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Virgin Gorda

Islas Vírgenes Británicas

En el Estrecho Norte de la pequeña isla de Virgin Gorda se encontraba uno de los secretos mejor guardados del mundo. El Bitter End Yacht Club, accesible únicamente por mar, era el último destacamento isleño antes de adentrarse directamente en las aguas abiertas del Atlántico.

Fue allí donde Matthew Dodd y su esposa, Lisa, habían pasado su luna de miel; y adonde Dodd había regresado ahora.

Había aterrizado en el aeropuerto de Tortola’s Beef Island y había recorrido a pie los trescientos metros que le separaban de la bahía de Trellis, donde le esperaba el barco que había contratado. Aunque podría haber tomado el transbordador de alta velocidad hasta Bitter End, no quería mezclarse con los demás. Había ido allí para estar solo.

Después de abandonar Poplar Forest había llegado a una dolorosa conclusión. Exactamente igual que había engañado a Andrew Salam, también a él le habían engañado. Había estado trabajando para unos locos; haciendo negocios con unos hombres que no estaban adecuadamente preparados para promover los objetivos del islam. El conjunto del culto islámico estaba siendo subvertido por unos hombres que buscaban la supremacía del islam a toda costa. Ni merecían la fidelidad que Dodd les había jurado, ni eran dignos de las actitudes exaltadas que difundían como portavoces y representantes de la auténtica fe musulmana en Estados Unidos. Tenían ansias de poder disfrazadas de culto al islam, en lugar de actuar por el islam mismo. Eran apóstatas.

Dodd también empezaba a creer que, después de todo, en esta monumental batalla no había un bando «bueno» con el que alinearse. Quizá solo hubiera acciones correctas.

El asesino se registró en recepción llevando solo una mochila colgada del hombro. El complejo, construido por encima de la playa y que se asomaba al color aguamarina de las aguas del Caribe, estaba exactamente como lo recordaba. No había cambiado nada. En cuanto Dodd sacó las pocas posesiones que llevaba, pensó en los buenos tiempos de su vida.

Se acordó de lo mucho que le gustaba a Lisa bucear y lo que le entusiasmaba el resplandeciente puñado de gallitos de rey, peces payaso o peces loro. Sonreía cuando recordaba las horas que pasó entre las vistosas esponjas y corales de la orilla submarina.

Se quitó la ropa, se puso un bañador y bajó a la playa andando. En los últimos años había pasado mucho tiempo entre las arenas; se le habían metido en los ojos, en la comida, en las armas…, pero no entre los dedos de los pies, el lugar que les correspondía. Se sintió bien cuando el calor del sol se reflejó en todo su cuerpo.

Dodd se acercó hasta la arena húmeda y permitió que el mar le arrullara los pies. Poco a poco, avanzó hasta que las cálidas aguas le llegaban casi hasta la cintura. Se sumergió bajo la superficie y empezó a nadar.

Dio brazadas largas y poderosas durante más de media hora. Cuando regresó a la playa tenía la respiración agitada y el pulso un poco acelerado. La mente le quedó despejada y despierta.

Fuera todavía de su cabaña, se quitó la arena de los pies y, a continuación, abrió el biombo y pasó al interior.

Se despojó del bañador y se enjuagó con una ducha caliente. Con el pelo echado hacia atrás y una toalla en torno a la cintura, recuperó la mochila, cogió un vaso y salió a la galería.

Colocó todo en la mesa, se sentó y encendió su teléfono satélite. Mientras trataba de buscar una señal, abrió una de las botellas de ron Arundel que había comprado en el aeropuerto de Tortola y vertió tres dedos en el vaso. Él y Lisa se bebieron al menos dos botellas durante la luna de miel.

Aquel líquido cobrizo le quemó al tragarlo y, aunque hacía muchos años que no se tomaba una copa, el sabor y la sensación le resultaron agradables y familiares, como si regresara a casa.

Su Corán no debería haber estado justo al lado de una botella de alcohol. Lo sabía, igual que sabía que no debía volver a beber. El alcohol no había hecho más que sumarse a las tinieblas y la desesperación de haber perdido a su esposa y su hijo, pero, de todos modos, allí estaban él y su libro sagrado.

Había rezado sin descanso suplicando orientación, pero no había recibido nada. Cuando recuperó el aparato de al-Jazari, se examinó el espíritu y trazó planes en consecuencia.

El asesino bajó la vista al vaso que tenía en la mano y soltó una carcajada. Aunque la situación distaba mucho de ser absolutamente inofensiva, él no hacía gala en ese instante de demasiada disciplina.

El islam era la solución para Estados Unidos. Estaba más seguro de eso que de cualquier otra cosa. Simplemente no tenía la menor idea de cómo producir semejante cambio.

Sin embargo, sabía que Omar, con el odio que vomitaban sus mezquitas, y Waleed, con su irrisoria y corrupta Fundación de Amistad Islamo-Estadounidense, se interponían en el camino de la labor verdaderamente buena que podía realizar en Estados Unidos el islam. Ninguno de los dos hombres formaba parte de la solución. Eran abominaciones y, sin duda, parte del problema.

Dodd se sirvió otro vaso. Dio pequeños sorbos mientras contemplaba el minutero de su reloj.

En el momento concertado, cogió el teléfono satélite y marcó el número particular del jeque Omar.

Omar lo cogió al primer timbrazo.

—¿Eres tú, Majd? —preguntó.

—Soy yo —dijo el asesino.

—Alabado sea Alá. Estábamos muy preocupados por ti desde la última llamada. Apenas tuvimos tiempo para hablar. ¿Lo encontraste? ¿El invento de al-Jazari?

—Lo encontré.

Allahu Akbar, hermano mío. Allahu Akbar. —El jeque estaba eufórico—. Es obra de Alá; ahora el éxito está asegurado. ¡Allahu Akbar!

—¿Estás en tu escritorio? —preguntó Dodd.

—Claro. Me has llamado por la línea privada.

—¿Y está contigo Abdul?

—Está sentado a mi lado —respondió Omar—. Exactamente como pediste. ¿Cuándo podrás traernos el aparato?

Dodd no tenía intención de seguir hablando mucho más tiempo del estrictamente necesario.

—Quedaos ahí y no os mováis —dijo—. Volveré a llamaros dentro de treinta segundos.

Aunque se impacientaba, Omar respetó la necesidad de seguridad. Es más, estaba tan feliz con su asesino que, en ese momento, podría haberle pedido cualquier cosa y de buena gana se habría mostrado dispuesto a concedérselo.

—Entiendo —dijo—. Estaremos aquí esperando. ¡Allahu Akbar! ¡Allahu Akbar!

Dodd colgó mientras seguían resonando en sus oídos las palabras Allahu Akbar, «Dios es grande».

El asesino, un hombre de palabra, empezó a marcar los números casi de inmediato, pero no correspondían a la línea particular del jeque. Eran de un teléfono móvil conectado a un explosivo casero que había dejado oculto bajo la mesa de Omar.