Cuartel general de la CIA
Langley, Virginia
—¿Eso es todo? —preguntó Aydin Ozbek mientras sostenía con fuerza el teléfono—. ¿Simplemente se quedó la cámara y no dijo nada?
El agente de la CIA escuchó consternado a Carolyn Leonard durante unos momentos. La llamada se quedaba ya sin cuerda cuando Stephanie Whitcomb asomó la cabeza en el despacho de Ozbek. Él levantó el dedo índice para indicarle que casi había terminado.
—Bien, entiendo —dijo al auricular—. Te agradezco el intento. Si te enteras de algo, dímelo, por favor.
Cuando colgó, Ozbek dirigió su atención a Whitcomb, que estaba en la entrada con una carpeta debajo del brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Los agentes del FBI que han interrogado a Andrew Salam quieren acceder a información de nuestra base de datos.
—¿Por qué?
—Cuanto más hablan con él, más creen que tal vez no matara a la mujer del monumento a Jefferson —dijo.
—No es broma. Yo les dije lo mismo, pero ¿qué tiene que ver eso con querer acceder a nuestras bases de datos?
—Utilizando la descripción que hizo Salam de su supuesto superior, buscaron fotografías de sus propios agentes remontándose hasta veinticinco años atrás, las metieron en un portátil y las cotejaron con un archivo digitalizado de sospechosos.
—Y no consiguieron nada —contestó Ozbek.
Whitcomb le miró.
—¿Qué te dice eso?
El agente de la CIA puso los ojos en blanco. Era una pregunta estúpida.
—¡Ay!, ¿que quién le reclutó no era realmente un agente del FBI?
—Pero ¿qué sucedería si era un agente de inteligencia que, simplemente, trabajaba para otra agencia?
Ozbek cogió el lápiz y empezó a dar golpecitos sobre la almohadilla de escribir de su mesa.
—El FBI podría conseguir lo que quisiera de la Agencia de Investigación de Drogas, el Departamento de Seguridad Interior o el Departamento de Justicia.
—Pero no de la CIA. Al menos, sin preguntarnos antes.
—¡Cuidado! —advirtió Ozbek—. Tal vez el FBI haga muy bien enseñando fotografías de su gente a Salam, pero nosotros no vamos a hacerlo por nada del mundo. No podemos.
—Eso es exactamente lo que les he dicho. Ni por asomo.
—Entonces, ¿por qué estamos siquiera hablando de esto? —preguntó Ozbek, que se impacientaba por volver a trabajar.
Whitcomb sacó la carpeta que llevaba debajo del brazo.
—Los chicos del FBI son listos. Han buscado una vía intermedia.
—¿Cuál?
—Enseñaron un retrato robot a Salam y acaban de enviarnos su montaje —dijo mientras sacaba una hoja de la carpeta. Se la enseñó a Ozbek para que la viera—. Quieren saber si podemos buscar en nuestras bases de datos algún candidato que pudiera encajar con este tipo.
Aun cuando Whitcomb le estuviera enseñando la hoja desde la puerta, en el otro extremo de su despacho, Ozbek reconoció los rasgos de inmediato. La cara de Matthew Dodd no era de esas que él fuera a olvidar en algún momento.