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Washington, D. C.

Dos días más tarde

Harvath había decidido que lo mejor era mantenerse alejado de Bishop’s Gate hasta que se pudiera instalar un sistema de seguridad mucho mejor. Solo había regresado allí en una ocasión para recoger algunas cosas y, luego, se había instalado en casa de Gary Lawlor, en Fairfax.

Aunque Gary todavía seguía en la UCI con una fractura craneal, había pedido a Harvath que le diera un informe oral completo y otro escrito. Harvath sabía que se transmitiría al presidente. No volvió a pensar en ello hasta que recibió una llamada de Rutledge pidiéndole que acudiera a la Casa Blanca LO ANTES POSIBLE.

Harvath confiaba en que no hubiera malas noticias y que, si las había, no tuvieran que ver con Tracy. Sin embargo, sabía por experiencia que cuando el presidente te llamaba y te pedía que acudieras a su despacho en un santiamén no era porque te hubiera tocado la lotería.

Carolyn Leonard recibió a Harvath en la puerta suroeste y lo acompañó mientras atravesaba el cordón de seguridad para llegar al ala oeste.

—Creo que es tu segunda visita en menos de una semana —dijo mientras caminaban—. ¿Significa eso que vamos a empezar a verte más a menudo por aquí?

—Quizá —respondió Harvath, más avenido a la idea de lo que había estado en mucho tiempo.

En el Despacho Oval, Leonard se identificó ante el secretario de Jack Rutledge y luego llamó a la puerta. Cuando el presidente contestó, hizo entrar a Harvath y cerró la puerta tras de sí.

Rutledge estaba en pie detrás de su escritorio y salió a recibir a su invitado al centro de la sala.

—Gracias por venir, Scot —dijo mientras se estrechaban la mano.

El presidente hizo un gesto hacia los sillones, para indicar que se iban a sentar allí.

Una vez sentados, Rutledge dijo:

—Han sido unos días difíciles.

El presidente estaba evidentemente preocupado por sus recién limadas asperezas y quería restar importancia a los acontecimientos.

Aunque a Harvath no se le había hecho el encargo, lo había aceptado y, por tanto, si tenía éxito o fracasaba, la responsabilidad era suya.

—Lo lamento, señor, pero difícil no es un calificativo adecuado. Fracasé y presento mis disculpas.

Rutledge se inclinó sobre la mesa de café y cogió un portafolios de piel.

—He leído tu informe. ¿Tienes el engranaje del Basmalá?

Harvath extrajo un sobre del bolsillo de la pechera y se lo entregó.

El presidente abrió la solapa, sacó el engranaje y lo levantó para poder observarlo.

—Asombroso. Y ha estado en Poplar Forest todo este tiempo.

—Ojalá hubiéramos podido enterarnos de cuál era la revelación final —dijo Harvath.

Rutledge depositó en la mesa la pieza de metal dentada.

—Dado el carácter personal del diario presidencial, a Anthony Nichols nunca se le autorizó a verlo en su totalidad. Puedo decirte que la investigación de Jefferson le llevó a creer que la revelación final de Mahoma era la única que procedía directamente de Dios, sin la mediación del arcángel Gabriel. En muy pocas palabras, créeme, a Mahoma le dijo que la guerra y la conquista no eran la solución. Le dijo que dejara la espada y viviera en paz entre las gentes de otros credos. Jefferson señaló que se parecía a la conversión de san Pablo, aunque Mahoma no cambió el islam por el cristianismo. Simplemente dejó la espada y animó a sus seguidores a imitarlo.

Harvath estaba estupefacto.

—Una revelación bastante significativa —dijo el presidente—. ¿No te parece?

—Así es. Y teniendo en cuenta que había un grado tan importante de ingresos de los musulmanes que se basaban en el asalto y el saqueo, así como en la extorsión a cambio de seguridad para los cristianos y judíos que decidían no convertirse al islam, habría eliminado de su economía una fuente muy relevante de ingresos. Se habría venido abajo. No es de extrañar que su pueblo quisiera asesinarlo.

—Bien, sin el engranaje del Basmalá, el reloj de al-Jazari no servirá para mucho más que para dar la hora —respondió Rutledge—. Si es que no ha sido destruido ya.

—¿Y qué pasa con Mahmood Omar y Abdul Waleed? ¿No tuvo suerte sacándoles nada?

—Aydin Ozbek es un buen agente —dijo Rutledge—, pero actuó al margen de la ley. No podemos utilizar legalmente nada de lo que obtuvo de esos dos.

Harvath detestaba proponer una cosa así, pero sentía que tenía que decirlo.

