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Había salido de la nada; no era precisamente muy difícil en una feria tan abarrotada, pero Harvath debería haber percibido que se aproximaba. Debería haber estado más alerta.

El inglés de aquel hombre era perfecto. Inmediatamente, descartó que fuera francés. Podría ser personal de seguridad de Bertrand, pero Harvath lo dudaba. Todavía no le había hecho al anticuario nada que exigiera semejante reacción. Había estado esperando hasta sacarlo y alejarlo del salón de la feria para hacerlo, lo que solo le dejaba una única alternativa.

Debía de ser el otro comprador del Quijote de Bertrand. «La competencia», como había dicho el propio vendedor, con quien iba a reunirse dentro de treinta minutos.

Quienquiera que fuese aquel hombre misterioso, apuntaba un arma contra la espalda de Harvath. Y, por muy enfadado que estuviera Harvath de que le hubieran sorprendido con tanta facilidad, no le quedaba más opción que obedecer las órdenes de aquel hombre.

Con la mano que le quedaba libre, el pistolero agarró a René Bertrand de aquel brazo suyo que parecía un junco, le enseñó el arma y acercó al vendedor de libros raros a Harvath mientras empujaba a ambos hacia delante. Bertrand estaba aterrorizado y apenas fue capaz de pronunciar: «Usted».

La imaginación de Harvath se precipitó en busca de una solución, algún modo de distraer al hombre que tenía a su espalda y agarrar el arma, pero había muy poco que hacer. Estaban en el centro de una multitud que avanzaba lenta y penosamente hacia la salida. Casi podía sentir el aliento de su atacante en la nuca. Harvath apenas tenía espacio entre él y las personas que se encontraban delante. Confiar en que se abriera un espacio ante él y, en el mismo instante, se produjera una situación de caos momentáneo a causa de una distracción era pedir un milagro. Pero un milagro fue precisamente lo que sucedió.

Al pasar junto a las cabezas de la muchedumbre, que oscilaban y se agitaban delante de él, vio que había tres policías nacionales franceses de pie junto a la salida. Uno de ellos parecía escrutar los rostros de la gente y cotejarlos con una hoja que tenía en la mano.

El pistolero también los vio. Atenazó la garra sobre el brazo del anticuario de libros y apretó con más fuerza su arma contra la espalda de Harvath mientras decía:

—Un movimiento en falso y os mato a los dos antes de que la policía se entere siquiera de lo que ha pasado.

En la mente de Harvath no había dudas de con quién debía echar su suerte. Lo único que esperaba era que la policía francesa lo estuviera buscando y que el trozo de papel que tenía uno de los agentes llevara impresa su foto.

Mientras se acercaban a la salida, la multitud que tenían delante empezó a formar grupos menos densos y la policía empezó a comprobar el rostro de las personas más próximas a Harvath. Sabiendo que el matón no podía verle la cara, Harvath empezó a mover los ojos rápidamente con la esperanza de llamar la atención.

Al mirar a la izquierda vio que por el rostro del vendedor caía sudor y que estaba temblando. O estaba cada vez más atemorizado ante su raptor, o le pasaba alguna otra cosa. No tardó mucho en descubrir de qué se trataba.

Cuando Harvath y el vendedor de libros se aproximaron a la policía, el oficial que tenía el papel en la mano los reconoció. Volvió a comprobarlo y, a continuación, alertó a sus colegas, uno de los cuales tomó la radio al instante.

Harvath dio por seguro que él era uno de los reconocidos, pero cuando desenfundaron sus armas gritaron inmediatamente a René Bertrand que se detuviera.

El pistolero no perdió tiempo. Apuntó con su pistola Heckler & Koch rodeando a Harvath por el costado derecho y realizó una sucesión rápida de disparos mientras se desataba todo un infierno en el vestíbulo del Grand Palais.