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Washington, D. C.

Era justo antes de las nueve y media de la mañana cuando el Bombardier tocó tierra en el Aeropuerto Internacional Ronald Reagan.

Una representante de la compañía Signature Flight Support recibió a Harvath y Nichols junto al avión. Los guió deprisa hacia el control de pasaportes y la zona de pasajeros de aviación privada y, cuando ambos declinaron educadamente una invitación a desayunar y darse una ducha caliente, los acompañó al exterior, donde los esperaba un Buick gris.

Los hombres arrojaron las maletas en el maletero y Harvath se sentó en el asiento del copiloto, mientras que Nichols se recostó en el trasero.

—¿Qué tal el vuelo? —preguntó Lawlor mientras quitaba el freno de mano.

—Mejor que en un Hércules C-130 helado cualquier día de la semana —respondió Harvath mientras se despegaba los postizos y le presentaba a Anthony Nichols.

Cuando se incorporaron a la avenida George Washington Memorial Parkway, Harvath preguntó por Tracy.

—Los médicos del Hospital Americano se han puesto en contacto con sus cirujanos de aquí —dijo Lawlor—. La siguen teniendo en observación.

—¿Ha desaparecido el edema?

—No tanto como les gustaría. Han empezado con una medicación nueva.

A Harvath no le gustó cómo sonaba.

—¿Tiene dolores?

Lawlor negó con la cabeza.

—Al parecer, el dolor es lo único que han conseguido controlar.

—¿Has hablado con ella?

—No, pero sí alguien de la embajada. Se mantiene firme y no dice nada a nadie.

Harvath miró los veleros y demás embarcaciones que moteaban el Potomac, pese a que el cielo estaba cubierto.

—¿Cómo la tratan las autoridades francesas?

—El tratamiento médico es todavía lo primero y principal. Pero con tres policías muertos y un puñado de civiles asesinados y heridos en el atentado, hay sectores que presionan para que se permita interrogarla.

—Supongo que tengo que entenderlo —reconoció Harvath.

—Cuanto antes hagamos lo que tenemos que hacer —replicó Lawlor—, antes podremos darles a los franceses lo suficiente para confiar en que liberen a Tracy.

¿Confiar?

—Ya sabes lo que quiero decir —dijo Lawlor un tanto crispado.

Los hombres realizaron el resto del trayecto en silencio.

Cuarenta minutos más tarde, Lawlor giró hacia la acera y acabó de rodar hasta un stop que había enfrente de una puerta con candado y sin letreros.

—¿Quieres hacer los honores? —preguntó mostrando una llave.

Harvath la cogió y salió del coche. Tenía un sentimiento agridulce por volver a casa sin Tracy después de tanto tiempo.

Harvath abrió la puerta y la empujó hasta dejar una abertura suficiente para que Lawlor la atravesara con el coche.

Al pasar rozando casi también a Harvath, bajó la ventanilla.

—¿Quieres volver a subir, o prefieres caminar?

—Creo que caminaré —dijo Harvath.

Vio el cartel de la empresa de seguridad que gestionaba su alarma tirado sobre la hierba y volvió a clavarlo en el suelo para, a continuación, cerrar de nuevo la puerta.

Vio cómo Lawlor y Nichols desaparecían por el paseo en curva y arbolado y empezó a caminar.

Bishop’s Gate, que era como se conocía a esa finca, era una iglesia pequeña, de piedra y del siglo XVIII asentada en varias hectáreas que daban al río Potomac, justo al sur de la finca Mount Vernon de George Washington. Era un edificio gemelo de otra pequeña iglesia de Cornualles llamada St. Enodoc.

Desde que fuera bombardeada durante la guerra de Independencia de Estados Unidos por su condición de guarida de espías británicos, Bishop’s Gate siguió en ruinas hasta 1882, cuando la Oficina de Inteligencia Naval u ONI, por sus siglas en inglés, la reconstruyó en secreto y la convirtió en una de las primeras escuelas de adiestramiento de oficiales encubiertos.

Al final, la ONI creció demasiado para la extensión de Bishop’s Gate y aquella iglesia rechoncha pero elegante, con la rectoría anexa, fue relegada a archivo de documentos antes de quedar vacía y abandonada.

