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Hamza Ayyad y Rafiq Said no desconocían el acto de matar. Eran exagentes de inteligencia saudíes versados en todas las facetas del oficio y en las malas artes conocidas por el ser humano.

Además de ser particularmente hábiles arrebatando vidas, eran vigilantes excepcionales que podían aparecer y desaparecer casi a voluntad. Al menos, así era como funcionaban las cosas en Oriente Próximo. En Estados Unidos era un poco distinto.

Aunque ambos tenían un peso medio y rasgos faciales poco llamativos, su aspecto árabe les dificultaba confundirse con la multitud estadounidense, incluso en un campus tan diverso como el de la Universidad de Virginia. Es más, estaban vigilando a un profesional, a alguien que buscaba rastros por instinto.

Cuando Hamza y Rafiq fracasaron en el intento de matar a Andrew Salam entendieron la circunstancia como una ofensa imperdonable. Salam debería haber muerto junto con Nura Khalifa. Lo único que redimió a estos dos agentes saudíes ante los ojos del jeque Omar era la excepcional labor que habían realizado dejando las pruebas de una relación fallida entre el joven y la mujer.

A veces se producían errores, pero no era para eso para lo que pagaban a Hamza y Rafiq. Omar los había llevado a Estados Unidos para obtener resultados. No iba a reaccionar bien ante otro fracaso, razón de más por la que ahora tenían que hacerlo bien.

Vigilar el despacho de Randall Hall y el apartamento del profesor Nichols había sido una tarea tediosa, pero Omar había insistido en ella. La operación de París había sido un fracaso absoluto y el jeque estaba más que enfadado.

Al-Din, el asesino estadounidense a sueldo de Omar, había enviado al jeque por correo electrónico fotografías de las cámaras de seguridad francesas del hombre y la mujer que habían ayudado a Nichols. Omar había dicho a Hamza y Rafiq con toda claridad lo que esperaba que hicieran si se encontraban a Nichols o a cualquiera de sus socios.

Hamza estaba vigilando Randall Hall cuando apareció ese hombre. Tras cotejar su fotografía con la que le había dado Omar, llamó a Rafiq y le ordenó que recogiera el coche y fuera a Randall Hall cuanto antes.

Ambos llevaban pistola, pero solo eran de defensa personal. Hasta las armas de fuego con silenciador hacían ruido y podían llamar la atención. Todos los asesinatos que estos hombres cometían solían ser a poca distancia y casi personales, con sus propias manos o un amplio abanico de armas silenciosas, como cuchillos, agujas, kerambites[9] o cualquier otro de una docena de objetos cotidianos.

Solo por el modo en que el hombre actuaba y caminaba hacia Randall Hall, Hamza podía decir que era un profesional. Estaba en forma y era ágil, permanecía alerta y se le veía la cautela en la mirada. Aunque la ropa informal que llevaba le ocultaba la figura corporal, también se veía que tenía una complexión fabulosa. Aun con la ventaja del factor sorpresa, Hamza sabía que no sería fácil matarlo. Había demasiadas cosas que podían salir mal, pese a que era algo que no podía permitirse. Esa fue la razón por la que llamó a Rafiq. Juntos, los dos podrían abatirlo sin incidentes.

Así fue hasta que abandonó el edificio, de repente.

El hombre había pasado en el interior menos de diez minutos. Mientras Hamza esperaba y se situaba a una distancia de seguridad a su espalda, utilizó los auriculares Bluetooth para mantener una conversación con Rafiq y tenerle informado de su posición.

Vestido con pantalón vaquero y botas de senderismo y cubierto con un chubasquero sobre una camisa también vaquera, Hamza llevaba una mochila pequeña para confundirse mejor con el grueso de población estudiantil. Un efecto colateral favorable de los ataques del 11 de septiembre era que, aunque los estadounidenses desconfiaban más de las personas con aspecto musulmán, se habían impuesto semejante política de gestos políticamente correctos que hasta la policía del campus, temiendo posibles demandas por discriminación profesional y personal, se lo pensaría varias veces antes de interrogar a alguien con el aspecto de Rafiq o Hamza. En consecuencia, los dos matones saudíes habían logrado deambular por el campus de la Universidad de Virginia impunemente.

Ahora, el problema era cómo capturar al objetivo. Atrapar a alguien en una vía pública abarrotada de Riad o Medina era extremadamente complejo. En Estados Unidos, era casi imposible. Habría que amenazar al objetivo para meterlo en su vehículo o llevarlo a la fuerza a un lugar apartado donde pudieran eliminarlo.

Hamza estaba sopesando la posibilidad de acercarse lo suficiente para utilizar el cuchillo cuando, de repente, el sujeto se dio la vuelta.