29

Como había servido en Iraq y en otras zonas calientes del mundo, Tracy Hastings tenía una habilidad mental excepcional para las operaciones. Sin embargo, ahora mismo lo único que podía hacer era permanecer tumbada en la cama del camarote oscurecido y con un paño húmedo sobre los ojos.

—Nichols tenía razón —dijo Harvath mientras utilizaba el ordenador para recabar información sobre la mezquita Bilal de Clichy-sous-Bois—. Tenemos que buscar un médico.

—Ya te lo he dicho. Pasará —respondió ella.

Empujando contra el pequeño escritorio de madera, hizo girar la silla para mirarla.

—Dejemos todo esto. Olvídate del presidente, olvídate del maldito libro; olvídate de todo.

Tracy se quitó el paño y se incorporó para recostarse sobre los almohadones.

—No puedes. No por mí.

—Los dolores de cabeza empeoran, no van a mejor. Mírate. Necesitas ayuda.

—Y Nichols. Y el presidente.

—Después de todo lo sucedido, ¿cómo puedes siquiera pensar en el presidente? —reclamó Harvath—. Casi te matan por su culpa.

—Y ya lo he olvidado. Ahora te toca a ti.

—Yo no puedo hacerlo.

—Tienes que hacerlo —insistió.

Harvath se inclinó hacia delante en la silla.

—Tracy, no quiero volver a mi antigua vida. Quiero esta vida, la que tengo ahora. Te quiero.

—Y me tienes. No me voy a ninguna parte.

—No entiendes lo que trato de hacer —empezó Harvath.

Tracy le miró a los ojos.

—Scot, no puedo prometerte que todo lo nuestro vaya a ser perfecto. El día que me dispararon se me cayó la bola de cristal. Lo que puedo decirte es que entiendo quién eres. La mejor parte de tu vida la has dedicado a asumir la lucha de Estados Unidos contra sus enemigos, con este enemigo en particular. Ahora, sin que hayan mutilado o matado a nadie más, tienes la oportunidad de eliminar una de las mayores amenazas que ha padecido la civilización en toda su historia. No voy a dejarte que tires eso a la basura. No puedo.

»En esto es en lo que eres bueno. Sabes cómo actúa esta gente y sabes vencerlos en el juego. Estás furioso con el presidente porque llegó a algún acuerdo secreto que liberó a un terrorista que arrasó a tus amigos y a tu familia. Se acabó. Supéralo. Esto no tiene que ver con él. Esto tiene que ver con el bien y el mal. Y aquí tienes que hacer lo correcto.

—Pero tú necesitas ayuda.

—De acuerdo —transigió—. Necesito ayuda. La buscaré. Pero voy a buscarla sin ti. Y eso no tiene discusión.

—Tracy, escucha…

—Scot, si tengo que levantarme de esta cama solo para abrirte la cabeza y meterte algo de juicio, lo haré. No me gustará, pero lo haré.

Harvath sonrió. Tracy Hastings era la mujer más asombrosa que había conocido. Si resultaran agraciados con la bendición de vivir cien años juntos, podría pasar todos y cada uno de los días diciéndole lo mucho que significaba para él sin lograr aproximarse al profundo sentimiento que le unía a ella.

—Quiero ser feliz y quiero estar contigo. Pero para que funcionemos los dos —prosiguió ella— no puedes dejar de ser quien eres.

—¿Aun cuando sea el tipo que desaparece varias semanas seguidas y no puede decirte adónde va ni cuándo volverá?

—Siempre que no sea con una amante, creo que encontraremos el modo de hacerlo funcionar.

Harvath no sabía qué decir.

—Ahora —dijo Tracy incorporándose un poco más—, trae el portátil aquí y pensemos cómo vamos a introducirte en esa mezquita para que puedas recuperar el libro.