Old Ebbitt Grill
Washington, D. C.
Aydin Ozbek se reunió con Carolyn Leonard en una mesa apartada próxima al fondo del bar. Carolyn, la jefa del destacamento del Servicio Secreto de Jack Rutledge, no había cumplido los cuarenta, medía aproximadamente un metro setenta y ocho y tenía un cuerpo atlético. Llevaba el cabello pelirrojo suelto sobre los hombros, y su sobrio traje de Brooks Brothers ocultaba una Sig Sauer 229 del calibre 40, dos cargadores de repuesto, una BlackBerry, aerosoles de uso instantáneo de Guardian Protective Devices a base de resinas irritantes y alguna que otra herramienta necesaria para su profesión.
Por lo general, Ozbek nunca quedaba con mujeres pertenecientes al Ejército, los cuerpos de vigilancia o el ámbito de la seguridad. Sin embargo, con Carolyn Leonard llevaba mucho tiempo deseando quebrantar su norma. Debía de ser una de las mujeres solteras más idóneas y atractivas de Washington, D. C, un hecho que, muy probablemente, le había dificultado mucho más de lo normal el ascenso a uno de los puestos más destacados del Servicio Secreto.
Pese a la atracción evidente que sentía hacia ella, Carolyn nunca le había manifestado ningún interés más allá de la amistad. Seguramente era lo mejor. Encontrarse, trabar relación y separarse no habría sido propicio para el favor que ahora necesitaba, ni siquiera para una profesional como Carolyn Leonard.
—No puedo hablarte de esto —dijo ella mientras empujaba la pequeña cámara Sony Cybershot al otro lado de la mesa.
Al agente de la CIA le parecía mucho más discreto descargar los fotogramas y las imágenes de unas cámaras de seguridad a una cámara digital que entregarle a Leonard un sobre de papel manila con un par de cintas de VHS y un fajo de fotografías de 20 por 25.
—Vamos, Carolyn —contestó—. No te estoy pidiendo secretos de Estado. Solo necesito que identifiques al tipo y me respondas a un par de preguntas.
El agente de la CIA volvió a deslizar la cámara hacia el centro de la mesa.
Ella le miró.
—Me estás pidiendo que incumpla mi juramento.
—No, no es eso. Solo necesito saber qué está pasando.
—Aydin —dijo Leonard con una sonrisa—, tú trabajas para la CIA. ¿Me estás diciendo que las cosas se han puesto tan feas por allí que necesitas que el Servicio Secreto haga las investigaciones por ti?
Ozbek sonrió.
—Estamos en el mismo bando y todos necesitamos ayuda de vez en cuando. ¿Quieres volver a ver los vídeos, por favor?
Leonard se quedó inmóvil un instante.
—No necesito volver a verlos.
Ahora le tocaba a Ozbek quedarse quieto. Hacía mucho tiempo que había aprendido que la mayor parte de la gente se sentía incómoda con el silencio y rellenaba el vacío si mantenías la boca cerrada el tiempo suficiente.
—¿Qué sabes de Scot Harvath? —preguntó ella.
El agente de la CIA había conseguido recabar parte de la información antes de reunirse con Leonard.
—Es un SEAL de la Marina que fue transferido al Servicio Secreto para ayudaros en actividades antiterroristas y contraterroristas en la Casa Blanca. Fue esencial para ayudar a rescatar al presidente cuando lo raptaron hace varios años.
»Ha participado en unos cuantos encargos encubiertos y todo aquel que ha trabajado con él alguna vez lo considera un agente de primera. Aparte de eso, nadie sabe qué ha hecho.
Leonard no dijo nada.
—Mi hipótesis —dijo Ozbek— es que tal vez se haya sentido atraído por el lado oscuro de forma irreversible. Se dice que estuvo vinculado a algo llamado Oficina de Apoyo a la Investigación Internacional del Departamento de Seguridad Interior para ayudar a cuerpos de seguridad y servicios de inteligencia internacionales a prevenir ataques terroristas, pero eso es lo máximo que he conseguido averiguar. El tipo no parece tener un puesto fijo mucho tiempo.
—Bueno, tienes una cosa segura —contestó—. Es un agente de primera.
—Pero ¿qué está haciendo hoy en París en el lugar de un atentado y un tiroteo?
—No lo sé.
—Carolyn, has visto cómo se lanza hacia ese tipo y lo derriba segundos antes de la explosión. Él sabía que iba a suceder. Está implicado de algún modo en el atentado.
Leonard bebió un sorbo de su copa.
—Todavía no me has explicado por qué te interesa todo esto.
A Ozbek se le ocurrió algo mejor que darle largas.
—El tipo que está detrás de Harvath en el vídeo del tiroteo; tenemos motivos para creer que es uno de los nuestros que ha abandonado la reserva.
—¿Crees que Harvath está trabajando con él? —dijo ella manifestando una incredulidad evidente en el tono.
—No sé qué pensar. Esa es la razón por la que estoy hablando contigo. Tú conoces a Harvath.
—Y le conozco lo bastante para saber que nunca estaría implicado en un atentado con bomba o un tiroteo.
—¿De verdad? —preguntó Ozbek—. Entonces dame una explicación plausible de por qué tengo un vídeo de él en los escenarios de ambos sucesos.
