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En el trayecto de regreso a París, Moussa no preguntó más que dónde quería Harvath que le llevara. El hombre seguramente tenía muchas preguntas, pero hay que decir en su favor que se las guardó y dejó que Harvath cerrara los ojos y descansara.

Siguiendo las instrucciones de su pasajero, Moussa encaminó el taxi a la isla de Saint-Louis. Llegaron a través del Pont Marie y maniobraron por calles angostas por la Rue Boutarel hasta llegar al Quai d’Orléans. Desde allí, Harvath tenía una vista despejada desde la otra orilla del Sena de la péniche que servía de piso franco de Sargazo. Pidió a Moussa que se detuviera.

Le entregó dos mil euros por encima del respaldo del asiento y dijo:

—Esto debería cubrir los gastos de reparación de tu taxi.

Luego, buscó el tirador de la puerta.

—Adiós, Moussa. Gracias por tu ayuda.

El joven argelino se volvió para decir algo, pero su pasajero ya había salido del taxi.

Harvath caminó hasta la orilla, guardó el Quijote en una bolsa de plástico que encontró en una papelera y, a continuación, lanzó el maletín al río. Con cuidado de no salir de entre las sombras, observó la barcaza unos veinte minutos.

Durante ese tiempo pensó mucho. En su mente daba vueltas sobre todo la pregunta de quién era la gente que seguía el rastro de Anthony Nichols y cómo habían encontrado a Harvath en la mezquita Bilal. Decidió convertirla en una de las primeras preguntas que formularía al profesor una vez que regresara a la embarcación.

Cuando Harvath estuvo seguro de que todo parecía en orden, cruzó el río por el Pont de la Tournelle y vigiló la barcaza unos cuantos minutos más desde enfrente antes de bajar finalmente al muelle.

Harvath se deslizó al interior de la cabina y descendió las escaleras despacio. Encontró a René Bertrand exactamente donde lo había dejado, atado a la silla del comedor. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y parecía estar dormido o muerto. Nichols estaba en la cocina, de espaldas, y Harvath lo sorprendió.

—Me ha dado un susto de muerte —dijo mientras se daba la vuelta y se llevaba la mano al pecho—. ¿Lo ha conseguido?

Harvath levantó la bolsa de plástico.

—¿Cómo está Tracy? —preguntó.

Nichols suspiró y dejó sobre la encimera la taza que estaba llenando de agua caliente.

—Se ha marchado.

¿Marchado? ¿Qué quiere decir con que se ha marchado? —preguntó Harvath mientras abandonaba la cocina y se dirigía al camarote.

Al encender las luces, sus ojos se sintieron atraídos por la cama vacía. Empujó la puerta del cuarto de baño y lo encontró también vacío.

—¿Hace cuánto? —preguntó mientras oía a Nichols entrar detrás de él en la sala.

—Al menos una hora —respondió.

—¿Dijo adónde iba?

—Dijo que tenía que ver a un médico y que usted lo entendería.

Harvath dejó el libro y abrió el falso tabique para sacar el estuche que contenía la pistola.

Nichols adivinó lo que Harvath estaba pensando y añadió:

—También dijo que no quería que fuera tras ella.

—Todos los agentes de policía de esta ciudad tienen fotos suyas en este momento —dijo Harvath mientras sacaba el arma y se la guardaba en la cintura—. ¿Hasta dónde cree usted que puede llegar?

—Seguramente, no muy lejos; y creo que ella lo sabe. También creo que ella siente que, quedándose aquí, no era más que un obstáculo para usted.

—¿Sí? ¿Eso cree? —respondió Harvath con grosería.

—Scot, los dolores de cabeza eran peores de lo que reconocía —afirmó Nichols.

—¿Y usted ahora es médico?

—No quería colocarle en la tesitura de tener que decidir entre ella y lo que debemos llevar a cabo.

Harvath miró a Nichols.

—¿Qué debemos llevar a cabo? —repitió.

—Ella dijo que usted no iba a alegrarse de que se hubiera ido.

—¿Sabe lo que le digo? No vuelva a explicarme nunca más lo que mi novia piensa o siente, ¿de acuerdo? —espetó Harvath mientras atravesaba la sala hasta la mesa, sacaba los auriculares del cajón y encendía el ordenador.

El profesor se dio cuenta de que habían hablado suficiente y salió despacio de la habitación.

Harvath escogió una dirección de correo electrónico del montón de direcciones anónimas que tenía y envió un mensaje al teléfono móvil y al ordenador de sobremesa de Ron Parker.

Pasó un rato hasta que se presentó en la sala de videoconferencias.

—Estás hecho un asco —dijo Parker, que se conectó desde la sala de reuniones de Sargazo en Colorado. No había cumplido los cuarenta, tenía más o menos la misma estatura que Harvath, la cabeza afeitada y barba negra.

Parker solía comportarse como un presuntuoso hasta que comprendía la gravedad de una situación, de modo que Harvath ignoró el comentario.

