Susan Ferguson, la conservadora del Monticello de Thomas Jefferson, los encontró quinientos metros más allá de la propiedad, en el camino circular asfaltado del Centro Internacional de Estudios sobre Jefferson. Era una mujer alta, morena y atractiva de poco más de cuarenta años, vestida de modo informal con unos vaqueros y un jersey de lana y con un walkie-talkie prendido en la cintura.
Cuando el profesor salió del furgón, los dos compartieron un abrazo afectuoso.
—¡Qué alegría verte, Anthony! —dijo Ferguson.
—Yo también me alegro, Susan —respondió él—. Gracias por venir aunque sea tu día libre.
—Bueno, dijiste que era urgente.
La voz de Ferguson se fue apagando cuando vio salir del vehículo a los dos hombres fornidos con los que había acudido Nichols. Llevaban escrito encima algo de poli, de soldado, o de alguna otra cosa que no acertaba a describir con exactitud. Aunque no vio ningún arma, tenía la sensación de que iban armados.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Nichols señaló a sus acompañantes y dijo:
—Susan, me gustaría presentarte a Scot Harvath y Aydin Ozbek.
—Encantado de conocerla —dijo Harvath.
Ozbek se quedó a un lado e hizo un gesto de cortesía.
Ferguson miró a Nichols y esperó alguna explicación más.
—Es una larga historia —dijo—. Quizá podamos hablar mientras llegamos.
La mujer vaciló un instante y, a continuación, cedió. Mientras caminaban, Nichols le brindó el discurso breve que Harvath había ensayado con él en el coche, según el cual estaba trabajando para un hombre de negocios muy rico al que le obsesionaba la seguridad. Cuando llegaron al edificio de la biblioteca, la mujer parecía mostrar menos tensión hacia los hombres armados que acompañaban a su amigo y colega.
Harvath se acercó y mantuvo abierta la puerta mientras todo el mundo iba pasando.
El cuerpo principal de la Biblioteca Jefferson era un bloque porticado espectacular de dos pisos puntuado por hileras de estanterías y vigas curvas de madera a juego por todo el techo y rematadas por un muro impresionante de vidrio con parteluces en el extremo más lejano.
Señalando a una de las diversas mesas de trabajo de la biblioteca, Ferguson dijo:
—Muy bien, veamos lo que has traído.
Nichols sacó la carpeta de debajo del brazo y extrajo los dos documentos amarillentos. La conservadora acercó una de las sillas, se sentó y cogió las gafas del bolsillo.
—¿Estás seguro de que se trata de auténticos documentos de Jefferson? —preguntó mientras se las ponía.
—Sí —respondió Nichols.
Examinó cada uno de ellos durante unos momentos.
—Ninguno de los textos tiene ningún sentido.
—Están en clave.
—¿Has logrado descifrar alguno? —preguntó.
El profesor negó con la cabeza.
—Solo en parte.
—Interesante. Muy interesante. ¿Cómo los consiguió tu cliente?
—Colecciona documentos de Jefferson desde hace muchos años —respondió Nichols—. Dispone de recursos por los que muchos serían capaces de matar.
—Debe de ser agradable —dijo Ferguson mientras, a continuación, se levantaba—. Volveré enseguida.
—¿Adónde vas?
—Quiero coger unos cuantos materiales de consulta. Veo en estos dibujos algo que me resulta familiar.
La conservadora desapareció y regresó unos minutos después con una pila de libros y un puñado de objetos, entre ellos una lupa desmesuradamente grande. Dejó todo sobre la mesa, cogió la lupa y reanudó el examen.
Harvath no le quitaba ojo y Nichols y Ozbek no apartaban la mirada de la puerta.
Ferguson tomó algunas notas en un bloc pequeño mientras iba pasando páginas de sus libros de consulta. De vez en cuando, se detenía para formular alguna pregunta a Nichols y, acto seguido, volvía a examinar los documentos.
Las cosas transcurrieron así durante una media hora, hasta que ella se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa.
Nichols dejó de pasear y se aproximó al escritorio.
—¿Y bien? ¿Qué te parece?
La conservadora levantó la vista para mirarlo y apartó una mata de pelo suelto por detrás de la oreja.
—Este primer conjunto de dibujos —dijo mientras señalaba el documento— es de mecánica. Parece ser algún tipo de esquema.
—Yo también lo supuse. ¿Tienes una idea de qué representa?
