguida que la estabilidad del Gobierno Aznar iba a depender del comportamiento de la economía. Si la economía tiraba y creaba empleo, Aznar podía encontrarse con su momento de gloria hacia el final de la legislatura. También comprendieron, sin embargo, que el PP renunciaba a arremangarse y acometer las reformas de fondo tantas veces apuntadas para fiarlo todo a la bonanza del ciclo, una filosofía que encontraba su coartada perfecta en los 156 diputados y en las servidumbres impuestas por los pactos de Gobierno con CiU.
«Se trata de ver cuántos kilos de suerte son necesarios para que cuadre el círculo de Maastricht sin tocar esas reformas y sin perjudicar a nadie, porque aquí to er mundo e güeno, y se trata de gobernar sin levantar ronchas en ningún grupo social importante —aseguraba un economista liberal muy crítico con los primeros pasos del Gobierno—. Es la búsqueda del consenso en grado superlativo, la estrategia del abrazo con la sociedad y el fin del miedo a la derecha, el mensaje de que todo sigue igual, todo funciona igual y no ha habido cambio ninguno».
El Gobierno, sin embargo, demostró que quería hacer los deberes metiendo en cintura al gasto[2], tradicional enemigo de la economía española. José Folgado, secretario de Estado de Presupuestos, no olvidará fácilmente su debut en el cargo, «horroroso, porque acababa de llegar y, víspera del primer Consejo de Ministros, me vine corriendo al despacho después de la toma de posesión para coger la tijera dispuesto a recortar, reunido hasta la madrugada con Rato y Montoro».
El Consejo de Ministros del día siguiente aprobó, como medida de choque, un recorte del gasto público por importe de 200.000 millones de pesetas. Una decisión que tenía unos riesgos muy grandes y que provocó la reacción airada de González («ustedes hunden el país», «a ustedes no les van a salir las cuentas»), pero que se demostró un acierto, porque los mercados financieros consideraron la medida como una declaración de principios, una manifestación —frente a la ausencia de credibilidad que había afectado a los últimos gobiernos del PSOE— de la voluntad de nuevo Gobierno de hincarle el diente al déficit público, lo que dio paso a la carrera a la baja de los tipos de interés.
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Sin embargo, en julio —quizá por su inexperiencia, quizá por ese miedo que el subconsciente de muchos españoles alienta hacia esa «derechona» simbolizada en el dóberman socialista—, las acciones del Gobierno Aznar empezaron a caer en la Bolsa de la estimación popular, y ello más por demérito propio que por iniciativa de un PSOE agobiado por el tráfago de sus pasados escándalos en los juzgados.
Quienes caritativamente habían sonreído ante la «profundidad» del discurso inaugural de Aznar («lo importante es durar») se dieron cuenta pronto de las dificultades con las que iba a tropezar un partido de la derecha, y en minoría, para gobernar un país esquilmado por casi catorce años de felipismo, con un aparato administrativo (la Justicia, la educación, la cultura, el deporte, los medios de comunicación, etc.) totalmente infiltrado por un régimen mecido al calor de su vocación de partido único.
La intelligentsia patria, esa progresía inane que había portado las arras del matrimonio de intereses entre felipismo y polanquismo, mostró por primera vez sus dientes a primeros de julio, con ocasión del cambio de poderes en RTVE. Un anuncio de regulación de empleo en el ente público fue aprovechado para hablar de «purga» y acusar al Gobierno de actuar con criterios políticos y no profesionales. Eran los primeros y devastadores efectos que la «derechona» iba a surtir sobre la cultura, acusaban los «progres», que aprovecharon la ocasión para apuntar a José María Aznar con el dedo ante sus poderosos amigos extranjeros[3].
La expulsión de ciento tres inmigrantes ilegales en Melilla y la posterior deportación de otro grupo de africanos, que fueron narcotizados para facilitar su traslado, dio ocasión a esa vieja progresía para tachar por primera vez de «fascista» al Gobierno. Para que nadie faltara a la cita, allí estaba el genial Almodóvar y su juicio final sobre el futuro del cine: «El PP nos ha puesto un verdugo». Algunos listos empezaban a sospechar que se iban a terminar las subvenciones arbitrarias.
El nuevo Gobierno no podía esperar ninguna ayuda del mundo de la cultura criada a los pechos del polanquismo y acostumbrada a vivir de la sopa boba de las ayudas oficiales. De los «enemigos», ni agua, pero ¿y de los amigos? El drama de Aznar es que estaba igualmente obligado a defenderse de los falsos amigos, esos que le habían ayudado a llegar a Moncloa y que ahora esperaban cobrarse la ayuda prestada a precio de oro. Quienes conocían un poco al nuevo presidente sabían, sin embargo, que tales pretensiones estaban condenadas al fracaso.
Naturalmente, el Gobierno tampoco podía esperar ayuda gratuita de sus aliados nacionalistas. Antes al contrario, por mor de los pactos, el PP se había visto obligado a servir a Pujol en bandeja de plata la cabeza de su tradicional hombre en Cataluña, Alejo Vidal-Quadras, el más fogoso flagelo del nacionalismo tribal encarnado por el ala radical convergente. En cuanto al PNV, el Gobierno hizo almoneda de alguna de sus más queridas promesas electorales, como la mano dura que había prometido mantener con el terrorismo etarra y sus presos.
