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Después de darse la vuelta, dos veces, Harvath empezó a creer que se lo había imaginado todo. Nadie le seguía el rastro.

Cuando estaba a menos de media manzana de su todoterreno, Harvath volvió a mirar a su espalda una vez más y decidió lanzarse.

Con una mano en el llavero del mando a distancia y la otra apretada en la culata de la H&K en el interior de la bolsa, cubrió rápidamente la distancia hasta su Chevy Trailblazer negro.

Una vez verificado que en la calle no había vehículos sospechosos, examinó las aceras en todas direcciones y, a continuación, se acercó al coche. Comprobó los vehículos que había aparcados delante y detrás del suyo. Luego, fingiendo que iba a cruzar la calle, se detuvo de repente, hizo saltar la cerradura del todoterreno, abrió la puerta y se apresuró al interior.

Metió la llave de contacto lo más deprisa posible y arrancó el motor. Los ojos saltaban de los espejos a las aceras de ambos lados. Una furgoneta pequeña venía desde el extremo del bloque que tenía a su espalda y no despegó los ojos de ella mientras daba marcha atrás para abandonar la plaza de aparcamiento.

Detrás de la pequeña furgoneta, varios coches más atrás, había un Nissan azul, que debió de reparar en que alguien dejaba plaza de aparcamiento, puesto que el conductor se detuvo en un stop y encendió el intermitente derecho para indicar sus intenciones.

Harvath esperó a que le sobrepasara la furgoneta y, luego, giró las ruedas delanteras hacia la calle y empezó a abandonar el lugar.

En cuanto lo hizo, el Nissan azul se paró en seco junto a su todoterreno empotrando el morro en el espacio libre para obligarle a mantener la puerta cerrada. Del asiento del copiloto salió a toda prisa un hombre bajo y de piel morena que llevaba un chubasquero y pantalón vaquero. Mientras corría, una de las manos le desapareció debajo de la chaqueta.

Harvath agachó la cabeza justo cuando una ráfaga de balas caía sobre su Trailblazer.

Los disparos fueron realizados todos de una vez, seguramente por el conductor del Nissan y, probablemente, con alguna clase de pistola semiautomática. Al parecer, los tipos no se habían equipado con armamento para caza mayor. Iban a lamentarlo.

Harvath saltó detrás de su asiento, levantó la tapa de la caja Storm y agarró su LaRue M4 modificado.

Cuando volvió a mirar, el tipo del chubasquero ya había sacado el arma y disparaba a través del parabrisas. Harvath apuntó a sus blancos y devolvió los disparos.

Con el silenciador, el arma era asombrosamente sigilosa en comparación con las que utilizaban sus agresores.

Las balas de Harvath encontraron el blanco y puso dos grupos muy apretados en el pecho y la cabeza del hombre del chubasquero. Luego giró el arma hacia su izquierda.

Sacó el M4 a través de la ventanilla rota ignorando las balas procedentes del Nissan y apretó el gatillo. Cuando disparó la última bala, tiró el cargador vacío y lo recargó con otro en un tiempo récord.

Después de girar la cabeza para echar un vistazo rápido en busca de alguna otra amenaza, disparó quince balas más sobre el vehículo de sus agresores y, luego, salió por la puerta de atrás del todoterreno.

Mientras se arrastraba hacia la parte trasera del Trailblazer no dejaba de hacer girar la cabeza como si la llevara sobre una plataforma. «Busca y respira», se decía. «Busca y respira. Que no te sorprendan».

El arma estaba en alto y en posición de disparo cuando se deslizó por la parte posterior del vehículo y se aproximó al Nissan azul. A su alrededor, los estudiantes de la Universidad de Virginia gritaban y corrían en busca de refugio.

Cuando se acercó a la ventanilla, vio que el conductor había recibido múltiples disparos en la cabeza y el torso y que estaba muerto.

A lo lejos, escuchó el alarido entrecortado de los coches de policía que se aproximaban. Abrió la puerta del Nissan y arrastró el cadáver del conductor al pavimento. Lo cacheó, pero no encontró ningún documento de identidad. Supuso que sucedería lo mismo con el socio, que yacía muerto en la acera.

Harvath giró la cabeza a su alrededor una vez más y, en esta ocasión, vio a algún idiota con la cámara de un móvil que estaba tratando de conseguir una foto. Sin pensárselo, levantó el arma y le apuntó.

—Tira eso —le ordenó.

El estudiante, aterrorizado, hizo lo que se le dijo.

—Ahora, piérdete —le ordenó Harvath.

Mientras veía salir corriendo al idiota, se acercó y cogió el teléfono. El ruido de los coches de policía se acercaba. Harvath no tenía mucho tiempo.

Metiéndose en el Nissan, todavía al ralentí, le dio marcha atrás lo suficiente para poder sacar su todoterreno. Luego, con cuidado de no dejar huellas, hizo un barrido rápido del coche en busca de algo que pudiera indicarle quiénes eran esos tipos o para quiénes trabajaban: parasoles, consola central, guantera…, todo estaba vacío.

Cuando retiró el arma del hombre, salió de un salto y utilizó la cámara del teléfono que había confiscado para tomar dos instantáneas del conductor y, luego, otra de las placas de matrícula.

Repitió el proceso con el cadáver del chubasquero, que, como había sospechado, tampoco llevaba documento de identidad, y luego guardó las armas de ambos en la parte trasera de su Trailblazer.

Utilizando dos toallas raídas que guardaba allí envolvió las placas de matrícula delantera y trasera y se introdujo en el todoterreno.

Salió de la plaza de aparcamiento haciendo chirriar las ruedas y puso lo más rápido posible la mayor distancia que pudo entre él y la Universidad de Virginia.