Ferguson sonrió.
—Tratándose de Jefferson, podría ser cualquier cosa. Estaba inventando artilugios continuamente. La caligrafía y la técnica de dibujo parece ser suya sin lugar a dudas, pero esta primera página es extraña.
—¿Por qué? —preguntó el profesor.
—Es un corte transversal que parece detallar un conjunto de engranajes muy particular. En todos los dibujos de Jefferson sobre mecánica jamás he visto engranajes con este aspecto. Además, los engranajes suelen quedar ocultos. Normalmente no se ven. Sin embargo, estos están muy decorados y ornamentados.
»Por otra parte, el esquema parece más un conjunto de orientaciones para desmontar o, quizá, calibrar los engranajes. ¿Tiene sentido?
Nichols negó con la cabeza.
—Sinceramente, no.
—Hay algo más —dijo Ferguson mientras le entregaba la lupa al profesor—. Si te fijas bien en este engranaje de aquí, se ve que es distinto de los que hay encima.
—¿De verdad? —dijo Nichols cogiendo la lupa y mirando donde le indicaba—. Me pareció que todos eran iguales.
La conservadora negó con la cabeza.
—En su mayoría, sí; pero la decoración varía de modo paulatino en este otro y su forma es ligeramente distinta a la de los demás.
—Tienes razón —comentó el profesor.
Harvath había prestado atención a la conversación y se acercó a la mesa.
—¿Puedo? —preguntó.
Nichols le cedió la lupa.
Harvath no había visto ninguno de los documentos hasta un par de horas antes y, ni siquiera entonces, poco después del allanamiento de su casa, con lo que le había sucedido a Gary y la decisión de viajar a Monticello, los había examinado con detalle y, sin duda, no con una lupa.
Cuando analizó el dibujo de los engranajes algunos segundos llamó a Ozbek.
—Echa un vistazo a esto —le dijo mientras le entregaba la lupa.
—¿Tú qué crees? —preguntó Harvath mientras Ozbek examinaba el dibujo y, sobre todo, el engranaje en cuestión—. ¿Es una representación del Basmalá?
Susan Ferguson no sabía quiénes eran Harvath y Ozbek, pero definitivamente no eran solo unos guardaespaldas. Pese a todo, le despertaron curiosidad.
—¿Qué es un Basmalá?
—Todas las suras o capítulos del Corán, excepto la novena —explicó Harvath—, comienzan con la expresión «En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso». En árabe se conoce a esta expresión como el Basmalá, y en el arte se puede representar de diferentes modos.
—¿Y es eso lo que hay en ese engranaje?
Harvath miró a Ozbek, que hizo un gesto afirmativo.
—Ha dicho que el capítulo noveno no empieza con «En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso». ¿Por qué? —preguntó Ferguson.
—Es casi la última revelación conocida de Mahoma y contiene los fragmentos más violentos del Corán. Los pasajes más pacíficos que los musulmanes escogen como muestra de lo tolerante y amable que es su religión pertenecen a la primera parte de la trayectoria profética de Mahoma y quedan derogados por los versículos de la novena sura.
—¿Así que Jefferson estaba abocetando un conjunto de engranajes que llevaban inscritos textos árabes? —dijo la conservadora, más para sí que para que la oyeran.
—¿Sabes si Jefferson tenía algún instrumento u objeto árabe o islámico? —preguntó Nichols.
Ferguson negó con la cabeza.
—Solo el Corán que hoy se conserva en la Biblioteca del Congreso.
—¿Tienes idea de si los marines o, más concretamente, un tal teniente Presley O’Bannon le entregó algo al finalizar la primera guerra bereber?
—No lo sé.
—¿Sabe si Jefferson aludió alguna vez a un inventor de la edad de oro del islam llamado al-Jazari? —preguntó Harvath.
Ferguson hizo una pausa.
—¿Qué demonios es todo esto?
Se hizo el silencio en torno a la mesa.
—Si no me responden a la pregunta —dijo la conservadora—, no voy a poder hacer nada más por ustedes.
En esta ocasión, fue Harvath quien miró a Nichols para pedirle orientación. Sabía que al profesor le unía un pasado muy largo con ella, pero lo que Harvath necesitaba saber era si se podía confiar en Susan Ferguson.
Cuando el profesor asintió con la cabeza, Harvath empezó a hablar.