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Dodd hundió la navaja hasta el fondo y la arrastró realizando un corte fácil en la garganta de la mujer, que le seccionó la tráquea y las carótidas.

Enseguida, desconectó el micrófono y el transmisor.

Mientras la mujer moría desangrada, el asesino tendió su cuerpo en el suelo y le quitó la camisa para quedarse con su chaleco antibalas. No sería de su talla, pero era mejor que nada.

La mujer llevaba una Glock 19, un silenciador y dos cartuchos adicionales, pero ningún tipo de identificación. Aunque Dodd no podía estar seguro, pensó que era de la CIA. La única pregunta era cuántos más habían ido con ella.

Cuando se puso el chaleco manchado de sangre, Dodd se ajustó la radio de la mujer en el cinturón, se colocó el auricular y envolvió el botón de transmisión en torno a su índice izquierdo.

Mientras se abrochaba el chaleco, observó el equipo de imagen térmica. Era un bonito aparato, caro. Quienquiera que fuese esa mujer, Dodd estaba ahora más convencido de que era de la CIA. La única razón para no llevar placa de identificación era porque se trabajaba clandestinamente, y nadie más que la CIA trabajaba de forma encubierta con ese tipo de equipamiento. Era la clase de dispositivos que decían a gritos que se trataba de una operación de seguridad o de inteligencia muy sofisticada.

Dodd levantó los ojos y examinó su apartamento. Contabilizó dos núcleos de calor en el interior. Despacio, hizo un barrido por los alrededores.

Tres era un número inusual de personas para desplazarse, incluso para la CIA. Si no hubiera sido por el vehículo mal aparcado que había visto cuando regresaba a casa desde el aeropuerto, quizá nunca hubiera reparado en que la mujer vigilaba su apartamento.

Dodd conocía casi todos los coches de su barrio, lo que hacía que los que no pertenecían al lugar resaltaran aún más. El Denali negro tenía placas de matrícula de Virginia y estaba aparcado al lado de una boca de incendio. Todo el mundo en Butchers Hill sabía lo difícil que era encontrar aparcamiento, pero también sabía lo inmisericorde que era la policía a la hora de poner multas y utilizar la grúa. El dueño de ese vehículo era, sin duda, un recién llegado al barrio o alguien que tenía mucha prisa.

Lo que también llamó la atención de Dodd fue que habían caído unas cuantas gotas de lluvia en algún momento de la tarde. Todos los coches tenían el suelo seco por debajo salvo el Denali, lo que significaba que había aparcado hacía poco. La única confirmación que necesitó fue poner la mano encima del capó, todavía caliente.

El asesino obtuvo su larga navaja del neceser de afeitado. No tardó mucho en localizar a la vigilante y deshacerse de ella. Ahora había llegado el momento de eliminar a quien estuviera en su apartamento.

Seguro de que su adversario creía que estaba cubierto en el exterior, atravesó la calle y se dirigió a la entrada principal. Con el aparato de visión bajo el brazo, colocó el silenciador en la Glock y se metió los cargadores adicionales en la cintura para poder cogerlos con rapidez en caso de que los necesitara.

Dodd abrió la entrada principal y se deslizó al interior. Conocía todos y cada uno de los escalones que crujían hasta su apartamento y ascendió como un fantasma.

Abrió bien los ojos para buscar toda clase de detectores de movimiento portátiles que pudieran haber colocado en la escalera, pero no vio ninguno. Cuando llegaba al último descansillo, se colocó el dispositivo de visión delante de los ojos y volvió a buscar formas en el interior del apartamento. Las encontró justo cuando ponía el pie en la tercera planta.

Adentrándose en el vestíbulo para realizar el mejor disparo posible, levantó el arma frente a la pared y empezó a apretar el gatillo.