Aliados puros, pues, ninguno. Ni siquiera la Iglesia, a la que el ministro Arenas se negó a dar una alegría con la asignación del 0,5 por 100 del IRPF a partir del concepto «otros fines». Pero, ¿no eran de derechas?, se preguntaba, perplejo, más de un abate. En pago de tanta «maldad», los obispos llegaron a censurar la boda del vicepresidente Álvarez Cascos con Gema Ruiz.
Ni siquiera los ricos. En efecto, el mundo del dinero empezó pronto a mostrar sus reticencias a cuenta de la política de privatizaciones emprendida por el Ejecutivo, tarea que correspondió al ministro de Industria, Josep Piqué, y que necesariamente tenía que chocar con la filosofía e intereses del PSOE. Un sector público fuerte significa más poder para el Gobierno de turno, más capacidad de presión e intervención, más prebendas a repartir entre los fieles de la cofradía política. Para González, era mejor «cobrar un duro más por la gasolina que privatizar compañías estatales», sobre todo si las presidencias se entregaban «a los amigos del PP», según Joaquín Almunia.
Lo que muy pocos esperaban, sin embargo, es que esa misma política tropezara con las zancadillas de millonarios y grupos de poder acostumbrados a vivir del monopolio o a su sombra. Para éstos, liberalizar suponía poner en peligro posiciones de privilegio asentadas durante décadas de cabildeo con el poder político.
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La primera bomba le estalló al Gobierno Aznar en las manos cuando el 2 de agosto hizo pública su decisión de no entregar al Tribunal Supremo los famosos papeles del Cesid relativos al caso GAL, en contra de las promesas efectuadas por el PP cuando estaba en la oposición.
La conexión Serra-González-Zarzuela se hacía así evidente para muchos españoles avisados, para quienes la decisión de Aznar no tenía más explicación que la necesidad de respetar los compromisos contraídos en el «pacto de investidura». Aquello pareció el sello y rúbrica al remedo de «ley de punto final» a que aspiraba el felipismo, con el visto bueno de Palacio.
Las palabras de Eduardo Serra, hablando unos días antes en el Parlamento de la necesidad de «asumir el pasado», cobraban así plena significación. La herencia socialista empezaba a pesar como una losa sobre el nuevo Gobierno. «Aquí se está utilizando la seguridad nacional como trinchera para proteger la seguridad personal de los miembros del Gobierno», había dicho, desde la oposición, el ahora vicepresidente Álvarez Cascos.
El diario El Mundo, que tanto había tenido que ver con la caída de González, se rasgó las vestiduras. «El primer gatillazo del presidente», escribió Pedrojota, quien equiparaba la decisión de Aznar con la que, en 1974, tomó Gerald Ford cuando concedió a su antecesor, Nixon, el perdón por el caso Watergate.
«El Gobierno debe mirar al futuro y dejar a la justicia que se ocupe del pasado», aseguró un Aznar que achacó la tramontana formada al poder de arrastre de dos «comunicadores», Antonio Herrero y Pedrojota Ramírez, dos de sus principales apoyos en la oposición, a quienes retiró la palabra durante un par de meses. La decisión provocó no pocas tensiones con personas del entorno de Aznar, caso de Federico Trillo. «Serra dijo que los papeles del Cesid afectan a la seguridad del Estado y yo me lo tengo que creer», aseguró una diplomática Margarita Mariscal.
«La decisión del 2 de agosto no vino condicionada por ningún tipo de pacto —asegura un miembro del Gabinete—. Por supuesto que éramos muy conscientes del coste que iba a tener para nosotros, en el bien entendido de que la pelotera no tenía recorrido porque el escenario, tal como finalmente se desarrolló, estaba claro: el Gobierno, en uso de su facultad institucional, decía no a la entrega, pero si era requerido por la Sala Segunda del Tribunal Supremo no pensaba oponer resistencia».
Pero, asociado a la decisión de no entregar los papeles del Cesid, el Ejecutivo cometió un error grave del que fue culpable el voluntarismo de Defensa, y es que, cuando ya se había asumido el coste de la decisión del 2 de agosto, Serra intentó paliar sus consecuencias con la presentación, en el primer Consejo de Ministros tras las vacaciones, de un anteproyecto de Ley de Secretos Oficiales que, entre otras cosas, preveía que tales secretos permanecieran bajo siete llaves durante nada menos que medio siglo. Se trataba, en realidad, de un «papel» hecho deprisa y corriendo en el mes de agosto por Defensa, precisamente la instancia que menos autoritas tenía en aquellos momentos para meterse en tales jardines. Éramos pocos y parió la abuela.
De modo que a la vuelta de septiembre, en el peor momento del Gobierno y con la intención de voto por los suelos, el Ejecutivo se topó con el bello panorama formado por el diario El Mundo y la Cadena COPE arreando estera de forma inmisericorde a cuenta de los famosos papeles, amplificado todo ello por la entrada en escena del citado anteproyecto de ley (ahora llamado proyecto de Ley de Secretos de Estado). Para que no faltara ningún ingrediente en el guiso, y con el Parlamento ya abierto, el informe se remitió al Consejo General del Poder Judicial, con lo que el Gobierno se aseguró «tres meses como puta por rastrojo» (en opinión de un miembro del Gabinete), de modo que lo que se suponía iba a ser un proyecto destinado a neutralizar el efecto negativo de los papeles del Cesid se convirtió en un verdadero bumerán.
