Namir Aouad se volvió hacia la puerta. Estaba asustado y no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo.
Al cabo de unos segundos, Buitre Gigante y Resoplidos habían irrumpido en la habitación con las manos rondando amenazadoramente por el interior de sus chaquetas.
Harvath agitaba las manos en el aire mientras renqueaba alrededor de la mesa.
—Es mi culpa —gritaba mientras avanzaba tambaleándose hacia donde estaban los hombres, junto a su maleta—. Lo siento.
Se quitó los guantes y titubeó con la contraseña de los cierres del compartimento exterior mientras no dejaba de sonar la ensordecedora alarma. En ese momento, otras personas de la mezquita asomaban la cabeza a la oficina del director para ver qué estaba sucediendo y Aouad gritaba a Buitre Gigante que cerrara la puerta.
Finalmente, Harvath acertó con la combinación y abrió su equipaje. Extrajo un dispositivo del tamaño de un mando a distancia de un garaje, apretó una serie de botones y cesó aquel estruendo que reventaba los tímpanos.
—¡Uf! —dijo Harvath mientras sostenía el aparato colgado del cordón que llevaba anudado—. ¿Se imagina qué habría sucedido si se hubiera disparado en el avión? Quizá debiera quitarle las pilas.
Buitre Gigante y Resoplidos le fulminaron con la mirada.
Harvath levantó el aparato un poco más para que lo vieran mejor. En realidad, era la alarma del coche de un pobre hombre, que se había conectado a un visor. Se disparaba cuando se rompía un cristal, había movimientos en el vehículo o, en las circunstancias en que se encontraba Harvath, con el botón de alarma de un mando a distancia desde el otro lado de la sala. Con la ayuda de Tracy, había conseguido aumentar la sensibilidad del sensor y sustituir una pequeña parte del material de la maleta para que pareciera un remiendo, cuando en realidad contribuía a que el mando conectara con la alarma.
—Esto se cuelga en el pomo de la puerta —mintió Harvath—, por si alguien trata de entrar en la habitación del hotel.
—¿Ha terminado ya, monsieur Winiecki? —preguntó Aouad, que regresaba a su mesa para asegurarse de que no le había sucedido nada al Quijote.
—No del todo —dijo Harvath mientras regresaba cojeando.
—Dese prisa, por favor. La plegaria de la noche empezará pronto.
Harvath volvió a ponerse los guantes, se subió las gafas en el puente de la nariz y se apretó un poco al pasar junto al director de la mezquita.
Se centró en la portadilla del libro y la comparó una y otra vez con la que René Bertrand le había enviado por correo electrónico a Nichols.
Finalmente, cerró el libro, lo envolvió de nuevo con cuidado en la tela de muselina descolorida y volvió a depositarlo en la caja de Jefferson. Al cerrar la tapa, recogió sus utensilios y empezó a colocarlos en el maletín.
—¿Y? —dijo Aouad levantando las cejas—. ¿Está usted satisfecho?
—Con la autenticidad del artículo, sí. Pero su estado deja mucho que desear.
—Como le dije, monsieur Winiecki… —empezó a decir el hombre.
Harvath levantó la mano mientras bajaba la tapa del maletín.
—El precio es un reflejo del estado de conservación del libro, lo entiendo. Puedo asegurarle que ni al profesor Nichols ni a la universidad va a agradarles demasiado lo que he visto aquí esta noche.
Namir Aouad no era tonto y sonrió.
—Monsieur, usted y yo sabemos que a su universidad le va a entusiasmar tener este libro.
Harvath no contestó.
—Tengo una idea. Por veinte mil más, me alegraría incluir esta elegante caja de madera.
—Cinco —contestó Harvath mientras miraba al director pasar la mano por la tapa.
—Quince —contraatacó Aouad.
—Diez, y es la última oferta.
El director de la mezquita extendió la mano.
—Es aceptable —dijo.
Harvath estrechó la mano del hombre y, a continuación, cogió su maletín.
—Informaré al profesor Nichols y dará orden de que la universidad gire el dinero a la cuenta de René Bertrand.
—Excelente —respondió Aouad mientras acompañaba a su invitado a la puerta y le ayudaba a recuperar la maleta con ruedas—. Creo que tiene usted un taxi esperándole.
El tipo estaba bien informado.
—Así es.
—Maravilloso. Entonces le deseo buen viaje y, tan pronto como monsieur Bertrand nos informe de que ha recibido los fondos, dispondremos todo para que se envíe el libro y la caja al profesor Nichols.
Harvath asintió con un gesto y siguió a Resoplidos y a Buitre Gigante hasta la entrada del almacén. La mezquita empezaba a llenarse.
Sonrió a los dos matones de Aouad, que trataban de contener el aluvión de gente que afluía para que él pudiera salir por la puerta principal. Una vez más, los hombres se limitaron a clavarle la mirada.
Fuera, en la acera, el aire de la noche era frío y cortante. Harvath pudo verse el aliento al exhalarlo. Agarró con fuerza el asa y el mango del maletín y la maleta y miró a ambos lados antes de cruzar la calle.
El taxi seguía allí, aparcado un trecho más allá. Cuando Harvath llegó a él, vio que estaba vacío y se fue derecho hacia el café. Cuanto antes abandonara las calles, saliera de Clichy-sous-Bois y volviera a la guarida de Sargazo, mejor iba a sentirse.
Harvath entró en aquel café diminuto y se detuvo para que la vista se le acomodara a la mala iluminación del local. El olor del tabaco con aroma a manzana le inundó la nariz mientras sus ojos empezaban a penetrar en la penumbra. Los hombres estaban sentados en cojines en torno a mesas bajas, pagando la cuenta, bebiendo tazas de café y dando las últimas caladas a los narguiles antes de acudir a la plegaria de la noche.
En el otro extremo del comptoir[5], Harvath vio a su chófer, Moussa. El joven estaba de pie, no lejos de un anciano con una gorra de punto y una barba pelirroja alborotada.
Cuando Harvath se acercó, el hombre de la gorra levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Algo le resultaba familiar en él. Era algo más que una intuición, pero Harvath no lograba reconocerlo. Los engranajes de su cerebro se pusieron en marcha para tratar de imaginar de qué lo podía conocer. Había algo en su mirada.
De repente, le asaltó la idea: «¡El Grand Palais!».
Harvath ya había soltado la maleta y se abalanzaba sobre la puerta cuando Matthew Dodd buscó debajo de la camisa y sacó su arma.