Cuando René Bertrand apareció en el lugar fijado, no fue difícil de divisar. Hasta en el extravagante mundo de los vendedores de libros de viejo, Bertrand era todo un personaje. Aquel dandi ampuloso con traje de seda de tres piezas medía más o menos un metro setenta y siete. Lo único más delgado que su cuerpo consumido era un bigote del grosor de un lapicero que se sostenía casi en el aire sobre un labio superior casi inexistente. Llevaba el pelo peinado con raya a la izquierda y alisado con una especie de pomada blanca, mientras que sus ojos grises correteaban nerviosos de un lado a otro bajo dos cejas visiblemente retocadas a base de depilación. Un reloj con una cadena de oro reposaba en el interior del bolsillo del chaleco. El vendedor de libros antiguos llevaba en los pies un par de zapatos Spectator negros y blancos meticulosamente lustrados y en el bolsillo superior de la chaqueta asomaba hinchado un pañuelo de colores muy vistosos.
Tenía unos cercos oscuros bajo los ojos y, dado su aspecto físico general, Harvath se preguntó si la paranoia de Bertrand no se debería a algo más que a estar en poder de uno de los libros más valiosos del mundo.
Harvath esperó todo lo que pudo y, finalmente, se acercó al hombre.
—¿Monsieur Bertrand?
—¿Sí? —contestó el librero en un inglés con mucho acento.
Harvath había ensayado mentalmente cómo iba a abordar el asunto. Nichols le había explicado que Bertrand era muy prudente. Solo le había enseñado al profesor una copia de las primeras páginas del Quijote, con la dedicatoria de Cervantes al duque de Béjar, una expresión latina que decía «Espero la luz tras las sombras», y, por supuesto, la caligrafía de Thomas Jefferson.
Sin duda, Bertrand no iba a llevar el libro encima. Lo habría dejado en algún lugar seguro hasta que hubiera acordado un precio y hubiera recibido el dinero.
—Trabajo con el profesor Nichols —dijo Harvath.
—¿Y por qué no ha venido?
—Está reuniendo el resto de su dinero.
René Bertrand sonrió: tenía los dientes manchados de toda una vida de café y cigarrillos.
—Es muy amable, pero todavía tiene que hacerme una oferta que pueda aceptar.
Harvath apreció que Bertrand sudaba.
—¿Está usted bien, monsieur? —preguntó.
La sonrisa nunca flaqueaba.
—¿Cuál es su oferta, por favor? —preguntó.
—Estamos dispuestos a superar la oferta rival en cien mil.
—¿Euros? —preguntó Bertrand.
—Naturalmente —contestó Harvath—. También me han autorizado a que le entregue esto —dijo mientras golpeaba algo por el exterior de la chaqueta—. Diez mil euros en efectivo, ahora mismo, a cambio de diez minutos de su tiempo.
—Diez minutos de mi tiempo, ¿para qué?
Ahora le tocaba sonreír a Harvath.
—Para que le explique por qué debería usted cerrar la puja y por qué la Universidad de Virginia es el hogar adecuado para este libro tan especial.
Los ojos del vendedor, con unos párpados muy abultados, se entornaron.
—¿Y me quedo con los diez mil pase lo que pase?
Harvath asintió.
—Pase lo que pase.
—¿Puedo ver el dinero, por favor? —preguntó Bertrand.
Sacó el sobre del bolsillo interior, abrió discretamente la solapa y le enseñó el fajo de billetes.
—Quizá encontremos un café por aquí cerca.
Bertrand adoraba negociar con universidades, sobre todo con las estadounidenses. Por la experiencia que tenía, siempre disponían de mucho más dinero que juicio.
—Hay un café no lejos de aquí —respondió—. De todos modos, tengo que seguir utilizando las instalaciones. Hagámoslo rápido. Tengo una reunión con su competencia dentro de treinta minutos.
En el espionaje, los agentes aprenden a observar y, luego, utilizan los puntos débiles de un sujeto. Para Harvath, René Bertrand, haciendo una comparación fácil, era como un libro abierto. Esperaba ganar mucho dinero con su participación en la venta del Quijote, pero diez mil euros por diez minutos de su tiempo era una golosina que aquel hombre no podía rechazar. Muchas veces el espionaje era en parte un timo. La forma más segura de tener controlado a alguien era pedirle que te hiciera un favor.
Y eso era exactamente lo que Harvath había hecho. Ahora, para que su plan funcionara, tenía que sacar a Bertrand del edificio.
Los diez mil euros no eran más que el cebo, y el anticuario lo había mordido. No cabe duda de que pensaba que Harvath era un loco, pero estaba a punto de enterarse de qué tipo de loco exactamente.
La pareja se abrió paso por la sala principal de la fachada del Grand Palais, abarrotada de gente. Estaban a unos doscientos metros de la entrada cuando Harvath sintió que algo le presionaba en la espalda, en la zona de la cintura.
Al mismo tiempo, un hombre se le acercó a la oreja y le advirtió:
—Haga alguna estupidez y apretaré el gatillo y le partiré en dos la columna vertebral.