27

Mezquita de Um al-Qura

Falls Church, Virginia

—Claro que estoy enfadado —dijo Abdul Waleed mientras caminaba—. Acordamos que parecería un asesinato o un suicidio. ¡Pero Nura Khalifa está muerta y Andrew Salam sigue vivo!

El jeque Mahmood Omar estaba de pie detrás de su recargado escritorio labrado de acero de Damasco y lanzaba gestos hacia una alfombra que había en el centro de la sala repleta de almohadones de seda. Había una bandeja de té dispuesta sobre un mantel conocido como sufrah.

—Aprendemos poco de nuestros éxitos, y mucho de nuestros errores —le consoló el imán mientras se sentaba.

—Tal vez no lo entiendas —respondió el presidente de la FAIR mientras se sentaba enfrente de él—. Salam va a contarle todo a la policía, si es que no lo ha hecho ya. Seguramente el FBI ya esté implicado. De cualquiera de las dos formas, alguien va a venir a interrogarme.

El jeque Omar alzó una cafetera muy brillante y vertió café árabe en dos tazas pequeñas y sin mango. El aroma embriagador del café mezclado con cardamomo y azafrán inundó la oficina.

—¿Y de qué se van a enterar? —preguntó Omar.

Waleed se preguntaba si el imán había perdido el juicio.

¿De qué se van a enterar? ¿Por dónde tengo que empezar?

Mientras ofrecía a su huésped la tradicional taza medio llena, el jeque afirmó:

—Cuando todavía no pronuncias las palabras, eres el amo de ellas; una vez que se pronuncian, ellas te dominan.

—Ya basta de proverbios beduinos, Mahmood. Tenemos que elaborar un plan.

Omar dio un sorbo al café.

—¿Siguen en su sitio las pruebas colocadas en sus casas y en tus oficinas?

Waleed asintió.

—¿Acaso no habían dejado de funcionar las cámaras del monumento a Jefferson?

—Correcto —dijo Waleed.

—Entonces, no tenemos que hacer nada. Hemos sembrado lo suficiente para convencer a las autoridades de que Nura se reunió con Salam para contarle que su aventura amorosa había finalizado. Ella se avergonzaba de haberse corrompido antes de casarse e iba a implorar a su familia que la perdonara. Salam decidió que, si no podía ser para él, no sería para nadie.

—Subestimas al FBI.

—¿Tú crees? —preguntó Omar—. Una mujer es asesinada; una musulmana de las oficinas de la FAIR. Hay pruebas que apuntan a una relación consentida entre ella y el hombre que la asesinó. A menos que hagas alguna estupidez, la investigación concluirá ahí.

—¿Y qué pasa con Salam? ¿Qué pasa con su narración de los hechos? ¿Qué pasa con el adiestramiento que recibió? ¿Qué pasa con mis encuentros personales con él? —reclamaba Waleed.

—Cuando el FBI te pregunte por esas cosas, reconócelas. Te reunías con Salam cuando empezó a asistir a esta mezquita. Era una persona brillante, encantadora y extremadamente creativa. Esa es la razón por la que contrataste a su empresa de relaciones públicas para que trabajara en los asuntos de imagen de la FAIR y en su trato con la prensa. Colaboraba estrechamente con Nura y tú sospechaste que entre ellos debía de haber algo más que negocios, pero nunca lo supiste con certeza. Ella era muy discreta con su vida privada…

—Pero ¿qué pasa con el hombre que Salam creía que era su adiestrador? —exclamó Waleed—. ¿Y qué hay de las pruebas que Salam estaba acumulando contra nosotros?

—Su adiestrador se aseguraba de que Salam le entregara todo cada vez que se reunían. Le enseñaron que nunca conservara ninguna información que pudiera comprometerlo.

Waleed sacudió la cabeza.

Omar dejó su taza de café.

—¿Preferirías que hubiera cogido a Nura el verdadero FBI y la hubiera exprimido? ¿O a cualquier otro de quienes trabajan para nosotros?

—No, no lo preferiría.

—La Operación Cañón de Cristal fue una idea brillante, y nuestros benefactores de Arabia Saudí están bastante satisfechos. Al infiltrarnos nosotros mismos, estamos mejor preparados para descubrir los intentos externos de grupos sionistas o agencias como el FBI o el Departamento de Seguridad Interior de tratar de penetrar en nuestras organizaciones. También solemos recibir de nuestros espías información más jugosa que la mayoría de nuestros leales. McAllister & Associates ha pagado por ella varias veces más y es una iniciativa ventajosa en más de un aspecto.

—Pero Salam está en la cárcel. ¿Saben eso nuestros benefactores?

El imán se encogió de hombros.

—Por cada mirada que dirigimos atrás, debemos asomarnos dos veces al futuro. Encontraremos a alguien que lo sustituya. La vida seguirá.

A Waleed le hubiera gustado compartir el optimismo del jeque.

—Sigo pensando que Salam sabe demasiado y es peligroso para nosotros. Está bien entrenado. Su historia sonará demasiado real.

—¿Hasta qué punto está bien entrenado de verdad? Podría haber sacado de los libros el dominio del oficio del espionaje.

—Los conducirá a Islamaburg —replicó Waleed.

