Cuartel general de la policía local
Washington, D. C.
—Hay un montón de fotos ahí dentro —dijo Aydin Ozbek—. Tómese su tiempo.
—No —contestó Andrew Salam dando la vuelta al ordenador—. Es él.
—¿Está seguro? —preguntó Rasmussen.
—Afirmativo. Ese es el tipo que me reclutó.
Ozbek miró a Rasmussen y, luego, volvió la vista de nuevo a Salam.
—Sé que ha hablado de esto a fondo con el FBI, pero necesitamos que vuelva a contárnoslo otra vez. Necesitamos saber cómo se comunicaba con él, cuándo y dónde se veían, si fue alguna vez a su casa o a su oficina… ¿Fue usted alguna vez a su casa o a su oficina? Todas estas cosas.
—Usted sabe quién es ese tipo, ¿verdad? —preguntó Salam—. Es de la CIA, ¿no?
—Vayamos paso a paso —dijo Rasmussen.
—A la mierda con paso a paso —replicó Salam—. Sabe que le estoy diciendo la verdad. El hecho de que reconozca al tipo lo demuestra.
Examinó los rostros de los hombres que tenía delante. Había algo en todo esto que no alcanzaba a comprender. Luego, de repente, se le ocurrió.
—Santa mierda. Mi reclutador es su asesino, ¿verdad? Él y al-Din son la misma persona. Esa es la razón por la que han vuelto a hablar conmigo.
—No sabemos nada de eso con seguridad —respondió Rasmussen.
Salam se rió.
—Durante todo este tiempo, el FBI estaba aterrorizado por si era uno de los suyos, y ahora resulta que es uno de los de ustedes.
—Todavía estamos encajando las piezas…
Ozbek interrumpió a su colega.
—El hombre a quien identificó usted en esa fotografía es Matthew Dodd. Simuló su muerte y desapareció hace poco más de cinco años.
—Más o menos en el momento en que se convirtió al islam —apuntó Salam.
—Si lo que usted nos ha dicho es cierto, entonces parece encajar en el tiempo.
—Como también encaja con el momento de mi reclutamiento y el inicio de la Operación Cañón de Cristal.
Ozbek asintió con un gesto, lento.
—Más o menos.
—Entonces, eso es todo. Tienen sus pruebas —afirmó Salam—. Soy inocente. Pueden sacarme de aquí.
—Identificar a Dodd como su reclutador es una cosa. Otra muy diferente es demostrar que fue él, o que a Nura Khalifa la mató alguien distinto de usted.
—Pero ustedes pueden ayudarme —insistió Salam—. Si le dicen al FBI que Matthew Dodd era mi reclutador, servirá para demostrar que digo la verdad.
—No tenemos que decirles nada —contestó Rasmussen.
Ozbek lo tranquilizó. Apoyó los codos sobre la mesa, entrecruzó las manos e hizo descansar la barbilla sobre los pulgares.
—Tal vez podamos ayudarle —dijo pensando un poco—; pero, primero, tiene usted que ayudarnos.
—¿Con qué?
Rasmussen le miró.
—No se haga el tonto, señor Salam.
Una vez más Ozbek quiso restarle protagonismo.
—Ya tenemos una idea bastante acertada de dónde está Dodd. Quizá sepamos incluso quién es su objetivo…
—¿Es el profesor Khalifa? —interrumpió Salam—. ¿Tenía razón Nura con lo de que era su tío?
—Tenemos motivos para creer que el profesor Khalifa ya está muerto y que puede haber otro objetivo.
—Así que Nura estaba en lo cierto —dijo Salam, más para sí que para los agentes de la CIA.
—No sabemos si Dodd lo mató —contestó Ozbek—. No con certeza. No todavía. Pero creemos que aquí hay en juego algo más importante, y tenemos que saber qué es ese algo.
Salam miró a su interrogador.
—¿Y usted cree que yo puedo ayudarle a averiguarlo?
—Tal vez sí, o tal vez no —respondió Ozbek—. Pero quizá pueda usted señalar en la dirección adecuada.
—Dándoles la misma información que le he dado al FBI.
Ozbek hizo un gesto afirmativo.
Pese a haber sido engañado por el presunto reclutador del FBI, Andrew Salam no era idiota. De hecho, distaba mucho de serlo.
—¿Cómo sé que no se llevarán la información que les dé, encontrarán a Dodd, lo meterán en una trituradora de algún lugar y, luego, negarán que haya existido esta conversación?
—En realidad, no le queda mucha elección —dijo Rasmussen—. Va a tener que confiar en nosotros.
Salam volvió a reírse.
—Sí, muy bien. Tal como yo lo veo, tengo muchas alternativas. Puedo hablar con el FBI, con la policía local de Washington, D. C, o esperar hasta que por fin me asignen un abogado y, luego, hablar con la prensa. Si alguien no tiene mucha elección aquí, creo que es la CIA.
Rasmussen estaba preparando una réplica, pero Ozbek le señaló la puerta.
—Te veré en el coche.
—¿Qué? —replicó Rasmussen.
—Déjanos a solas un rato —dijo Ozbek—. Ve a buscar una taza de café o algo.
Rasmussen permaneció sentado un instante, con gesto de incredulidad. Luego, con un bufido, se puso de pie y abandonó la sala de interrogatorio.
Una vez cerrada la puerta, Salam dijo:
—Al principio pensé que ustedes estaban bien, pero él está empezando a convertirse en un imbécil.
