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El asesino había visto al hombre del Grand Palais hacerse cargo del primer turno de cuatro horas y, luego, al agente de la CIA, del segundo. El tercero sería el hombre más mayor. Entonces sería cuando Dodd haría su movimiento.

A partir del cartel de la entrada de coches, no era difícil saber quién se hacía cargo de la alarma de aquella propiedad. El asesino tardó casi una hora en conectarse a la línea telefónica para crear un intermediario digital entre la casa y la compañía de seguridad a través de su portátil.

Cuando concluyó el segundo turno, observó a través del dispositivo de visión nocturna cómo el agente de la CIA más joven era sustituido por el hombre mayor. Este entró en la cocina, preparó café y, a continuación, se desplazó de una habitación a otra con una especie de rifle táctico, tratando de asegurarse de que todo seguía en calma.

Cuando regresó a la cocina, dejó el arma sobre la mesa y se quedó quieto.

El asesino sacó una barrita energética de la mochila, la abrió y le dio un mordisco. Mientras observaba al hombre del interior de la casa, la mente recaló en su mujer y su hijo muertos. Le habían advertido del daño que podría causarle revisar el archivo policial del accidente pero, como no había asistido a ninguno de los dos funerales, necesitó poner un cierre al asunto. Ahora, cuando pensaba en ellos, lo único que veía era la masa de acero retorcido en que había quedado convertido su coche y los cuerpos ensangrentados y sin vida de las dos almas hermosas que habían significado para él más que cualquier otra cosa en el mundo.

Las fotografías del accidente pasaban por su imaginación, una detrás de otra, sin interrupción, formando un bucle enfermizo e interminable. Era todo lo que lograba recordar cuando pensaba en ellos. Ya no pudo volver a acceder a cómo eran antes del accidente, ni a quién era él. Hasta eso le habían arrebatado.

Dodd no quería pensar en ellos ahora y se obligó a concentrarse en otra cosa. Tenía que meditar sobre lo que iba a hacer.

Media hora después, el hombre volvió a levantarse e hizo otra ronda por la casa para, a continuación, regresar a la cocina. Dodd permaneció en su puesto, observando.

Y cuando volvió a dar otra hora en punto, se repitió el procedimiento. Eso era todo lo que necesitaba ver el asesino. No le quedaba la menor duda de que el hombre seguiría levantándose para echar un vistazo por la vivienda cada media hora.

Dejó su escondrijo y se acercó con sigilo al portátil. El talón de Aquiles de casi todos los sistemas de seguridad domésticos era la alarma. Pocos podían permitirse sistemas impenetrables, auténticamente inexpugnables. Hasta los agentes más sofisticados encontraban limitaciones en su presupuesto y solían escoger incondicionales de la industria como Brinks o ADT.

Dodd había quebrantado algunos de los mejores sistemas de seguridad del mundo y, aunque este era bueno, no era imposible de violar. Activó varias secuencias de códigos y miró atentamente a su portátil mientras el sistema de alarma caía sin que se apreciara. Para cualquiera que estuviera vigilándolo en la empresa de seguridad o que comprobara el panel de la alarma en el interior del domicilio, nada parecería haber cambiado. Ahora había llegado el momento de acercarse.

El asesino había visto lo suficiente de la vivienda para saber que el perímetro estaba salpicado de sensores de movimiento a cierta distancia de la alarma principal. Cuando se disparaban, activaban la iluminación exterior y, probablemente, harían sonar alguna clase de alarma audible en el interior.

Cuando regresó a su escondite, observó la casa durante unos cuantos minutos más para cerciorarse de que nada había cambiado. Una vez seguro de que todo estaba como él lo había dispuesto, sacó dos botes de los bolsillos y avanzó reptando.

Cuando se acercó al máximo, el asesino movió la cara de un lado a otro como si estuviera buscando señales de hacia dónde soplaba la brisa.

Calma chicha.

Miró el reloj. Era el momento. Abrió el primer bote y se detuvo el tiempo suficiente para lanzarlo hacia el extremo más alejado de la rectoría. Lo acompañó con un segundo bote, fijó el entorno bien en su mente para orientarse y, luego, aguardó unos momentos.

Una niebla espesa concebida expresamente para inutilizar sensores de movimiento y dispositivos de visión térmica empezó a envolver al viejo edificio de piedra, así como a los terrenos circundantes.

Estando tan cerca de Chesapeake, la niebla no era inusual. Era la tapadera perfecta y el asesino la aprovechó al máximo mientras avanzaba hacia la entrada principal.

Localizó el pomo, extrajo un par de ganzúas y se puso manos a la obra con las cerraduras. Cuando cedió la última, sacó una Walther P99 con silenciador y se deslizó al interior de la casa.

Dentro olía a café y a humo de leña. Dodd comprobó el panel de alarma y sonrió. Todo estaba perfecto.

Volvió a echar un vistazo a su Omega y aguzó el oído para captar algún ruido del hombre que vigilaba. No percibió nada. En ese momento, lo más probable es que estuviera en la iglesia, o ya de regreso. Cuando confirmó que no había ningún otro ruido procedente de arriba, entró en la cocina y esperó a que regresara el hombre mayor.

No tuvo que esperar mucho. Cuando entró, el asesino actuó sin vacilar.