París
Dodd había encontrado al director de la mezquita Bilal en su despacho.
—¡La policía está en camino! —gritó a Dodd en francés cuando el asesino dio una patada a la puerta y entró en la oficina.
—Vendrán inmediatamente —replicó Dodd mientras cerraba la puerta al entrar—, pero no antes de haber acumulado muchos efectivos. Su barrio no tiene precisamente la mejor reputación. Francamente, la policía tiene el mismo miedo a venir aquí que todos los demás.
Namir Aouad vio el arma del intruso.
—¿Qué quiere?
—¿Por qué vino aquí el americano?
—¿Qué americano?
Dodd sacó el silenciador de debajo de la camisa y lo ajustó en el cañón de la pistola.
—¿Por qué vino aquí? —repitió.
Al asesino no le gustaba que le mintieran. Levantó su H&K y abrió fuego, incrustando una bala justo encima de la cabeza del director de la mezquita.
—Dígame por qué vino aquí el americano o encontraré un sitio distinto de la pared para el próximo disparo.
Aouad examinó la barba tupida, la ropa y la gorra islámica característica del hombre.
—Usted parece musulmán.
—Lo soy.
—Entonces no puede dispararme —afirmó Aouad—. Está prohibido que un musulmán haga daño a otro musulmán.
Por un instante, la mente de Dodd recaló en su esposa e hijo fallecidos y en la imagen que tenía de su muerte. Sus ojos adquirieron un aire glacial.
—Cuando se escoge ayudar a un infiel antes que a otro musulmán, ya no se es musulmán.
—Yo no he ayudado a ningún infiel —protestó el director.
—Hábleme de René Bertrand.
Los ojos de Aouad miraron arriba y a la derecha.
—No conozco a ese hombre.
Dodd levantó la pistola antes de que Aouad hubiera terminado de mentir. Apretó el gatillo y metió una bala en el hombro del director de la mezquita.
Aouad gritó de dolor mientras se llevaba la mano a la herida. Al cabo de unos segundos, una mancha oscura y húmeda empezaba a extenderse por el jersey. Retiró la mano y casi se desmayó al ver la sangre.
—El americano vino a por el libro —gimió—. Vino a por el libro.
El asesino estaba sorprendido.
—¿Bertrand le dejó el libro a usted?
—Por favor, necesito una ambulancia —suplicó el director de la mezquita herido.
—Si no contesta a mis preguntas necesitará un coche fúnebre —amenazó Dodd.
—Los propietarios me entregaron el libro para que lo custodiara.
—Querrá decir quienes lo robaron —aclaró el asesino.
El director de la mezquita asintió con impaciencia. Perdía mucha sangre y no quería que le volviera a disparar.
—¡Por favor! Necesito una ambulancia —repetía.
Dodd no prestaba atención. Estaba demasiado ensimismado en sus pensamientos. El asesino no podía creer que el libro hubiera estado en la mezquita todo ese tiempo. ¡Si lo hubiera sabido!
—Nosotros habríamos pagado mucho más por el libro.
Aouad estaba confuso.
—¿Ustedes?
—Sí, idiota —gritó el asesino mientras volvía a levantar la pistola—. ¿Quién era? ¿Cómo entró Bertrand en contacto con él? Debo conseguir el libro.
Aouad empezaba a marearse.
—No está. El americano me lo robó —dijo señalando la caja de madera que se encontraba sobre el archivador.
El asesino atravesó la sala hasta el archivador.
—Por favor —gimoteaba Aouad—. Déjeme llamar a una ambulancia.
—¡Cállese! —espetó el asesino.
Abrió la tapa y miró en el interior. Encima de un trozo de tela avejentado había un libro antiguo. La tapa estaba en mal estado y descolorida.
Dodd era un experto en muchas cosas, pero los libros raros no eran una de ellas. Solo tenía algunos recuerdos de lo que René Bertrand le había enviado por correo electrónico para que se interesara. Cuando abrió el Quijote y examinó las primeras páginas, no podía entender de qué hablaba el director de la mezquita. Eran exactamente como las recordaba.
Sin embargo, al pasar esas páginas se imaginó enseguida lo que había sucedido. Las primeras páginas estaban pegadas en el libro, y no encuadernadas. Era una falsificación.
—Idiota —rugió mientras se volvía para mirar a Aouad.
El director de la mezquita abrió la boca para contestar justo cuando el asesino, iracundo, se la llenó con cuatro balas de la pistola con silenciador.
Matthew Dodd esperó a recuperar el aliento para tranquilizarse y, a continuación, borró sus huellas de todas las superficies que había tocado. Abandonó el despacho del director, dejó la mezquita y salió a la calle.
Culpaba a Omar de esto, de todo. Si le hubiera hecho caso desde el primer momento, este asunto del libro ya estaría concluido.
Empezó a caer una lluvia fría, pero no sirvió para aplacar la ira de Dodd. Nichols y su gente tenían ahora el libro. El asesino podía echar la culpa a quien quisiera, pero, en última instancia, había fallado y no le gustaba el sabor del fracaso; sobre todo, cuando estaba en juego algo tan importante.
Dodd empezó a caminar. Necesitaba tranquilizarse. Mientras andaba, estaba tan ocupado echando chispas que casi no reparó en el Opel de color azul oscuro que le adelantó a toda prisa, conducido por dos hombres de aspecto norteafricano.
Como decidió que no representaba una amenaza, archivó el coche y sus dos ocupantes en el fondo de su mente y concentró su atención en lo que iba a hacer en relación con ese libro.
Calle arriba, el Opel dobló la esquina y desapareció de la vista.