Cuando Dodd alcanzó la esquina, había llegado a la conclusión de que si Nichols y el libro no habían abandonado ya el país, lo harían muy pronto. El asesino reflexionaba todavía sobre si podría interceptarlo cuando dobló la esquina e, inmediatamente, se le puso la piel de gallina.
No importa si vio primero el Opel aparcado en doble fila o la culata fija del H&K MP-5A2 apuntando a su cabeza. El instinto de Dodd ya había asumido el mando.
Como si le hubieran clavado dos alfileres, las rodillas del asesino se plegaron y todo su cuerpo cayó al suelo. El puño derecho estalló y conectó con los testículos del atacante. Una vez caído el primero de los dos hombres de aspecto norteafricano, Dodd agarró la pistola del otro y le retorció la muñeca. El cuerpo del hombre la acompañó y el asesino sacó su pistola con silenciador y le metió detrás de la oreja una bala que le mató en el acto.
Al volverse, justo cuando el otro individuo levantaba su arma al aire, volvió a apretar el gatillo y colocó otra bala justo debajo de la nariz del agresor.
Fue un espectáculo de muerte exquisitamente coreografiado en el que pocas personas podían igualar a Dodd. Cuando el cadáver del segundo hombre golpeó en el suelo, el aliento y el pulso del asesino recobraron su ritmo normal. Matar no era para Dodd una experiencia emocional, sino física.
El asesino buscó a ambos lados de la calle si había testigos. Al no ver a nadie, se acercó al coche, que estaba con el motor en marcha, y reventó el maletero. Con rapidez, recogió a los dos muertos y los amontonó en el interior junto con sus armas.
Buscó en los bolsillos y encontró dos juegos de acreditaciones que los identificaban como agentes de los Renseignements Généraux. Formaban parte de la unidad Milleux Intégristes Violents o Entornos Fundamentalistas Violentos, encargados de vigilar las mezquitas francesas.
Dodd cerró el maletero, abrió la puerta del copiloto y se deslizó al interior. En el asiento trasero había dos bolsas que contenían equipamiento de vigilancia de alta tecnología. Montado sobre los asientos delanteros había un pequeño ordenador conocido en la jerga de los cuerpos de seguridad como MDT, que corresponde a las siglas inglesas de Terminal Móvil de Datos.
Como en cualquier otro coche patrulla de policía, la MDT estaba conectada a una red inalámbrica que permitía a los agentes de los RG enviar nombres, fotografías u otra información, así como comunicarse con el personal de oficinas y del cuartel general.
El asesino revisó la última serie de comunicaciones. A los dos agentes que acababa de matar les habían encomendado vigilar la mezquita Bilal y grabar a los feligreses a la salida de la plegaria del viernes. Iban camino de la mezquita cuando les informaron del tiroteo.
Dodd había subestimado el tiempo de reacción de las autoridades francesas. Sabía que los RG no tenían suficientes efectivos para vigilar las mil setecientas mezquitas y lugares de culto musulmán a diario, de modo que cuando reconoció el terreno para vigilar la mezquita Bilal poco antes de entrar en el café de enfrente y no vio nada, supuso que no estaba en la lista de los RG para aquella noche.
Con todo, eso no significaba que no pudiera haber agentes de paisano en el interior de la mezquita, pero dado el caos posterior, habrían pasado apuros para identificarlo como el pistolero a menos que hubieran estado justo a su lado, y aun así, iba disfrazado.
En todo caso, alguien le había dado a los RG una descripción suya, y los dos agentes habían empezado a buscarle en el momento en que recibieron la llamada. Aquella emboscada precipitada había sido una mala idea e iba a costarles a los RG algo más que dos agentes muertos.
Después de haber probado sin éxito en otras ocasiones entrar en el servidor de los RG, ahora tenía la puerta abierta. Buscó todas las alertas emitidas desde el atentado con bomba de aquella mañana y las estudió.
Al cabo de unos minutos logró formarse una imagen de todo lo que sabían la policía y los servicios de inteligencia franceses.
Observó que había cometido un error en el Grand Palais y que le habían grabado en vídeo, pero solo de perfil. Las autoridades tenían imágenes muy nítidas de Nichols, así como del hombre y la mujer que le ayudaban.
Con todo el dispositivo de búsqueda que se había desplegado sobre ellos, no podrían desplazarse siquiera en monopatín sin que los detuvieran.
Aun así, el hombre del café que trabajaba con Nichols había sido lo bastante astuto para disfrazarse. Él también había sido lo suficientemente inteligente para escabullirse de la estampida de la mezquita. Dodd tenía que volver a valorar a qué se enfrentaba. Nichols tenía ayuda, y se trataba de ayuda bien adiestrada. Eso no lo había previsto.
El asesino pasó a la alerta más reciente y descubrió con sorpresa que la mujer había sido detenida.
Se le atribuía el nombre de Tracy Elizabeth Hastings, una ciudadana estadounidense de veintisiete años. La alerta indicaba que estaba detenida en el Hospital Americano de París, pendiente de tratamiento médico.
Dodd consideró un instante la posibilidad de acudir al hospital, pero cambió de opinión enseguida. Aunque es probable que pudiera introducirse allí sin ser visto, los riesgos vinculados a acceder a la mujer y sacarla de allí eran demasiado grandes.
Aun cuando lo consiguiera, ¿qué haría con ella? ¿Intercambiarla por el libro? ¿Qué pasaba si Nichols había copiado ya la información que necesitaba? Demasiadas incógnitas.
En lo que tenía que concentrarse Dodd era en Nichols. Y antes de que el asesino decidiera qué hacer con él, tenía que obtener el mejor mapa del campo de batalla. Tenía que saber lo máximo posible de lo que Nichols sabía. Pero ¿cómo hacerlo?
Dodd levantó la vista para mirar por los retrovisores y a su alrededor, y luego volvió sobre la MDT. Mientras lo hacía, le llamó la atención algo del armazón rugoso y recubierto de caucho.
Le recordó el portátil que había arrebatado a Marwan Khalifa justo después de matarlo en Roma; y le dio una idea.
Con la precaución de ocultar su rastro utilizando como protección una serie de servidores intermedios, buscó en Internet alguna noticia sobre la muerte de Khalifa.
Había información sobre el incendio de los Archivos del Estado de Italia en varios diarios italianos, y aunque un puñado de artículos señalaba que se habían descubierto algunos cuerpos en el lugar de los hechos, todavía no había nada que identificara a uno de ellos como el del profesor Marwan Khalifa.
Sabiendo eso, Dodd empezó a pergeñar un plan. Recordaba el correo electrónico que Nichols le había enviado a Khalifa. Si Nichols conseguía regresar a Estados Unidos, había muchas razones para creer que seguiría pensando en mantener la cita del lunes con Khalifa en la Biblioteca del Congreso.