Afortunadamente Aznar entró rápidamente al corte con aquel «yo creo que se puede mejorar». Pero el daño ya estaba hecho, y eso sin recibir siquiera un escueto «gracias» por parte del primer partido de la oposición. Antes al contrario. El PSOE, parapetado en sus posiciones de poder en la judicatura y los medios de comunicación, centró su labor opositora en la exacerbación del miedo a una derecha que supuestamente se movía por afanes de revanchismo, hasta el punto de que Rato se vio obligado a salir a la palestra para descartar públicamente la celebración de «juicios políticos» contra el anterior Gobierno, mientras el propio Aznar volvió a tranquilizar a los espíritus aún inquietos reafirmando los compromisos asumidos en el «pacto de investidura»: «Lo diré con la mayor claridad: yo no voy a perseguir a nadie desde el Gobierno. La época de los escándalos no volverá».
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La decisión del 2 de agosto del 96 de no desclasificar los papeles del Cesid supuso un mazazo moral para quienes creyeron que el Gobierno del PP sería capaz de encabezar la regeneración que estaba reclamando a gritos nuestro sistema democrático.
Al fiasco de los famosos papeles le siguieron dos meses de caída en picado. El Ejecutivo regresó de vacaciones para darse de bruces con la dura realidad de su inferioridad parlamentaria y, quizá, de su falta de hechuras. Porque, instalados en septiembre, comenzaron a advertirse los errores, los nervios (Aznar contra Vidal-Quadras, Ramallo contra Aznar, Cascos contra Serra, Tocino contra Serra, Ramallo contra Serra… todos contra Serra, a quien secretamente se acusaba de haber desnaturalizado al Gobierno), las vacilaciones, la falta de coordinación, las contradicciones internas propias de primerizos, una situación que, rápidamente captada por la opinión pública, iba a causar un enorme daño electoral y de imagen al equipo de Aznar hasta final de año.
El caso de la cesión del 30 por 100 del IRPF a las comunidades autónomas fue un ejemplo de ese descontrol. Es normal que la decisión fuera cuestionada por Ibarra, Chaves y Bono, pero ¿también por Juan José Lucas y Manuel Fraga? Enseguida comenzó a hablarse de descoordinación, mientras florecían las primeras críticas al Gobierno entre los propios diputados populares, quejosos del aislamiento y la «frialdad» de Aznar, pero, sobre todo, del fiasco que estaba suponiendo un Gobierno que había sido votado, entre otras cosas, para que levantara las alfombras y abordara la regeneración de las instituciones.
Aznar, recluido en su castillo encantado (de nuevo el «síndrome Moncloa»), parecía desorientado. Cogido en la tenaza de las alianzas con el nacionalismo periférico, su labor quedaba reducida a la de un gestor de la cosa pública que, en cuanto pretendía traspasar esos límites, era llamado al orden por CiU y PNV. Tras el pateo general recibido por el proyecto de Ley de Secretos Oficiales, Aznar decidió meterlo en la nevera, y lo mismo pasó con la política de tasas (autovías, recetas) y un sinfín de tímidas propuestas que eran retiradas de la circulación al menor atisbo de censura pública. Como el esquiador que sale por primera vez a las pistas, el Ejecutivo parecía instalado en la inseguridad y el miedo a errar.
Precisamente para no errar, el Gobierno puso en práctica una curiosa estrategia consistente en calibrar la reacción de la opinión pública mediante aquellos irritantes «globos sonda» que tanto daño hicieron a su imagen.
Empezaba el «show Barea», el padre de la criatura. Ya el 9 de julio el viejo profesor le había montado un buen número al Gobierno al manifestar que las pensiones debían subir menos que el IPC, obligando a Aznar por primera vez a salir al corte y asegurar que no tocaría el Pacto de Toledo. Se trataba sin duda de una situación entre histérica e histriónica: el hombre llamado a ayudar al presidente con sus sabios consejos se iba a convertir en su gran quebradero de cabeza a causa de una innata incapacidad para guardar los papeles bajo llave en el despacho. El profesor Barea, sin pretenderlo, se iba a convertir en el gran abrevadero de argumentos del PSOE a la hora de hacer oposición. Un filón.
Sobre España se extendía un caluroso otoño, pero sobre la popularidad y la intención de voto del PP estaba cayendo una intensa nevada. En este clima de incertidumbre empezó a gestarse uno de los grandes fracasos del Gobierno Aznar en la legislatura: el de una Justicia politizada hasta el tuétano, cuyo deterioro, en calidad y credibilidad, ha seguido imparable en estos años.
El PSOE, bien atrincherado en sus dos plazas fuertes, judicatura y medios de comunicación, le había hecho en pleno mes de julio una verdadera jugarreta al PP con la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano de gobierno de los jueces, un acuerdo torpemente negociado y peor cerrado, y del que arrancan todas las desgracias judiciales del Partido Popular.
Estaba claro que el único territorio donde el Gobierno popular iba a poder expresarse con cierta libertad e independencia, Jordi Pujol mediante, era el económico.
