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París

Los hombres a quienes Namir Aouad había llamado medían cada uno, al menos, un metro noventa y pesaban más de ciento treinta kilos.

Tenían el pelo negro azabache y barba corta. Sus ojos negros eran precavidos y desconfiados. Uno de ellos tenía una nariz grande y ganchuda que recordaba al pico de un buitre, mientras que la del otro parecía contrahecha, seguramente por haberse roto muchas veces.

Aouad emitió un nuevo conjunto de instrucciones en francés. Buitre Gigante, como le había apodado Harvath, dejó la bandeja de té en la mesa del director de la mezquita y sirvió la infusión de menta ardiendo. La tetera parecía un juguete entre las manos de aquel hombre descomunal.

El otro estaba sentado cerca de la puerta sin dejar de prestar atención, con las manos entrelazadas delante de sus partes pudendas, como un jugador de fútbol a la espera de recibir el impacto del saque de una falta. No apartaba los ojos de Harvath. Durante las pausas de la conversación había momentos en los que, si Harvath aguzaba el oído, pensaba que podía escuchar el silbido del aire cuando entraba y salía del apéndice nasal deformado del tipo.

Clichy-sous-Bois era una zona bronca, y Harvath no podía evitar preguntarse en qué otras cosas estaría metido el director Namir Aouad, además de ser intermediario en la venta de primeras ediciones robadas del Quijote.

Mientras conversaba con Aouad tomando el té, Harvath se mostró deliberadamente ambiguo. La suya era una identidad creada a toda prisa y lo último que pretendía era cargársela cayendo en una trampa sobre un tema del que debería ser un experto.

El té era una muestra tradicional de buena voluntad por parte de Aouad. Rechazarlo se habría considerado un insulto. Era importante que se sintiera lo más cómodo posible.

Por fortuna, Aouad era un entusiasta del fútbol y Harvath estaba suficientemente al tanto de ese deporte como para poder charlar sobre el tema hasta que terminaran el té.

Cuando Buitre Gigante retiró la bandeja, Harvath levantó el maletín y lo puso sobre la mesa de Aouad.

—¿Podemos empezar? —preguntó mientras abría los cierres y empezaba a sacar las cosas que fingiría utilizar para verificar la autenticidad del Quijote.

—Claro —dijo el director de la mezquita haciendo un gesto a uno de sus hombres. El tipo de las narices silbantes se acercó a uno de los armarios archivadores de acero, sacó un cajón largo y extrajo una caja de madera maltrecha del tamaño aproximado de una máquina de escribir portátil pequeña. Se dirigió a la mesa y se la entregó a Aouad, que le dio las gracias y le dijo que esperara al otro lado de la puerta con Buitre Gigante.

El director de la mezquita depositó la caja sobre la mesa, levantó su gruesa tapadera y dijo:

—Todo suyo. Al menos, así será cuando se realice el pago.

Harvath sonrió y rodeó la mesa. Al instante, le sorprendió el hecho de que fuera una especie de caja secreta de madera.

Cuando Scot era pequeño, su padre le traía de Japón muchas cajas secretas, en algunas de las cuales era necesario realizar más de un centenar de movimientos para abrirlas. A Harvath le encantaban, y también a su padre, a quien le apasionaba trabajar con madera. Las cajas siempre parecieron ser una metáfora de su intrincada y compleja relación.

Aunque la caja secreta de Jefferson estaba muy deteriorada, no había duda de su excepcional factura y de que había sido confeccionada con una selección de maderas nobles exquisitas. En algún momento, es muy probable que la enceraran para darle lustre y que abrillantaran visiblemente los herrajes de bronce. Sin duda, había sido un aditamento práctico y elegante para los bienes que Jefferson conservaba en sus habitaciones del monasterio cartujo.

Con todo, el tiempo y las condiciones bajo las que había estado oculta la habían estropeado. También tenía unos antiestéticos agujeros donde, para forzarla, se había utilizado un destornillador o, peor aún, un martillo y un formón o una palanqueta.

Cuando Harvath pasó los dedos por la superficie descubrió un monograma taraceado, apenas discernible, con las iniciales TJ.

Harvath y su padre habían tratado de construir rudimentarias cajas secretas de madera, pero ninguna era, sin duda, tan hermosa como la de Jefferson. Aquello retrotrajo a Harvath al taller de carpintería del garaje de su familia, y se preguntó si su padre habría pensado alguna vez que podría deslizar sus manos sobre una obra de arte otrora perteneciente a un estadounidense tan notable.