—¿Por qué has tardado tanto?

—Estaba haciendo un ejercicio de adiestramiento con el Equipo 10 de los SEAL al otro extremo de la finca y mi Ducati no corre más. ¿Qué pasa? Tu mensaje decía que era urgente.

—Tracy se ha ido.

Parker se irguió en el asiento y se inclinó hacia la cámara.

—¿Qué ha pasado?

—Se marchó mientras yo estaba fuera. Dijo que tenía que buscar un médico.

—¿Por qué? ¿Está herida?

—Tiene dolores de cabeza. Según parece, muy fuertes.

—¿Qué quiere decir según parece? —preguntó Parker—. ¿No lo sabes?

—No quiso que yo lo supiera —respondió Harvath—. Ha estado tomando analgésicos a escondidas.

—Si te sientas a esperar, seguramente volverá enseguida. No te preocupes.

—Ron, estoy preocupado. Todos los polis de la ciudad deben de estar buscándonos. Tú tienes aquí contactos que yo no tengo. ¿En cuánto tiempo puedes averiguar dónde está?

La comunicación con la sala de videoconferencias no era lo rápida que a Harvath le hubiera gustado y la respuesta de Parker tardó un instante en retornar por la línea.

—Me pondré al habla con mis chicos ahora mismo, pero Tracy podría estar en cualquier parte; en un hospital o en la consulta de un médico. Probaré en primer lugar con mis fuentes de la embajada. Veremos si les han preguntado por algún paciente.

—No —contestó Harvath—. Nada de la embajada. Quiero que este asunto no esté sometido a vigilancia.

—Eso podría ser difícil.

—¿Por qué?

Parker orientó la cámara para que Harvath viera mejor al propietario del Programa de Inteligencia de Sargazo, Tim Finney, que estaba sentado justamente a su lado.

Finney era un antiguo campeón de shootfighting[6] de la costa del Pacífico que ahora tenía poco más de cincuenta años y era al menos quince centímetros más alto que Harvath y marcaba en la báscula la impresionante masa de ciento veinticinco kilos de músculo firme. Tenía los ojos de color verde intenso y, como Parker, la cabeza completamente afeitada; una semejanza que Harvath solía atribuir a que las instalaciones de Finney tenían el peluquero más perezoso o menos creativo del mundo. Pero, a pesar de su envergadura y su reputación de que en el cuadrilátero era un luchador absolutamente despiadado para el que no había llaves prohibidas, Finney, igual que Parker, era uno de los mejores amigos que tenía y una de las personas más honestas que conocía.

Finney sostenía un taco de hojas de mensajes telefónicos de color rosa mientras Parker decía:

—Gary Lawlor está buscándote. Ha llamado ya dos veces. Dice que tiene un mensaje del presidente para ti.

—¿Por qué os llama a vosotros?

Finney apartó el micrófono de Parker y dijo:

—No seas idiota, Scot. Sabe de sobra que solo hay dos números de teléfono que marcas cuando estás en apuros, y, como el suyo no ha sonado, no es difícil imaginar que te has puesto en contacto con nosotros. Ahora, ¿qué tenemos que decirle?

—¿Cuánto sabe?

—Sabe que estás en París.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Harvath.

—Dice que de eso es de lo que el presidente quiere hablar contigo.

Harvath le había dicho a Nichols que no hiciera ninguna llamada ni utilizara el ordenador mientras él estaba fuera. Se preguntaba si el profesor le habría desobedecido. Lo dudaba. Era más probable que los franceses ya le hubieran identificado y que se hubieran puesto al habla con el presidente.

De todas formas, las cosas estaban ahora mucho peor que antes, incluso.

—Gary preguntó si te estábamos dando alojamiento —prosiguió Finney— y cómo podía ponerse en contacto contigo.

Harvath no tenía el menor deseo de oír lo que el presidente quisiera decirle.

—¿Qué le habéis contado?

—Le hemos dicho que si teníamos noticias tuyas te diríamos que hablaras con él.

—¿Se lo creyó?

Finney levantó las manos.

—No tengo ni idea, Scot. Es tu jefe.

Era mi jefe —aclaró Harvath.

—Lo que sea. ¿Por qué no le llamas y se lo preguntas tú mismo?

—Lo pensaré —mintió.

—Bueno, piensa esto. Estás de mierda hasta las orejas, y Tracy también. No creo que tengamos una cuerda lo bastante larga para rescatarte. Tal vez quieras comerte el orgullo y pensar un minuto en alguien que no seas tú mismo. Tal vez Gary Lawlor y el presidente Rutledge sean los únicos que puedan ayudarte a desenredar este lío.

Finney tenía razón, pero Harvath era demasiado testarudo como para reconocerlo.

Como no recibía respuesta, Parker cogió de nuevo el micrófono y dijo:

—Volveré a llamarte en cuanto tenga algo. Mientras, quítate de la circulación.

Luego, la conexión de Sargazo se cerró.