Los datos macroeconómicos, en efecto, comenzaban a dar alguna que otra alegría. Así, el paro empezó a reducirse por primera vez en mucho tiempo, mientras la tasa de inflación se moderaba de forma sensible. Rato, por su parte, anunció que el gasto público crecería (2,5 por 100) menos que la inflación, un entremés de rigor presupuestario muy apreciado por los mercados, al tiempo que el Banco de España aseguraba que el crecimiento del PIB podía llegar al 3 por 100 hacia finales de año. La desaceleración parecía superada. Definitivamente, la economía podía ser el salvavidas de un Gobierno que, fuera de los números, hacía gala de una extraña torpeza. Los elogios comenzaban a lloverle desde el mundo empresarial y financiero.
Pero incluso aquello que hacía bien el Gobierno lo vendía mal. Frente a maestros en el manejo de la opinión pública como Rubalcaba y sus amigos, los comunicadores de Moncloa, con Miguel Ángel Rodríguez a la cabeza, parecían meros aprendices. El Ejecutivo no sabía explicarse.
A mediados de septiembre, un reputado economista, demócrata a fuer de liberal, se quejaba con amargura de la sensación de despiste que acompañaba al Gobierno. «Es dramática la falta de arrope doctrinal de todo lo que hace. Privatizar, por ejemplo, ¿para qué? ¿Simplemente para sacar dinero y aliviar el déficit? No, señor; usted tiene que privatizar porque doctrinalmente tiene razones para pensar que el sector privado gestiona mejor y que el Estado no tiene por qué convertirse en vendedor de seguros, o de aceros, o en hotelero.
¿Por qué no se explican estas cosas? Todo es oportunismo, y lo único que importa es el poder, el poder en sí mismo, el poder sin fundamentos y sin ideología… leninismo en estado puro».
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Aznar se cayó del guindo la tarde/noche del 20 de septiembre del 96, con motivo de un mitin en el Palacio de los Deportes organizado por el Partido Popular.
Aquella noche, después del festejo, Alberto Ruiz-Gallardón preguntó a su mujer su opinión sobre el acto mientras cenaban con unos amigos.
—¿Qué tal ha estado esto?
—De pena.
—¿Ah, sí?… ¿Y por qué de pena?
—Mira, creo que es el peor mitin que has dado desde que te conozco y, a pesar de eso, has sido el mejor, así que con eso te digo todo.
José María Aznar se encontró con que prácticamente acababa de ganar las elecciones y no era capaz de llenar el Palacio de los Deportes de Madrid. Los ecos del rum-rum de provisionalidad que se había instalado en casi todos los ambientes sociales llegaban todas las mañanas a sus oídos, y las encuestas cada día peor, y esa sensación de desánimo que invadía a la gente, y esa falta de ilusión… Había que hacer algo.
A la mañana siguiente, sábado, Aznar convocó a Mayor Oreja, del que se había distanciado bastante, Rodrigo Rato y Javier Arenas. Jaime parecía desazonado:
—Noto que no me saludan con alegría. Estuve el fin de semana pasado en una boda y advertí que la gente se retrae, que ya no es tan cariñosa con nosotros como antes del verano.
La sensación de que el Gobierno se había desinflado como por arte de magia y de que todo el mundo le tomaba el pelo era percibida también por los ministros. Había que cambiar de estrategia. Aquel 21 de septiembre comenzó a germinar un lento cambio de mood en el Gobierno que, de alguna manera, significaría la paulatina vuelta a la confrontación, y que podría considerarse como el preludio de la reacción a que daría lugar el famoso «pacto de Nochebuena».
Unos días después del espectáculo del Palacio de los Deportes, el matrimonio Ramírez acudió a cenar con los Aznar. Era un intento de reconciliación tras el abismo abierto entre ambos por la decisión del 2 de agosto. Pues bien, en esa cena, Ágatha Ruiz de la Prada, con el desenfado que la caracteriza, gesto y voz de niña grande dispuesta a contar las verdades del barquero, espetó al presidente fuera de todo protocolo:
—Mira, que quede claro: ¡ya no creemos en ti, amor…!
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El 27 de septiembre el Gobierno aprobó los Presupuestos Generales del Estado más duros de los últimos veinte años, incluyendo la congelación del sueldo de los funcionarios y un descenso del 7,3 por ciento de la inversión pública. Marcarse un objetivo de déficit del 3 por 100 cuando se venía de otro del 6,5 significaba un esfuerzo muy considerable, que sin duda iba a ser valorado como se merecía por los mercados financieros.
Eran unos PGE creíbles, que cumplían el objetivo de Maastricht. «Estamos contentos —aseguraba José María Cuevas—, aunque de tanto pedir unos Presupuestos serios y austeros nos han dado taza y media y han empezado por ser rigurosos con las empresas, que se llevan un buen palo: cae la inversión pública, hay un incremento de cinco puntos en las retenciones del impuesto de sociedades y un tijeretazo en las transferencias a empresas públicas y privadas, además de una importante contracción de los márgenes en sectores como farmacia, petróleo, energía o seguros».
«Cumplimos Maastricht, sí, pero ¿vamos a creérnoslo a pies juntillas? Pues no —aseguraba un conocido banquero—. Y es que tenemos que acudir a la teoría del dopage: hay que dopar al atleta para que rebase el listón en la fecha señalada, aunque no vuelva a saltar nunca más esa altura, y si hay que arrinconar problemas como el de RTVE, pues se arrinconan y listo. Se trata de ganar tiempo».