El interés de Harvath por la caja secreta no pasó desapercibido para Aouad.

—La caja también está en venta. Por una suma adicional, como es lógico.

—Me aseguraré de informar a la universidad —dijo Harvath mientras su mirada recaía sobre el objeto de su encargo.

El libro, depositado en el centro de la caja, estaba envuelto en una tira de muselina desvaída por el paso del tiempo. Con mucho cuidado, lo extrajo y lo depositó sobre la mesa.

—¿Le importa? —preguntó mientras se inclinaba justo por delante del pecho de Aouad para orientar el flexo y mejorar la iluminación.

—Claro, por favor —dijo el hombre mientras rodeaba la mesa para situarse en el lado opuesto y dejar más sitio a Harvath para trabajar.

Harvath dio la vuelta a su maletín y sacó un par de guantes blancos. Ahora, tanto la tapa de la caja de Jefferson como la del maletín de Harvath le ocultaban una parte de la mesa al director de la mezquita.

Aouad observaba cómo Harvath extendía sobre la mesa un pequeño tapete de joyero y, a continuación, desenvolvía el volumen de la franja de tejido.

Como le había advertido Nichols, el libro estaba en muy mal estado. Harvath hablaba en voz alta y sacudía la cabeza mientras exploraba la flexible encuadernación original de vitela.

—Si el libro estuviera en perfecto estado —indicaba el director, preocupado por si Harvath proponía rebajar la oferta—, el precio habría sido muy superior.

Harvath lo ignoró y prosiguió con su examen. El libro tenía exactamente el tamaño que había dicho el profesor, pero era mucho más pesado de lo que esperaba.

Harvath colocó el grupo de imágenes que le habían enviado a Nichols por correo electrónico junto a la caja y abrió cuidadosamente por su primera página aquel libro de más de cuatrocientos años de antigüedad.

De inmediato, se hicieron visibles los sellos de la primera edición que le habían indicado a Harvath que buscara. Estaba la dedicatoria al duque de Béjar, descendiente de la familia real del antiguo Reino de Navarra, además de la expresión latina «Espero la luz tras las tinieblas».

Comparó las imágenes poniendo ante sí el libro viejo y, luego, acudió al capítulo veintiséis. Nichols le había informado de que solo la primera edición incluía una descripción de don Quijote confeccionando un rosario con jirones de la camisa. En ediciones posteriores, se cambió por «agallas de roble» para tranquilizar a los censores españoles del siglo XVII. Alguien que conociera de verdad cómo verificar la autenticidad del libro habría sabido que debía buscarlo, y Nichols se aseguró de que Harvath, que apenas hablaba español, supiera exactamente dónde encontrarlo.

Le costó varios minutos, pero lo halló finalmente. Era asombroso. De una tirada original de cuatrocientos ejemplares de la primera edición de Don Quijote solo se conocía la existencia de dieciocho. Lo que Harvath tenía ahora entre las manos era el decimonoveno.

Era un descubrimiento increíble, más sobresaliente aún por su procedencia y por los secretos que prometía encerrar. A Harvath le quedaba solo un último aspecto que verificar.

Se sabe que Jefferson insertó su sello personal o, dicho con más precisión, sus iniciales, en lugares muy precisos de sus libros. En aquella época, colocaba las firmas al pie de determinadas páginas para orientar al encuadernador sobre el modo adecuado de montar o «ensamblar» un manuscrito, como se decía, en forma de libro.

A cada bloque de páginas de un libro se asignaba una marca distinta, habitualmente letras, que avanzaban en orden alfabético. La marca de Jefferson consistía en escribir la letra mayúscula T antes de la inicial del apellido J. Y a la mayúscula impresa T le añadía a mano a continuación la letra J.

Harvath se tomó el tiempo necesario para buscar pacientemente ambas marcas. Su corazón se aceleró cuando encontró la T manuscrita emparejada con la J del impresor y, luego, la J manuscrita tras la T impresa. Ese era el Don Quijote de Jefferson. Harvath estaba seguro. Había anotaciones en infinidad de páginas, pero no tenía la menor idea de cuál contenía el secreto sobre el orden de los discos del cilindro cifrado. Eso le tocaría desentrañarlo a Nichols.

Harvath se obligó a tomar aliento. Ahora venía la parte más difícil. Colocó el libro sobre el tapete de joyero y buscó con cautela en su maletín con la otra mano.

De repente, el estruendo de una sirena estalló en el otro extremo de la sala.