—Donde él y otros jóvenes musulmanes aprendieron a disparar y a defenderse. ¿Y qué? Allí no se quebrantó ninguna ley. Confía en mí, Abdul, el rastro se va a enfriar muy deprisa.

Waleed extrajo un dulce pequeño de la bandeja y se lo introdujo en la boca. Siempre parecía que comía más cuando estaba en tensión.

—¿Qué noticias tienes de París?

Mahmood Omar escogió las palabras con cuidado. No había necesidad de disgustar más a Waleed.

—Las cosas van avanzando.

—Entonces, ¿todavía no se ha resuelto nuestro problema?

El jeque sonrió para tranquilizarlo.

—Estoy completamente seguro de que se resolverá. Toda demora tiene sus ventajas. Al-Din triunfará en París y, luego, podremos olvidarnos de todo esto.

Una vez concluida la reunión con Omar, Abdul Waleed salió de la mezquita y se dirigió a su coche. Mientras cruzaba la calle, se recordó que debía mantener la calma. Tanto el FBI como la policía local de Washington, D. C, querrían, con toda probabilidad, hacerle preguntas. Había pensado que estuviera presente algún abogado de la FAIR, pero Omar le recomendó no hacerlo. Le parecía que resultaría sospechoso.

Tenía que ponerse en contacto con la oficina para ver si algún cuerpo de seguridad había llamado ya; o, tal vez si, incluso, se habían dejado caer por allí sin anunciarse. Omar le advirtió que diera por hecho que se pasarían sin avisar para inspeccionar la mesa y demás pertenencias de Nura.

Waleed se subió al coche y sacó el auricular del teléfono móvil de uno de los posavasos del vehículo. Mientras encendía el motor, sacó el teléfono de la funda que llevaba en la cintura y lo encendió. Omar ponía reparos a que sonaran teléfonos móviles en la mezquita. Lo consideraba una ofensa personal a Alá. De hecho, lo único que le disgustaba más que los móviles eran los perros.

En ese aspecto, él y Waleed opinaban lo mismo. Los móviles eran un mal necesario de la vida moderna, pero siempre había estado de acuerdo con el mandato islámico contra los perros. Eran animales impuros, absolutamente asquerosos y Mahoma había prohibido con razón que los musulmanes los tuvieran como mascota.

Cuando se conectó el auricular, Waleed tiró del freno de mano y marcó el número de la oficina.

No tenía ni idea de que Steve Rasmussen había accedido por vía remota al teléfono de Andrew Salam en la sala de pruebas del cuartel general de la policía local de Washington, D. C, y se había descargado los contenidos.

Cuando Rasmussen consiguió el número de teléfono de Waleed, Ozbek consiguió pinchar su móvil: una modalidad novedosa de vigilancia electrónica que le permitía encender por control remoto el aparato y activar el micrófono. Rasmussen y él habían escuchado toda la conversación con el jeque Omar.

Era la primera pista sólida que encontraban los agentes de la CIA. Las incursiones encubiertas en la casa y la oficina del profesor Khalifa en Georgetown habían sido descalabros monumentales.

Ozbek estaba ahora al teléfono dando instrucciones al resto de los departamentos de seguridad.

—Así es —dijo—. Quiero que todo el equipo se centre en París. Todo el mundo. Ahora mismo. Nos veremos en la sala de reuniones para ponernos al día dentro de una hora.

Cuando colgó el auricular, Rasmussen le miró y dijo:

—Ninguna información obtenida mediante servicios de inteligencia tendrá validez jamás ante un tribunal.

Ozbek sabía que su colega tenía razón.

—Además, seguramente solo hemos jodido al FBI una parte importante de su investigación.

A Ozbek se le había pasado esa idea por la mente, pero no quería pensar en ella. En cambio, dirigió su ira hacia Rasmussen.

—Es la segunda vez que me informas de que me he pasado de la raya. Ya lo he entendido y no quiero volver a oírlo, ¿de acuerdo? Cuanto más veo aparecer su nombre, más me dicen las tripas que ese al-Din era un bateador de la agencia.

»Mahmood Omar y Abdul Waleed son islamistas enfervorecidos que el FBI debería haber tumbado hace mucho tiempo. Nuestro país está en guerra y nuestra misión consiste en impedir que gane el enemigo. Y antes de que me sueltes un discurso sobre el respeto a la Constitución, quiero que dediques dos segundos a pensar en lo que le sucedería a la Constitución y a la Carta de Derechos si Estados Unidos acabara siendo en algún momento una nación islámica.

—No digo nada de eso —contestó Rasmussen—. Relájate.

—Sé que tú tienes tus compinches en el FBI. Son buena gente. Pero cuando peleas contra imbéciles que solo saben dar golpes bajos, debes tener en tu bando a unos cuantos a quienes no les importe una mierda el marqués de Queensberry[4].

—Escucha —dijo Rasmussen—. Estoy de acuerdo contigo. No existe eso del combate limpio. Entiendo eso.

—¿Pero?

—No hay peros. Nos pagan para que hagamos salchichas. Nadie quiere ver cómo se hacen. Solo les importa que sepan bien.

—Entonces, ¿vamos bien? —preguntó Ozbek.

—Vamos bien —dijo Rasmussen mientras permanecía en pie—. Te veré en la sala de reuniones dentro de una hora.

Ozbek le vio marcharse y confió en que pudiera contar con él si el asunto se ponía más feo.