Doce días después de la presentación de los PGE, el Ejecutivo se apuntó un segundo tanto con la firma, el 9 de octubre y en el Palacio de la Moncloa, del «pacto de pensiones» con los sindicatos. El Gobierno del centro-derecha afianzaba así una de sus mayores conquistas: la paz social durante la práctica totalidad de la legislatura.
Conocedor de que más del 50 por 100 de los pensionistas había votado el 3 de marzo al PSOE, Aznar se había confesado a uno de sus íntimos: «Te aseguro que no vuelvo a perder unas elecciones por culpa de los pensionistas…». Pero, para firmar ese pacto, el Ejecutivo había dejado en la estacada a la patronal CEOE. Todo el gozo de Cuevas en un pozo. «El análisis de Aznar es político, y el de CEOE es económico —aseguraban en la sede de Diego de León—, y no se puede esperar otra cosa de un Gobierno dominado por una socialdemocracia que en lugar de ser laica es cristiana, lo cual se refleja en la continuidad del PER o en la deuda que no deja de engordar de RTVE, mientras los problemas de fondo no se atacan».
«¿Qué liberales hay en el Gobierno? —se preguntaban en CEOE—. Pues Barea, Folgado, Piqué, Esperanza Aguirre y pare usted de contar, porque el resto, empezando por Aznar, son socialcristianos, y no digamos ya gente como Arias-Salgado. El matiz liberal se ha diluido en una socialdemocracia vergonzante. El resultado es que se trata de un Gobierno sin ideología, que vive y trabaja en función de las encuestas».
Las relaciones entre Aznar y Cuevas iban a conocer varios meses de una absoluta frialdad. El de CEOE había quedado en una posición desairada ante la clase empresarial al ser excluido de la negociación de un acuerdo firmado por «un político populista y lenguaraz como Arenas a quien, en la mejor tradición andaluza, la de un Solís Ruiz, le importa un bledo firmar compromisos que pueden hipotecar a futuro a la economía española con tal de salir en la foto».
Las clases urbanas de mayor formación económica y cultural valoraron, al margen de banderías, el esfuerzo de disciplina fiscal que suponían los PGE y la capacidad de consenso del «pacto de pensiones». Y por eso mismo la mayor parte de esos sectores no dejaban de sentir cierta sensación de perplejidad al constatar la distancia abismal que separaba las realizaciones del Gobierno con la pobre imagen que de él tenía la opinión pública. Toda una deslumbrante paradoja.
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A primeros de octubre, uno de los asesores de Aznar aseguraba que el presidente sólo tendría que esperar hasta final de año para recoger la cosecha de la siembra que estaba haciendo con los PGE y el acuerdo sobre pensiones, sin meterse en camisa de once varas. «El Gobierno debe quedarse tranquilo unos meses y ver cómo mejora el clima económico y cómo se despedaza el PSOE a la puerta de los tribunales de Justicia. Porque el tiempo juega a su favor».
Es verdad que el Ejecutivo popular había conseguido sacar adelante unos PGE muy duros para una sociedad acostumbrada a tirar del gasto público; había logrado un acuerdo sobre pensiones con los sindicatos que no se firmaba desde hacía más de diez años y además había llegado a un pacto de financiación por cinco años con las comunidades autónomas, con la dificultad que entraña poner de acuerdo a diecisiete autonomías. Para cerrar el círculo, el presidente había encargado al ministro Arenas la puesta en marcha de una reforma laboral consensuada con los agentes sociales.
Y, sin embargo, la imagen del Gobierno en la calle no podía ser más endeble, más sometida al pim-pam-pum desmesurado, inmisericorde, de los creadores de opinión. La ciudadanía estaba perdiendo la confianza —si alguna vez la tuvo— en Aznar a pasos agigantados, como parecían indicar las encuestas, que situaban al PSOE como ganador en intención de voto. El 13 de octubre, El País publicó una demoledora encuesta de Demoscopia: El PSOE superaba en 4,6 puntos al PP, mientras un González que luchaba por mantenerse lejos de los tribunales de Justicia como imputado en el caso GAL contaba con mejor imagen que Aznar.
La situación, más que paradójica, era esquizofrénica. Los socialistas, con todos sus escándalos a cuestas, se consolidaban como alternativa. Los populares se preguntaban sorprendidos: «¿Qué estamos haciendo mal, cuando lo único que queremos es sacar a España del lodazal en el que está sumergida?». El diario El Mundo le añadía pimienta al puzzle en un editorial-charada: «¿Por qué este Gobierno parece peor de lo que es?».
La respuesta parecía múltiple: desde la interminable saga de «globos sonda», que había contribuido a extender la idea de que se trataba de un equipo dominado por la inseguridad y la bisoñez, hasta la creencia de que Aznar era un simple prisionero de los pactos suscritos con los partidos nacionalistas. España vivía un clima de absoluta paz social, y la economía daba signos evidentes de recuperación, pero entre los votantes se afianzaba la idea de que el Gobierno Aznar iba a durar un cuarto de hora.
El ambiente en el partido se enrarecía por momentos, porque eran muchos los que pensaban que se podía llegar a perder rápidamente lo que tanto tiempo había costado ganar: La Moncloa. La acusación más común era que «este Gobierno no sabe vender lo que hace». En Toledo, con ocasión del Día de la Policía, el presidente tuvo que aguantar su primera pitada a cuenta de la congelación salarial de los funcionarios.
