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Bitter End Yacht Club

La tarde siguiente

Cuando se desvanecían los últimos rayos de luz del día, Scot Harvath miró a Matthew Dodd vaciar las últimas gotas de la botella que estaba bebiendo y avanzar dando tumbos hacia el interior de su cabaña.

Al ver al hombre sumirse en el estupor de la ebriedad, a Harvath le agradó la suerte que le había tocado. Eso no quería decir que el asesino hubiera dejado de ser peligroso, pero sí que sus reflejos y su atención estarían mermados significativamente.

Harvath dejó a un lado los binoculares y cogió su bolsa estanca, agradecido por gozar por fin de superioridad inicial. Aunque había alquilado un velero considerable para la operación, estar encerrado bajo cubierta sin una miserable brisa durante la mayor parte de la tarde no era lo que representaba para él la escapada perfecta al Caribe.

No hace falta decir que había ido allí a trabajar, no a divertirse. Pero un yate de lujo supera a cualquiera de los escondrijos infestados de serpientes, escorpiones o chinches en los que se había visto obligado a pasar temporadas a lo largo de su carrera. La vida, especialmente la gozosa, consistía en tener perspectiva, y se recordó a sí mismo que mientras valoraba las restricciones de la cabina se había estado preparando para Matthew Dodd.

La oscuridad empezaba a cernirse sobre el lugar cuando Harvath salió y respiró profundamente. La brisa del anochecer le sentó fabulosamente a su cuerpo, empapado en sudor. Rápidamente, se llenó de aire puro y, a continuación, arrojó sus cosas a la lancha que llevaba atada al otro extremo del velero.

Cuando soltó amarras, arrancó el motor y avanzó hacia la costa; el ruido del pequeño motor fueraborda era uno más de los que se oían desde las aguas profundas de la ensenada hasta el Bitter End para tomar alguna copa o ir a cenar.

Harvath arrastró la lancha a la playa y la dejó donde no pudiera verse desde la cabaña de Dodd, y descargó la bolsa estanca y una toalla playera pequeña. La Glock 23 de calibre 40 con silenciador que le habían suministrado para este encargo pretendía ser un instrumento de último recurso. El plan A consistía en una nueva Taser sumergible fabricada para los SEAL y equipada con un poderoso cóctel de medicamentos que dejaría a Dodd durmiendo como un bebé hasta que Harvath pudiera llevarlo a bordo del velero y sacarlo al océano, donde podría empezar con el interrogatorio.

A medida que Harvath se iba aproximando a la cabaña, se iba deteniendo para escuchar posibles signos de lo que sucedía. Lo último que había visto de Dodd era que el falso agente de la CIA había vuelto a salir a la galería con otra botella y llevaba ya avanzados dos juegos olímpicos de ingestión de alcohol.

«Sigue así, amigo mío», se dijo Harvath. «No haces más que facilitar las cosas».

Las cabañas se alzaban sobre unos pilotes y tenían escaleras a ambos lados de la galería. Por el modo en que Dodd se había colocado mirando a la ensenada, Harvath decidió acometer el tramo sur de las escaleras y dispararle desde atrás.

Se detuvo una vez más al pie de la escalera de Dodd y prestó atención. Cuando Dodd se sirvió otra copa se oyó el ruido del vidrio y, a continuación, silencio.

Con la toalla de playa en el brazo y la Glock oculta debajo, Harvath ascendió sigilosamente las escaleras de la cabaña, descoloridas por el sol.

Subió a la galería, se arrimó a la pared y avanzó pegado a ella.

Llegó al primer grupo de ventanas mientras a ambos lados oscilaban las cortinas por la brisa. Miró a través del dormitorio y al otro lado de las puertas abiertas vio la silueta de Dodd dibujada por el tenue resplandor de las luces del puerto.

La espalda del asesino estaba ante él. Era el momento.

Harvath se agachó mientras pasaba junto a las ventanas y se irguió al otro lado. En el rincón de la cabaña, prestó atención y nada había cambiado; levantó el arma y se situó directamente detrás de Dodd.

Cuando lo hizo, Dodd salió disparado de la silla y saltó a sus pies; pero la reacción no tenía nada que ver con Harvath.