—No estaba sugiriendo necesariamente utilizar un enfoque digno del marqués de Queensberry.

—Entiendo —apuntó el presidente—. Yo estoy de acuerdo. Los dos caballeros en cuestión han sido vigilados muy de cerca y también estamos averiguando qué vínculos tienen con Arabia Saudí, pero, por lo que podemos decir en este momento, no se han apoderado del aparato de al-Jazari.

—Lo cual quiere decir que Dodd debe de tenerlo todavía.

—Cogeremos a Dodd pronto —dijo el presidente—. Por lo que se refiere a los dos saudíes de la Universidad de Virginia, de quienes se va a pedir que responda al príncipe heredero, conseguimos vincularlos con el asesinato de Nura Khalifa y con lo que hasta ahora está considerado como la tentativa de asesinato de Andrew Salam, a través del ADN hallado en su coche, así como otras pruebas adicionales obtenidas en el monumento a Jefferson.

»El señor Salam fue puesto en libertad anoche y va a seguir cooperando con el FBI y la policía local de Washington, D. C.

Harvath ya sabía que Susan Ferguson había pasado toda una tarde maniatada y amordazada en el retrete de una zona de descanso de las afueras de Washington, D. C, antes de que la descubrieran, de modo que se interesó por otros.

—¿Qué tal está Rasmussen, el agente de Ozbek? —preguntó.

—Se pondrá bien. Seguramente saldrá del hospital a finales de esta semana.

—¿Y Ozbek?

El presidente guardó silencio unos instantes.

—Como te dije, es un buen agente, pero alguien que estaba bajo su responsabilidad murió en una misión no autorizada. Por lo que me han dicho, es un activo que no queremos perder y he transmitido ese sentir a Vaile, máximo responsable de los servicios de inteligencia de este país.

—¿De modo que sigue en la CIA? ¿No lo van a echar?

—No, no ha sido despedido. Oficialmente, Ozbek está suspendido de empleo y sueldo por la CIA a la espera de una comisión disciplinaria. Oficiosamente, sigue desarrollando las labores de vigilancia no autorizada de Omar y Waleed, pero hablemos un minuto de Tracy.

Ese era el tema que más le preocupaba abordar a Harvath. Estaba seguro de que se acercaba lo inevitable y que vendría cargado de malas noticias.

—Los franceses se muestran implacables —dijo Rutledge—, al máximo nivel. Para ser sinceros, no puedo asegurarte que, si la situación se hubiera producido al contrario, nosotros no actuáramos igual.

»Son conscientes de que sabemos más de lo que les contamos. La única manera de que colaboren con nosotros es que lleguemos a un acuerdo de reciprocidad. No considerarán la posibilidad de entregarnos a Tracy hasta que no les demos algo de valor semejante o superior.

—¿Como qué? —preguntó Harvath.

—Como Matthew Dodd.

—Pero ni siquiera sabemos dónde está.

—Eso está a punto de cambiar —respondió el presidente.

Harvath se inclinó hacia delante. Era la primera buena noticia que había escuchado en varios días.

—Nos acabamos de enterar de que Dodd utilizó un teléfono por satélite para ponerse en contacto con Omar. Fue astuto. Habló muy poco tiempo para dificultar el rastreo de la llamada.

—Pero lo lograron —dijo Harvath—, ¿no es así?

—Sabemos que llamó desde algún lugar que no era Estados Unidos.

—¿Eso es todo?

El presidente levantó la mano.

—El Departamento de Defensa tiene un programa satélite nuevo que hemos empezado a utilizar en Iraq y Afganistán, cuyo fin es rastrear objetivos de gran valor que realizan transmisiones telefónicas de corta duración vía satélite. El secretario de Defensa tiene encargado del asunto a su mejor gente. Si Dodd vuelve a utilizar su teléfono, lograremos localizar su paradero, por breve que sea la llamada.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó Harvath.

—Tengo un avión en Andrew listo para salir. Cuando averigüemos dónde está Dodd, quiero que caigas sobre él. Te estoy autorizando a hacer lo que sea necesario para recuperar el aparato de al-Jazari. Una vez que tengamos lo que buscamos, podemos ponernos a trabajar para concluir el intercambio de Tracy. ¿Alguna pregunta?

Harvath negó con la cabeza y se puso de pie.

Cuando se aproximaba a la puerta, el presidente le detuvo.

—A propósito. Tu informe decía que antes de que Dodd se apoderara del aparato conseguiste arrancarle unas palabras.

—Sí, señor —respondió Harvath—. Solo una palabra.

—¿Cuál era?

Harvath atravesó el Despacho Oval con la mirada y dijo:

—Paz.