Para acabar de adornar el cuadro, un nuevo y morrocotudo escándalo de la época felipista saltó a la palestra implicando directamente a Eduardo Serra, el hombre que hacía de puente entre el Ejecutivo, el Palacio de la Zarzuela y la oficina de la calle Gobelas, en El Plantío, donde Felipe González había instalado su particular cuartel general. El diario El Mundo reveló que el Cesid había espiado y grabado al Rey de forma reiterada. La soledad del ministro de Defensa parecía total.
Fue el punto más bajo de Serra, que acudió a parlamentar con Aznar enarbolando bandera blanca: «Acepté ser ministro porque me llamaste y porque me ilusionó la tarea, pero no voy a ser nunca un obstáculo para tu Gobierno, de modo que tienes mi dimisión si la necesitas». Su salida del Ejecutivo se daba por hecha entre su propio círculo de amigos en torno al 15 de octubre. Pero echar a Serra significaba un desaire al Monarca, quizá un obús en plena línea de flotación de Su Majestad. Era también poner en solfa el «pacto de investidura», esa especie de seguro multirriesgo firmado por Aznar con el Rey y González. Y al mismo tiempo era un portazo a esa España que echó raíces en torno al felipismo, la España del cinismo y la mentira, del miedo a decir la verdad, de los «visitadores» en Zarzuela, de los Entrecanales, los March, los Polanco, los Arango, los Auger, la España de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción…
Serra aguantó el tipo. Aznar no le aceptó la dimisión y a partir de ese momento el ministro de Defensa empezó a remontar el vuelo hasta convertirse en uno de los más sólidos pilares presidenciales. Una deriva que corrobora la tesis de quienes sostienen que José María Aznar ha terminado plegándose a los deseos de ese inmenso lobby nucleado en torno al Monarca, partidario de que algo cambie para que todo siga igual.
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En la lista de «desafectos» al Gobierno Aznar había una clase, que no pululaba por asfalto sino por despacho alfombrado, especialmente preocupante para un Ejecutivo de centro-derecha: la de los poderes económicos y financieros.
En efecto, la endeblez en la acción de Gobierno, unida a la fantástica recuperación del voto socialista que pregonaban las encuestas, se tradujo en la repetición de un movimiento típico del mundo del dinero cuando en el horizonte aletea un cambio político: los poderes financieros desenganchaban su barca de la ribera de Aznar, si es que algunos estuvieron alguna vez amarrados a ella, para situarse en medio del río, cuando no francamente en la orilla, otra vez, del felipismo. Cuidado con las veleidades «aznaristas». El Gobierno Aznar parecía flor de un día.
González, desde su despacho de la calle Gobelas, se había dedicado a segarle la hierba a su sucesor en Moncloa llamando a los banqueros, recibiendo a gente, conspirando. Y los poderosos del dinero se asustaron: ¿será verdad que éste puede volver enseguida?
Si a la presión felipista y a las dudas del mundo del dinero sobre la falta de consistencia del Ejecutivo se unen procesos en marcha tan importantes como las privatizaciones, tendremos formado el cóctel explosivo que animaba a los ricos a tentarse la cartera antes de dar un paso al frente y abjurar definitivamente del felipismo. Un proceso privatizador, unido a otro más amplio de liberalización de la economía, implica para el gobierno que lo emprende estar dispuesto a enfrentarse a un pool de intereses muy fuerte, porque esas políticas ponen en cuestión posiciones de poder muy sensibles y consolidadas a lo largo del tiempo.
El «Tigrekan» socialista se encargaba de recordar a mucho dubitativo rico hispano los riesgos del cambio de acera. ¿Con quién podían vivir mejor las grandes fortunas de la construcción: con un gobierno dispuesto a tirar del gasto público en infraestructuras o con otro obligado a controlar el déficit? La vida, ciertamente, se había hecho más difícil para mucha gente, bancos y banqueros incluidos (y no sólo por la revolución de los tipos de interés), porque competir en una economía desregulada supone apelar diariamente al esfuerzo y la imaginación, sin esperar que el poder político le resuelva a uno sus estrecheces.
Los riesgos de la liberalización eran una amenaza para muchos sectores, desde las telecomunicaciones al suelo, pasando por la energía o la sanidad. Miles de millones de pesetas y mucho poder estaba en juego. «En cuanto tocas un tornillo liberalizador —aseguraba por aquel entonces Rato—, salta como herida por el rayo la España de las ventajas consolidadas con el felipismo».
Frente a la sensación de paz social que se vivía en la calle, la pelea política e ideológica se estaba librando con toda intensidad en la judicatura y la prensa. La batalla de la imagen seguía librándose en los medios de comunicación, donde la superioridad socialista era un hecho incontestable, con la armada de Prisa a la cabeza. La pelea en la cumbre la protagonizaban, cómo no, dos diarios: El Mundo y El País.
La Justicia era ya, en efecto, el mayor problema del Ejecutivo popular, una balsa a la deriva que, sin timón, se movía a impulsos del odio entre jueces y fiscales, la politización de unos y otros y la capacidad de presión de los poderosos (el Supremo acababa de anunciar la apertura de juicio oral contra los responsables de finanzas del PSOE en el caso Filesa, exculpando a los capos del partido y a los banqueros que aceptaron el chantaje).
