—La repisa original de la chimenea debió de estar conectada de algún modo a un sistema de sogas que ardió en el incendio —dijo Nichols.
—Pero dejó el hueco que, como no sabían qué finalidad tenía, alguien tapó —respondió Harvath mientras se agachaba y se introducía en la chimenea.
El muro era de ladrillo macizo y requirió cierto esfuerzo abrir el resto del camino. Harvath sacó la linterna NightOps del bolsillo y dirigió su resplandeciente rayo de luz hacia la hornacina, por detrás de la chimenea. En el centro había una especie de cofre deteriorado.
Lo agarró por una de las asas y lo sacó del hueco para ponerlo en la sala. Limpió el polvo y la ceniza de la tapa y reparó en que había una inscripción: Capitán Isaac Hull, Armada de los Estados Unidos. Hull había sido capitán del buque Argus y había contribuido a trazar el plan del ataque histórico contra la ciudad de Derna en la primera guerra bereber.
El cofre no estaba cerrado con llave y, mientras Nichols, Ozbek y Moss se agrupaban tras él, Harvath levantó la tapa con cuidado. En el interior había un objeto de la forma y tamaño aproximados de una sombrerera con una punta en el centro. Estaba envuelto en lo que parecía un lienzo encerado o una lona.
Harvath metió la mano y lo sacó. Era robusto y muy pesado. Preocupado por si la vieja tapa del cofre no resistía el peso, lo llevó a la mesa del salón y lo desenvolvió.
Era absolutamente extraordinario. En lo alto de un tambor metálico de treinta centímetros de altura y perfectamente circular había una estatuilla de diez centímetros. Era una talla con forma de escriba barbudo sentado con las piernas cruzadas, tocado con un turbante, una túnica y una pluma en la mano derecha, que tenía estirada. El escriba estaba acabado con algún tipo de esmalte y era increíblemente realista.
En un círculo grabado a su alrededor había lo que parecían ser las horas del día. Todo el mundo se quedó sin habla.
Moss fue el primero que dijo algo.
—¿Al-Jazari?
Nichols asintió.
—¿Es un reloj? —preguntó Ozbek.
—Eso creo —dijo Harvath mientras examinaba el aparato.
Lo contempló desde todos los ángulos, pero no logró encontrar modo de acceder al mecanismo.
Luego intentó manipularlo y descubrió que giraba y se podía inclinar unos cuarenta y cinco grados, pero nadie comprendía con qué fin.
La siguiente ocasión que trató de girar con cuidado la figura y no sucedió nada, intentó presionarla hacia abajo como si fuera un tapón de seguridad para niños de un frasco de pastillas. De repente, sonó un clic y se abrió la parte superior del reloj.
Harvath pidió a Nichols que sujetara la linterna mientras apartaba la cubierta y miraba en su interior.
La elegancia del diseño era asombrosa. Harvath no podía creer que estuviera viendo algo que no solo había sido diseñado hacía más de ochocientos años, sino que estaba fabulosamente elaborado y montado.
—¿Cómo funciona? —preguntó Moss.
—Seguramente funcionaba con agua —respondió Nichols—, al menos por lo que se refiere a dar la hora.
—Pero algo me dice que este aparato hace bastante más que decir la hora —dijo Harvath mientras miraba el reverso de la tapa y encontraba un pequeño compartimento.
Introdujo la punta de los dedos en el interior y extrajo un engranaje muy delicado idéntico al del dibujo mecánico. Dirigió la luz sobre él y encontró el Basmalá.
Sin necesidad de que le preguntaran, Nichols sacó el esquema del mecanismo y lo colocó sobre la mesa, junto al aparato.
Harvath respiró profundamente y se recordó la necesidad de actuar con lentitud. Tenía que esforzarse al máximo para no estropear nada y, al mismo tiempo, memorizar todos los movimientos que hacía por si alguno de ellos era incorrecto y tenía que retroceder y volver a empezar de nuevo.
Le hubiera gustado que Tracy estuviera allí. Pese a lo que le había sucedido en Iraq, como era especialista de la Marina en desactivación de explosivos era extraordinaria ejecutando este tipo de tareas. Las manos de Harvath no estaban hechas para estas labores.
Aun así, no le hubiera gustado que ninguna otra persona de la sala hiciera lo que él hacía ahora mismo.
Nichols mantuvo firme la linterna mientras Harvath trataba de recolocar los engranajes tal como Jefferson dejó indicado en el esquema. No tenía ni idea de cuál era el metal o aleación con que estaban hechos, pero estaban increíblemente limpios y no se habían oxidado en absoluto, ni siquiera transcurridos cientos de años.
Le costó veinte minutos, pero cuando colocó el engranaje del Basmalá, suspiró por fin y le pareció hacerlo por primera vez. No obstante, la sensación de alivio duró poco.
Cuando encajó el engranaje en su sitio, algo saltó en el interior del dispositivo. La totalidad del mecanismo, que descansaba sobre una serie de patas en el interior del armazón, descendió poco más de medio centímetro. Uno de los afilados engranajes hizo un pequeño corte en el pulgar izquierdo de Harvath.
Harvath profirió una maldición y sacó la mano. Ya empezaba a sangrar.
—¿Está bien? —preguntó Nichols.
—Estoy bien —dijo Harvath mientras se sacaba la camisa del pantalón y utilizaba el faldón para presionarse el dedo y contener la hemorragia.
Ozbek se acercó a la caja de herramientas y le tiró a Harvath un tubo de pegamento instantáneo Krazy Glue.
—Toma —dijo—, utiliza esto.
Harvath empleó los dientes para aflojar el tapón y, a continuación, aplicó parte del compuesto en la herida y la apretó para cerrarla.
Volvió a concentrarse en el aparato y reparó en que, cuando el mecanismo había descendido, se había abierto una compuerta oculta en un lateral del armazón. Del interior sobresalía una pequeña palanca. A Harvath le recordó a la manivela de un juguete infantil de resorte.
—Creo que sé cómo se supone que debemos poner en marcha esto —dijo.