43

Harvath siempre había tenido buena relación con Gary Lawlor. El antiguo subdirector del FBI era amigo íntimo de su familia casi desde que Scot tenía memoria. Y cuando el padre de Scot, un instructor de los SEAL, murió en un accidente de adiestramiento en California, Gary se había convertido en una especie de segundo padre para él.

Cuando el presidente Rutledge decidió crear el Proyecto Apex para combatir a los terroristas con sus propias reglas, apartó a Gary del FBI para ponerlo al mando. Aunque solían embestirse mutuamente para obtener resultados, Scot y Gary trabajaban bien juntos.

Aun así, Harvath no había hablado con Lawlor desde que él y Tracy abandonaron Washington, D. C. Hasta cierto punto, se sentía culpable. Gary siempre había estado al lado de su madre y él. Era severo, pero también justo, y Harvath recordaba que le había sacado las castañas del fuego en muchas ocasiones. Harvath le debía mucho más que una llamada telefónica en este momento.

Era solo una de esas cosas de las que se había alejado. Cuanto más pospusiera la llamada, más difícil iba a resultar hacerla. Gary era uno de esos tipos que se ceñían verdaderamente a las normas. Aunque su labor era tan poco convencional como los terroristas a quienes tenía encargado dar caza, seguía poseyendo un sentido de la honestidad y la legalidad muy arraigado que había ido penetrando en él a lo largo de su dilatada carrera en el FBI. Había hecho algo mejor, aunque solo fuera porque había aprendido a guardarse las preguntas hasta que Harvath consiguiera una misión, o incluso a no formularlas.

Scot sabía que, cuando finalmente volviera a ponerse en contacto con Lawlor, la conversación no versaría sobre el tiempo o los lugares que habían visitado Tracy y él. No le interesaba mucho jugar al mentiroso. Sabía que Gary le apretaría con preguntas correosas acerca de cuándo iba a regresar y qué tenía planeado hacer en el futuro. Esa era seguramente una de las principales razones por las que Harvath había estado evitándolo. Hasta que tuviera respuestas, lo último que le apetecía a Scot era afrontar preguntas.

Pero las cosas habían cambiado y Finney tenía razón. Cualesquiera que fuesen el mensaje o las órdenes en curso que el presidente hubiera dado a Lawlor para que le transmitiera, a Harvath no le quedaba más opción que apartar su animadversión y anteponer el bienestar de Tracy.

Alternando una serie de servidores anónimos, Harvath se conectó a una de sus cuentas de voz sobre protocolo de Internet y marcó el móvil de Gary en Washington, D. C.

El hombre respondió al primer timbrazo.

—Lawlor —dijo con una leve interferencia metálica en la voz.

Harvath se aclaró la garganta.

—¿Gary? Soy Scot.

—¿Estás bien?

—Sí, bien.

—Vale. En Francia te están buscando ahora mismo todos los agentes de policía, gendarmes y agentes de inteligencia. ¿Lo sabes?

—La popularidad es un auténtico coñazo —contestó Harvath.

Lawlor se rió un instante y, a continuación, volvió a ponerse serio.

—Te has metido en problemas graves, chico.

—¿Querías que te llamara enseguida para decirme lo que ya sé?

Las palabras sonaron más duras de lo que Harvath se había propuesto, pero no hizo ningún esfuerzo por suavizarlas.

—Un atentado con bomba esta mañana. Un tiroteo por la tarde. ¿Qué tienes planeado para esta noche?

—¿Qué tal una estampida en una mezquita local?

—No me hagas perder el tiempo —contestó Lawlor.

—Está bien, se me ocurrirá otra cosa —dijo Harvath—. ¿Qué quieres?

—Desapareces del mapa durante meses. Sin despedirte, sin nada. Simplemente abandonas tu BlackBerry y tus acreditaciones con una nota prepotente en la que dices que te has ido a pescar y, ahora, tienes la sangre fría de actuar como si te hubiera interrumpido las vacaciones.

Harvath luchó contra el impulso de justificarse y, en cambio, trató de pensar en Tracy.

—Tienes razón. Lo siento. Debería haberme puesto en contacto contigo.

—Maldita la razón que tienes —respondió Lawlor—. Tienes suerte de que el presidente se sienta en deuda contigo. A ningún otro agente se le habría permitido desaparecer por las buenas como has hecho tú.

—Si hubiera querido podría habernos encontrado. Los dos hemos estado utilizando nuestro pasaporte.

—Dame un respiro, Scot. Seguirte el rastro ha sido como jugar al escondite. Un día apareces en el tablero entrando en un país extranjero y, luego, no se sabe nada durante tres semanas o un mes, hasta que te dejas ver en algún otro lugar el tiempo justo para atravesar otra frontera y que te sellen el pasaporte.