El escándalo más sonoro tuvo lugar el 3 de noviembre, día en que la Sala Segunda del Supremo, por seis votos contra cuatro, exculpó a González como imputado en el caso GAL «para no estigmatizarle», en escandalosa decisión que llenó las páginas de los periódicos durante varios días. Benegas y Narcís Serra corrieron idéntica buena suerte. «No fue un día feliz para la Justicia en España», aseguró Andrés Ollero, portavoz del PP en la Comisión de Justicia.
El felipismo dominaba —lo sigue haciendo— el Consejo General del Poder Judicial, el Constitucional, el Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional, cuyo presidente, Clemente Auger, es un hombre criado a los pechos de Jesús Polanco. Los Belloch, Ledesma, Sala y compañía controlan la Justicia, y el diario El País, desde sus páginas de «Tribunales», dice lo que es bueno o malo, verdadero o falso, admisible o inadmisible en ese poder del Estado.
El nuevo fiscal general del Estado nombrado por el Gobierno popular se arrastraba como una sombra por los pasillos de la Justicia, mientras la ministra del ramo demasiado tenía con esconder la cabeza para que no le alcanzara ninguno de los cascotes desprendidos en la pelea.
Este horizonte de refriega judicial tenía lugar mientras la situación económica comenzaba a mostrar definitivamente su mejor cara. «Empiezo a verlo todo demasiado bien y eso me preocupa, porque es demasiado pronto y puede que el ciclo no aguante hasta el final de la legislatura —aseguraba un alto cargo de Economía—. Pero aquí va a haber un boom más intenso de lo que mucha gente piensa, con un tirón muy fuerte del consumo. La economía puede salvar a este Gobierno».
Lo peor, sin embargo, estaba por llegar. Confiado andaba José María Aznar en que los alentadores signos de reactivación económica le sacaran del atolladero de imagen en el que parecía metido cuando sobrevino el golpe del «pacto de Nochebuena», mediante el cual dos jugadores de póker tan acreditados como Jesús Polanco y Antonio Asensio se hacían con el cien por cien del fútbol televisado y mandaban a los infiernos la plataforma digital auspiciada por el Gobierno a través de Telefónica. El «pacto de Nochebuena» era el broche de cartón piedra que cerraba el malhadado primer semestre de Gobierno del Partido Popular.
Jesús Polanco, acostumbrado a dominar el mercado de la información en general y el de la televisión de pago en particular, gracias al favor político, había dado un puñetazo sobre la mesa. No había en España empresa o empresario que, en su sector, tuviera garantizada una posición de cuasi-monopolio como la suya en el mercado de la comunicación. El cántabro, dueño de una maquinaria formidable dedicada a la propagación de ideología, con capacidad para influir, moldear conciencias y mantener o derribar gobiernos, venía a certificar con el acuerdo con Asensio su posición de privilegio en el mercado de las ideas, al tiempo que hacía un negocio de proporciones faraónicas.
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Pocos días después de la jornada electoral del 3 de marzo, cuando aún no estaba claro que José María Aznar fuera a ser el inquilino de Moncloa, el mexicano Azcárraga, dueño de Televisa, de visita en España, se atrevió a formular ante un amable Aznar una advertencia nada casual:
—Si logra formar Gobierno, le aconsejo que en los primeros cien días dé usted un golpe de fuerza, haga explícito un acto de autoridad, envíe una señal inequívoca a los poderes financieros de que las riendas están en sus manos. Al fin y al cabo fue lo que hizo Felipe González con Rumasa. Porque si no hace algo de eso, tendrá problemas.
Aznar, parapetado tras una sonrisa distante, guardó silencio. Siete meses y medio después de este consejo gratuito, el Gobierno del PP por él encabezado no sólo no había dado ese golpe de mano que le reclamó Azcárraga, sino que se lo habían dado. Y había sido Jesús Polanco el responsable del manotazo. Meses atrás, recién vuelto de las vacaciones de agosto, el amo de Prisa acudió una tarde a Moncloa para ser recibido por Aznar. A punto de producirse los primeros intercambios de disparos en torno a la disputa por las plataformas digitales, el cántabro se atrevió a decirle que «esto es un negocio que tenemos que arreglar nosotros y sacar ventajas comunes».
—¿Qué quieres decir, Jesús?
—Que esto tenemos que pactarlo entre tú y yo.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que si pactamos, a ti no te toca nadie ni un pelo.
La conversación, que corrió como la pólvora entre ministros y secretarios de Estado, revela la urdimbre moral de un personaje para quien todo es «un negocio», todo se puede comprar y vender, negociar y regatear, un todo que, con Aznar en Moncloa, debía presuponer para Polanco la continuidad en el estatus privilegiado del que había disfrutado con los gobiernos del PSOE.
No hubo pacto con Polanco. Hubo, en cambio, golpe de Nochebuena, un acontecimiento que vino a certificar el error de tratar de gobernar para todo el mundo sobre la base del consenso y la buena voluntad, el deseo de no ofender, de no herir a nadie, como si ese voluntarismo de Arcadia feliz, reñido con la naturaleza de la política, pudiera ser suficiente para templar las ambiciones de Polanco y los afanes de revancha de un Felipe que se consideraba injustamente apartado de La Moncloa por apenas 300.000 votos.
