Si Harvath hubiera tenido más tiempo, habría explorado minuciosamente Clichy-sous-Bois antes de acercarse siquiera a la mezquita. Habría sido de un valor incalculable disponer, como se denominaba en términos profesionales, de una «madriguera» en la que poder desaparecer con garantías de seguridad y cambiar de imagen. Pero, en ese momento, lo único que tenía era su instinto, y le decía que tenía que correr todo lo posible. Cuando puso el pie en la acera, fuera ya del café, Harvath volvió a cruzar la calle y utilizó como escudo a la gente que entraba en la mezquita. No tenía la menor idea de por qué pensó que funcionaría. Si de verdad era el pistolero del Grand Palais, ya había abatido a tres policías. ¿Qué le importarían un puñado de civiles?
Seguramente nada, pero brindarían cierta protección a Harvath y le convertirían en un objetivo más difícil, de modo que corrió directamente hacia la multitud y se sumergió en ella en la acera de la mezquita Bilal.
En las puertas de la mente de Harvath golpeaban un millón de preguntas como «¿quién demonios es ese tipo?», o «¿cómo me ha encontrado?», pero se negó a prestarles la menor atención. En ese momento toda su mente tenía que concentrarse en seguir vivo.
No necesitaba mirar atrás por encima del hombro para saber que el pistolero iba justo detrás de él. Fuera, en la calle, Harvath todavía era un blanco seguro, de modo que hizo lo único que podía: invertir su rumbo y volver a la mezquita.
Mientras Harvath se abría paso entre la multitud a empujones, codazos y apretones, oía murmullos de disgusto entre los hombres. La indignación aumentaba a medida que él se comportaba con mayor violencia.
Los hombres le insultaban en francés y en árabe: uno incluso escupió, pero sirvió de poco. El Servicio Secreto le había enseñado a abrirse camino entre las aglomeraciones y era extraordinariamente bueno haciéndolo.
Dos hombres cometieron el error de tratar de impedir el paso a Harvath. No tenía tiempo para negociar. El que estaba más cerca de él recibió un rodillazo en el nervio peroneal, por encima de la rodilla, que le dejó incapaz de mantenerse en pie. Harvath arremetió luego con el hombro para empujarlo hacia su compañero mientras seguía adentrándose en la mezquita. Durante todo ese tiempo, no dejó de agarrar con fuerza el maletín.
De repente, los hombres empezaron a gritar a su espalda y, a continuación, oyó disparos. En la turba de feligreses cundió el pánico. Los gritos se convirtieron en alaridos.
Cuando la multitud aterrorizada empezó a empujar para avanzar, los ojos de Harvath buscaron una escapatoria. La única oportunidad que tenía era encontrar alguna clase de salida en la parte trasera de la mezquita, pero no había nada que se pareciera a un bulldozer que le despejara el camino con la suficiente rapidez. Si no hacía algo pronto, lo iban a pisotear y, quizá, incluso a matar.
Abrirse paso a puñetazos no era una alternativa. La gente que le rodeaba empujaba con demasiada fuerza. No eran más que borregos y hacía mucho que Harvath había aprendido que los borregos solo tenían dos velocidades: la de pacer y la de estampida. Y cuando se desataba la estampida, lo único que podía salvar a alguien era apartarse del camino a toda prisa.
Mientras la marea de gente seguía presionando, un biombo de tres cuerpos cayó al suelo. Así es como Harvath encontró la salida: una puerta empotrada que estaba oculta por el biombo.
Harvath comenzó a desplazarse lateralmente utilizando todas sus fuerzas para atravesar la multitud de gente aterrorizada hasta llegar justo al extremo de la pared.
Apoyó con firmeza un pie frente al otro, apretó con fuerza el maletín y retrocedió a empujones hacia la puerta.
Una vez allí, descubrió a un padre acompañado de su hijo buscando refugio, apretándose en aquel hueco del tamaño de un suspiro.
La mano del padre estaba en el pomo y lo agitaba mientras Harvath se acercaba, lo que indicaba que la puerta permanecía cerrada.
Harvath señaló al hombre para que se apartara y golpeó con la planta del pie en la puerta, que se astilló y cedió paso con un crujido. Luego, llamó a gritos al padre para que metiera dentro a su hijo. Los siguió al otro lado, donde le recibió un aire húmedo y un leve aroma a cloro procedente de los baños.
Harvath cerró la puerta y calzó el pomo con una astilla delgada con la esperanza de mantenerla cerrada. Al menos, el tiempo suficiente para huir.
Cuando alcanzó a sus compañeros de fuga, miró al padre y le preguntó en francés dónde estaba la salida.
El hombre se encogió de hombros e hizo un gesto hacia un pasadizo estrecho con las palmas levantadas.
Había llegado el momento de escapar, ahora, mientras todavía reinaba el caos en el interior de la mezquita. Una vez dado el cambiazo del Quijote real por el falso que habían confeccionado Nichols, Tracy y él, lo único que importaba era que lograra salir de Clichy-sous-Bois y regresar a la barcaza.
Se dio cuenta de que, si había una salida en la parte trasera de la mezquita, la mayor parte de la gente que corría en esa dirección saldría por allí. Eso brindaba bastantes posibilidades de que Harvath pudiera salir por la parte de atrás de los baños y pasar inadvertido entre la multitud que se desbordaba en el barrio.
El único problema era que el pistolero estaría pensando exactamente lo mismo. Aunque tuviera menos protección saliendo por la puerta principal, era la alternativa que más sentido tenía.
Al atravesar el hammam, Harvath encontró la zona de recepción y las puertas principales. Buscó algún indicio de que pudieran estar conectadas a un sistema de alarma. Lo último que quería era llamar más la atención sobre sí.
Cuando empezó a abrir las puertas, decidió sacar el Quijote del doble fondo que había preparado en el maletín y metérselo en la cinturilla de los pantalones.
Estaba sujetando el maletín contra los picaportes de la puerta cuando un ruido a su espalda le hizo darse la vuelta.
Cuando lo hizo, recibió un golpe en el pecho y salió disparado a través de las puertas.