Como muestra de reconocimiento por todo lo que Harvath había hecho por su país, el presidente Rutledge cedió la totalidad de Bishop’s Gate a Scot mediante un préstamo oficial de noventa y nueve años por un alquiler simbólico de un dólar anual. Lo único que se exigía a Harvath era que mantuviera la finca en un estado acorde con su tradición histórica y que desalojara las instalaciones en un plazo de veinticuatro horas si en algún momento se lo notificaba, con motivo o sin él, su legítimo propietario: la Armada de Estados Unidos, Habían pasado más de cincuenta años desde que la Armada hubiera hecho de Bishop’s Gate algún uso distinto del de cementerio de documentos, pero Harvath se sintió abrumado por el regalo del presidente. Sin incluir el garaje, el inmueble compuesto por la iglesia y la rectoría anexa disponía de más de mil doscientos metros cuadrados de espacio habitable. Lo único que tenía que hacer Harvath era asegurar que se cortara el césped y que se pagara puntualmente la renta de un dólar anual.

Mientras recorría el camino de acceso para vehículos, se acordó de la generosidad del presidente y de todo lo que habían pasado juntos durante años. Aunque todavía tenía resentimientos por el modo en que le habían tratado, se preguntaba si Tracy tendría razón. Quizá había llegado el momento de perdonar a Jack Rutledge y pasar página.

Harvath depositó la mirada en su casa, que aparecía tras la última curva del camino arbolado. Bishop’s Gate era aún más hermosa de lo que recordaba.

Lawlor y Nichols le estaban esperando de pie ante la puerta principal.

—Tienes llave —dijo Harvath mientras se acercaba—. ¿Qué estáis haciendo ahí fuera?

—No me parecía correcto —dijo Lawlor—. Al fin y al cabo, es tu casa.

Harvath cogió la llave de Lawlor y abrió la robusta puerta principal. Cuando entró, le recibió el denso aroma a piedra y madera.

Colgado en la pared del vestíbulo había un fabuloso trozo de madera que había descubierto en el desván de la rectoría con un lema de unos misioneros anglicanos grabado: Transiens Adiuvanos, «marcho al extranjero para prestar ayuda».

Lo encontró la primera vez que fue, y le impresionó porque era una señal de lo que Bishop’s Gate y él estaban llamados a ser. Era un augurio de la carrera que Harvath había escogido desarrollar.

Durante un instante se acordó de por qué había dedicado su vida a combatir la amenaza terrorista contra Estados Unidos en su propio territorio y en el extranjero.

También se acordó de Tracy y de cómo en lugar de obligarle a escoger entre ella y ayudar al presidente, se había apartado desinteresadamente de la ecuación. Harvath se concedió una brizna de fe en que tal vez pudiera desarrollar la carrera que quería y mantener con éxito una vida familiar plena.

—¿Qué hicisteis Tracy y tú con Bullet? —preguntó Lawlor, que había seguido a Harvath al interior e interrumpió su curso de pensamiento.

—¿Quién es Bullet? —preguntó Nichols mientras admiraba la extraordinaria iglesia antigua.

—El perro más grande que haya visto en su vida, incluyendo los de peluche —contestó Lawlor—. Lo llaman pastor del Cáucaso. El Ejército ruso y la antigua patrulla de fronteras de Alemania Oriental los adoraban. Son rápidos como el diablo, inteligentes e increíblemente fieles. Esos bichos pueden llegar a pesar noventa kilos y levantan más de un metro desde el suelo hasta el lomo.

Nichols emitió un silbido de asombro.

—Lo tienen Finney y Parker —contestó Harvath.

—Son buenos tipos —dijo Lawlor con una sonrisa—. Seguramente Dogzilla[7] les habrá dejado la despensa y la casa vacías.

—¿Dónde encontró un perro así? —preguntó Nichols.

Harvath miró a las escaleras, hacia el dormitorio en el que estaba durmiendo cuando dispararon a Tracy, y dijo:

—No pregunte.

No tenía ánimo para hablar de su extraña relación con un enano que se llamaba Nicholas y se dedicaba a la compraventa de información altamente secreta, a quien todo el mundo en el entorno de los servicios de inteligencia conocía como el Trol.

—Metí provisiones en la nevera —afirmó Lawlor—. Dejadme que haga un poco de café y hablamos sobre lo que tenemos que hacer.

—Qué bien suena eso —replicó el profesor.

—Volveré enseguida —dijo Harvath mientras se marchaba. Antes de poder hablar sobre lo que se avecinaba necesitaba estar solo unos cuantos minutos para poner en orden sus pensamientos y asimilar que había vuelto a casa.