La especialidad de Rasmussen era trabajar sobre el terreno, no en una sala de interrogatorio; y Ozbek dejó pasar el comentario. Se metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta, sacó una cámara digital nueva y la encendió.
—La última vez que estuvimos aquí preguntó usted por su perro —dijo mientras le entregaba el aparato—. Pensé que le gustaría ver esto.
El rostro de Salam se distendió cuando examinaba las fotografías.
—Así que la policía se ha ocupado de él.
—En realidad, no —contestó Ozbek—. Les preocupaba mucho más destartalar su casa. Iban a llevarlo a la perrera, pero yo conseguí arreglarlo. Ahora está con uno de sus vecinos.
—¿Con quién? —preguntó Salam con aprensión.
—Con el anciano de la acera de enfrente.
—¿Quién? ¿El veterano de la bandera de prisionero de guerra?
—Sí —dijo Ozbek—. ¿Hay algún problema?
—No —respondió Salam—. Es un buen tipo. Lo enviaron a Vietnam dos veces. No pensé que yo le importara mucho cuando me mudé allí, pero pasó a verme y siempre ha sido cortés. Gracias.
—De nada. Ahora…
—De todos modos, ¿qué tiene usted con los perros?
—Tengo un labrador negro.
—Bonito perro —dijo Salam—. Inteligente.
—Sí, lo son —contestó Ozbek—. Escuche, Andrew, debe usted saber que el FBI tiene correos electrónicos entre usted y Nura Khalifa, además de alguna que otra prueba que indica que ustedes mantenían una relación personal.
—Eso es ridículo.
—Las pruebas hacen pensar que Nura se reunió con usted para decirle que la relación se había terminado.
—Pero no había ninguna relación —insistía Salam—. Era estrictamente profesional.
Ozbek se encogió de hombros.
—Solo le estoy contando lo que he oído.
—¿Qué alguna que otra prueba tienen?
—Sea lo que sea, parece apuntar a algo así como un crimen desatado por lo de «si no puede ser para mí, que no sea para nadie».
—Pero yo no la maté. Nos atacaron. Ya se lo dije. No soy idiota. Si yo fuera a matar a alguien, y aquí el condicional es clave, ¿cree usted que sería tan imbécil de escoger un lugar en el que tuviera que desconectar las cámaras de seguridad de la policía del parque? Si hubiera querido, ni siquiera habría sabido hacerlo.
»Tiene que creerme. Nura y yo éramos los dos el objetivo. Nos querían muertos y, como yo sobreviví, sembraron toda esa información engañosa para que pareciera que teníamos una relación y que yo quería matarla porque ella iba a dejarme.
—Eso es mucho trabajo —dijo Ozbek.
—Y también desactivar las cámaras de vigilancia del monumento a Jefferson.
Ozbek no podía argumentar contra eso.
—Esta gente no son el puñado de tarados con turbante que los políticos creen que son —prosiguió Salam—. Son extraordinariamente sofisticados y disponen de recursos que ni siquiera se imagina. Si supiera los lugares en los que han conseguido introducir agentes, no podría conciliar el sueño por la noche. Tienen ejércitos de simpatizantes, legiones de defensores, y una de las estrategias más elaboradas con los medios de comunicación y las relaciones públicas. A su lado, los nazis parecen aficionados.
»Es la amenaza más peligrosa a la que se ha enfrentado jamás este país y, sin embargo, me van a ahorcar por tratar de cumplir con mi obligación como estadounidense para vencerlos. Esto no es justicia, son tonterías.
Ozbek le miró.
—Tiene razón. Son tonterías.
—Así que ¿me cree usted?
Ozbek asintió.
—Pero debo ser honesto con usted. Hay un límite en lo que puedo hacer por usted. La investigación es competencia del FBI y la policía local de Washington, D. C. La CIA no tiene ningún tipo de implicación oficial.
—¿Y qué pasa con Dodd? Si le detienen cambiarían las cosas, ¿verdad?
—Probablemente —respondió Ozbek—, pero podría dar marcha atrás y llegar a un acuerdo con la CIA para entregarles algo más valioso.
Salam agitó la cabeza.
—Y yo seguiría jodido.
—Eso sucede. Solo quiero que sea consciente.
—Muchas gracias.
—Andrew, está usted en una situación difícil. A juzgar por las cartas que le han tocado, nadie le culpará en este momento por cerrarse en banda y esperar al abogado.
—¿Por qué me dice todo esto? Si le cuento a la prensa lo de Dodd, podría ser muy embarazoso para la CIA.
—Son chicos y chicas mayores —dijo Ozbek—. Tienen gente que sabe devolver golpes con efecto.
—Aun así —replicó Salam insistiendo en lo suyo.
—Es usted un buen tipo, Andrew. Alguien le ha jodido de lo lindo, pero ha cooperado con nosotros en todas las etapas del camino. Y creo que ha cooperado porque sabe que no ha hecho nada malo. Y lo que es más importante, sabe que lo que hizo era por el bien de su país, y eso es lo que hace la gente respetable de esta nación.
»No puedo prometerle que vaya a lograr desembrollar todo el lío en que está metido, pero si me ayuda, le prometo que haré todo lo que pueda por encontrar a Matthew Dodd y asegurarme de que él y sus colegas islamistas no causen más daños a Estados Unidos.
Salam lo pensó. No tardó mucho. Sabía qué era lo correcto.
—Saque un bolígrafo —dijo—. Va a necesitarlo.