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St. Martin

Harvath tardó menos de un día en navegar desde Bitter End hasta St. Martin, el departamento administrativo francés más próximo en el exterior. Mientras iba en camino, se puso en contacto con el presidente para darle un informe completo sobre todo lo sucedido y trazar una estrategia sobre el curso de acción más adecuado. Les gustara o no, y a ninguno de los dos les gustaba, el aparato de al-Jazari y todas las promesas que albergaba se habían perdido. Tenían que concentrarse en avanzar.

Aunque Rutledge no solicitó expresamente la repatriación del cuerpo de Ramadan, Harvath supo leer entre líneas. El presidente no quería que el poco tiempo que le quedaba en el cargo estuviera ocupado por un escándalo. El alto cargo del Pentágono era un traidor a su país, y ahora estaba muerto. Por lo que se refería a Harvath y al presidente, se había hecho justicia.

Harvath pensaba que era un final adecuado que Imad Ramadan siguiera los pasos del aparato de al-Jazari, aunque dudaba que el dispositivo hubiera sido descuartizado por los tiburones de los arrecifes del Caribe.

Cuando Harvath llegó a St. Martin, su contacto de la Direction de la Surveillance du Territoire de Francia, también conocida como DST, que era la rama de contrainteligencia y antiterrorismo de la policía nacional francesa, estaba extremadamente disgustado al recibir el cuerpo muerto de Matthew Dodd.

Tras el atentado de París y la matanza de tres policías nacionales, los franceses tenían, con razón, sed de sangre.

El agente de la DST, un tipo bastante duro de la edad aproximada de Harvath, preguntó cómo demonios iban a llevar a juicio a un cadáver. Harvath percibió su ira y contuvo la propia con el fin de no empeorar las cosas.

Sabía que tenía mala pinta. Los muertos no hablan, y este exagente de la CIA ya había sido apaleado por los estadounidenses antes de mandárselo a los franceses. El tipo de la DST tenía un montón de razones para desconfiar.

La ira de aquel hombre seguía aumentando. Así no solo ponía en peligro el acuerdo, sino que tal vez iba a tener que llevarse también a Harvath bajo custodia. No se arrugaba a la hora de revelar que iba armado. Harvath también, pero se guardaba el secreto.

Harvath le ofreció lo único que tenía. Recurriendo a líneas de investigación que la CIA jamás daría a conocer, y que Harvath suponía que remitían a la operación clandestina de Aydin Ozbek, habían conseguido elaborar una lista de extremistas musulmanes con los que Dodd había trabajado en el atentado del coche bomba de París.

El agente de la DST preguntó si su agencia podría utilizar en exclusiva esa lista, es decir, si podrían asumir la responsabilidad de ampliar y trabajar con la lista y confiar en que la CIA guardara silencio. Harvath le aseguró que lo harían. Eso dejaba solo un problema.

Al francés sentado a bordo del velero de Harvath le habían dado orden de telefonear personalmente al presidente de Francia cuando tuviera a Dodd bajo su custodia. El hecho de que Dodd estuviera muerto, y lo hubieran matado nada menos que los estadounidenses, no sería fácil de digerir. Enseguida quedó patente que su principal preocupación era la imagen de que el presidente francés disparaba a los mensajeros.

Harvath miró debajo de la litera donde yacía el cadáver de Dodd y sacó la pistola de Imad Ramadan. Mientras se la entregaba al agente de la DST, Harvath dijo:

—Si usted no hubiera reaccionado tan rápido, nos habría matado a los dos.

Luego, se hizo el silencio.

El agente de inteligencia asimiló todos los ángulos.

—Voy a tener que hacer un par de llamadas —dijo—, pero creo que podremos resolver esto.

Harvath podía ver cómo los resortes de su mente repasaban mentalmente la lista de personas a las que invitaría a la ceremonia de entrega de la Legión de Honor.

Se reunieron cuarenta y cinco minutos más tarde en una playa cercana, donde Harvath llevó el cuerpo y ayudó a cargarlo en el maletero del agente de inteligencia.

Cuando el tipo se disponía a partir, Harvath puso la mano en la puerta del coche y dijo:

—Hay otra cosa más que voy a necesitar.

—Es ella —dijo Harvath mientras Tracy Hastings salía del coche del agente de la DST y empezaba a atravesar el muelle. Era la segunda entrega que el agente de la DST hacía ese día.

Harvath le dio las gracias al presidente, puso fin a la llamada y colgó el teléfono satélite encriptado.

Saltó al embarcadero y se fue derecho hacia ella. Pese a todo lo sucedido, una sonrisa había logrado abrirse camino hacia el rostro de Harvath. Seguía siendo la mujer más hermosa que había visto en su vida.

Dejando a un lado la compostura, Harvath corrió a buscarla.

Cuando se encontraron a mitad de camino, en el muelle, se dieron un abrazo tan fuerte que le dio miedo aplastarle los pulmones.

—No vuelvas a dejarme así —dijo.

Tracy le apartó los brazos y tomó entre sus manos la cara de Scot.

—Te quiero —le dijo.

—Yo también —respondió él—. Pero nunca…

Tracy le besó antes de que pudiera terminar la frase.

Finalmente, Harvath deshizo el abrazo y preguntó:

—¿Cómo te encuentras? ¿Estás bien? ¿Ha ido bien el vuelo?

—El vuelo fue bien —dijo Tracy—. Yo estoy bien. El edema ha desaparecido. Se supone que tengo que vigilar la tensión nerviosa.

Harvath sonrió y volvió a abrazarla.

—¿Crees que podrás mantenerla a raya en aguas abiertas?

—¿Qué clase de pregunta es esa para una oficial de la Marina de Estados Unidos?

—El Harvath es un barco pequeño —respondió—. Soy muy quisquilloso con mi tripulación. Solo navego con los mejores.

Tracy se rió y miró con complicidad por encima de los hombros de ambos.

—No veo precisamente a mucha gente solicitando el puesto.

—En realidad —dijo Harvath—, el resto de la tripulación ya ha embarcado.

¿El resto de la tripulación?

Harvath volvió la vista hacia el barco, se llevó dos dedos a la boca y silbó.

Bajo un resplandor blanco cegador, apareció Bullet desde debajo de la cubierta y empezó a ladrar.

—Tenemos dos semanas; luego, el presidente quiere que esté en Washington —dijo—. ¿Dónde quieres ir?

—Me da igual —respondió Tracy mientras le cogía la barbilla para subrayar lo que decía—, siempre que seamos los únicos… a… bordo.