Baltimore, Maryland
Sábado
Las pelotas de Matthew Dodd no eran solo grandes, eran enormes. Hacer creer a la CIA que había sido asesinado era una cosa, pero vivir a menos de ochenta kilómetros de Langley era la cima absoluta del orgullo desmesurado; y Aydin Ozbek estaba convencido de que eso era exactamente lo que haría caer a Dodd.
El asesino había tenido mucho cuidado de borrar sus huellas, pero no el suficiente. La mayor parte de los escondites para intercambios y lugares de reunión que Dodd había establecido con Salam mientras se hacía pasar por su reclutador del FBI estaban en Baltimore y alrededores. Eso le había dado que pensar a Ozbek.
«¿Por qué Baltimore?». La respuesta más lógica era porque Baltimore no era Washington, D. C. Allí había demasiadas personas que podrían haber reconocido a Dodd. Es más, Salam había identificado a Dodd directamente por la foto de su ficha de la CIA, lo que significaba que nunca se había disfrazado cuando se veían. El asesino era lo bastante inteligente para saber que pocos disfraces resistían cuando se estaba expuesto a la vista durante periodos prolongados. De modo que, cuanto más lo pensaba Ozbek, más sentido tenía Baltimore. No solo estaba cerca de Washington, D. C, sino que probablemente allí era más fácil perderse que en cualquier otro lugar que estuviera a menos de una hora en coche.
En la oficina del Departamento de Seguridad Interior, Ozbek puso a su equipo a señalar en un mapa la localización de todos los escondites de intercambios y puntos de encuentro en los que Salam recordaba haber estado. Había un par de ellos en Washington, D. C, pero solo estaban instituidos para emergencias.
La preeminencia de actividad en la zona de Baltimore convencía a Ozbek de que era la base principal de operaciones de Dodd. Tenía que vivir en algún lugar próximo.
Aunque albergaba pocas esperanzas de encontrarle, Ozbek hizo una búsqueda de propiedades a nombre de Dodd y de cualquier otro de sus alias, conocido o presunto, incluido su nombre musulmán, Majd al-Din. Como no arrojó ningún resultado, Rasmussen bromeó diciendo que no sería indigno del asesino haber adquirido alguna propiedad bajo los nombres del jeque Omar, Abdul Waleed o, incluso, el del propio Andrew Salam. Todos esos nombres resultaron también un descalabro, como cualquier propiedad inmobiliaria a nombre de alguna de las mezquitas de Omar, la FAIR o la tapadera de McAllister & Associates.
Era más que probable que Dodd tuviera algo alquilado bajo un nombre falso que desconocieran, lo que hacía casi imposible encontrarlo.
O eso pensaban.
Fue Stephanie Whitcomb quien sugirió escarbar en las oficinas de crédito y los servicios de seguimiento de inquilinos a través de Internet. Si Dodd tenía algo alquilado, a menos que viviera en un auténtico hotel de mala muerte su casero se habría ocupado en persona de buscar sus antecedentes.
La búsqueda arrojó tres coincidencias en la zona de Baltimore. Dos pertenecían a un par de compañeras de alojamiento internas de la Fundación de Amistad Islamo-Estadounidense; y la tercera correspondía a un hombre llamado Ibrahim Reynolds, que declaraba estar contratado por la mezquita de Um al-Qura de Falls Church, en Virginia.
Investigaciones posteriores revelaron que el Ibrahim Reynolds original, cuyo nombre y número de la seguridad social de la solicitud de alquiler eran falsos, había muerto a los dos meses de nacer en San Diego, California. Era la grieta que estaban buscando.
Y, en recompensa, Ozbek decidió permitir que Whitcomb los acompañara cuando acudieran al apartamento de Dodd, aun cuando Rasmussen se mostrara absolutamente contrario a implicarla.
Si Ozbek hubiera podido prever lo que le esperaba, habría coincidido.