—Ahora —dijo Nichols— sabemos que lo que había en el palacio del gobernador había sido creado por al-Jazari, tenía algo que ver con la revelación final de Mahoma y, supuestamente, llevaba allí desde que Cervantes estuvo cautivo en la vecina Argelia. También sabemos que los marines de O’Bannon consiguieron encontrarlo y llevárselo a Thomas Jefferson. Qué era exactamente y qué sucedió a partir de entonces es lo que tenemos que averiguar. Y la respuesta —prosiguió Nichols mientras miraba al escritorio, repleto de libros y papeles— está en algún lugar de aquí. Espero.
Harvath le sonrió.
—Entonces, lo encontrará. Mientras tanto, esta noche cocinaré yo. ¿Quiere comer con nosotros en la cocina o va a tomarlo aquí?
El profesor se lo pensó un instante.
—Voy a seguir trabajando.
—Entendido. Traeré un plato para Usted.
—Y un poco de café, por favor —dijo Nichols cuando Harvath ya salía del estudio.
Lawlor estaba sentado en la mesa de la cocina con Aydin Ozbek cuando entró Harvath.
—Aunque no me importa que haya otro par de manos expertas —dijo Gary—, lo que esta operación necesita realmente es un abogado.
—¿Tan mal se puso lo de la Universidad de Virginia? —replicó Harvath mientras se acercaba al frigorífico y empezaba a sacar cosas.
—Nada comparado con París, pero sí se puso feo. Los polis estaban absolutamente encabronados.
—¿Alguna noticia de Tracy?
—Ahora se queda con ella en la habitación alguien de la embajada.
Harvath puso un cogollo de lechuga sobre la encimera y se volvió.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Nada malo; simplemente los franceses estaban empezando a ponerse un poco pesados con lo de interrogarla. Algunos creen que ya ha descansado bastante y ha tomado suficientes analgésicos y que no hay motivo para no hablar con ella. Sin embargo, a sus médicos no les gusta. No quieren que se exponga a ningún tipo de tensión hasta que puedan contener por completo el edema cerebral. Las autoridades francesas estaban pasándose un poco de insistentes, de modo que los médicos trataron de apartarlos de la habitación. Cuando lo lograron, los franceses amenazaron con trasladarla del Hospital Americano a otro que cooperara más.
»Los médicos de Tracy se pusieron en contacto con la embajada y ahora tienen a alguien en la habitación las veinticuatro horas del día para interponerse y actuar como parachoques.
—¿Crees que va a servir de algo? —preguntó Harvath, preocupado por Tracy.
—Por ahora, sí.
Harvath no quiso preguntar más. Solo quería que Tracy regresara. Encontró el iPod que había utilizado antes de que Tracy le trajera la versión mejorada y más grande que se había dejado en la habitación del hotel de París y lo conectó a la base, junto a la estufa, para poder escucharlo de sonido de ambiente.
A Tracy le encantaba escuchar el Canon en Re de Pachelbel mientras cocinaba. Estuvo a punto de caer en la tentación de ponerlo, pero sabía que no serviría de mucho para aplacarle los ánimos. Necesitaba algo más; algo con más ritmo.
Examinó la lista de intérpretes, escogió la Zapp Band y, cuando empezó a sonar More Bounce to the Ounce, comenzó a cocinar y trató de olvidar sus problemas durante un rato.
Más tarde, cuando acabaron de cenar y todos los platos estaban limpios y colocados, Harvath sacó un último asunto de trabajo para la velada. Cuando se enteró de todo lo que rodeaba a Matthew Dodd, pensó que tendría sentido montar vigilancia. Lawlor y Ozbek coincidieron y Harvath estableció los turnos de guardia. Él sería el primero; luego, Ozbek; y, a continuación, Lawlor.
Una vez decidido todo, Lawlor llevó a Ozbek arriba para instalarlo mientras Harvath hacía su ronda. Corrió las cortinas del estudio y limitó la luz de Nichols a la de una pequeña lámpara de mesa.
Recorrió el resto de la rectoría, así como la iglesia, para asegurarse de que todas las puertas y ventanas estaban bien cerradas y, acto seguido, conectó la alarma y se dispuso a iniciar su turno.
Había mil cosas que le habría gustado hacer en el portátil, pero no quería desbaratar su vista nocturna. Tenía que lograr sentarse en el interior de su casa, a oscuras, y mirar por la ventana para percibir las cosas sin impedimentos. El portátil no habría hecho más que dificultarle la capacidad para ver, además de dibujar su silueta con el resplandor de la pantalla y convertirlo en un objetivo claro para quien quisiera dispararle. No era prudente hacerlo.
En cambio, se sentó tranquilamente en la oscuridad con su LaRue M4 en el regazo y pensó en todo lo sucedido.
Al final de su turno, despertó a Ozbek y le entregó el testigo metafórico. Lo familiarizó con el sistema de alarma y, a continuación, echó un vistazo a Nichols. El profesor ya se había tomado varias tazas del puchero de café que Lawlor le había hecho y no mostraba signos de bajar el ritmo a corto plazo. «Eso es por el desfase horario del vuelo», pensó Harvath mientras subía las escaleras a su habitación.
Después de cepillarse los dientes con tan solo una pequeña luz nocturna para iluminar el cuarto de baño, se asomó una última vez a la ventana y se metió en la cama.
No tenía la menor idea de que fuera, en la oscuridad, había un par de ojos que le miraban directamente a él.