París
Harvath obligó a René Bertrand a ver cómo limpiaba una cucharilla de la cocina con jabón de manos y extraía una pequeña parte de heroína de la «pitillera» de aquel tipo.
La droga olía ligeramente a vinagre cuando la depositó sobre la cuchara y añadió un chorrito de agua de la jeringuilla del anticuario. Luego, Harvath utilizó el mechero de Bertrand para calentar la mezcla por debajo y tiró del émbolo de la jeringuilla para utilizarlo como mezclador.
Cuando hubo terminado, echó en el centro de la cucharilla un trozo pequeño de tela de algodón rellena. La bola de algodón tenía el tamaño de un caramelo Mentos y ejerció de esponja; absorbió toda la mezcla.
La boca de Bertrand, seca anteriormente, se había llenado de agua ya antes de verlo, y no apartaba la vista de todos y cada uno de los movimientos de Harvath.
Cuando limpió el émbolo, volvió a insertarlo en la jeringuilla. Colocó la aguja en el centro del algodón y, siempre muy despacio, tiró de él. Si bien aquel proceso estaba concebido para filtrar las partículas indeseables de la mezcla, también servía para poner a punto las ansias de Bertrand.
Aun cuando hubiera hecho lo mismo en infinidad de ocasiones, a Harvath no le entusiasmaba torturar a la gente. La tortura tenía su lugar, pero, por lo que se refería a Harvath, solo recurría a ella cuando se habían agotado otras alternativas razonables. El evidente problema de drogas de René Bertrand le había proporcionado una alternativa perfecta para la tortura.
Aunque es muy probable que hubiera personas que afirmaran que lo que Harvath estaba haciendo a ese hombre en ese preciso instante era en realidad tortura, se equivocaban. Harvath sabía lo que era tortura de verdad, y aquello no lo era. Ni se le parecía.
Harvath arrancó el botón de la manga derecha de la chaqueta del anticuario y le remangó la camisa. Mientras le limpiaba el brazo con otro trozo de algodón que había empapado en desinfectante de manos, dijo:
—Prescindiremos de la charla, monsieur Bertrand. Usted tiene algo que me interesa. Cuanto antes coopere, antes podrán empezar a bailar usted y esta mierda de aquí, ¿comprende?
Harvath observaba cómo los ojos de aquel hombre permanecían fijos en la jeringuilla cargada que Harvath había dejado sobre la mesa. Sabía que la adicción a la heroína era una de las peores que se podían tener.
Cuando Bertrand habló por fin, tenía la voz ronca.
—En el infierno reservan un lugar especial para la gente como usted.
—Dígame dónde está el Quijote.
El vendedor de libros lanzó un resoplido galo al tiempo que ponía los ojos en blanco con desdén.
—¿De modo que quiere robármelo? ¡Qué oferta tan tentadora! ¿Es así como hacen negocios hoy día las universidades estadounidenses?
En esta ocasión, el bufido y el gesto ocular salieron de Harvath.
—Sí, es una nueva política. La aprobamos inmediatamente después de decidir empezar a llevar armas de fuego.
Aunque le hervía la sangre, Bertrand no respondió.
—René, ambos sabemos que no trabajo en ninguna universidad. También sabemos que usted tiene un libro que no le pertenece. Fue robado y quiero recuperarlo.
—¿Y usted quién es? —exigió saber el francés—. Mis clientes encontraron el libro. ¿Qué le convierte a usted en su legítimo propietario?
Harvath ya había jodido suficiente a este tipo. Cogió la jeringuilla, la puso delante de la nariz del vendedor de libros y empujó el émbolo, que lanzó al aire un torrente de heroína preparada.
—Putain merde! —gritó el hombre.
—Dígame dónde está, René —pidió Harvath.
Bertrand se negaba a obedecer.
Harvath miró a Nichols.
—Abra el ojo de buey.
—¿Disculpe? —respondió el profesor.
—Hágalo —ordenó Harvath mientras reunía los aparejos de la droga del comerciante junto con el resto de la heroína.
Nichols abrió la ventanilla y se retiró mientras Harvath se acercaba y lanzaba al río todo menos la jeringuilla.
—Ya está —dijo Harvath cuando volvió a su silla y levantó la aguja para que la viera el librero protestón—. Esto es lo único que queda. Usted me dice dónde está el libro o, de lo contrario, también puede despedirse de ella.
Para subrayar lo que decía, Harvath volvió a empujar el émbolo para lanzar al aire más mezcla.
El anticuario clavó una mirada de furia en Harvath y dijo por fin en un inglés con mucho acento:
—Basta. Deténgase. Le diré dónde está.
Harvath esperó.
Bertrand lo miró como si estuviera loco.
—Primero, deme la droga.
—Primero, dígame dónde está el Quijote.
—Monsieur —suplicó el vendedor—. Ayúdeme usted y luego le ayudaré. Se lo prometo.
—Quiero el libro primero —afirmó Harvath.
—Putain merde! —volvió a gritar el hombre—. ¡Por favor!
Harvath levantó la jeringuilla y amenazó con expulsar más líquido.
—¡No lo tengo yo!
—¿Dónde está?
—No puedo recogerlo —balbució Bertrand.
—¿Por qué no? —preguntó Harvath mientras mantenía preparada la jeringuilla para derramar lo que quedaba.
—Lo custodia un tercero. No soltarán el libro hasta que se haya transferido el dinero.
—Pero cualquier comprador inteligente querrá verlo antes de separarse de esa suma de dinero.
—Pero, monsieur…
—Tiene razón —terció Nichols—. El que gane la puja tendrá derecho a examinar el libro antes de transferir el dinero.
El rostro de Bertrand parecía de piedra.
—Sabrá usted que esa gente no se anda con jueguecitos. Si no les paga, habrá problemas.
—Asumiré los riesgos —dijo Harvath mientras bajaba la jeringuilla y la dejaba a unos milímetros del brazo de aquel hombre—. Ahora dígame dónde está el Quijote.
El vendedor cerró los ojos y suspiró:
—Lo custodian en una mezquita de Clichy-sous-Bois.