Mal asesorado por las fuerzas vivas de su propio partido y por tantos como en el PP sufren complejo de socialdemocracia, mal aconsejado por Palacio y por aquellos que querían extender una piadosa alfombra capaz de tapar la corrupción moral y política de catorce años de Gobierno del PSOE, Aznar había intentado gobernar sin romper con la herencia del pasado. Su estrategia se había demostrado un fiasco. Tan fiel lector de Azaña, el presidente hubiera sacado mayor provecho aplicando «la doctrina de la discordia productiva» de Unamuno, para quien «la convivencia no es cosa de convención; convivir no es sólo convenir. Ni es cosa de pacto. No se pacta la convivencia».
La etapa de «crispación» (según la terminología polanquil), a la que se vería abocado a partir de entonces un Gobierno obligado a hacer demostración del principio de autoridad, fue consecuencia directa del fracaso de la estrategia del sosiego. Porque lo que Aznar quería presentar como consenso fue tomado por esos poderes como debilidad, ausencia de hechuras, falta de consistencia. Y esa interpretación hizo fortuna en el mundo del dinero.
El panorama de inexperiencia y vacilaciones que caracterizó el primer semestre del Gobierno Aznar componía un cuadro que, perfectamente filtrado por el Grupo Prisa, sirvió a Cebrián y su gente para expandir por doquier la doctrina de que Aznar «no comería el turrón» como presidente del Gobierno (una mercancía que el «comando Rubalcaba» distribuía con gran profesionalidad a través de los vasos comunicantes afectos al felipismo), hasta el punto de que en algunos cenáculos se decía, con cierto aire displicente, que «al bigotes» le iba a salvar el precepto constitucional según el cual los gobiernos tienen que durar al menos un año, porque en otro caso…
Muchos creyeron que el 24-D era el certificado de defunción de José María Aznar. De hecho, para animar a Asensio a firmar, Polanco le «vendió» que con ello iban a precipitar la celebración de elecciones anticipadas, que por supuesto perdería Aznar, de modo que la vuelta de Felipe y los suyos era cuestión de meses, por lo que esa alianza suponía un posicionamiento estratégico a futuro que podía reportarle grandes ventajas.
Antonio Asensio sabía de sobra que la firma del «pacto de Nochebuena» significaba un grave desaire para el Gobierno Aznar. ¿Por qué lo hizo? Porque alguien le convenció de que el poder de Aznar era finito o infinitamente insignificante, que era lo que creía mucha gente importante. El mundo del dinero empezaba a dar por amortizado al nuevo presidente.
Lo cual no hacía sino abrir un interrogante de gran calado para alguna gente sensible que, dentro de ese mundo, sabía que en Felipe había mucho pasado pero muy poco futuro. ¿Cuál de las dos Españas se llevaría el gato al agua? ¿Terminarían los duros espolones del felipismo por hacer trizas en unos meses al polluelo recién salido del cascarón de esa España abierta que el Gobierno del PP decía encarnar? Entre las brumas de diciembre del 96 se adivinaba una batalla de verdadera trascendencia.
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El «pacto de Nochebuena» urdido por Jesús Polanco iba a forzar a José María Aznar a explicitar el gesto de autoridad que el mexicano Azcárraga le había recomendado. El Gobierno del PP se iba a ver obligado a mandar al desván los compromisos suscritos en el «pacto de investidura» para desenterrar el hacha de guerra. Era un envite a cara de perro en el que la derecha española se lo jugaba casi todo.
El papel del diario El Mundo volvería a demostrarse decisivo tras el golpe del 24-D, sin duda el peor momento del Gobierno Aznar, haciéndole ver públicamente la dimensión histórica del envite que los «felipancos» le proponían.
Era una batalla de poder y dinero a partes iguales, y en su estado más violento y puro. Pelea de poder que no se planteaba en la banca, ni en la energía, ni en las telecomunicaciones, sino en los medios de comunicación. Y no por casualidad. Porque, como se demostró en el 93, cuando un grupo de editores decidió sacar adelante de nuevo la candidatura de Felipe González porque «era la solución que más convenía a nuestros intereses», el poder político se dilucida en los medios de comunicación. Y porque el dueño del más poderoso de los grupos de comunicación españoles es Jesús Polanco («El interés personal sólo requiere instinto —decía Bertrand Russell—, mientras el interés de la comunidad exige virtud»), una gran fortuna hecha a la sombra del poder político.
Está claro que en la historia reciente de España habrá un antes y un después del 24 de diciembre del 96. Un grupo privado, actuando como testaferro de un líder político, le echó ese día un pulso al Gobierno, un pulso que el Gobierno legítimo de la nación no podía perder. Decía Matías Cortés, un abogado que representa como pocos el espíritu de la colmena de la componenda felipista, que «la operación de Nochebuena pudo llevarse a cabo porque Felipe así lo quiso y Pujol consintió, y porque mi patrón [Jesús Polanco] es un osado y tiene más huevos que el caballo de Santiago».
Lo diría semanas después un Rodrigo Rato muy poco proclive a la confrontación: «Nunca podremos agradecerle suficientemente a Polanco la lección impagable que para nosotros fue la ducha fría del 24 de diciembre del 96».