Aun cuando sabía que no podían verle, Matthew Dodd no movió un músculo; ni siquiera respiraba. Con el monóculo del aparato de visión nocturna apretado contra el ojo, escudriñó a Scot Harvath hasta que se apartó de la ventana y desapareció de la vista.
Bajó el monóculo y miró su reloj Omega. Acababa de dar otra hora en punto. Al parecer, los hombres de la casa estaban haciendo guardias. Eso estaba bien. Podía esperar.
Se recostó contra un árbol del perímetro de la finca de Scot Harvath, cogió una botella de agua de la mochila y dio un trago largo.
Reproducía en su cabeza la última conversación que tuvo con el jeque Omar. Pese a la insistencia anterior de que iba a permitirle manejar el asunto como considerara oportuno, Omar había tratado de volver a tomar el mando. Quería a Nichols muerto y, aunque eso significaba matar a quien lo protegiera o a cualquier civil que se interpusiera en el camino, habría que hacerlo. La delicadeza y la elegancia le eran ajenas.
Dodd había tratado de explicar que matar a Nichols no resolvería el problema. Jack Rutledge siempre encontraría a algún otro que realizara el trabajo. Tenían que acumular información de inteligencia. Todos sabían lo que se decía que contenía la revelación desaparecida de Mahoma. También sabían que, si se daba a conocer, el islam auténtico y puro dejaría de existir.
Ahora había que concentrarse en cuánto sabía Nichols y cuánto le faltaba para descubrir la revelación final del profeta.
El asesino sabía por la vigilancia anterior que, sin el Quijote, Nichols no tenía ninguna garantía de éxito. Luego, el profesor lo había encontrado y, pese a los esfuerzos de Dodd, lo estaba utilizando en estos momentos para concluir su trabajo.
Pero, comoquiera que fuese, antes de la reunión de Annapolis se había enterado haciéndose pasar por Khalifa en el intercambio de correos electrónicos con Nichols de que el libro no ofrecía respuestas inmediatas. El profesor seguía atando cabos y encajando piezas. Sin embargo, pese a tanta ingenuidad, Dodd creía que el hombre no daba todos los detalles de todo lo que sabía. Entonces es cuando se le ocurrió la idea de la memoria USB.
Estaba infectada por un virus muy sofisticado y prácticamente imposible de detectar. Aquel troyano, que se llamaba Programa Eco, se habría implantado en el interior del ordenador del profesor en cuanto lo hubiera conectado. Luego, la siguiente vez que el profesor se conectara a Internet, con independencia de si la memoria seguía o no conectada, el contenido del ordenador habría sido comprimido y transmitido a Dodd.
El Programa Eco habría seguido transmitiendo información, como qué teclas se habían pulsado en el teclado, las búsquedas en Internet, los correos electrónicos o los archivos más recientes almacenados por el profesor cada vez que Nichols se conectara a la red. El programa también habría proporcionado al asesino acceso remoto al ordenador del profesor, incluida la capacidad para controlar cualquier periférico conectado, como una cámara web o un micrófono.
Por desgracia, solo habían activado la memoria una vez, en un cibercafé de las afueras de Annapolis. Dodd atribuía el infortunio a la presencia del agente de la CIA que había estado en su apartamento dos noches antes.
El asesino había esperado a que se volviera a activar el dispositivo, pero nunca lo habían hecho. De todos modos, estaba bien, pues el agente de la CIA había cometido un error grave en Annapolis que había regalado al asesino un plan de contingencia.
Dodd había hecho algo más que enviar un mensajero a la Academia Naval. También había acudido allí para observar. El profesor trabajaba con dos hombres: el del Grand Palais a quien Dodd había visto una vez más en la mezquita Bilal, y otro hombre, más maduro. El mayor había tratado de que no le vieran, pero Dodd lo había logrado enseguida. Se quedó por allí después hasta que le vio sacar alguna clase de acreditación y mostrársela a los agentes de policía de la academia; finalmente se marchó en el asiento delantero de uno de sus coches patrulla. Sin embargo, Dodd no tenía ni idea de quién era.
Luego estaba el agente de la CIA. Dodd no le había visto hasta que surgió de un grupo de gente para derribar al mensajero, pero sabía que estaba allí. Había visto su Denali negro de General Motors.
Era el mismo General Motors negro que vio aparcado cerca de su apartamento en Baltimore, dos noches antes, con el motor caliente al tacto y el pavimento mojado debajo. El hombre ni siquiera se había molestado en cambiar las placas de matrícula. Debió de dar por supuesto que Dodd tampoco había reparado en su vehículo antes de que se metieran en su casa, y no advirtió que permaneció oculto después para verle meter a su compañero herido en el asiento delantero y el cuerpo sin vida de su colega femenina en la parte trasera, en el maletero.
Descubrir el vehículo del agente de la CIA en la Academia Naval había sido un regalo inesperado. Dodd había acudido tan solo con un pequeño transmisor por si el coche de Nichols aparecía, cosa que nunca sucedió. El Denali negro resultó ser lo que más se le parecía.
Dodd había estado actuando según la máxima de la CIA de que la acción engendra información de inteligencia. Su plan había sido siempre hacer salir a Nichols al descubierto con el fin de recoger información sobre él. Seguirle el rastro hasta donde se refugiaba había sido la guinda del pastel. Ahora, lo único que tenía que hacer era escoger el momento adecuado para entrar en la casa.