—Por Dios, Aydin. ¿De verdad que estamos manteniendo esta conversación? Harvath salvó a una persona que, de lo contrario, habría volado en pedazos en el atentado; y es evidente que el tipo del tiroteo le está apuntando con un arma.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué a Harvath? ¿Por qué ambas escenas? Eso es lo que estoy tratando de averiguar.
Leonard miró a Ozbek.
—Tú, un agente de la CIA, sospechas que Harvath está implicado en operaciones encubiertas, pero, sin embargo, me preguntas a mí, una agente del Servicio Secreto, qué está haciendo en París. Déjame que te haga una pregunta, Oz.
—Dispara.
—¿Qué dinero recibís vosotros para seguir pistas como esta?
Ozbek hizo caso omiso del sarcasmo y modificó su línea de argumentación.
—La mujer que está con Harvath, ¿quién es?
—Es su novia —respondió Leonard—. Tracy Hastings. Antigua militar de la Marina. Pertenecía al cuerpo de artificieros antes de que un artefacto casero que trataba de desactivar estallara antes de tiempo y le arrancara un ojo y parte de la cara.
Aunque el vídeo no tenía la mejor calidad del mundo, a Ozbek le pareció difícil creer que la mujer atractiva que había visto hubiera sufrido una tragedia tan atroz.
—Si la vieras, no lo notarías —añadió Leonard, que había leído su mente de algún modo—. Si tenéis su cara en vídeo, deberíais haber podido cotejarla con vuestras bases de datos e identificarla, al menos por la foto de su pasaporte.
Como Ozbek no respondía, dijo:
—No la habéis identificado, ¿verdad? ¿Por qué no?
Ozbek contestó sinceramente.
—Las imágenes del atentado no eran suficientemente buenas.
Leonard se recostó en la silla.
—Ya me lo imagino.
—¿Qué hay del hombre al que Harvath salvó de la bomba? —preguntó el agente de la CIA.
—Ni idea —contestó ella.
La respuesta fue demasiado rápida para el gusto de Ozbek.
—Aun cuando la calidad del vídeo sea mala —dijo mientras cogía la cámara digital y la toqueteaba para ver las fotografías que había en la memoria—, cotejé su imagen con la base de datos.
—Siguiendo el protocolo de actuación establecido, me imagino —dijo Leonard.
—Nos pagan por hacer algo más que seguir rastros.
Leonard guardó silencio.
—En cualquier caso —prosiguió Ozbek—, lo hicimos y encontramos toda clase de datos. Ninguno era lo que estamos buscando, de modo que aplicamos algunos filtros para tratar de estrechar el cerco. La única persona con la que podía vincularlo era con Harvath, así que empecé por ahí. Busqué al individuo en la base de datos de la Marina de Estados Unidos, la base de datos del Departamento de Seguridad Interior e, incluso, el Servicio Secreto.
—Has sido un chico travieso.
Ozbek ignoró el comentario.
—Luego tuve una auténtica corazonada, lo cotejé con diferentes bases de datos del Servicio Secreto.
Leonard enarcó las cejas.
—Algo me dice que «travieso» no sería suficiente para calificarte exactamente por lo que has estado haciendo.
—Encontramos un ochenta por ciento de coincidencias con un visitante regular de la Casa Blanca, autorizado y acreditado para acceder a todas las instalaciones, salvo la Sala de Situaciones de la Casa Blanca. ¿Quieres ver su foto? —preguntó el agente de la CIA mientras recuperaba la imagen en la cámara.
—No especialmente.
Ozbek giró la cámara para que la viera de todos modos.
—Se llama Anthony Nichols. Es un profesor de la Universidad de Virginia. También tiene pasaporte estadounidense y aterrizó en el aeropuerto Charles De Gaulle hace un par de días procedente del Ronald Reagan.
—Es una coincidencia fabulosa —dijo Leonard.
—Podría estar de acuerdo contigo —replicó Ozbek—, si no fuera porque no creo en las coincidencias.
Leonard no dijo nada.
—Carolyn, ahora mismo hay un montón de muertos en París; dos de ellos, policías. Es muy probable que el tipo que está detrás de todo esto sea un antiguo agente de la CIA llamado Matthew Dodd, que simuló su propia muerte y se ocultó en un agujero hace varios años.
Ozbek pensó en la posibilidad de mencionar a Marwan Khalifa, pero consideró que sería mejor no hacerlo hasta que no supiera si Khalifa estaba realmente muerto y si Matthew Dodd tenía algo que ver en ello.
—Ese tal Nichols —dijo— corre un peligro gravísimo. Más de lo que probablemente sepa él.
—¿Es tan bueno ese Dodd?
—Era uno de nuestros mejores agentes. Tengo que detenerlo, pero no puedo hacerlo sin tu ayuda. Y por bueno que pueda ser el agente Harvath, no tiene ni idea de a quién se enfrenta con Dodd —dijo Ozbek mientras dejaba la cámara delante de ella.
Leonard miró el rostro de Anthony Nichols unos instantes en el visor de la cámara.
Después de hacer unas cuantas preguntas más, la apagó y se la guardó en el bolsillo. Se levantó de la silla y dijo:
—Veré lo que puedo hacer.
—¿Dónde vas?
—Mantén el teléfono encendido —dijo Leonard mientras se alejaba de la mesa—. Me pondré en contacto contigo.