88

Harvath se sorprendió al ver en pie al otro lado de la galería a Imad Ramadan, uno de los oficiales de mayor rango del Departamento de Defensa, empuñando una Sauer SIG con silenciador.

Era un hombre fornido, de estatura media, unos cincuenta y tantos años, que se estaba quedando calvo y llevaba una perilla grisácea muy poblada y tenía los ojos negros.

—Está muy lejos de Washington, D. C, Imad —le dijo Harvath con la Glock en ristre y cargada.

Al oír una voz a su espalda, Dodd se dio la vuelta para ver quién era y casi perdió el equilibrio. Tuvo que extender el brazo y agarrarse a la mesa para no caerse. Aun así, estaba tan borracho que no podía dejar de tambalearse.

—Quienquiera que sea —dijo Ramadan—, nada de esto es cosa suya.

—¿Por qué? ¿Esto está ahora bajo la jurisdicción del Departamento de Defensa? —preguntó Harvath mientras afinaba el objetivo.

Los niveles del gobierno en los que los islamistas habían logrado infiltrarse y el grado de colaboración era asombroso. Sin embargo, Harvath no tenía ningún reparo en matarlo si era necesario. Tal vez la Marina le concediera incluso una medalla.

—Voy a suponer —prosiguió Harvath al ver que Ramadan no respondía— que el Departamento de Defensa no tiene ni idea de que está usted aquí. De algún modo, ustedes se colaron en el laberinto y lograron acceder al paradero secreto del señor Dodd. Así pues, ¿dónde cree el secretario de Defensa que está usted? ¿De baja por enfermedad?

—Cierre la boca —respondió Ramadan.

A la lista de méritos ignominiosos como defensor y promotor del islam, en el que depositaba su lealtad por encima de todo, Estados Unidos podía añadir ahora el calificativo de traidor. Harvath quería estrangularlo con sus propias manos.

Harvath miró a Dodd y vio que todavía se balanceaba ligeramente de un lado a otro.

—¿Qué ha sido del aparato que nos quitó en Poplar Forest? —preguntó.

Dodd guardó silencio un instante. Finalmente, dijo arrastrando las palabras:

—Me ocupé de él.

—¿Qué quiere decir? —reclamó Ramadan.

—Hice lo que había que hacer.

—¿Según quién?

—Según mi religión.

Su religión —exclamó Ramadan—. ¿Qué está diciendo?

—¿Qué hizo con ello? —exclamó Harvath, que sabía de sobra que ese no era el modo adecuado de realizar un interrogatorio—. ¿Dónde está?

—¿A quién le importa? —farfulló Dodd.

«A más personas de las que pueda imaginar», pensó Harvath; pero no quería entrar en esa discusión. Lo que él buscaba eran respuestas, de modo que dio un giro a la conversación.

—¿Qué pasa con el Quijote y todo lo demás que se llevó de mi casa?

—Ha desaparecido todo.

Eso era exactamente lo que el presidente temía y, a decir verdad, también él mismo. Los incentivos para que Dodd y su cohorte de extremistas conservaran alguno de los materiales que tanto les amenazaban eran nulos. En todo caso, Harvath tenía que estar absolutamente seguro de que el asesino decía la verdad, y para eso necesitaba tener a Dodd para él solo, en algún lugar tranquilo, preferiblemente en aguas abiertas, a bordo de su velero. De todos modos, primero tenía que ocuparse de Ramadan.

—Baje el arma, Imad —le ordenó—. Ahora mismo.

El oficial del Pentágono le ignoró. En cambio, preguntó a Dodd:

—¿Es consciente de que el jeque Omar y Abdul Waleed fueron asesinados ayer en una explosión?

—Sí —murmuró Dodd con los ojos vidriosos.

—Eso pensaba yo —respondió Ramadan mientras empuñaba la pistola con más fuerza.

—Imad, no voy a advertírselo más veces —dijo Harvath—. Tire el arma o le dispararé.

Una vez más, Ramadan le ignoró y planteó otra pregunta a Dodd, en esta ocasión utilizando su nombre musulmán.

—Majd —dijo, en voz más baja, como si le hablara a un niño pequeño—, ¿está el aparato de al-Jazari a buen recaudo?

Harvath observó que el balanceo de Dodd aumentaba. Ahora movía los labios, pero no emitía ningún sonido. Aunque el balanceo se debía sobre todo a la cantidad de alcohol que había ingerido, había otro motivo adicional.

Muchos musulmanes movían el cuerpo hacia delante y hacia atrás mientras rezaban. Harvath lo había visto innumerables veces en las mezquitas, y también en terroristas suicidas justo antes de hacerse saltar por los aires.

Harvath volvió a centrarse en Ramadan.

—¿Cómo se enteraron de la existencia del aparato de al-Jazari? ¿Qué relación tienen con todo esto?

—¿Cree usted que el jeque Omar y Abdul Waleed eran dos tipos que actuaban por su cuenta? Este asunto es mucho más importante de lo que se imagina.

Harvath no lo dudaba, pero se concentró en los ojos de Ramadan. Habían cambiado y la expresión que traslucían ahora era más resuelta. Iba a matar a Dodd, aun cuando eso significara acabar muerto. Harvath lo presentía. No le quedaba más alternativa que actuar.

Harvath empezó a presionar el gatillo justo cuando Dodd se inclinó hacia atrás una vez más y, de repente, irrumpió en una explosión de movimiento. Arrojó la mesa de madera por los aires, delante de él.

Ramadan apenas tuvo tiempo de apartarse antes de que Dodd y la mesa se le echaran encima.

Harvath también disparó, pero demasiado tarde. Dodd estaba muerto. Una única bala procedente del arma de Ramadan le había perforado la nariz y le había salido por la nuca. El disparo de Harvath también había dado en el blanco. El cuerpo sin vida de Imad Ramadan yacía en la galería, donde las tablas del suelo desgastadas adquirían un tono rojo fuerte con la sangre.