Tenía razón. Harvath y Tracy no se habían establecido del todo en ningún sitio, sino que no habían hecho más que dejar un rastro de polvo.

—Necesitaba algún tiempo para pensar.

—Bueno, se ha acabado el tiempo. Tienes que volver al trabajo —dijo Lawlor—. El presidente necesita tu ayuda.

Harvath se esforzó por mantener el control sobre el tono de voz.

—Ya no trabajo para él. Y, con el debido respeto, tampoco para ti.

—En ese caso, puedes tomarte el tiempo que quieras para pensar. Las cárceles francesas son lugares muy solitarios; sobre todo para un extranjero.

—La actitud de policía malo no funciona mucho conmigo, Gary. Deberías saberlo.

—Y tú deberías saber que las pruebas que han reunido los franceses contra ti no tienen buena pinta. Se podría tardar un par de años en determinar que todos los acontecimientos de hoy han concluido y en celebrar finalmente un juicio por todo lo que se te acusa. Tal vez llegara tu día en los tribunales, pero, según su legislación antiterrorista, hasta que llegue vas a estar sentado en una celda contando los meses. Y, mientras estés allí sentado, circulará que un estadounidense está vinculado a un atentado con bomba que mató a varios ciudadanos y a un tiroteo que se saldó con la muerte de tres policías franceses. No va a ser como mudarse al Ritz.

Harvath empezó a hablar, pero Lawlor lo arrasó con sus palabras.

—¿Y qué pasa con Tracy? ¿Quieres que pase por todo eso también? ¿Es ese el tipo de hombre que eres?

—Dejemos a Tracy al margen de esto —dijo Harvath.

—Demasiado tarde. Está metida. Hasta las rodillas, igual que tú. Seguramente, quizá más ahora. ¿Eres consciente siquiera de que los franceses la tienen bajo custodia?

A Harvath le dio un vuelco el corazón. No le sorprendía, pero tener la confirmación no facilitaba las cosas.

—¿Dónde? —preguntó.

—Se presentó en un hospital parisino hace aproximadamente una hora y se entregó.

—¿Está bien?

—Están haciéndole un chequeo completo —contestó Lawlor—. La policía la tiene vigilada.

Harvath se quedó inmóvil un instante y, a continuación, dijo:

—¿Cómo lo has averiguado?

—Los franceses tienen imágenes de vídeo en las que apareces en el atentado y en el tiroteo del Grand Palais. Dada tu implicación, el presidente me pidió que contribuyera a apaciguar las cosas.

—¿Qué pasa con Tracy? —preguntó Harvath, más preocupado por el bienestar de ella que por el propio—. ¿Qué le va a pasar?

—Van a detenerla, ficharla y hacer todo lo habitual, pero el tratamiento médico es la primera prioridad. Ahora le están haciendo un TAC.

—¿Dónde? ¿En qué hospital?

—De ningún modo —contestó Lawlor—. No llegarías a acercarte ni a dos manzanas.

—No estés tan seguro.

Lawlor sabía que no podía estarlo, pero esa no era la cuestión.

—De acuerdo, quizá llegaras hasta ella, pero no merece la pena correr el riesgo; no ahora mismo. La están atendiendo. Como jefe de la Oficina de Apoyo a la Investigación Internacional del Departamento de Seguridad Interior, el presidente me ha encomendado ayudar a los franceses a coordinar las investigaciones del atentado y el tiroteo del Grand Palais.

—Por lo menos, quiero hablar con ella.

—No es posible. A efectos prácticos, está bajo custodia francesa ahora mismo, y que simplemente esté en un hospital no significa que, por arte de magia, se le conceda un trato más especial que si estuviera en una celda. Además, yo ya he tratado de llamarla. Los polis franceses le quitaron el teléfono de la habitación. Dicen que no quieren que entre en contacto con nadie.

—Eso son tonterías. Sabes que no hemos tenido nada que ver con ninguna de las dos cosas —dijo Harvath.

—Bueno, los franceses tienen un montón de imágenes que les invitan a pensar de otra manera.

—Rutledge tiene que ayudarnos a salir de esta —exigió Harvath—. O, por lo menos, a Tracy. Se lo debe.

—Hablaremos del presidente dentro de un minuto —dijo Lawlor—. Primero, quiero que me cuentes todo lo que ha pasado. Desde el principio.

La antigua vida de Harvath le había succionado de nuevo hasta un lugar en el que ni siquiera podía ver la luz del día. Ahora que Tracy estaba bajo custodia francesa, no había nada que pudiera hacer para combatirlo. Respiró profundamente, se acomodó en la silla para aliviar un poco la presión que sentía en sus maltrechas costillas y empezó a hablar.